Las cárceles de la Intendencia de Guadalajara:

recintos de depósito, desorden y crimen en el ocaso del periodo virreinal

(1780-1820)

Prisons of the Intendencia de Guadalajara: holding cells, disorder and crime during the decline of the viceroyalty (1780-1820)

 

Betania Rodríguez Pérez1

yamitr@terra.com.mx

 

Resumen

En este trabajo se hizo una revisión de la legislación castellana y del derecho indiano sobre cuál debía ser la función de la cárcel durante el periodo virreinal, en esta quedó establecido que ese edificio estaba destinado a la custodia del reo en lo que se resolvía su situación jurídica, motivo por el cual debía conservársele en óptimas condiciones. La revisión de expedientes del ramo criminal tanto del Archivo de la Real Audiencia de Guadalajara como del Archivo General de la Nación acercan al conocimiento de la distancia que existió entre lo escrito en la legislación y lo que dentro de esos recintos sucedía en la jurisdicción de la Intendencia de Guadalajara.

Palabras clave: cárcel, Intendencia de Guadalajara, abusos, delitos, fugas.

 

Abstract

This work revisits stipulations in the Spanish legislation and in the Indian rights over what should be the function of the jail during the Viceregal period in which it was established that this building should be used for the custody of the offender while his legal situation was resolved – reason for which it should be kept in optimum condition. Revision of the files of the criminal branch of the Archivo de la Real Audiencia de Guadalajara and the Archivo General de la Nación clarify the understanding of the distance which existed between what was established in the legislation and what happened in the spaces under the jurisdiction of the Intendencia de Guadalajara.

Key words: prison, Intendencia de Guadalajara, abuses, crimes, escapes.

 

En el periodo virreinal la cárcel no era un lugar de castigo, sino que se trataba de “una casa pública destinada para la custodia y seguridad de los reos”.2 El recinto tenía como función ser el depósito a donde eran destinados los presos hasta que se resolvía su situación. Sólo en algunos casos, como excepción, se consideró la cárcel como castigo del reo. En la Séptima Partida se aclara esta peculiaridad respecto de la cárcel, en la ley vii, título xxix. Ahí se estipula que los presos debían ser guardados en la prisión o en el edificio destinado para su custodia en lo que se les dictaba sentencia o se determinaba su libertad. El juez en ningún momento debía dictar sentencia de cárcel, salvo en situaciones particulares que se mencionarán más adelante. En su depósito en ese lugar el individuo no debía ser maltratado ni vejado y se determinaba que ningún pleito criminal debía tardar más de dos años en solucionarse, por lo que si en ese tiempo no concluía el proceso, el reo debía salir de la cárcel.3

El contexto temporal en que se inscribe este trabajo está marcado por la aplicación de las reformas borbónicas, que no sólo impactaron la administración política, económica y jurisdiccional tanto de España como de sus dominios ultramarinos, sino también la administración de justicia. La Corona buscó con ellas una reestructuración total, encaminada a retomar el control tanto en la península como en sus posesiones americanas. El reacomodo tuvo su sustento teórico en la Real Ordenanza de Intendentes, los reglamentos de policía de las ciudades, los bandos y edictos, y en la utilización de los códigos jurídicos ya existentes, que en el caso de las sentencias definitivas fue determinante para indicar cuál era la ley en que estaba asentado el castigo que el reo debía recibir.

Además de lo anterior habrá que considerar las discusiones y reformas que tuvieron lugar durante el siglo xviii sobre cuál pena se impondría y cómo debía ser ejecutada para que se diera por pagada la ofensa que el delincuente había cometido. Estas disertaciones no modificaron en ese momento la función que hasta entonces se atribuía a la cárcel como espacio de custodia; sin embargo, esto no quiere decir que no se haya hecho pronunciamiento alguno respecto de las medidas que se habían de tomar con los presos, sino que, por el contrario, aparecieron reglamentos administrativos, se dictaron medidas sobre la higiene de los recintos y se buscaron mecanismos mediante los cuales se hicieran de recursos económicos para obtener el abasto de alimentos. Así, la cárcel durante este periodo fue lugar de depósito y no de castigo, y existió una reglamentación en cuanto a su funcionamiento y vida interna. Con estos antecedentes, a continuación se presentará cuál era la situación que imperaba en las cárceles de que se tiene referencia en la Intendencia de Guadalajara.

 

Sustento teórico de la función de la cárcel en el virreinato

 

La cárcel novohispana, como una excepción, habría de fungir como un lugar de castigo en acatamiento del bando dictado con carácter de extensivo para toda la Nueva España en que se determinaba que debían ser enviados a prisión quienes fueran detenidos ebrios en las calles. En el mismo bando se especifica el tiempo que pasarían en ella por la primera o la segunda vez, tanto hombres como mujeres, pero una tercera detención haría que se iniciara un proceso sumario contra el beodo por reincidencia.4 En este mismo sentido se castigaría con cárcel a los infractores de ciertas leyes según la Recopilación de Leyes de los Reinos de Indias, donde se habla de la prohibición de portar arma punzocortante de cinco cuartas de vara; se estipula que por la primera violación de esta ley se pagaría una multa y el infractor se depositaría diez días en la cárcel, y por la reincidencia el castigo ya no sería la cárcel, sino el destierro por un año. Finalmente, en el caso de deudas, privar de la libertad a una persona con la prisión era en sí una pena.5 En el documento derivado de la Constitución de Cádiz, por su parte, quedaría razón de la necesidad de emprender una reforma carcelaria, que comenzó con la redacción del primer reglamento de las cárceles de 1812.6

Manuel de Lardizábal y Uribe asienta que la cárcel no era un lugar de castigo, sino para la custodia y seguridad de los reos. En el viejo derecho romano, la cárcel era el lugar donde se retenía a los delincuentes y su estancia ahí no significaba el castigo por el delito que habían cometido. En la cárcel se depositaba al reo de manera preventiva para evitar su fuga o que los agraviados se hicieran justicia por mano propia. En una instrucción de 1788 de Carlos iii se señalaba a los corregidores que

 

la estancia en la cárcel trae consigo indispensablemente incomodidades y molestias, por lo que les ordenaba que debían mediar con sumo cuidado antes de optar por enviar a alguien a la cárcel. Sería una obligación de los corregidores velar porque los presos sean bien tratados en las cárceles, cuyo objeto es solamente la custodia y no la aflicción de los reos.7

 

Tal orden muestra que las autoridades estaban enteradas de los abusos que se cometían en las cárceles y de la lentitud con que se desarrollaban los procesos penales, que hacían que un reo pasara meses y hasta años en espera de ver resuelta su situación, lo cual hacía parecer a la cárcel como un lugar de castigo, aunque su función fuera otra, por lo que era necesario dictar medidas para evitar abusos. Los reportes de malos tratos aumentaban con lo prolongado del encarcelamiento y con las observaciones que hacían los juristas de la época al mencionar que en ese espacio convivían diferentes tipos de delincuentes, ya que ahí llegaban desde los detenidos por paseadores nocturnos, enamorados que escandalizaban al vecindario, los ebrios que caminaban sin rumbo por las calles o que quedaban tirados en la vía pública, hasta los homicidas alevosos, los ladrones, los contrabandistas, entre otros malhechores. De esta manera, la mezcla de reos de una y otra clase no hacía otra cosa que convertir a la cárcel en una escuela de “iniquidad y seminario de hombres malos y perniciosos a la república”.8

Para Lardizábal, el verse privados de su libertad era la pena más grave a que podía estar sometida una persona. Era la pena más dolorosa, porque en carne propia experimentaba un sinnúmero de perjuicios por el tiempo que pasaba en la cárcel hasta que se resolvía su situación, que en ocasiones era muy prolongado y llevó a muchos a salir de la cárcel pero ya sin vida; además, porque también sus familias sufrían por su ausencia, al faltarles el sustento.9

En la Recopilación de leyes de los reinos de Indias quedó establecido que se debía construir una cárcel en las ciudades, villas y lugares de las Indias; se especificaba que su función sería la de guarda y custodia de los presos y se aclaraba de otros que tuvieran que permanecer ahí, pero que ello no significara el desfalco de la Real Hacienda. El edificio debía tener un cuarto en el que se depositara sólo a las mujeres, para que no tuvieran ningún contacto con los varones.10

En la cárcel novohispana había un capellán designado para que fuera a decir misa todos los días, para ello debía haber los ornamentos necesarios. Los alcaides de la real cárcel, para tomar posesión de su empleo, primero tenían que depositar una fianza en la Real Audiencia, así como presentarse ante ésta o el Ayuntamiento jurar que harían buen uso del empleo para el que habían sido elegidos. El alcaide tenía entre sus obligaciones el registro de entrada y salida de los presos y su recepción. Los carceleros tenían la encomienda del aseo del edificio y de los aposentos y la dotación de agua para los presos. El alcaide tenía que velar por la seguridad de los reos y debía residir en la prisión; de lo contrario se le multaría con 60 pesos. Los carceleros y el alcaide tenían que impedir que hubiera juegos de azar con dinero, robos y abuso de embriagantes; si se comercializaba vino, debía ser a un precio justo y no superior al del exterior. Alcaides y carceleros debían tener un mínimo contacto con los presos y se harían acreedores a penas severas si recibían dádivas o dejaban en libertad a alguno sin una orden que así lo dispusiera. Por tal falta, el alcaide o carcelero recibía como castigo la pena que debía haberse ejecutado en el reo que escapara.11

El edificio de la cárcel debía ser revisado y reparado constantemente para proteger a los presos y evitar su fuga. Pero las descripciones que hay de las condiciones en que se encontraban las prisiones en los reinos españoles muestran que distaban mucho de ser lugares donde los presos se encontraran seguros y bien cuidados.12 Manuel de Lardizábal, cuando habla de la cárcel, dice que sufrían vejaciones y malos tratos. Al contrario de como debería ser, la cárcel era un lugar en donde reinaban la codicia, la dureza y la mala vida. Pero el mismo autor, en 1782, modera esta visión sobre la cárcel y menciona que “en las cárceles de España se trataba a los infelices reos con más humanidad que en las del vecino y admirado reino de Francia”.13 Con esta afirmación parecería que el jurista soslaya las coacciones indebidas y las injusticias.

Lo estipulado en la Constitución de Cádiz ratificó la función que hasta ese momento había tenido la cárcel como lugar que no estaba diseñado para castigar al reo por su delito, ni tampoco para darle malos tratos, sino para ser custodiado en los mejores términos posibles en lo que se resolvía su situación. En los artículos del 297 al 300 se estableció que una de las obligaciones del alcaide sería de tener a los reos en óptimas condiciones. Tendría que separar a los reos que los jueces señalaran, pero debía colocarlos en cuartos aseados, nunca en calabozos subterráneos o insalubres. Estas disposiciones muestran una humanización del trato al delincuente, a quien se debía castigar por su ofensa pero que tenía el derecho de ser bien tratado y albergado en un lugar donde no se atentara contra su integridad física.14

Por lo que respecta a las visitas15 que se debían hacer a las cárceles, que con anterioridad ya estaban establecidas,16 con la Constitución gaditana éstas se formalizaron para garantizar la defensa y protección de los derechos y libertades de los presos, y se buscó con ellas la certificación de que todo estaba en orden conforme a lo establecido en la Constitución. En el artículo 298 se asienta que sería la ley la que habría de dictaminar con qué frecuencia se tendrían que realizar las visitas a las cárceles y se ponía de manifiesto que sin excepción todos los presos se debían presentar durante éstas. Esta disposición significó, por un lado, una medida de control sobre los presos; y por otro, obligó a la revisión de sus causas, para que las que tenían tiempo retrasadas fueran dictaminadas de manera definitiva a la brevedad posible, con el fin de que el reo no siguiese padeciendo las limitaciones de la cárcel y tampoco se gravara al erario con los gastos que significaba el mantenimiento de los presos.17

Habiendo examinado lo que estipulan las leyes sobre las cárceles y su funcionamiento, veamos ahora la estructura física de los edificios carcelarios y la vida que en ellos se desarrolló, y si hubo coherencia entre lo que estaba escrito y la práctica.

 

Dimensiones de los recintos destinados

a la custodia de presos

 

En teoría, las cárceles novohispanas debían tener una serie de instalaciones: una sección para los presos varones, otra para las mujeres y una más para los aposentos de las autoridades; una que sirviera como recepción, otra donde se tomaran las declaraciones y una que sirviera para la capilla, que debía tener los ornamentos necesarios y donde además de celebrarse las ceremonias religiosas permanecieran los reos condenados a muerte las últimas horas antes de su ejecución. Pero en general las cárceles del virreinato distaban mucho de tener las dimensiones suficientes para disponer de todos esos servicios. Primeramente, según los expedientes consultados, se sabe que en la cárcel de Guadalajara había robos, se vendían bebidas embriagantes, había armas y se cometían homicidios. Pero no se dice si sus dimensiones eran las óptimas para albergar a los detenidos y a las autoridades. Sobre el inmueble de la cárcel de la ciudad en 1783, el alcaide Teodoro Lizárraraz decía que constaba únicamente de dos piezas; en una de ellas se llevaban a cabo los interrogatorios y la otra era utilizada como habitación del funcionario. Lizárraraz no menciona en su informe las medidas del edificio, de ahí que no sea posible darnos cuenta qué tan grande o pequeño era, porque por más que pudo haberse tratado de dos cuartos amplios, sus afirmaciones hacen dudar que la cárcel de la sede de una Real Audiencia haya podido ser tan pequeña.18

Sobre las dimensiones que debían tener los establecimientos penitenciarios Pedro Trinidad Fernández escribe que

 

la cárcel era un establecimiento que se encontraba en el interior de las ciudades, unido a otros edificios, sin rasgos arquitectónicos específicos; en su interior no existían divisiones, los intercambios eran constantes y tenían reglas de funcionamiento propio.19

 

Esta explicación ayuda a entender por qué las noticias que se tienen de la cárcel de Guadalajara en cuanto a su forma material son tan vagas, y al mismo tiempo difiere de lo establecido en las leyes, donde se asentaba que debía contar con divisiones que permitieran que los presos no se mezclaran, como se menciona en el párrafo anterior.

Doce homicidios se registraron en las cárceles de la Intendencia. En los nueve cometidos en la de Guadalajara hubo resentimientos, intento de fuga, riña y resistencia, mientras que en los que sucedieron en las prisiones de Amatitlán, Cocula y Tequila, el robo, la riña y la ebriedad fueron factores determinantes. Además, los jueces encargados de llevar algunos procesos justificaron el traslado de reos de una cárcel a otra por temor a que se fugaran debido al mal estado en que se encontraba la del lugar donde había ocurrido el delito.20

Un ejemplo que sirve para ilustrar lo anterior y que ocurría en las cárceles es el robo cometido en la de Guadalajara en 1806 por José Navarro, un mulato libre de veinticinco años, originario de Atequiza pero residente en Guadalajara y de oficio obrajero. Navarro estaba calificado como ebrio consuetudinario, por lo cual llevaba varias prisiones a cuestas sin mostrar enmienda, a pesar de haber sido sentenciado a recibir veinticinco azotes y ser enviado a Veracruz por tres años, castigo que hasta ese momento no había sido ejecutado. Su continua ebriedad fue la causa de que se le acusara del robo de la ropa que le habían dado a lavar, bajo el argumento de que con ella compraría alguna bebida en la cárcel y continuaría embriagándose ahí mismo. Además de Navarro, se acusó con él al reo José María Tapia por no dar aviso del lugar donde se encontraban las prendas. Éste explicó que se las había encontrado, pero no le creyeron. Finalmente, ambos fueron sentenciados, Navarro a cumplir con los tres años de presidio en Veracruz que tenía dictados y Tapia, por callar, recibió 50 azotes con las prendas colgadas al cuello, sentencia que sería ejecutada delante de los demás presos para que sirviera de escarmiento, y además fue enviado a un presidio por cuatro años.21

Como se puede ver, el robo y la embriaguez eran dos de las situaciones que se daban en la cárcel mientras los reos estaban a la espera de una sentencia definitiva. A esas dos causas se sumaban las riñas, los homicidios y la insalubridad que en ocasiones costaba la vida a los que ahí esperaban que se resolviera su situación legal. Tanto los alcaides de la real cárcel como los reos en sus declaraciones dan cuenta que eran cosa frecuente.22

 

Recintos carcelarios de la Intendencia de Guadalajara

 

Primero se verá cuál era la situación en las cárceles de la Intendencia y después lo que sucedía en la de Guadalajara. Las de la Intendencia, por lo menos de las que se tiene alguna noticia, no se encontraban en las mejores condiciones para custodiar a los presos que ahí eran depositados. Esto queda al descubierto en los casos de Sayula, Tepic, Teocaltiche, San Cristóbal de la Barranca y el real de San Francisco. En estas localidades la autoridad decidió que, para evitar una fuga, era más conveniente que los reos fueran enviados a la cárcel de Guadalajara. Los argumentos para tomar tal decisión estaban fundamentados en que los detenidos estarían más seguros en el edificio de la capital de la Real Audiencia, porque las construcciones que servían como cárceles en esos lugares eran de débil fábrica, se encontraba deterioradas y se temía que huyeran los reos.23

Los temores que manifestaban los jueces de esos pueblos y jurisdicciones tenían razón de ser, porque por ejemplo en el pueblo de Zapotlán el Grande se escapó de la cárcel Francisco de Ochoa, acusado no sólo de homicidio sino también por otros delitos. En el censo de 1793 el edificio del que se escapó Ochoa se describía como de muy buena factura e incluso se menciona que había sido construida tan importante y necesaria obra con el prorrateo que juntó el vecindario; pero para 1818, cuando fue detenido Ochoa quizá por la guerra de independencia y la falta de mantenimiento, la edificación había sufrido tal deterioro que era fácil para los presos fugarse, o bien dentro del mismo recinto pudo haber habido alguien que los ayudara a escapar.24

En La Barca, Pedro José Flores, condenado a dos años de obras públicas, escapó en el momento en que lo hicieron otros siete reos que estaban en la cárcel.25 En San Pedro Teocaltiche, José María Martín Ortega, sentenciado a diez años de presidio, evadió su destino cuando se salió de una deteriorada cárcel de la que informaba el juez de la causa que estaba reducida a los cimientos, sin seguridad alguna, con sus piezas caídas y que por su pie se podían salir los reos, sin escalamiento ni horadación alguna. Informa el juez que él dormía en el recinto, pero que aun ahí había ausencia de seguridad. Cuando se levantó el censo de 1793 en esa localidad al parecer no había cárcel, o por lo menos se omitió hablar de ella, pero con esta noticia sabemos que para 1804 ya existía una construcción para depósito de los reos, pero su fábrica era tan deficiente que se les escapaban, y la autoridad, que estaba al tanto de ello, no había buscado solución al problema.26

Finalmente, en un rancho de San Cristóbal de la Barranca Silverio Olmedo ahorcó a su esposa María Dimas Bermejo, por sospechas de que ella tenía ilícita amistad con Máximo López. En este caso, Olmedo escapó de la cárcel, y tras su huida se determinó el traslado de los que aún estaban en ella a un lugar más seguro, dado que se encontraba en muy malas condiciones. La situación de esa cárcel no era novedad, pues desde 1793 se dice de ella que era tan mala que se hacía hasta lo imposible para que no permanecieran los detenidos más de dos noches. Pero si era de todos sabido que ahí no se podía poner a nadie bajo resguardo, no se entiende por qué no se hizo un arreglo del edificio en tanto tiempo, dado que la detención de Olmedo es de 1818. Pero financiar una obra, por pequeña que fuera, en tiempo de guerra y de inestabilidad resultaba difícil, porque el presupuesto se destinaba a la defensa.27

Los cuatro reos que huyeron de la cárcel y de la pena que les esperaba fueron buscados en jurisdicciones vecinas pero no se pudo lograr su reaprehensión, porque en ninguno de los expedientes hay constancia de que esto haya sucedido ni de que su sentencia hubiera sufrido modificaciones por la pena a que se habían hecho acreedores en razón de la huída.

Con esta información sobre las fugas se tiene noticia de que pocas eran las medidas de mantenimiento para los edificios destinados a la guarda y custodia de los reos en ésos y otros lugares. Se podía tratar quizá de descuidos propiciados porque la cárcel podía ser utilizada únicamente en el momento de la aprehensión del delincuente y luego se le trasladaba a otra, o porque el edificio tuvo desde el principio una mala planeación, y ya después sobre la marcha resultaba difícil corregir los desperfectos, ya que no había presupuesto asignado para ello.

 

La cárcel de Guadalajara

 

Lo dicho en los párrafos anteriores sucedió en pueblos de la Intendencia, pero la cárcel de Guadalajara tampoco estuvo exenta de fugas. Una de ellas fue la de Juan Crisóstomo Villaseñor, acusado del homicidio de José María Anguiano, la mañana del 3 de septiembre de 1803. Villaseñor fue sentenciado por este crimen a tres años de servicio en las obras públicas de la ciudad de Guadalajara. El reo tenía la indicación de que al terminar su trabajo debía volver a la cárcel, pero uno de esos días ya no regresó.28

La fuga de Villaseñor podría calificarse como algo común que podía suceder cuando el reo abusaba de la confianza de los encargados de la cárcel. Pero en marzo de 1798 la situación había sido totalmente distinta: la mala administración y los modos de proceder del alcaide, José Camarena, llevó a 12 reos a fugarse derribando una de las rejas de fierro de las ventanillas que daban a la calle. La fuga inmediatamente fue atribuida al mal proceder del funcionario; se dice que

 

la codicia y constantes públicos desarreglos de José Camarena, alcaide de la real cárcel de esta corte, tienen constituidos a sus moradores [de la ciudad] en la mayor consternación y lamentos que traspasan los corazones de dolor por los justos temores que tienen que experimentar los más graves estragos si les asaltan 12 reos de los mayores crímenes, que en la madrugada del día de ayer han hecho de la dicha real cárcel una ruinosa fuga […]. He dicho que la codicia y públicos desarreglos de Camarena han ocasionado estas funestas consecuencias, a causa de que debiendo de tener a semejantes reos en lo último de los calabozos, los mantenía en las indicadas salas a trueque de las indebidas contribuciones de pesos que se dice le hicieron para estar allí.29

Los procederes de Camarena son ejemplo y testimonio de lo que podía ocurrir en las cárceles. Esto se traducía en perjuicios a la sociedad, porque la noticia de que había delincuentes peligrosos deambulando por las calles alarmaba y tensionaba a los vecinos, y las medidas de control que se tomaban para lograr la reaprehensión de los presos incluían limitaciones para el movimiento de los ciudadanos sin permiso expreso. El que los reos escaparan de la cárcel de la capital de la Intendencia era un llamado de atención de que la administración de justicia debía haber actuado con mayor solvencia para evitar que los presos pasaran ya no meses, sino años, sin una solución definitiva a sus procesos, y porque además esa tardanza representaba costos al erario, pues se abrían largos procesos contra los fugados sin tenerse la certeza de que los detendrían.

Una de las soluciones para garantizar el abasto de comida de los presos fue la venta de barriles de vino a dos pesos cada uno.30

Los alcaides de la cárcel de Guadalajara declaraban que el edificio no era lugar seguro y mucho menos salubre. Esto se puede ver en las peticiones que hacen para que se refuerce la vigilancia a sus alrededores y para que se realicen obras de mantenimiento, como la apertura y reparación de ventanas, así como la aplicación de medidas de higiene. La insalubridad hacía que algunos reos fallecieran antes de siquiera saber la pena a que eran acreedores o si serían dejados en libertad.

En la Intendencia de Guadalajara murieron doce reos acusados de homicidio antes de ser sometidos al castigo que se les había dictado. Seis de ellos murieron cuando estuvo dictada la sentencia por un asesor, y seis más en el periodo de espera del castigo y la ratificación de éste por el fiscal de la Real Audiencia.

José Inés García, por ejemplo, murió por “una herida en el pecho, tuvo un derrame y un pulmón gangrenado”. El tipo de arma homicida desató una polémica que expuso a la luz pública lo que sucedía dentro de la cárcel tapatía y en la mayoría de las del virreinato, que en esta ocasión motivó que el fiscal llamara la atención del descuido y expresara lo siguiente:

 

Poderse introducir armas dentro de la cárcel sin que se dé averiguación y la facilidad de que vayan en los trastes de comida de los reos o se porten cuando salen a las obras públicas [...]. Por lo que se ordena que el alcaide de la cárcel tenga más esmero, por lo que se pide vigilar con más celo [...]. Se asienta lo malo de introducir las armas y los sujetos que suelen cooperar con ello, de lo que provienen muchos males, por lo que se exige se ponga remedio. Guadalajara, 3 de marzo de 1820.31

 

De esos doce homicidas que murieron en la cárcel sólo Juan Antonio García había obtenido una sentencia a su favor. García, en agosto de 1815, había matado a Esteban Gallo, de quien se decía amigo, y con cuya mujer, María Josefa Arévalo, llevaba tres meses de “ilícita amistad”. En su declaración, García manifestó cómo su amante le había pedido que, para continuar juntos, él matara a su marido. En efecto, García daría muerte a Gallo, pero no porque lo hubiese tenido todo calculado y planeado, sino porque ese día María Josefa perseguía un conejo, entonces García corrió a la par que ella para atrapar el animal. Los hijos de la mujer vieron aquello y fueron a decirle a su padre que García andaba siguiendo a María Josefa. Una vez que Gallo llegó al lugar, reconvino a García por lo que él interpretó como un atentado contra su esposa y lo amenazó con herirlo con arma punzocortante, pero en el instante García le dio con el belduque que él portaba, y de esa herida murió Gallo.

García y la mujer de Gallo se retiraron del lugar y al otro día los detuvo Juan Rosalindo Venegas, cabeza de rancho de las Juntas de Arriba, y se los entregó a Cleto Aldrete, subdelegado del pueblo de Tepatitlán. María Josefa, en su declaración, manifestó que Gallo y García se conocían porque juntos habían ido a las inmediaciones de Guadalajara a traer una carga de zapote. La mercancía la iba a vender su marido en el pueblo de San Juan. En esa ocasión ya no lo acompañó García, quien se quedó en la casa a solas con ella. En otra ocasión salieron juntos, pero regresó solo el marido porque García había sido detenido por sospecha de infidencia, aunque al poco tiempo salió libre y regresó con ellos para ayudarle a Gallo en una milpa. García solicitó de amores a María Josefa. En lo dicho por ella sobre lo ocurrido el día del homicidio nada concuerda con lo declarado por García. María Josefa manifestó que

 

la noche del 12 ella se encontraba acostada con su marido, entró García y le dijo que sentía el rumor que alguien se acercaba al rancho, los rebeldes; preguntó por qué parte los sentía, no contestó, pasó un rato, luego el agresor le dijo a su marido que “era un tal” y le dio una puñalada y sin dejarlo mover le dio la segunda bastante para quitarle la vida. Una vez que mató a su esposo la amarró y en cueros con una pura frazada la sacó y le dijo que sólo era para matarla. El paraje estaba solo, ella le prometía cosas para salvar la vida. Le dijo que estaban perdidos. Se fueron a un rancho a comprar medio real de queso, ella trató de entretenerlo para conseguir que fuera detenido.32

 

La declaración de García quedó ratificada con las palabras que pronunciaron los menores Antonio González y Matías González, quienes expresaron ante el juez que, en efecto, ellos habían visto que García perseguía a María Josefa, pero que él traía un arma en la mano y no habían visto que fueran siguiendo un conejo, como aseguraba el homicida.

El asesor otorgaba libertad absoluta a la mujer y, en el caso de García, pronunció que “el asunto es de la mayor gravedad por el horroroso, inhumano y proditorio homicidio que se cometió en la persona de Esteban Gallo”.33 Era además una necesidad iniciar una averiguación de la causa por la que García había estado preso en el pueblo de San Juan. Solicitó la confrontación de las declaraciones de los involucrados y preguntarles cuáles fueron los motivos para actuar como lo hizo a García. Recomendó se le hiciera saber al reo el gravísimo delito que había cometido y la pena a la que se había hecho acreedor.

Se hicieron las diligencias que solicitó el juez de la causa. Una vez terminadas, se declaró que con el tiempo que llevaba en prisión su delito estaba compurgado y que en el caso de la mujer, se le dejara libre de toda culpa. García no fue puesto en libertad porque el 22 de setiembre
de 1816, en el pueblo de Tepatitlán, el alcaide de la real cárcel informó que había muerto de fiebre la víspera a las nueve de la noche. El escribano pasó a la cárcel a hacer la certificación de la muerte de García. Ocurrido esto, el fiscal expresó:

 

Que con la muerte del reo había quedado extinguido el horroroso delito que había cometido, sin quedar ya arbitrio ni facultad de imponer el condigno castigo, por no ser el delito de los exceptuados ya en razón de la pena corporal o en cuanto a la pena puesta sobre sus bienes y confiscación de ellos como versaba en la doctrina del maestro Gómez en el capítulo 1º, número 78, tomo 3º de sus varias resoluciones.34

 

En otro caso, José María Pineda había sido sentenciado en primera instancia a la pena ordinaria por la muerte de Juan José Carranza, indio, soltero y de 20 años, del pueblo de Atemanica. El homicidio ocurrió en el pueblo de Amatitán una semana santa. La víctima declaró que su agresor había sido Pineda, a pesar de que junto con él se detuvo a tres personas más que se encontraban en la casa donde ocurrieron los hechos y al final se les absolvió de toda culpa. Carranza dijo que él nunca se había peleado con su agresor, que simplemente se le acercó y le dio una estocada.

En su defensa, Pineda argumentó que estaba ebrio cuando hirió a Carranza. La defensa del reo solicitó el interrogatorio de testigos que podían hablar de su buena conducta. Pineda negó que tuviera la costumbre de portar armas prohibidas y que, por excepción, ese día estaba armado porque regresaba de un viaje y necesitaba con qué protegerse. Pedía el defensor que hablaran sobre si había tomado vino y si para la noche estaba tan ebrio que no supo lo que hizo. Terminados los interrogatorios se pidió la libertad absoluta del reo, ya que no había existido alevosía y no había antecedentes de disgusto entre él y su víctima. El defensor manifestó que todo ocurrió porque “Pineda estaba privado del uso de sus sentidos, sin la reflexión que es el muelle de la máquina del cuerpo, movía sin método su brazo y al alargarlo para amagar a Carranza le infirió herida mortal”.35

El subdelegado no aceptó el argumento de la ebriedad que el reo y su defensor sostenían. Manifestó que se contradecía el reo en su declaración porque quería evadir el castigo de la pena ordinaria, por lo que a su parecer

 

era menester no ser muy indulgentes con los ebrios, porque se ha hecho ya la embriaguez la barrera común a que se acogen los más injustos homicidas; y como por desgracia este vicio se ha propagado escandalosamente, se repetirán los ejemplos si se observa impunidad.36

 

Con esta disertación su parecer era que el reo debía ser sentenciado a pena de muerte en la horca. La Real Audiencia modificó la sentencia con el sustento en la ley 5ª, título 8, de la Séptima Partida, y la ley 22, título 1º, y le condenó a diez años de presidio el 21 de enero de 1819, castigo que no se ejecutó por la muerte del reo seis días después de haberse dictado la sentencia, según informaba del alcaide.37

Las fugas, los delitos, el mal proceder de los mismos funcionarios de las cárceles, el nulo mantenimiento, la insalubridad y los decesos dentro de ellas no fueron los únicos problemas. También había localidades en las que ni siquiera había cárcel, y que solicitaban por todos los medios que se les dotara de una. Fue el caso de Yahualica y Mezticacán, que dependían del pueblo de Cuquío. Los vecinos de esas dos poblaciones pedían que se aprobara la edificación de una cárcel porque la cabecera estaba muy distante, y aducían que ellos pagarían. La queja se dio porque para Cuquío se había autorizado la remodelación de la cárcel y las casas reales una vez que se informó de su deterioro, y aun con esto se habían dado fugas de reos. Los habitantes de Yahualica y Mexticacán manifestaron que eran víctimas de usurpadores de tierra y ladrones de ganado, motivo por el cual necesitaban una cárcel. Se resolvió que sí se levantaran dos cárceles, una en cada pueblo, de dimensiones pequeñas y de poco costo, pero no se les autorizó a construir casas reales en ninguno de los dos. El oidor fiscal que respondió a esta solicitud especificaba que, en cambio, la cárcel de Cuquío debía ser de grandes dimensiones; las que concedió a los otros dos pueblos tendrían que ser sólo parciales y los reos debían ser enviados a la de Cuquío.38

 

Visiones de la cárcel en la literatura

 

Las referencias que han llegado hasta nuestros días sobre las cárceles no sólo se hallan en documentos del ramo criminal o en textos como los de Beccaria o Lardizábal, sino también en la literatura. En El Periquillo sarniento José Joaquín Fernández de Lizardi describe cómo la cárcel era un patio que albergaba presos de todos los tipos; unos jugaban albures, otros se entretenían con lo que les era posible y otros más se dedicaban a interrogar a los recién llegados por qué habían sido detenidos. La cárcel no era otra cosa que un “horroroso lugar”, un depósito de iniquidad y de malicia. Ese destino era visto como “una ratonera”, el lugar en donde los presos compartían sus celdas con insectos, ratones y gatos. La cárcel era la “mansión del crimen” y en ella rondaba también la enfermedad.39 Para Manuel, personaje que conoce y protege al Periquillo, su opinión era que

 

Es cierto que las cárceles son destinadas para asegurar en ellas a los pícaros y delincuentes; pero algunas veces otros más pícaros y más poderosos se valen de ellas para oprimir a los inocentes, imputándoles delitos que no han cometido, y regularmente lo consiguen a costa de sus cábalas y artificios, engañando a la integridad de los jueces más vigilantes.40

 

Lo que se ha expuesto da fe de cómo con frecuencia no era posible cumplir con la seguridad y los requisitos que se exigían para que las prisiones en la Nueva España fungieran como recintos de guarda, custodia y seguridad de las personas que ahí eran depositadas. Se puede ver en los traslados a la cárcel de Guadalajara de los presos de los lugares donde habían delinquido, en las fugas de muchos de ellos antes de que se les dictara sentencia y, en lo que respecta a su estado insalubre, en las muertes de los reos dentro de ellas. También se han visto las exigencias de que se dotara de una cárcel a distintos poblados, pero, en cumplimiento de lo estipulado en la Recopilación de leyes de Indias de que la construcción de los edificios no causara mermas en la hacienda, se buscó que se construyeran de manera modesta y funcionaran en forma provisional.

 

Palabras finales

 

En este trabajo se ve cómo existió una diferencia entre lo estipulado en las leyes sobre cómo debía ser y funcionar el recinto donde tenían que ser resguardados los presos antes de conocer cuál sería la pena por la falta cometida, lo que se sostenía en teoría para las cárceles de la Intendencia de Guadalajara, y la falta de mantenimiento, la corrupción de los funcionarios, la insalubridad, la facilidad para introducir armas, entre otros factores, que convirtieron a las cárceles en espacios donde interactuaban presos que cometieron distintas faltas, desde la más leve, como pudo ser escandalizar a deshoras, con ladrones y homicidas reincidentes.

Numerosas cárceles novohispanas presentaban un descuido tanto en su fábrica como en la vigilancia de lo que en ellas sucedía. El escaso mantenimiento que se les daba para reparar humedades y otras fallas fue causa de enfermedades entre los presos y a veces resultaba en la muerte de algunos o facilitaba su fuga. El que no existiera un control de lo que entraba al edificio y no se reglamentaran las visitas a las cárceles dio pie a que dentro de ellas hubiera disputas que incluso resultaban en muertes, heridos, robos, homicidios y un sinnúmero de vejaciones a los reos. Dado ese ambiente de inseguridad, los encargados de la institución llegaban a temer por su vida, al grado de utilizar su investidura para someter a los reos y atentar contra su integridad.

Finalmente, no por el hecho de que la cárcel durante el periodo virreinal fuera formalmente un lugar de depósito deja de valer la pena estudiar cuál fue la situación que imperó en ella, puesto que el ámbito temporal de esta investigación se ubica en diferentes momentos de transición que implicaron la reestructuración de la manera de gobernar los dominios ultramarinos de la Corona española y que impactaron la administración de justicia. Además es importante estudiar las discusiones de los juristas en torno a la humanización del castigo que debía recibir un delincuente, discusiones que llevaron a poner en práctica la supresión de la tortura y la eliminación de la pena corporal de azotes. A los dos anteriores se agrega la movilización que produjo la lucha de independencia, que ocasionó fugas de presos de las cárceles no sólo de la Intendencia de Guadalajara sino de otras jurisdicciones del virreinato.

En tal contexto se dictó una reglamentación para el gobierno de las cárceles con carácter extensivo a todos los territorios españoles, a la que se agregaron disposiciones acerca del mantenimiento que debían recibir; sin embargo, en la Intendencia de Guadalajara resultaba complicado seguir al pie de la letra tales mandatos, debido a factores como el costo de la alimentación de los presos, las deficiencias en los edificios que eran casi imposibles subsanar dado que no existía un fondo para llevarlas a cabo, la escasa atención a medidas de salubridad que mermaron la salud de los que ahí se encontraban y la inseguridad que ahí se vivía. Es decir, queda claro el distanciamiento entre lo estipulado en las leyes y lo que se podía hacer o que se hacía con limitaciones. Esto es lo que se refleja en los expedientes del ramo criminal de la Real Audiencia de Guadalajara.

 

Acervos y bibliografía

bpej Biblioteca Pública del Estado de Jalisco

arag Archivo de la Real Audiencia de Guadalajara

Ramo Civil

Ramo Criminal

agn Archivo General de la Nación

Bandos

Cárceles y presidios

Criminal

Instituciones coloniales

Presidios y cárceles

Subserie Malos tratos

amg Archivo Municipal de Guadalajara

Administración colonial

Actas de cabildo

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1Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, México.

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2 Escriche, Diccionario, p. 417, y Speckman Guerra, Crimen, p. 26.

3 Código de las Siete Partidas, Séptima Partida, título xxix, ley vii, p. 542. Un estudio donde se profundiza sobre el sustento legal de la función de la cárcel se encuentra en Sánchez Michel, Usos, pp. 17-26.

4 agn, Bandos, vol. 18, exp. 72, f. 330 y vol. 20, exp. 120, f. 275; amg, Libro de actas de cabildo, f. 149. En la disposición asentada en estas actas de cabildo se ordena se ponga unos días en prisión a los contraventores y se manda que el alcaide de la cárcel reciba a los individuos que le entreguen por esta causa los jueces de pósito, policía y plaza, y Trinidad Fernández, La defensa, pp. 26-27.

5 Escriche, Diccionario, p. 417; Recopilación, t. i, libro vii, título vi, ley ix, f. 296v, y Malo Camacho, Historia, pp. 45-46.

6 Malo Camacho, Historia, p. 53, y Sánchez Michel, Usos, p. 26. El reglamento de cárceles estaba compuesto por seis capítulos, a su vez divididos en 95 artículos. El reglamento se ocupaba de los reos, la comisión de la cárcel, el alcaide, el proveedor, el escribano de entradas, el cirujano y otros empleados. Reglamento para el gobierno, en Rodríguez de San Miguel, Pandectas, t. iii, doc. 5210, pp. 634-640.

7 Citado en Tomás y Valiente, “Las cárceles”, p. 5388.

8 Tomás y Valiente, “Las cárceles”, p. 5389.

9 Lardizábal y Uribe, Discurso, p. 211.

10 Recopilación, libro vii, título vi, ley i, f. 291 y libro vii, título vi, ley ii, f. 291. La preocupación por el trato que se daba a los reos en las cárceles y la convivencia entre los de uno y otro sexo se ven reflejados en los escritos de autores de diferentes épocas que evocan cómo el emperador Constantino y el rey Alfonso x ordenaron que en la cárcel estuvieran los hombres apartados de las mujeres, que existiera en el edificio una división, o bien inmuebles separados, para evitar las deshonestidades. Cfr. Bernardino Sandoval, Tractado del cuidado que se debe tener de presos pobres, 1564, fol. 35v, citado en Barbeiro, Cárceles, cita 14, p. 14. Por otro lado, en opinión de Isabel Barbeiro, a pesar de todo lo que vivían los presos en las cárceles, su existencia suponía la humanización del sistema penal en el momento en que se elimina la tortura del delincuente; cfr. Barbeiro, Cárceles, pp. 14-15.

11 Recopilación, libro vii, título vi, leyes vii-xiii.

12 Ejemplos fuera de la Intendencia de Guadalajara donde el mantenimiento de la cárcel era deficiente y se cometían abusos son la de Zacatecas, mal construida en primera instancia, por lo que se solicitó su reparación o construcción de un nuevo edificio; la cárcel de Valladolid de Michoacán y la cárcel de la Acordada. Sobre estas prisiones, véanse Lozano Armendares, “Recinto”, pp. 149-157; Marín Tello, Delitos, pp. 286-287, y Lemus Delgado, Delincuencia, p. 239.

13 Lardizábal y Uribe, Discurso, p. 211.

14 Constitución política, cap. iii, art. 297-300, pp. 98-99, y Barragán, Legislación, pp. 14-18.

15 El tema de las visitas a la cárcel en Bernal Gómez, “La supervivencia”, pp. 211-224, y “Dos aspectos”, pp. 133-146.

16 Novísima Recopilación, libro xii, título xxxix, ley i, en Rodríguez de San Miguel, Pandectas, doc. 5212, p. 641, además de los doc. 5213 y 5214, pp. 641-642.

17 Constitución política, cap. iii, art. 298, p. 98, y Barragán, Legislación, pp. 15-18.

18 bpej, arag, ramo civil, caja 353, exp. 18, 1783, f. 2v. Esta descripción del alcaide se da con motivo de que éste pedía al virrey que ordenara el retiro de la tropa que se había designado para la guarda y custodia del edificio con motivo del intento de fuga que se había suscitado el 27 de abril de ese año. El alcaide en su escrito ponía de manifiesto que ya no era necesaria la presencia de los soldados, que la situación que se presentó fue resuelta y que serviría de antecedente para ocasiones futuras, y que por el contrario, en ese instante la presencia de la tropa causaba incomodidades porque alteraba el gobierno y la economía de la cárcel. El asunto del documento va más allá de sólo dar a conocer cómo se encontraba el edificio; están presentes en él disputas de competencia y jurisdicción, al negarse el coronel de milicias a acceder a la solicitud que en una primera instancia le hizo el alcaide para que su tropa se retirara una vez que había cumplido su misión en el recinto. Años atrás, en 1775, la Real Audiencia de Guadalajara dictaminó que era necesaria una reedificación de la real cárcel con el fin de aumentar sus dimensiones. Para tal obra se contó con los fondos del estanco del vino de coco y vino mezcal y se pagó a las monjas de Santa Teresa la cantidad de 46 870 pesos por concepto de seis fincas propiedad de ese convento que se tomaron. Esta información en Jiménez Pelayo, “El siglo”, pp. 91-92.

19 Trinidad Fernández, La defensa, p. 27.

20 bpej, arag, ramo criminal, caja 96, exp. 4, 1808, f. 1; caja 44, exp. 8, 1809, f. 2; caja 113, exp. 6, 1812, f. 2; caja 129, exp. 12, 1816, f. 2; caja 59, exp. 10, 1819, f. 2; caja 68, exp. 9, 1819, f. 2; caja 159, exp. 2, 1821, f. 1, y caja 156, exp. 4, 1820, f. 2.

21 bpej, arag, ramo criminal, caja 92, exp. 16, 1806, fs. 2v-5v.

22 Las situaciones que aquí se exponen ocurrían tanto de la Nueva España como en España; cfr. Tomás y Valiente, “Las cárceles”, pp. 5387-5402, y Lozano Armendares, “Recinto”, pp. 149-157.

23 bpej, arag, ramo criminal, caja 61, exp. 12, 1810, f. 23; caja 44, exp. 11, 1796, f. 13; caja 86, exp.15, 1804, f. 24; caja 2, exp. 9, 1807, f. 16, y caja 141, exp. 13, 1818, f. 8. En lo que respecta al estado de las cárceles mencionadas, el Censo General de la Intendencia de Guadalajara de 1789-1793 contiene información que corrobora el mal estado en que se encontraban o da cuenta, por el contrario, que la construcción tuvo buenas condiciones, pero que al paso de los años sufrió tal deterioro que facilitaba que los reos se fugaran. Por ejemplo, la cárcel de Tepic es descrita como de una buena fábrica, lo mismo que sus casas reales. De la cárcel de Sayula se dice lo mismo. Por lo que respecta a la cárcel de San Cristóbal, se asienta que era tan mala su construcción que se hacían los trámites para que ningún reo pasara ahí más de dos noches. Finalmente, sobre San Pedro Teocaltiche no se menciona nada de la cárcel. En el censo se divide la Intendencia de Guadalajara por jurisdicciones, se da razón de las poblaciones dentro de esas jurisdicciones, se asientan datos sobre lo que se produce en cada una de ellas, se señala cuál es la cabecera y se documenta el estado de sus casas reales, cárcel y otros edificios, además de mencionar el culto a algún santo patrón y la existencia de congregaciones. En este censo hay información sobre el estado de las cárceles de algunas poblaciones. Estos datos en Menéndez Valdés, Descripción, pp. 83, 100, 109, 113 y 119. En el caso de la cárcel de Sayula, en 1806 el alcaide presenta un escrito en que comunica el mal estado en que se encontraban el área de las mujeres y la sala donde se tomaba declaración a los reos. Informa que el deterioro se debía a un terremoto acaecido el 25 de marzo y a sus repeticiones, que se prolongaron hasta abril. El alcaide acudía a la autoridad porque temía por su vida. El 19 de agosto de 1806 aprobó la Junta Superior de Propios un presupuesto de 200 pesos para la compostura de la real cárcel. agn, presidios y cárceles, vol. 2, exp. 6, 1806, ff. 83-93.

24 En el caso de Francisco de Ochoa, detenido en Zapotlán el Grande por homicidio y robo, el reo expone que evitó la fuga de otros presos el 24 de junio de 1815, motivo por el cual temía por su seguridad, por lo que pedía se le trasladara, además de que se encontraba enfermo. Se le trasladó, pero tres años después se informa de su fuga del lugar donde lo tenían resguardado. La situación vivida por Ochoa expone dos cosas: por un lado, la inseguridad que se vivían en las cárceles, y por el otro, la lentitud con que avanzaban los procesos, dado que Ochoa es detenido en 1815, y en 1818, cuando se informa de su fuga, aún no se le había dictado sentencia definitiva. bpej, arag, ramo criminal, caja 139, exp. 1, 1815, ff. 2-5, 26, 74 y 84-86v, y caja 66, exp. 29, 1818, 4 ff. y Menéndez Valdés, Descripción, p. 78.

25 bpej, arag, ramo criminal, caja 17, exp. 7, 1808, f. 1. De esta misma cárcel, tres años después, el teniente general informaba de los detalles de la frustración de un intento de fuga, en bpej, arag, ramo criminal, caja 105, exp. 8, 1811, 9 ff.

26 bpej, arag, ramo criminal, caja 86, exp. 15, 1804, f. 24, y Menéndez Valdés, Descripción, p. 109.

27 bpej, arag, ramo criminal, caja 141, exp. 13, 1818, f. 8, y Menéndez Valdés, Descripción, p. 119.

28 bpej, arag, ramo criminal, caja 38, exp. 1, 1803, f. 34.

29 agn, criminal, vol. 351, exp. 1, 1798, ff. 1-74v.

30 amg, Libro de actas de cabildo, A-4-812 gdl/17, 1812, ff. 48 y 48v; amg; A-4-813 gdl/15, 1815, f. 8v; A-4-813 gdl/15, 1815, ff. 5v y 45v-46v; A-4-814 gdl/123, 1814, f. 60, y A-4-814 gdl/123; 1814, ff. 84-85v.

31 bpej, arag, ramo criminal, caja 156, exp. 4, 1820, ff. 13-14.

32 bpej, arag, ramo criminal, caja 125, exp. 19, 1815, ff. 5-6v.

33 bpej, arag, ramo criminal, caja 125, exp. 19, 1815, ff. 8-10.

34 bpej, arag, ramo criminal, caja 125, exp. 19, 1815, ff. 23-25v y 30.

35 bpej, arag, ramo criminal, caja 141, expediente 8, 1816, f. 21.

36 bpej, arag, ramo criminal, caja 141, expediente 8, 1816, f. 38.

37 bpej, arag, ramo criminal, caja 141, expediente 8, 1816, fs. 46v-48.

38 Diego-Fernández Sotelo y Mantilla Trolle, La Nueva Galicia, t. i, doc. 172, pp.270-271.El fiscal en este caso atendió las disposiciones establecidas en la Recopilación de leyes de Indias, que ordenaba se construyeran los edificios para custodia y guarda de los reos. Recopilación, tomo ii, libro 7, título 6, ley 1ª, p. 291.

39 Fernández de Lizardi, El periquillo sarniento, pp. 192, 193, 200-203 y 212.

40 Fernández de Lizardi, El periquillo sarniento, p. 193.