Resumen

Este artículo analiza la intencionalidad y destino en la ciencia a través de una perspectiva histórica. En esa relación compleja se privilegia la interacción humana, la intencionalidad de la acción, el encadenamiento de sucesos, los procesos de ensamblaje epistémico y el destino. Para ello se aborda el caso del “eritronio”, una sustancia química descubierta en 1801 por el mineralogista Andrés Manuel del Río Fernández (1764-1849), cuyo proceso de verificación y validación por la comunidad internacional tardaría 30 años para reconocerla con el nombre de vanadio, y quedar integrado como el elemento 23 de la tabla periódica. Andrés del Río asistió al debate global que abrió el químico sueco Nils Gabriel Sefström al redescubrir nuevamente, en 1831, la sustancia metálica que había bautizado con el nombre de eritronio.

Abstract

This article analyzes intentionality and destiny in science through a historical perspective. In this complex relationship, human interaction, the intentionality of the action, the chain of events, the processes of epistemic assembly, and destiny are privileged. To this end, the case of “erythronium” is addressed, a chemical substance discovered in 1801 by the mineralogist Andrés Manuel del Río Fernández (1764-1849), whose verification and validation process by the international community would take thirty years to recognize it with the name of vanadium and to integrate it as element 23 to the Periodic Table. Andrés del Río attended the global debate that the Swedish chemist Nils Gabriel Sefström opened when he rediscovered again, in 1831, the metallic substance that he had baptized with the name of eritronio.

Palabras clave:
    • Ciencia;
    • intencionalidad;
    • destino;
    • Andrés del Río;
    • eritronio/vanadio.
Keywords:
    • Science;
    • intentionality;
    • destiny;
    • Andrés del Río;
    • erythronium/vanadium.

Introducción2

El año 2016 el filósofo Carlos Velasco Arroyo publicó el libro El Azar de las Fronteras. Políticas Migratorias, Justicia y Ciudadanía, en el que analiza el papel del azar en la vida de las personas. La discusión la centra fundamentalmente en las implicaciones que conlleva para el ser humano el no poder elegir el lugar de nacimiento ni la época para desarrollar su vida. Desde luego aborda otros temas de gran valía, como el referido al transcurrir de la existencia humana en el que hombres y/o mujeres, enfrentan circunstancias fortuitas que no son elegibles, sobre las que no se tiene ningún control, y que al final introducen y definen otras dimensiones de la realidad que impactan y alteran lo sentimientos, las ideas, los proyectos, las prácticas y las relaciones sociales con las que se tiene que lidiar y convivir; es decir, adaptarse a nuevas contingencias económicas, políticas, sociales o culturales de su tiempo (Velasco, 2016).

La lectura de El Azar de las Fronteras me llevó a plantear el papel del azar en la historia de la ciencia, tomando un caso específico que transcurrió en los años de 1801 a 1805 en América y Europa, pero que paradójicamente se prolongaría hasta 1831. Es cierto que la vida es una serie de aventuras y desengaños, de certezas e incertidumbres. En el desarrollo de las ciencias, como una más de las actividades humanas, existen múltiples casos y ejemplos en donde el azar, en tanto intencionalidad y destino, ha jugado un papel relevante y definitorio en los avances del conocimiento, pero también el azar ha cambiado el curso de los acontecimientos, en el que los actores principales poco han tenido que ver o pueden excusarse de alguna intencionalidad extra científica. Para ejemplificar la relación entre ciencia y azar -o intencionalidad y destino- traigo a colación la vida y la obra de tres profesionales de la ciencia que vivieron intensamente el movimiento cultural y científico mejor conocido como periodo de la Ilustración en Europa y América, en el tránsito de los siglos XVIII al XIX. Se trata de Andrés Manuel del Río Fernández (1764-1849), súbdito del imperio español, Alexander von Humboldt (1769-1859) de origen prusiano, e Hippolyte Victor Collet-Descotils (1773-1815) de nacionalidad francesa. Los tres personajes de esta historia formaron parte de una generación que tenía en común el interés por los nuevos saberes y sus prácticas científicas que estaban revolucionando la comprensión del mundo natural (Cassier, 1994; Sarrailh, 1992).

Cabe aclarar que el orden en el que aquí se anotan no corresponde a su edad, sino a los tiempos en que se vieron involucrados de forma determinante en el tortuoso proceso que recorrió el descubrimiento y validación del “eritronio” en el periodo de 1801 a 1831, aunque aquí me ocuparé de un tiempo más corto que amalgama la extraña relación entre ciencia y azar; es decir, de 1801 a 1805. Esta historia no es de líneas, tampoco fue planeada bajo un esquema malintencionado, ni mucho menos obedeció a designios de la Providencia; diversos acontecimientos no previstos, unos de carácter estructural, otros de índole social o simbólicos, definieron lo que aquí denominamos “verificación y validación del hecho científico”. Pero como lo indica Latour (2001), los seres humanos son al final los únicos responsables de lo que acontece o de lo acontecido, y por ello hay que tomar en consideración la multiplicidad de sujetos y objetos que cambian su papel y evolucionan de diversas maneras. Por lo tanto, en este trabajo se indaga el papel de lo contingente, del azar, lo fortuito o lo causal en el encadenamiento de sucesos a través de los contextos, actores y componentes epistémicos que resignificaron el “eritronio” en 1831, para finalmente quedar integrado como el elemento 23 de la tabla periódica, con el nombre de vanadio.

Los contextos y los actores de esta historia

Andrés Manuel del Río Fernández, el descubridor del eritronio/vanadio, nació en 1764 en Madrid, capital del imperio español, y vivió entre los siglos XVIII y XIX marcado por la revolución industrial y la formación de los Estados nación modernos. Su formación profesional en ciencias naturales tuvo lugar en las principales instituciones de educación de España, Francia, Hungría y Alemania entre 1785 y 1794, en las que aprendió los nuevos paradigmas de la geología, la química, la astronomía, la física y las matemáticas.

El impulso original que marcaría el resto de su vida la obtuvo de su profesor Solano, quien descubrió su interés y capacidad para el aprendizaje, y formó en él aún niño, la disciplina para apropiarse del espíritu ilustrado de su tiempo y de los nuevos saberes que estaban modificando la comprensión del mundo natural y junto con ello, el destino de la humanidad bajo el principio preponderante de la razón humana sobre el absolutismo religioso. No fue el destino trágico de la fatalidad quien lo sustrajo de la vida familiar, en el tránsito de la niñez a la juventud, para recorrer el mundo físico y simbólico que lo alejaría definitivamente de su entorno afectivo y social. Con subvención del Estado español inició su formación profesional en la Universidad de Alcalá de Henares, después en la Escuela de Minas de Almáden, y a la edad de 21 años, la continuó fuera de su país natal. Primero en París, donde ingresó a la École Royale des Mines, creada apenas dos años antes, en 1783, y de la mano de su profesor, el abad René Just Haüy, estudió cristalografía en las rocas minerales y sus componentes químicos, y a través de él conoció al afamado químico Antoine-Laurent de Lavoisier. Pasó después al Collège de France, fundado en 1774, con el profesor Jean D’Arcet (1725-1801),3 especialista en química y director de los trabajos de la porcelana de Sèvres, con el que se inició en el análisis de los minerales y porcelanas que aplicaría más tarde en una fábrica de porcelana en Puebla de los Ángeles, México (Del Río, Herrera y Del Moral, 1843).

De la mano de los profesores Haüy y D’Arcet, Del Río tuvo noticias del grupo de químicos del Instituto Nacional de Francia, quienes junto con Lavoisier (1743-1794) publicarían en 1787 un sistema de nomenclatura química para la denominación de los compuestos químicos (De Morveau, Lavoisier, Bertholet y De Fourcroy, 1787). En ese grupo se encontraban Louis Bernard Guyton de Morveau (1737-1816), Claude Louis, conde Berthollet (1748-1822), Antoine François, conde de Fourcroy (1755-1809) y Nicolas-Louis Vauquelin (1763-1829). Ellos se convirtieron desde entonces en un referente fundamental para Del Río, en tanto que la solidez que había alcanzado la ciencia química en el mundo occidental era fruto de sus descubrimientos, teorías y su práctica científica (Smeaton, 1954), y a los cuales remitiría tiempo después su eritronio para su verificación y validación.

En ese peregrinar que escapaba a la sinrazón o al capricho personal, pero claramente delineado por el interés de la corona y el Estado español de hacerse del conocimiento y la experiencia en las artes y en las ciencias que tenían lugar en otras latitudes, llegó a la Academia de Minas de Freiberg, en Sajonia, a cargo del afamado geólogo Abraham Gottlob Warner (Adams, 1954). Ahí conoció por primera vez al también joven Alexander von Humboldt, como compañero de estudios, y coincidieron nuevamente en la Escuela de Minas de Hungría, antes de que sus caminos se bifurcaran. En 1793 Humboldt regresó a su lugar de origen y fue nombrado superintendente de minas del condado prusiano de Bayreuth-Ansbach. El cargo lo desempeñó hasta 1797, fecha en la que inició propiamente su epopeya universal que lo traería al continente americano, y donde años después, en los inicios del siglo XIX, sin habérselo propuesto, se encontrarían por tercera ocasión, ahora en el Real Seminario de Minería de la Ciudad de México, cuando ambos se encontraban en la plenitud de sus vidas con 39 y 35 años respectivamente, como veremos más adelante (De Terra, 1955; Uribe, 2008).

Por su parte, Andrés del Río emigró a Nueva España en 1794 contratado por su país para enseñar en el Real Seminario de Minería de la Ciudad de México los avances de las ciencias, y siete años después, en 1801, descubriría una nueva “sustancia metálica” en su laboratorio que bautizó con el nombre de “eritronio” (Uribe, 2013). No nació predestinado a descubrir nada: su interés por las ciencias delineó una ruta de vida que, sin demasiados sobresaltos morales o afectivos, o con el afán de buscar fortuna en las “Américas”, como era la regla en esa época, atendió el llamado de las autoridades de su país para pasar al virreinato más próspero de sus posesiones en ultramar y asentarse definitivamente en un entorno geográfico y social diferente.

Respecto del parisino Hippolyte Victor Collet-Descotils, tercero en discordia en esta historia, Del Río sabría de él hasta finales de la primera década del siglo XIX, cuando este era ya un reconocido químico, y solo a través de un artículo suyo en el que daba cuenta que el “plomo pardo de Zimapán”, su eritronio, no contenía metal nuevo sino cromo, socavando así la legitimidad de lo que Del Río consideraba “algo nuevo” (Collet-Descotils, 1805).

Los tres son actores clave del problema a tratar; es decir, de las implicaciones ocultas entre ciencia y azar, o intencionalidad y destino. Del Río era cinco años mayor que Humboldt y nueve que Collet-Descotils, razón por la cual no conoció en persona al parisino pues este tenía 12 años de edad cuando inició sus estudios profesionales en París en el año de 1785 (Uribe, 2006). Collet-Descotils siendo el más joven de los tres, muere en 1815, y estuvo ausente, desde luego, del veredicto final de su descubrimiento. Por algunas razones y causas fuera de la voluntad de los actores involucrados -que analizamos en el siguiente apartado-, la misma sustancia química descrita por Del Río fue redescubierta en Suecia en 1831 con el nombre oficial de vanadio.

Andrés del Río murió en la Ciudad de México en 1849 como uno más de sus ciudadanos, a donde había llegado 55 años antes. Sus conocimientos y la larga experiencia en el saber y en la práctica de las ciencias naturales lo llevaron a afirmar que en la extensa geografía de Nueva España/México, a cada paso se podían descubrir cosas nuevas para las ciencias y útiles para las artes mecánicas. Acuñó la frase: “No todos podemos aspirar a la celebridad vinculada en un mérito del primer orden; pero todos debemos aspirar a la reputación de ciudadanos útiles, cada uno según sus alcances” (Del Río, 1803), como una premonición de lo que sucedería con el tiempo. Murió sabiendo que había descubierto una nueva sustancia química, cuyo crédito se le negó en vida.

Esa es en esencia la historia del personaje central de esta narrativa, y las interacciones más visibles con Humboldt y Collet-Descotils. Su peregrinar por la geografía de Europa y América y el mundo de la ciencia, ejemplifica que los caminos de la movilidad y la migración son múltiples y variados, poco predecibles en sus desenlaces, pero ricamente amalgamados a las condiciones sociales de su época, entorno y circunstancias. Andrés del Río se preparó como hombre de ciencia en Europa y su destino lo trajo al continente americano en donde realizó su vida profesional.

Hay que decir que el fenómeno de la movilidad y de la migración no se agota en la decisión tomada, en este caso, al pasar al nuevo continente a enseñar ciencias, o en la búsqueda de nuevos horizontes y geografías; esta se hace acompañar por las condiciones históricamente establecidas y las circunstancias no predecibles que arropan el devenir de las personas. Ahora bien, Andrés del Río no fue rehén absoluto de aquellas; en cada contexto, época o circunstancia tomó una decisión que modificaría el curso de la historia personal y las relaciones sociales establecidas para bien o para mal (libre albedrío). Por ejemplo, estando ya en Nueva España contrae matrimonio con una mujer criolla, que lo vinculó de manera más estrecha con su nuevo entorno, o en el fragor de la guerra de independencia, 1810-1821, asumió la representación política del gremio minero de Real del Monte y Pachuca y pasó a las Cortes en 1820, donde opta por la independencia del virreinato convirtiéndose en uno más de sus ciudadanos. O bien, siguiendo su propia filosofía de evitar “la vida sedentaria”, no aislarse, sostener la comunicación y los intercambios con los colegas (Sepúlveda, 1978), lo llevó a viajar a Estados Unidos para establecerse en Filadelfia en los años de 1829 a 1835. En cada una de las decisiones trascendentes que tomó, puso en juego conocimientos, experiencias y expectativas que actuaron directamente sobre las condiciones históricamente establecidas y las circunstancias, modificándolas.

En la vida de Andrés del Río el azar no asume la figura de un caos, ni un espacio o entorno simbólico en donde la providencia ordena las cosas por designio divino al margen de la actividad y las acciones humanas. En el caso que nos ocupa, intencionalidad y destino fueron, en todo caso, ingredientes que acompañaron su devenir. En cada decisión tomada, Andrés del Río modificó los planes previamente concebidos y hasta las expectativas más finamente elaboradas, y pusieron en juego sus capacidades de adopción y adaptación a un mundo que cambiaba de manera vertiginosa, o de transformación de una realidad que se mostraba adversa a sus intereses.

El eritronio: intencionalidad y destino

En este apartado se analiza el descubrimiento del eritronio por Andrés del Río en su laboratorio del Real Seminario de Minería y la relación entre intencionalidad y destino, en un breve periodo que va de 1801 a 1805. Por ello habrá que decir que toda acción humana se despliega en la búsqueda de un resultado, cualquiera que este sea. En ella hay una intención previamente concebida. Marrero (2016) analiza que lo paradójico es cuando las intenciones de los agentes, traducidos en acciones, tuvieron resultados que fueron simplemente distintos o aún, contrarios a los esperados. Aquí aparece el concepto de “destino”, pero no como fatalidad impuesta por un orden superior, sino como la presencia de una serie de interrelaciones y conexiones, encadenamientos de sucesos, entre actores humanos y materiales (Latour, 1987, 1995, 2001), algunas de ellas fuera del control o la voluntad de las personas que terminan modelando de distintas maneras, incluso en sentido opuesto, lo esperado.

Para efecto de este análisis, los actores humanos son Del Río, Humboldt y Collet-Descotils, y el actor material el eritronio. Ya se ha dicho que el naturalista madrileño Andrés Manuel del Río creyó, en 1801, haber descubierto una nueva sustancia química en un mineral de plomo pardo, a la que después de dilatados experimentos bautizó como “eritronio”, al no encontrar en los tratados de química de la época, a los que tenía acceso, referente alguno. El hecho no fue fortuito, ya que desde su llegada al Real Seminario de Minería había establecido en él el primer laboratorio experimental en las posesiones de ultramar del imperio español, en el que se dedicó al escrutinio de las muestras de mineral que recibía de todos los confines del extenso territorio de Nueva España. La idea de haber encontrado una sustancia fuera de los registros oficiales, la hizo pública en el ámbito académico de su institución al concluir los cursos en 1802.

Su “Discurso de las vetas”, donde habla del “eritronio”, apareció publicado en los Anales de Ciencias Naturales (Fernández, 1993), la revista de mayor prestigio en lengua castellana, por el mineralogista Ramón de la Quadra (1774-1860) en la “Introducción a las Tablas Comparativas de las Substancias Metálicas” en mayo de 1803, con una escueta nota que atenuaba su trascendencia: “Género Pancromo. Nota: Nueva sustancia metálica anunciada por don Manuel del Río en una memoria dirigida desde México al señor don Antonio Cavanilles con fecha de 26 de septiembre de 1802” (De la Quadra, 1803).

Ahora bien, desde su etapa formativa Andrés del Río sabía que el punto culminante de un posible “descubrimiento” radicaba en que este fuese conocido, discutido y aceptado por la comunidad especializada. También era consciente de que los miembros más avezados de esa comunidad radicaban en Francia, país que desde su época de estudiante mantenía la supremacía en los saberes de la química moderna. Por lo mismo, no dudó en hacer partícipes a los afamados químicos franceses de su hallazgo, pues creía no existía registro alguno en los tratados correspondientes.

La circunstancia más propicia para sacar del ámbito hispano su pretensión científica llegó cuando el viajero Alexander von Humboldt (1769-1859) visitó Nueva España en 1803, procedente de Quito. Andrés del Río, que había coincidido en dos ocasiones con él en Centroeuropa durante sus tiempos de estudiantes, aprovechó la estadía de su condiscípulo para mostrarle su descubrimiento más reciente: el eritronio (Díaz y de Ovando, 1998; Izquierdo, 1958), a quien solicitó su opinión a sabiendas de que sus conocimientos en la materia eran menores (Caswell, 2003).

Lyman R. Caswell (2003) sostiene que en cuanto Del Río informó a Humboldt de su experimento con el “plomo pardo”, este se mostró escéptico de que el “eritronio” fuese en realidad una nueva sustancia química. Aunque Humboldt afirmó que el eritronio era “muy diferente del cromo y del uranio”, se inclinó por la posibilidad de que lo que había encontrado Del Río era más parecido al cromo, sustancia que Del Río desconocía en ese momento. Patricia Aceves (2020) aduce, por su parte, que Humboldt ya conocía la obra del químico francés Nicolas-Louis Vauquelin (1763-1829), quien cuatro años antes, en 1797, había descubierto el cromo que también formaba sales rojas y amarillas. Que seguramente le habló de él y del cromo, y ejerció una influencia sobre la opinión de Del Río “relacionado con el descubrimiento de un nuevo elemento químico”. Efectivamente, Del Río no había tenido la oportunidad de conocer la obra de Vauquelin ni la composición química del cromo. Tampoco conocía la obra culminante del abate Haüy (1743-1822), en cinco tomos, sobre la importancia de la cristalización y de las reacciones químicas de sus componentes sometidas a diferentes pruebas (Brock, 1910), más allá de la manifestación de colores, que le hubiesen servido como soporte para asegurar que lo que había encontrado era en efecto una nueva sustancia en la costra terrestre. El precio que pagó con ello fue creerle a Humboldt.

En los meses que siguieron, tuvieron lugar dos hechos o circunstancias que vale la pena aclararlos, porque en ellos se condensa en buena medida los encuentros y desencuentros entre Del Río y Humboldt y en la modelación de aciertos y errores en el proceso de verificación del “hecho científico”.

A pesar de las dudas que Humboldt sembró en el ánimo de Del Río, este tuvo en consideración el prestigio y reconocimiento que el barón Humboldt mantenía en la comunidad internacional para aprovechar su conducto y presentar su “eritronio” a los químicos franceses. Por esa razón le entregó, antes de que abandonara Nueva España y se dirigiera a la isla de Cuba y después a Filadelfia (Bargalló, 1965, 1966), una relación pormenorizada de la metodología utilizada y una muestra de dicho mineral, con el propósito de que a través de él los sabios europeos que trabajaban en el Instituto Nacional de Francia, pudieran reconstruir el procedimiento en sus laboratorios mejor equipados y validar, si fuese el caso, la existencia de una nueva sustancia química en la naturaleza (Del Río, 1811).

A partir de la decisión tomada, es decir, de aprovechar la agencia de Humboldt, su eritronio adquirió cierta autonomía e independencia del autor, al depender de otros factores que escapaban a su control, sobre los que ya no tendría injerencia alguna. Pero era necesario disipar las dudas entre lo que él creía un nuevo elemento y la certeza de ese hallazgo, o entre saber y verdad. Por otra parte, Del Río no tenía razón alguna para desconfiar del proceder moral y ético con el que actuaba la comunidad química francesa, apegada a lineamientos técnico-científicos de la propia disciplina.

En el mes de julio de 1803, Alexander von Humboldt y Aimé Bonpland escribieron dos cartas: la primera fue dirigida al químico francés Jean-Antoine Chaptal, ministro del Interior en Francia, hasta antes de la administración de Napoleón Bonaparte; la segunda, a los químicos del Instituto Nacional de Francia, entre los que se encontraban Nicolas-Louis Vauquelin (1763-1829), Louis Bernard Guyton de Morveau (1737-1816), Antoine François, conde de Fourcroy (1755-1809) y Claude Louis, conde Berthollet (1748-1822), quienes junto con Antoine-Laurent de Lavoisier (1743-1794) habían ya establecido un sistema de nomenclatura química para la denominación de los compuestos químicos (De Morveau, Lavoisier, Bertholet y De Fourcroy, 1787). Ambas cartas fueron acompañadas por la Memoria en la que Del Río describía su análisis del eritronio y de una muestra del mineral.

De las dos cartas, solo se conoce el contenido de la segunda, fechada el 21 de julio de 1803, con lo que se comprueba que el barón Humboldt cumplió de manera expedita con su palabra. En los Annales du Muséum National D’Histoire Naturelle, año XII, volumen III de 1804, se publicó un fragmento de la carta que Humboldt y Bonpland enviaron al Instituto Nacional de Francia, en la que explicaban:

En la ciudad de México, el 2 messidor, año ix (21 de julio de 1803). Alejandro de Humboldt y el ciudadano Bonpland, al Instituto Nacional de Francia. Ciudadanos: no podemos ofrecer esta vez más que lo poco que encierra el arca adjunta. Los núms. del arca son: Núm. 14 mineral de plomo de Zimapán, semejante al de Zschopan en Sajonia, al de Hoffen en Hungría y al de Polawen en Bretaña. En este mineral de plomo de Zimapán, es donde M. del Río, profesor de Mineralogía de México, ha descubierto una sustancia metálica muy diferente al cromo y al uranio, y de la cual ya hemos hablado en una carta al ciudadano Chaptal. M. del Río la cree nueva y la llama eritronio porque las sales eritronatos tienen la propiedad de tomar un bello color al fuego con los ácidos. El mineral contiene 80.72 de óxido amarillo de plomo, 14.86 de eritronio, un poco de arsénico y de óxido de hierro (Annales du Muséum..., 1804, p. 402).

Cuando Humboldt parte de Nueva España en marzo de 1803, Andrés del Río retoma nuevamente su experimento y es posible que ya tuviese en mano la obra del químico Antoine François, conde de Fourcroy, titulada A General System of Chemical Knowledge. En esa obra de 11 volúmenes, que se publicó en francés entre 1801 y 1802, su autor dio cuenta del desarrollo vertiginoso que había mostrado la ciencia química en Europa, especialmente en Francia (De Fourcroy 1801-1802). En esa obra Del Río verifica que el cromo era un mineral de color rojo procedente de Siberia, que además daba el color verde a la esmeralda. Estupefacto por lo que decía Fourcroy, Del Río recompone y actualiza su “Discurso de las vetas”, y lo vuelve a enviar a los Anales de Ciencias Naturales, donde vio la luz en febrero de 1804. En una nota a pie de página, que no se encuentra en las publicaciones anteriores, refiere:

De ese plomo pardo saqué 14.80 por 100 de un metal que pareciéndome nuevo llamé pancromo, por la universalidad de colores de sus áxidos, disoluciones y precipitados; y luego eritronio, porque daba álkalis y las tierras sales que se ponían roxas al fuego y con los ácidos; pero habiendo visto en Fourcroy que el ácido crómico da también por evaporación sales roxas y amarillas, creo que el plomo pardo es un cromato de plomo con exceso de base en estado de óxido amarillo. Klaproth analizó algún plomo verde de los que pardean. Esto y su cristalización me induxo también a error en el primer análisis que hice antes de conocer los caracteres de Werner (Del Río, 1804, pp. 30-48).

En la nueva versión del “Discurso de las vetas”, influenciado ahora por Fourcroy, Del Río creyó que su eritronio era “un cromato de plomo con exceso de base en estado de óxido amarillo”. Pero aun así dejaba en pie las proporciones que había arrojado su experimento inicial, entre ellas el 14.80 por 100 de un metal “nuevo”. Como ya se indicó, el escrito llegó a Madrid y se publicó sin dilación en los Anales. Lo que nunca llegó a su destino fue la “Memoria científica”, las cartas escritas por Humboldt y Bonpland ni las muestras de plomo pardo que Del Río entregó a Humboldt para los químicos franceses. En esa época, como es sabido, las noticias entre Europa y América viajaban en barco, y en ocasiones, según el itinerario del navío, tardaban en llegar a su destino de dos a cuatro meses, para continuar su recorrido por tierra hasta llegar a su punto final. Mucho tiempo después se supo que ni la Memoria ni las muestras de plomo pardo de Zimapán llegaron a su destino, en tanto que el barco que los llevaba naufragó cerca de Pernambuco, Brasil (Bargalló, 1965, 1966), en su recorrido de Veracruz a Cádiz, España, pasando previamente por las islas Canarias. El naufragio del barco que llevaba las noticias a Europa de un nuevo descubrimiento científico realizado en el “Nuevo Mundo”, fue un factor extracientíficos, fortuito, que dilató 30 años para que la comunidad internacional pudiese comprobar la existencia de una nueva sustancia química y otorgar a quien lo descubrió el mérito universal (Rubinovich, 1992; Trífonov y Trífonov, 1984).

Pero la historia del eritronio no terminó con el naufragio del barco. Existe otro suceso que se encadenó con el anterior, quizá de la misma magnitud, aunque de naturaleza distinta. Se sabe que Alexander von Humboldt regresó definitivamente a Europa entre el 10 y el 27 de agosto de 1804, y se estableció en París después de una breve estadía en Estados Unidos. Es posible suponer que estando ya en París, entró en contacto con los destinatarios de sus cartas: los químico Chaptal, Vauquelin, Guyton de Morveau, Fourcroy y Berthollet. Pero se desconocen las circunstancias del encuentro o los encuentros y las opiniones de unos y otros respecto de la información remitida desde Nueva España o del naufragio del barco que la transportaba.

Ahora bien, mientras eso ocurría en París, y Andrés del Río esperaba noticias del Instituto Nacional de Francia, como destinatario final de su encargo, transcribió su proceder en la traducción anotada al español de las Tablas Mineralógicas Dispuestas según los Descubrimientos más Recientes e Ilustradas con Notas por D. L. G. Karsten, que publicó en la Ciudad de México en 1804 (Del Río, 1804). A diferencia de las escuetas notas que aparecieron en la Gazeta de México (1802) y en los Anales de Ciencias Naturales de Madrid (1802, 1803 y 1804), una en la “Introducción a las Tablas Comparativas de las Substancias Metálicas” y la otra en el “Discurso de las vetas”, con nuevas anotaciones, aquí Del Río expone con entera claridad lo que quizá sea su alegato mejor fundamentado sobre su práctica científica relacionada con su descubrimiento. Se puede sugerir que su contenido, referido al eritronio, era parte de la Memoria científica que entregó a Humboldt y que se perdió en la profundidad del océano Atlántico, porque nunca nadie más habló de ella, ni el propio Humboldt. Ahora bien, ni la introducción a las Tablas mineralógicas de Karsten, ni la obra en sí, resarcieron el proceso anterior ya que tuvo escasa o nula circulación en la comunidad europea, porque tampoco repararon en ella. De haber sido conocida, más de alguno químico galo hubiera aclarado el asunto, diferenciando el cromo del eritronio. Las guerras imperiales de esos años entre España, Francia e Inglaterra, debieron limitar la circulación de información, bienes y personas a ambos lados del Atlántico.

Se conoce, sin embargo, que Alexander von Humboldt, a su arribo a París en 1804, entregó a Hippolyte Victor Collet-Descotils (1773-1815) -ingeniero de minas, afamado químico francés predecesor del descubrimiento del elemento químico iridio y director del laboratorio de la escuela de minas de París-, alguna muestra de plomo pardo para su análisis, que llevaba consigo. Una autoridad, desde luego, en analizar componentes químicos en minerales de distinta naturaleza. La pregunta es: ¿por qué Humboldt no hizo lo mismo con los químicos Chaptal, Vauquelin, Guyton de Morveau, Fourcroy y Berthollet, con los que tenía el compromiso original? No obstante, es claro que, sin la Memoria científica, el “eritronio” regresaba a su estado primigenio como “plomo pardo” de Zimapán; es decir, sin evidencia de haber sido sometido a escrutinio previamente.

A decir de Lyman R. Caswell, Collet-Descotils pudo haber sido también influenciado por la expectativa de Humboldt de que el eritronio era en realidad cromo (Caswell, 2003). Se sabe que Collet-Descotils analizó las muestras del mineral que recibió de manos de Humboldt en el laboratorio de la l´Ecole Royale des Mines antes de que finalizara el año de 1804. El análisis lo realizó sin conocer la Memoria escrita por Andrés del Río, y sin que ninguno otro afamado químico francés, aquí mencionados, participaran en el estudio y sus resultados. El análisis completo reportó 69% de plomo metálico, 5.2% de “oxígeno presunto”, 3.5% de óxido de hierro insoluble en ácido nítrico, 1.5% de “ácido muriático seco”, 16% ácido crómico, y una pérdida de 4.8%. En la conclusión de su informe, Collet-Descotils (1805) escribió: “Los experimentos que he informado me parecen suficiente para probar que este mineral no contiene nada de metal nuevo”, sino cromo. El cromo había sido descubierto en 1797 por el naturalista, farmacéutico y químico Vauquelin, a quien Del Río había conoció en París en su época de estudiante, y uno de los destinatarios para replicar su experimento (Kyle y Shampo, 1989).4 La opinión autorizada de Collet-Descotils le dio la razón a Humboldt quien terminó por olvidar la pretensión de Del Río sobre un nuevo elemento (Garritz, 2007). Para Humboldt como para otros científicos de la época, el proceso de verificación y validación del eritronio quedó cerrado en 1805 cuando Collet-Descotils publicó su informe en la prestigiada revista francesa Annales de Chimie (Collet-Descotils, 1805).

Pasó casi una década desde que Andrés del Río la anunció por primera vez hasta que tuvo acceso al dictamen de Collet-Descotils (Uribe, 2020). Todo parece indicar que ni Humboldt ni Collet-Descotils actuaron de mala fe, aunque pasarían dos décadas más para que otros químicos rectificaran el procedimiento y la conclusión de Descotils. En 1817 Del Río escribió una carta a Humboldt en donde condensa su malestar por lo que había sucedido con su eritronio. En primer lugar, sin decirlo, permanecía ajeno a la información del naufragio del barco; en segundo lugar, le recrimina a su condiscípulo: “[Usted] vio conveniente dárselo a su amigo sin duda por la razón que los españoles no debemos hacer ningún descubrimiento, no importa cuán pequeño, ya sea en química o mineralogía, siendo este un monopolio extranjero” (Labastida, 2003), y en tercer lugar, sentenció que los científicos europeos no leían en español lo que de ciencia se realizaba en el “Nuevo Mundo”, en abierta alusión a la introducción a las Tablas de Karsten.

Efectivamente, como se ha visto, entre intencionalidad y destino afloran diversos componentes del fenómeno, sobre los cuales los actores centrales no tienen control de ellos, como sucedió a Del Río y a Humboldt con el naufragio del barco, o el accionar de los propios agentes involucrados, en este caso la actividad científica de Collet-Descotils sobre el plomo pardo de Zimapán y no sobre el eritronio por ausencia de la Memoria, que daba cuenta de una nueva sustancia química. En ese encadenamiento de sucesos en los ámbitos contextual, científico, político, social, simbólico, etcétera, el filosofo alemán Kelly (1988) reconoce que el destino se conoce solo de manera retrospectiva. No se conoce antes sino después de ocurrida la acción humana o la vida misma.

Debieron pasar 30 años hasta que los análisis del químico sueco Nils Gabriel Sefström, director de la Escuela de Minas de Falum, confirmaran la existencia en 1831 de un nuevo mineral “que fue encontrado con brozas de hierro” en Taberg, Sinaland, Suecia, al que denominó vanadio en honor de Vanadis, diosa escandinava de la juventud y la belleza (Gomis, 2018). Sefström publicó los elementos y resultados de su investigación en la prestigiada revista alemana Annalen der Physik and Chemie con el título “Ueber das Vanadin, ein Neues Metall, gefunden im Stangeneisen von Eckershalm, ainer Eisenhutte, die ihr Erz von Taberg in Sinaland bezieth” (Sefström, 1831a, 1831b). Su publicación y posterior difusión en los círculos del conocimiento reabrió el debate.

El afamado químico francés Collet-Descotils, actor clave del desatino científico al confundir erróneamente los atributos del eritronio con las propiedades químicas del cromo, había muerto en 1815. Le sobrevivieron, sin embargo, Del Río y Humboldt, dos de los actores fundamentales del dilatado proceso que concluiría 30 años después. En la integración de esta red, a la que le tocó someter nuevamente al escrutinio de laboratorio el plomo pardo de Zimapán (México) y las barras de hierro de Taberg, Smaland (Suecia), habrá que destacar la incorporación de una nueva generación de expertos como el alemán Friedrich Woehler (1800-1882) o el inglés-estadounidense George William Featherstonhaugh (1780-1866). A estos dos científicos, que vivieron en países y circunstancias diferentes, les tocó replicar los estudios realizados por Del Río y Sefström, y reconocer finalmente la veracidad y el valor científico del trabajo de Andrés del Río, aunque oficialmente nunca se repuso el proceso de su autoría.

El debate se cerró con un artículo de Andrés del Río que publicó en la revista Monthly American Journal of Geology and Natural Science, en 1831, con el título de “The brown lead ore of Zimapán”, en el que concluye:

Confieso, sin embargo, que no pude reprimir mi asombro, que nadie se fijó en lo que yo creía que era un óxido azul, ni en el hermoso fenómeno de la coloración de las sales rojas, con ácido nítrico o con el calor. Sin embargo, estoy contento de haber sostenido siempre que el mineral de plomo pardo no era un fosfato, creyéndolo idéntico al plomo pardo de Schemnitz, en Hungría, y al de Huelgoat, en Bretaña (Del Río, 1831, pp. 438-444).

A manera de colofón: Circulación y validación del conocimiento

Del Río, Humboldt y Collet-Descotils compartieron la transición entre dos siglos, los cambios en la economía y la política, y el interés creciente por las ciencias y su práctica científica. Los proyectos de vida de los tres actores los integra de manera horizontal a una generación de científicos que se movieron por la geografía del mundo y de la ciencia.

A la pregunta de, ¿cómo se configura el conocimiento?, las respuestas pueden ser múltiples según las especificidades epistémicas del hecho científico, los tiempos en los que ocurren y los contextos en los que se articulan, propagan y validan. En ellos se amalgaman en distintas escalas, que van de lo local a lo global, múltiples interacciones de individuos, instituciones y comunidades de interés, también encadenamientos de sucesos impredecibles, en los que se producen encuentros y desencuentros; procesos de negociación entre saber y verdad. Es el caso del eritronio, de su descubridor y de quienes en ello intervinieron -instituciones, comunidades, naciones-, que se analizan en el escrito, pone en evidencia, una vez más, que la actividad científica no es lineal ni progresiva, además de que es heterogénea porque involucra ideas, experiencias, prácticas y relaciones provenientes de distintos espacios y culturas, que modelan errores y aciertos.

Se puede concluir diciendo que el caso de la validación del eritronio/vanadio fue el resultado de múltiples interacciones, encadenamientos y ensamblajes causales y azarosos a ambos lados del Atlántico; aunque otros de sus componentes escaparon a la razón, a los acuerdos y a los procedimientos epistémicos, propios de las ciencias. Aquí anotamos de manera sintética los cuatro nodos que influyeron en su desenlace final: a) el descubrimiento del hecho científico, por Andrés del Río, en el Real Seminario de Minería de la Ciudad de México, y su difusión en lengua castellana con un nulo impacto en la comunidad química francesa o europea (1801-1804), que a decir de Del Río, no leían en castellano lo que de ciencia se producía en el continente americano; b) el naufragio del barco con destino al viejo continente en el que Humboldt, por encargo de Del Río, había fletado el manuscrito en el que se explicaba el proceder y los hallazgos, las muestras del “plomo pardo” en donde se contenía el eritronio y las cartas de presentación dirigidas a los afamados químicos galos (1803-1804), a los que nunca les llegó; c) el análisis que efectuó el renombrado químico Collet-Descotils, que de manera errónea confundió el eritronio con el cromo al no poder establecer o controlar sus causas y componentes, y pospuso que la comunidad científica internacional validara el descubrimiento a favor de Andrés del Río (1804-1805), y d) el redescubrimiento del eritronio 30 años después, avalado por la comunidad internacional con el nombre de vanadio, aun cuando el debate que abrió en el plano global llevó al reconocimiento que el eritronio y el vanadio eran la misma cosa.

Las cuatro dimensiones de un descubrimiento anunciado, como fue el caso del eritronio/vanadio (1801-1831), articulan la relación compleja entre la interacción humana en distintos espacios, instituciones y naciones: España, México, Francia, Alemania, Suecia, Estados Unidos; la intencionalidad de la acción centrada principalmente en los tres actores clave de esta historia; el encadenamiento de sucesos ya descritos ampliamente; los procesos de ensamblaje epistémico a ambos lados del Atlántico, entre aciertos y errores, entre saber y verdad, y su destino final, el cual solo se puede resignificar en la ciencia a través de una perspectiva histórica, no antes sino después. El camino que siguió la verificación y la validación científica del eritronio/vanadio solo puede conocerse de manera retrospectiva, donde intencionalidad y destino configuraron dos líneas paralelas que nunca coincidieron, y Andrés del Río dio fe de ello.

Notas al pie:
  • 2

    El artículo es resultado parcial del proyecto de investigación “Historia de la ciencia en México. La historia natural y la ingeniería en México, siglos XVIII al XX”, aprobado y financiado por la Coordinación de la Investigación Científica, como parte del Programa de Investigación 2020 de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, México.

  • 3

    Jean D'Arcet fue un renombrado químico, y tenía fuerte inclinación por la geología y la medicina. Su obra Rapport Sur la Fabrication des Savons, de 1795, constituye un verdadero tratado de química del siglo XVIII sobre la fabricación del jabón. La fabricación del jabón fue desarrollada por los árabes y refinada por europeos durante el renacimiento. Los jabones son hechos por la reacción de un álcali, tal como hidróxido del sodio, con los ácidos grasos. Los productos de esta reacción son las sales metálicas de ácidos grasos, conocidas comúnmente como jabón y glicerina (D'Arcet, (1795).

  • 4

    Nicolas-Louis Vauquelin se había desempeñado primero en l’École des Mines de París en 1794, después en el Collège de France en 1801, y por último en l’École de Pharmacie, de la que fue nombrado director en 1803 (Kyle y Shampo, 1989, p. 643).

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Historial:
  • » Recibido: 22/09/2020
  • » Aceptado: 08/02/2021
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