Letras Históricas 26:e7365
Regulación, vigilancia
y descontrol en los espacios de venta y consumo de bebidas alcohólicas en Culiacán
durante la Revolución mexicana (1911–1915)
Regulation, surveillance,
and lack of control in the spaces for the sale and consumption of alcoholic
beverages in Culiacan during the Mexican Revolution (1911–1915)
Iván Francisco León Velarde
Universidad Autónoma de Sinaloa
Josefa Ortiz de Domínguez s/n.,
Ciudad Universitaria, 80013, Culiacán, Sinaloa
ORCID ID: 0000-0002-5788-763
Jesús Rafael Chávez Rodríguez
Universidad Autónoma de Sinaloa
Josefa Ortiz de Domínguez s/n., Ciudad Universitaria, 80013, Culiacán, Sinaloa
Fecha de recepción: 26 de mayo de 2022
Fecha de aceptación: 11 de julio de 2022
DOI: https://doi.org/10.31836/lh.26.7365
Resumen: El objetivo de este artículo es
analizar las estrategias implementadas por el estado para controlar el
funcionamiento de los espacios de venta de bebidas alcohólicas en la ciudad de
Culiacán, Sinaloa, durante la Revolución mexicana, de 1911 a 1915. Este trabajo
se sustenta en un enfoque cualitativo que permite examinar los decretos,
acuerdos emitidos durante las sesiones de cabildo, bandos de policía,
expedientes del ramo criminal y notas de la prensa sinaloense sobre el tema. Se
argumenta que hubo una ausencia importante de control y vigilancia en los
espacios etílicos, lo cual imposibilitó el cumplimiento de las normativas, así
como la complicidad de miembros del gobierno local para que las cantinas
operaran de manera ilegal.
Palabras clave: bebidas alcohólicas, clandestinidad,
regulación estatal, Revolución mexicana, vigilancia comercial.
Abstract: The objective of this
article is to analyze the strategies implemented by
the state in order to control the space operation for the sale of alcoholic
beverages in the city of Culiacán, Sinaloa, during
the Revolution, from 1911 to 1915. This work is based on a qualitative approach
that allows examining the decrees, agreements issued during the council
sessions, police factions, files of the criminal branch and relevant notes from
the Sinaloa press. We argue that there was a significant lack of control and
surveillance in the so-called ‘ethylic spaces’, which made it impossible to
comply with the regulations, as well as the complicity of members of the local government
so that the saloons operated illegally.
Keywords:
alcoholic beverages, clandestineness, commercial surveillance, Mexican
Revolution, state regulation.
Introducción
La estabilidad
política que logró el régimen porfirista fue la piedra angular que condujo al
diseño de mecanismos para regular los usos que se les daba a los espacios de
venta y consumo de bebidas alcohólicas, ante el crecimiento demográfico y
espacial que experimentaban las principales ciudades y los peligros que
implicaba continuar con marcos regulatorios que no obedecían a la realidad
finisecular. A la par de los vínculos
económicos y comerciales que México estableció con el extranjero, llegaron al
país nuevas ideas y saberes sobre los daños que generaban las libaciones
alcohólicas en la salud de las personas (Menéndez, 2011, p. 12), lo cual avivó
el discurso de que la práctica etílica[1] era el
catalizador de la inmoralidad, las transgresiones, los vicios y la delincuencia
en las sociedades modernas (Piccato, 1997, pp. 77–121).
Lo anterior sirvió como sustento a las autoridades porfiristas para robustecer
los métodos de control administrativo a cantinas y expendios de licores,
especialmente a los que eran frecuentados por las clases trabajadoras, pues se
decía que este grupo social era el más dependiente a la bebida. Así, se reestructuró
el sistema de gravámenes y los horarios permitidos para su funcionamiento; en
algunos casos se señalaron límites espaciales en cuanto a su ubicación en las
ciudades y las características externas que debían de tener los recintos
(Pulido, 2014, pp. 17–52).
Ahora
bien, ¿qué tan importantes eran los espacios de venta y consumo de bebidas
alcohólicas en Sinaloa y Culiacán? Si nos remitimos al censo realizado a
finales del siglo XIX, se ve claramente que Culiacán estaba entre los tres
principales distritos con más puntos expendedores de licores en la entidad. Los
registros locales señalaban la existencia de 657 establecimientos – de un
total de 4 252, distribuidos en los 10 distritos sinaloenses – lo que
representa cerca de 15% del total (Cañedo, 1905, p. 458). Los números fueron
aumentando en los años siguientes, y para 1900 ya eran 4 980 puntos de venta en
todas las jurisdicciones de la entidad, entre cantinas, licorerías, expendios
de cerveza y restaurantes con venta de alcohol (León, 2022, p. 77). Si hacemos
un contraste con otras latitudes del país, llama
la atención que a principios del siglo XX se registraran en Sinaloa más
expendios de alcohol que en el Distrito Federal – actual Ciudad de México
– a pesar de que este último contaba con una población más elevada y un
mayor dinamismo económico.
En el Distrito Federal vivían 720 643 habitantes,
tenía 3 430 expendios de alcohol registrados y había uno por cada 210.1
personas (Pulido, 2014, p. 26), mientras que, en Sinaloa, como se puede ver en el
Censo General y División Territorial de la República Mexicana. Estado de
Sinaloa (1987, pp. 11-16) y el Censo General de la República Mexicana. Estado
de Sinaloa (1905, pp. 1-5), eran 296 701 habitantes, y 4 980 puntos
expendedores: uno por cada 59.5 personas (Pulido, 2014, p. 26).
Ahora bien, si tomamos en cuenta las 123 665 personas adultas contabilizadas en
1897, en Sinaloa (Censo General, 1987, pp. 11–16),
la relación sería de un espacio etílico por cada 29 adultos. Si dividimos según
el género observamos que hubo un punto expendedor por cada 14.8 hombres adultos
y uno por cada 14.2 mujeres. Realizando este mismo contraste vemos que
–en años cercanos– en el Distrito Federal hubo un expendio por cada
85.5 personas adultas: uno por cada 40.6 hombres y uno por cada 44.9 personas
del sexo femenino (Censo
General, 1905, pp. 1–5; Pulido, 2014, p. 26). Lo anterior no solamente es un indicador de
lo extendido que estaba el negocio de expender alcohol en Sinaloa y Culiacán,
sino un marco de referencia sobre la arraigada cultura etílica en este punto
del noroeste mexicano, en el tránsito que va del Porfiriato a la Revolución.
La
Revolución mexicana fue un proceso que planteó la reformulación de la
estructura social, un momento de profundos cambios políticos, socioeconómicos y
culturales que evidenció muestras importantes de decadencia (Escalante, 2018, p.
226). En términos políticos-administrativos, uno de los efectos más inmediatos
que trajo consigo en el norte de México, fue la subsecuente voluntariedad de
gobernadores y munícipes para renunciar a sus puestos, meses antes de que los
ejércitos federales fueran abatidos por las fuerzas revolucionarias, ya que la
permanencia en el poder exigía riesgos que muchos no estaban dispuestos a
mantener (Knight, 2010, pp. 362–63). Esto fue
un aspecto crucial, pues hacía más de 30 años que el cese de cargos
administrativos no era producto de la guerra y la disputa militar. En términos sociales
e ideológicos, la revolución maderista planteó la reformación de la conciencia
de la clase trabajadora, crear un hombre nuevo y sin los vicios de antaño. Reafirmó
la importancia de combatir la vagancia, el alcoholismo y los espacios que
promovían su consumo, pero tomando en cuenta las fallas que tuvo el régimen
porfirista para obtener mayores aciertos (Knight,
2010, p. 604).
Si
nos remitimos al ámbito local, se observa que la guerra, los disturbios, los
saqueos, el rumor y el pánico ocasionado por los enfrentamientos durante la revolución
pusieron en entredicho las capacidades de las nuevas autoridades para mantener
seguras las poblaciones sinaloenses. La vigilancia en las calles y el control
social de prácticas como el consumo de alcohol en espacios públicos y
establecimientos comerciales fueron claves para no potencializar el peligro,
ante las claras muestras de descontrol, las transgresiones y los crímenes que
se vivieron en villas y ciudades sinaloenses (Perea, 2009, pp. 121–77;
Velarde, 2019, pp. 184–89). De ahí que la revalorización de las leyes,
códigos y estatutos relacionados con la operatividad de cantinas y expendios tuvieran
una importancia medular, pues era necesario someterlos a nuevas reglas para que
el orden público prevaleciera en la medida de lo posible. Aunque hubo lugares y
momentos en que se llegó a prohibir la apertura de cantinas y la venta de
alcohol (Méndez, 2007, p. 251), fue a partir de la regulación que los gobiernos
modularon el arraigado consumo de embriagantes de la población y la apertura
comercial de sus puntos de venta.
Sobre
la historiografía del alcohol, ya se han realizado investigaciones importantes en
el nivel nacional desde un enfoque político, social y cultural. Tres de los
referentes que se encuentran en este primer rubro son William Taylor, Teresa
Lozano Armendares y Sonia Corcuera , cuyos trabajos
se publicaron a finales de los ochenta y principios de los noventa. En el caso
de William Taylor (1987), la primera edición de Embriaguez, Homicidio y Rebelión
en las Poblaciones Coloniales Mexicanas se publicó en inglés, en 1979,
permitieron repensar los significados que encerraba dicha práctica en el
universo simbólico de las comunidades indígenas y campesinas, así como la
manifestación de una embriaguez como una forma de rebelión ante las imposiciones
políticas y religiosas. A partir de ello, tomaron protagonismo aspectos relevantes
como el papel que desempeñaba la embriaguez en la realización de ceremonias y
rituales, una manera de anteponerse al catolicismo durante los primeros años de
la colonia (Corcuera, 1991). En este sentido, también adquirió notoriedad en
análisis de la política virreinal en relación con la distribución de vinos y aguardientes
provenientes del viejo continente, así como aquellos líquidos que eran elaborados
en territorio novohispano, ante la identificación de redes de tránsito ilegal y
la existencia de una estructura de corrupción en la fabricación y
comercialización de bebidas que abarcaba a diferentes grupos de poder:
autoridades religiosas, civiles, hacendados y comerciantes en general (Lozano,
1995). Esto conllevó a una nueva dirección investigativa respecto del alcohol; es decir, a una diversificación
temática que introdujo otros elementos como los saberes, el discurso dominante
y las dificultades generadas por las libaciones etílicas en sociedades que habían
experimentado las rupturas del orden colonial.
Es en
esta coyuntura en donde emergen los aportes historiográficos de Pablo Piccato (1997, p. 91) que analizan los discursos sobre el alcoholismo
a finales del siglo XIX, el cual, señala, surge en un momento donde los grupos
sociales más privilegiados – i.e., políticos, empresarios e
intelectuales – establecen formas de diferenciarse de la cultura popular,
bajo el argumento de que su superioridad moral era la característica que los
convertía en la imagen del progreso y la trasformación porfiriana. Así, el
autor hace constatar el predominio de una visión exclusivista sobre el
alcoholismo que potencializaba la singularización de los sectores populares
como dependientes a la bebida, con tendencias al robo, al crimen y los vicios, y
que al mismo tiempo justificaba la represión policial y los mecanismos de
control. Esta propuesta analítica, acompañada del binomio alcohol-crimen que se
observa en otros trabajos de Piccato (2010), dio pie
a nuevas producciones que ahondaron en la estructura penal y las contradicciones
entre lo establecido por la ley y la aplicación de castigo. Los sujetos que
cometían alguna clase de delito en estado de embriaguez podían ser absueltos de
toda culpa debido al estado de inconciencia en que se encontraban. Por ejemplo,
el caso del trabajo paradigmático de Elisa Speckman (1999),
quien profundizó en las ideas, los imaginarios y prejuicios en torno al
criminal porfirista. Su aporte principal radica en la identificación de la
fragilidad entre las fronteras del viejo orden judicial y el nuevo sistema,
pues en la práctica los magistrados no administraban justicia de acuerdo con
los lineamientos establecidos.
En
este contexto, el estudio del consumo de bebidas embriagantes en relación con
su funcionalidad ceremonial – como en los trabajos de Corcuera (1991) y Taylor
(1987) – migró en dirección al saber científico y la influencia de la
criminología europea en las producciones científicas de médicos mexicanos, y la
aplicación de políticas prohibicionistas como un intento de reproducir medidas
impuestas en otros países durante las primeras décadas del siglo. De la amplia
variedad de trabajos, resaltan los de Nadia Menéndez Di Pardo (2011, 2019), María
Autrique Escobar (2016) y Jesús Méndez Reyes (2007).
La primera de ellas examina el desarrollo de un quehacer médico supeditado a
los aportes y las discusiones científicas que llegaban a México desde Europa
por diferentes canales de comunicación: prensa, congresos, revistas, tesis,
entre otros, (Menéndez, 2011), así como la construcción de la figura del ebrio
durante el contexto de las campañas antialcohólicas de los años treinta (Menéndez,
2019). Mientras tanto, Autrique Escobar (2016) parte
del hecho de la existencia de un movimiento transnacional de corte religioso,
que a la par del influjo cientificista, tuvo presencia en México debido al
apoyo que brindaron algunas asociaciones religiosas para inferir en las
decisiones de los gobiernos posrevolucionarios, y que estos promovieran la
temperancia como una política de Estado. Sobre esto último también profundizó
Jesús Méndez Reyes (2007), aunque desde su perspectiva, las campañas antialcohólicas
de las décadas de 1920 y 1930 tuvieron más cercanía con la institucionalización
de un nacionalismo que promovía la abstinencia como una forma de adherirse al
nuevo proyecto moralizador, y así crear un “hombre nuevo, sano de cuerpo y
espíritu libre de pensamiento y acción” (p. 244), como resultado de la
coyuntura social revolucionaria.
De
igual forma, destacan abordajes que encuentran en el alcohol una variable fundamental
para comprender los significados que se despliegan cuando se socializa en
espacios como cantinas, tabernas o casas de juego, así como para interpretar
los imaginarios en torno al crimen, la violencia y los vicios en sociedades que
experimentan un amplio desarrollo urbano y demográfico.
Sobre
lo primero, Diego Pulido Esteva (2014) ha analizado la sociabilidad de los
sectores populares de la Ciudad de México, específicamente los encuentros e
interacciones que se producían cuando el consumo de alcohol se llevaba a cabo,
desde finales del siglo XIX hasta principios del siglo XX. Mas allá de la realidad política
y económica de la temporalidad aludida, Pulido Esteva profundiza en el entorno
más inmediato de los actores que acudían a los espacios etílicos, su realidad
cotidiana. Es por ello que en su investigación toma un papel crucial el
análisis de los cantineros, actores sociales que entretejieron redes de
corrupción e ilegalidad que rebasaba los esfuerzos policiales. También se
analizan las regulaciones emitidas por las autoridades capitalinas, las burlas
a las normativas, el servicio público de gendarmería y su recurrencia a
prácticas ilegales, al igual que la predilección del pulque por los
capitalinos, los vínculos del alcohol y los estereotipos sobre los puntos de
encuentro (Pulido, 2014, pp. 11–19).
La
manera en que Pulido Esteva reconstruye lo que él llama “sociabilidades
etílicas”[2] nos habla de una reflexión
metodológica importante. Los folletos, cuadernillos, hojas sueltas e ilustraciones
impresas en talleres artesanales exponen formas de representar las libaciones.
Este material -textual y visual-, producido y consumido en los mismos sectores
populares, le permite acercarse a sus formas de ver y de sentir, cómo los
grupos sociales “dan sentido al mundo que le es propio” (Pulido, 2014, p. 139).
Con otras palabras, accede a su objeto de estudio como representaciones, pero
ahí encuentra elementos que se desenvuelven cuando se sociabiliza:
exaltaciones, diversión, charla, brindis y sufrimientos compartidos.
Por
último, destaca un aporte reciente de Odette Rojas (2019).
Su producción está dirigida al análisis de alcohol en un contexto sociohistórico
que va desde la formalización de los movimientos antialcohólicos en México en 1929
hasta su declive, aunado con la conformación de Alcohólicos Anónimos en 1946. A
diferencia de los trabajos de Piccato y Menéndez,
centrados en el discurso y los saberes médicos en torno al consumo de alcohol, los
aportes de Rojas tienen otra ambición. Toma elementos propios de la historia
urbana, del delito y la administración de justicia, bajo la premisa de que en
esos años el consumo de alcohol y los peligros sociales que representaba
adquiere singularidades, no solamente por la influencia del movimiento
temperante en gran parte de occidente, la prohibición norteamericana de 1920 o
la emergente moral nacionalista posrevolucionaria – lo cual también marca un giro
diferente a los trabajos de Autrique y Méndez –,
también por el acelerado incremento poblacional y espacial que presenta la metrópoli,
la extensión de los cinturones periféricos, la configuración de nuevos barrios
populares y la proliferación de la nota roja, misma que jugaba un papel
determinante en la manera en que los lectores citadinos imaginaban la ciudad
(Rojas, 2019, pp. 23–24).
Así,
identifica que, en comparación con años previos, la medicina y sus
señalamientos sobre el alcoholismo tuvieron un papel secundario en comparación
con el ámbito criminológico. (Rojas, 2019, p. 336). Las alusiones sobre el
incremento de la criminalidad en el espacio urbano debido al consumo de alcohol
le llevaron en tres direcciones: a) contrastar expedientes criminales y con
ello puntualizar aquellos casos en donde la embriaguez ameritaba una sanción
judicial; b) el atinado empleo de la cartografía como una herramienta
metodológica para exponer el panorama etílico citadino, la localización de los
puntos de encuentro y su correlación con las escenas criminales que
protagonizaban los actores en estado de ebriedad; c) la manera en que la prensa
capitalina informaba dichas eventualidades: las periferias, los bajos fondos,
como puntos de mayor peligrosidad criminal, la metrópoli representada como un
espacio hostil en donde la modernidad sucumbe ante los vicios (Rojas, 2019, p. 343).
Si se observa desde un ángulo más amplio, el trabajo de Rojas invita al lector
a problematizar y reflexionar sobre las fantasías, las expectativas, los
prejuicios, los miedos, los temores y los contrastes que despertaba la
modernidad posrevolucionaria en las principales ciudades del país, y donde el
alcohol, su consumo y sus espacios eran parte importante de esa coyuntura.
Ahora
bien, en cuanto a las contribuciones locales, se enmarcan en un
enfoque regional que ha ido cambiando a la luz de nuevas propuestas, en este
caso los estudios históricos presentados por Ojeda (2006) y Román (2012) se
centran en la historiografía de corte político y económico, bajo el tema del
crecimiento industrial del ramo alcoholero de los siglos XIX y XX; mientras que
las propuestas de Vidales y Frías (2015) y Brito (2011) centran su análisis en
las políticas cuya finalidad es controlar los circuitos ilegales y las
prácticas inmorales en la sociedad de la primera parte del siglo XX; asimismo,
entre las contribuciones más recientes se encuentran los trabajos de Hernández
(2010) y León (2018) que abordan temas sociales y fiscales en torno a la
producción y consumo de alcohol, lo que conlleva a la revisión más variada de nuevas
fuentes, como los archivos municipales y la prensa local.
Las
investigaciones expuestas, tanto nacionales como locales, apoyan en el sentido
de que son un referente imprescindible para identificar y reflexionar sobre los
aspectos que encierran la práctica etílica, las ideas, los saberes y los
discursos que marcan una pauta para definir las tendencias alcohólicas de
diferentes grupos sociales, el sentido de identidad y pertenencia que se genera
al libar en compañía, las dificultades que conlleva la distribución de los
líquidos, ante las redes clandestinas de comercio que se han presenciado desde
tiempo virreinales. Así mismo, las estrategias y la tecnificación del ramo
alcoholero, al igual que la vigilancia en los espacios que venden alcohol y la
presencia de irregularidades que entretejen redes de corrupción.
Dicho
de esta manera, nuestro trabajo se inserta en una preocupación compartida por
varios historiadores en relación con las bebidas alcohólicas; sin embargo,
comprendemos que los esfuerzos por examinar la regulación de estos puntos neurálgicos,[3] al igual que los
mecanismos de control social y la vigilancia policial en los espacios urbanos
durante los años convulsos de la revolución, han priorizado la Ciudad de México
como punto de análisis. La singularidad de este artículo radica en que es un
estudio social sobre el alcohol y sus espacios de venta y consumo en Culiacán,
una ciudad septentrional con ritmos y estilos de vida muy propios. Entendemos
el concepto regulación, tal como lo expone Juan Montero Pascual (2014, p. 25),
desde una perspectiva de control administrativo que conlleva a establecer un
orden social y político, una herramienta que aglutina reglas y acciones
coercitivas que moldean y organizan el desarrollo de una acción, de una
práctica social o de una actividad económica. De ahí que consideremos a los
expendios de licores, tabernas o cantinas – indistintamente del sector
social que los frecuente – como establecimientos cuya funcionalidad está
supeditada por una serie de estatutos y normativas que inciden no solamente
sobre sí mismo, sino también en aquellos aspectos de la realidad social donde
se efectúan. Por lo tanto, las regulaciones de este tipo estaban encaminadas a
mantener el control social; esto último entendido como los instrumentos que
buscaban establecer el orden y el funcionamiento bajo un esquema de valores,
exigencias y requisitos para el desarrollo de la vida social y pública ante las
necesidades que traía consigo el contexto político y social de la revolución (Demarchi y Ellena, 1986, p. 401).
Derivado
de lo anterior surgen las siguientes preguntas: ¿por qué se vuelve tan importante
para los sucesivos gobiernos que asumieron el poder municipal en Culiacán
controlar y regular los espacios de consumo y distribución de bebidas
alcohólicas?, ¿qué medidas fueron tomadas por el Estado y la autoridad
municipal?, ¿cómo se relacionan alcohol y violencia durante los años
revolucionarios y en qué medida la guerra afectó o fomentó la clandestinidad?, ¿qué
actores sociales se vincularon al consumo y distribución ilícita de
embriagantes?, ¿cuáles fueron las estrategias de vigilancia y control que se
aplicaron?
El
objetivo del presente artículo es analizar las regulaciones y las estrategias
para controlar los espacios en donde se vendían dichos líquidos dentro de la
ciudad de Culiacán, como expendios, cantinas y burdeles, enmarcado en el
contexto de la Revolución mexicana, específicamente entre 1911 y 1915, etapa en
que hubo mayor inestabilidad política, social y militar en términos regionales.
Subyacen tres objetivos particulares: a) analizar los efectos que ocasionó la revolución
en cuanto a la operatividad de puntos expendedores de alcohol tras el triunfo
del maderismo; b) examinar la manera en que las
disputas generadas por los enfrentamientos fomentó la violencia y la clandestinidad,
así como los actores que se vincularon al consumo y su distribución ilegal; c)
analizar los mecanismo de vigilancia y control que se implementaron en los
espacios etílicos con la finalidad de resguardar el orden en la ciudad y
poblados circunvecinos.
La
hipótesis que se plantea es que el fenómeno revolucionario incidió en la manera
de regular el funcionamiento de los puntos expendedores, entre ellas:
restringir los horarios de apertura, modificar los cobros e impuestos y
prohibir la entrada a determinadas personas. Pero a pesar de que se quiso
controlar las alteraciones al orden público con el cierre de cantinas y expendios,
el consumo y las reuniones no se detuvieron. La práctica etílica se diversificó
en espacios públicos y privados mientras el conflicto revolucionario seguía su
curso.
El
trabajo se divide en tres momentos principales. El primero de ellos se relaciona
con los efectos que ocasionó el contexto en el funcionamiento de los puntos
expendedores de bebidas embriagantes de Culiacán, cuando las fuerzas maderistas
llegaron a la ciudad y asumieron el mando político a finales de mayo de 1911.
Para ello, se examinaron las formas de regularlos días previos y posteriores a la
fecha aludida, los reglamentos y horarios al igual que las solicitudes de los
expendedores para continuar con el negocio aún en momentos en que se había restringido
la venta de licores, vinos y cervezas. Dicha información se obtuvo de los
decretos emitidos el cabildo municipal de Culiacán, en el Archivo Histórico
Municipal de Culiacán (AHMC), cuyo análisis documental tomó en cuenta el
desarrollo del proceso revolucionario; es decir, qué estaba sucediendo en la
capital del estado y sus poblados circunvecinos que interfería gradualmente en
las medidas regulatorias aplicadas.
El
segundo momento hace referencia al descontrol social y público que se vivió
cuando los ejércitos zapatistas – rebeldes en contra de los gobiernos
maderistas – tomaron la capital del estado, entre el 15 de abril y el 1
de mayo de 1912, particularmente en aquellas situaciones en donde el consumo
desmedido de alcohol motivaba el desenfreno, el hurto y la venta clandestina.
Aquí se analizaron las disposiciones municipales en el AHMC sobre los puntos
expendedores días antes de que los zapatistas llegaran a la ciudad; las notas
informativas del periódico El Correo de
la Tarde para conocer las circunstancias que se desarrollaron en Culiacán
cuando fue presa del temor por los excesos cometidos por los ejércitos,
consultados en el Centro Regional de Documentación Histórica y Científica, y expedientes
del ramo criminal para identificar si hubo crímenes cometidos por personas
alcoholizadas que llegaron a los juzgados, en el acervo del ramo Criminal de Archivo
de Concentración del Supremo Tribunal de Justicia del Estado de Sinaloa
(ACSTJES).
En la tercera parte se exponen los mecanismos
implementados por las autoridades huertistas para mantener
el orden público a partir del control del consumo de alcohol en cantinas,
tabernas y expendios –dado la impopularidad de su gobierno y los brotes
de insurrección–, la implementación de las fuerzas policiacas para dicho
motivo, las dificultades que enfrentaron para lograr sus objetivos, así como un
breve paréntesis del papel que tuvo la venta de los líquidos y el
funcionamiento de los puntos expendedores los primeros meses en que el huertismo sucumbió en la localidad. Para ello se hace uso
de las disposiciones emitidas por el gobierno huertista
en el distrito de Culiacán, en el AHMC, y el Periódico Oficial del Estado de Sinaloa, donde se identificaron
algunos elementos del bando de policía de 1913 en relación con la vigilancia y
control del consumo de alcohol y sus puntos de encuentro.
Espacios de venta
y consumo de bebidas embriagantes después de mayo de 1911
Entre enero y mayo de 1911 las
fuerzas porfiristas y maderistas protagonizaron enfrentamientos militares en
diferentes puntos geográficos del estado de Sinaloa. Poblados circundantes a la ciudad de
Culiacán fueron testigos de encuentros hostiles entre ambas facciones, lo cual
hizo que el gobierno porfirista prohibiera la apertura de espacios de venta y
consumo de bebidas embriagantes como una medida para salvaguardar el orden
público.[4]
Previo
a la fecha aludida, el bando de policía señalaba que los espacios autorizados
para vender alcohol como abarrotes, cantinas y expendios de cervezas – indistintamente
de la clase social que las frecuentara – podían abrir al público desde
las 4:00 a.m. hasta las 9:00 de la noche. Si el titular del establecimiento lo
deseaba, podía extender su horario de cierre, con la condición de que
solicitara un permiso especial a la prefectura del distrito. La lógica del
cobro adicional variaba según las características del punto expendedor; es
decir, si ofrecía un entretenimiento adicional a la venta de licores, como
contar con mesas de billar o juegos de azar,[5] aunque por lo general el monto a
pagar de las cantinas y tabernas era de $5.00 a $10.00 mensuales (Cañedo, 1905,
pp. 449–50).
Del 20 al 31 de mayo
de 1911, la ciudad fue escenario de luchas y enfrentamientos, paralizando la
dinámica comercial y generando inseguridad y temores en la población. No
obstante, cuando el triunfo de la revolución maderista ya era más que evidente,
no faltaron personas – adeptos o simpatizantes – que salieran a las
calles para celebrar la caída del régimen porfirista (Velarde, 2019, pp. 150–51).
Es así que el espacio público citadino se volvió el epicentro de los festejos;
la música, los bailes, los juegos de azar y la embriaguez se expresaron en la plaza
principal, en domicilios particulares y
otros puntos de Culiacán. El consumo excesivo de bebidas alcohólicas en la
población proyectaba un posible desabasto de los líquidos, motivo por el cual
algunos comerciantes ordenaron traer grandes cantidades de licores de otros
estados y así satisfacer la demanda local. Tal fue el caso del señor B. Laveaga, “quien trasladó un furgón desde Guaymas a
Culiacán, conteniendo grandes cantidades de cerveza”.[6]
Pasaron
los días y la venta de bebidas embriagantes tomó un giro estrepitoso en la
ciudad. La nueva autoridad no había emitido ninguna normativa que volviera a
autorizar la venta de dichos líquidos en cantinas, tabernas y abarrotes,
causando incertidumbre entre los comerciantes que se dedicaban a este ramo.
Además, que estos últimos solicitaban a las autoridades la restitución de
aquellas contribuciones que se habían realizado previo a los sucesos de mayo,
al igual que la exoneración de impuestos durante los meses de junio y julio.[7]
Reembolsan
a Honorato Rodríguez y demás signatarios, las sumas correspondientes a seis
días del mes de mayo pasado que pagaron en la Tesorería Municipal por concepto
de impuestos sobre cantinas y billares, comunicándoles que las contribuciones
del mes de junio ya les fueron condonadas. Asimismo, se les advierte que no es
posible decretar la disminución de ese gravamen, debido al mal estado de la Hacienda
Municipal.[8]
Las peticiones de los cantineros a la autoridad
local fueron aumentando conforme pasaron los días, y para finales del mes de
julio, el gobierno decidió reestablecer la venta de embriagantes de lunes a
sábado, así como reembolsar algunos cobros que fueron efectuados días antes de
los enfrentamientos entre federales y maderistas.[9] Ante la respuesta favorable, los cantineros
intentaron negociar la disminución – en adelante – de las cuotas
municipales, bajo la premisa de que no podían cubrir las cantidades fijadas
debido a las afectaciones económicas que tuvieron durante el tiempo en que sus negocios
permanecieron cerrados, de ahí que solicitaran una nueva forma de regular y reglamentar
sus establecimientos acorde con las circunstancias del momento. El gobierno
maderista se negó a disminuir los impuestos municipales, argumentando la mala situación
hacendaria y lo mucho que se necesitaría la recaudación íntegra en los meses
sucesivos, tanto de puntos expendedores de alcohol como de otros
establecimientos comerciales.[10]
Sobre esto último, debe señalarse que un año antes,
los impuestos asignados a expendedores y productores de bebidas destiladas
representaron 17% de los ingresos más significativos para el ayuntamiento; solo
por debajo de los cobros al predial y la matanza de ganado, lo cual explica la
relevancia de su captación íntegra para las finanzas municipales y su interés
por continuar con el mismo esquema porfirista.
Tabla 1
Captación de ingresos en el
distrito de Culiacán, 1910
Contribución |
Cantidad |
Porcentaje
equivalente |
Predial |
$91 146.81 |
33 |
Matanza
de ganado |
$63 890.76 |
22 |
Licores |
$48 340.00 |
17 |
Giros
mercantiles |
$45 625.45 |
16 |
Establecimientos
industriales |
$14 646.51 |
6 |
Tabacos |
$8 747.52 |
4 |
Haciendas
de beneficio |
$6 664.63 |
2 |
Total |
$279 060.87 |
100 |
Fuente: López (1986, p. 108).
Mientras en Culiacán se negociaba
el cobro sucesivo de impuestos con los expendedores, en otros lugares de México
se llevaban a cabo medidas más rigurosas. En Aguaprieta,
Sonora, el titular del cuerpo de policía impulsó una ley que prohibía la venta
de embriagantes en la localidad; en Chihuahua se lanzó “una campaña en contra
de las cantinas, los casinos, de la vagancia y del san lunes” (Knight,
2010,
pp. 604–05); mientras que en Tlaxcala se legisló en contra del juego y el
alcoholismo.
Desde el plano discursivo,
las autoridades maderistas locales contradecían lo que en términos prácticos
realizaban; es decir, se comprometían públicamente a acabar – definitivamente
– con la venta de alcohol, su consumo y los juegos de azar en toda la
entidad, cuando al mismo tiempo se efectuaban las negociaciones con los dueños
de cantinas y expendios. El gobernador José Rentería, por ejemplo, aseguraba
que el combate contra el alcoholismo y los espacios que impulsaban los vicios
iban a ser una prioridad en su administración, una manera de diferenciarse de
las malas prácticas que permeaban en la sociedad, producto del descuido del
régimen anterior, y así establecer el nuevo proyecto moral que traía consigo la
revolución, sobre todo para campesinos y obreros, donde se consideraba que la
dependencia al alcohol era mayor.
El Sr. Don José
Rentería, nuestro actual Gobernador, inteligente, progresista, amante del orden
y moralidad, deseoso del adelanto del estado que gobierna, se ha fijado en este
terrible mal social, y en su programa de gobierno dice: vigilar por la
moralidad pública y al efecto suprimir todo permiso de juego ilegal e
interponer todo medio legítimo contra el alcoholismo. De esta manera se
mantendrá al hombre falto de templanza en ciertos límites, que no le permiten,
cuando menos, ser un mal ejemplo para la generación que se levante, que se
procure por medio de la educación adecuada, que sea sobria, fuerte e
inteligente y no una rémora del progreso y de la civilización, para que eleve a
nuestra querida patria a la altura que se merece.[11]
Pese al énfasis del discurso revolucionario que se comprometía a eliminar
los vicios de antaño en la sociedad, no se identificó durante el gobierno
maderista ninguna medida de control administrativo que perpetuara la
prohibición de apertura y venta de alcohol, entre 1911 y 1913, salvo momentos
claves, cuando la seguridad en el espacio público debido a los rumores de
guerra y enfrentamientos en poblados circunvecinos hacían necesario el cierre
de cantinas, puntos expendedores y otros espacios de ocio que potencializaban
el desorden, la delincuencia y el deambular citadino. No obstante, las muestras
de desacato, la clandestinidad y la insistente evasión de las normativas que se
identificaron en lo sucesivo rompieron las negociaciones que se estaban
llevando a cabo.
Hasta
este momento se han expuesto tres puntos importantes: a) la discontinuidad que
ocasionó la revolución en cuanto a la regulación de espacios etílicos durante
los primeros meses; b) la respuesta de los cantineros, comerciantes y
locatarios al ver que la autoridad municipal no permitía su apertura aun cuando
la coyuntura político-militar había disminuido en el distrito; c) las
negociaciones entre expendedores y autoridades para acordar un nuevo sistema
regulatorio.
La
insistencia de los expendedores de alcohol en la reestructuración del sistema
reglamentario de espacios etílicos en Culiacán no disminuyó con el pasar de los
días. Ante esto, el gobierno del estado y las autoridades distritales, con
ayuda del cuerpo de gendarmería, accionaron mecanismos de inspección y
vigilancia para
identificar si se respetaba el cierre de puntos de venta y consumo, como pasó
en 1911, ya que en los meses de mayo y junio se prohibió la venta de alcohol,[12] con el propósito de contrarrestar
la presión que estaban ejerciendo los locatarios. Los resultados de la requisa
mostraron que varios cantineros y abarroteros comercializaron los líquidos
cuando la autoridad lo había prohibido.
Uno de ellos fue Januario
Leyva, a quien se le negó un rembolso tras identificarse que jamás cerró su
cantina en los días de disputa, abriendo su local tanto de día como de noche.[13] Así como en Aguaruto,[14] en un caso donde se le preguntó a
un celador si la cantina de Baltazar Villegas había cerrado sus puertas en los
días que los revolucionarios estaban rondando cerca de la población,[15] a lo que el celador respondió que
“la cantina nunca estuvo cerrada en la fecha aludida, y que la venta de alcohol
jamás se detuvo en los días consecutivos”.[16] Situación similar ocurrió en el
puerto de Altata, donde se decomisaron 30 cajas de
damajuanas – aproximadamente 1 200 litros – de mezcal a una mujer
que traficaba en los alrededores.[17]
Lo anterior no solo nos habla de las prácticas
ilegales de expendedores en circunstancias coyunturales, en un contexto lleno
de distractores políticos y sociales, sino de la afición de la población por
las bebidas alcohólicas, pues eran ellos quienes buscaban adquirirlas a toda
costa. De acuerdo con la prensa sinaloense, tan solo en el mes de junio se
decomisaron 225 damajuanas – aproximadamente 1 000 litros – de
mezcal clandestino a expendedores y consumidores en la ciudad de Culiacán, esto
sin contar lo que se sustrajo de poblados pertenecientes al distrito. Las
noticias sobre el mercado ilegal de bebidas alcohólicas en la capital llegaban
a otros puntos de la entidad. En el puerto de Mazatlán, por ejemplo, El Correo de la Tarde aludía a la
problemática de la siguiente manera: “nada menos que esa friolera de damajuanas
de mezcal, ha mandado recoger el señor Prefecto á los cantineros que han
vendido vino clandestinamente, después de la estricta prohibición de su venta”.[18]
Fue hasta finales de 1911 cuando las autoridades
maderistas establecieron nuevas directrices para expender alcohol. La
ordenación sistemática de las normativas que se discutieron en las sesiones de
cabildo, y que fueron aplicadas, nos muestra diferencias importantes en la
forma de reglamentar la venta de alcohol durante la primera década del siglo
XX; es decir, antes de que iniciara la revolución.
Mientras que en los años porfiristas un punto
expendedor operaba desde medio día hasta las primeras horas de la madrugada
pagando la cuota extraordinaria, en 1911 se acordó que podrían abrir sus
negocios desde las 12:00 a.m. hasta las
9:00 p.m., una reducción de ocho horas ordinarias para la venta de los líquidos
y la atención clientelar. Con esto quedaba inhabilitada la comercialización y
el consumo dentro de las cantinas hasta altas horas de la noche y las primeras
horas del día (Vidales y Frías, 2015, p. 171). Se estipuló que la venta de
embriagantes causaría por patente $33.00 mensual en cualquiera de sus formas y
cantidades.[19] Ante esto, los expendedores de alcohol insistieron
para que el cobro se realizara tomando en cuenta los volúmenes de los líquidos
y las características comerciales de los espacios – e.g.,
almacenes, cantinas, abarrotes, expendios de cervezas, etcétera – tal
como se hacía durante el porfiriato, pues al parecer la cifra estipulada no
aclaraba estos elementos. Además, continuó prohibida la apertura de cantinas
los domingos, lo cual generó gran inconformidad, sobre todo porque ese día era
de descanso para trabajadores y campesinos, clientes potenciales.[20] El argumento del gobierno local para justificar
esta decisión, se basó en la necesidad política de cuidar el orden público y
evitar situaciones que pusieran en riesgo el control social,[21] aunque es evidente que también influyeron los
resultados de las requisas que se aplicaron meses atrás, cuando el cuerpo de
policías identificó a los espacios de venta y consumo de alcohol que
expendieron dichos líquidos, durante las semanas que se estableció el cierre
obligatorio.
Tabla 2
Cantinas, expendios,
agencias y casas comerciales que vendían bebidas alcohólicas en la ciudad de Culiacán
durante las dos primeras décadas del siglo XX
Cantinas |
Propietario,
cantinero o administrador |
La Veracruzana |
Miguel Cañedo |
La Sin Rival |
N. D. |
La Cananea |
N. D. |
La Sin Nombre |
N. D. |
Cinco de Febrero |
Santiago Rivas |
Fuente de Oro |
N. D. |
El Rey Dormilón |
Señor Sarchírico |
Cantón del Barril Azul |
N. D. |
La Sirena |
N. D. |
Oso Negro |
N. D. |
Expendios
al menudeo y cantinas anexas a otros establecimientos |
Propietario,
cantinero o administrador |
Cantina de Cervecería la Unión |
Ramón Gamero |
Billar con expendio de alcohol |
Julio Sánchez |
Cantina-restaurante La Concordia |
N. D. |
Casa de asignación con expendio de cerveza |
Dolores Félix |
Cantina del Hotel Rosales |
Enrique Cohen |
Cantina con restaurante (ocasional) del Teatro Apolo |
N. D. |
Cantina del Hotel Central |
Constanza Peraza de Heredia |
Expendio de cerveza |
Fortunato Escobar |
Expendio de cervezas y refrescos |
N. D. |
Expendio de bebidas embriagantes |
J. Sánchez |
Agencias con almacén, local o domicilio
particular |
Propietario,
cantinero o administrador |
Agencia de Cervecería del Pacífico |
Sr. Luis |
Agencia de Cervecería del Pacífico |
Alfredo Reyes González |
Agencia de Cervecería Moctezuma |
Manuel Hernández León |
Agencia de Jesse Moore Wiskey |
Sr. Guemez |
Agencia de Cervecería Cuauhtémoc |
Sr. Luis |
Agencia de Cervecería del Pacífico |
Alfredo Reyes González |
Casas
comerciales |
Propietario,
cantinero o administrador |
Casa comercial de Severiano Tamayo |
Severiano Tamayo |
Casa comercial de Luciano de la Vega |
Luciano de la Vega |
Casa comercial de Luz Salomón |
Luz Salomón |
La voz del Pueblo |
Leopoldo de la Vega |
Casa comercial de José María Murillo |
José María Murillo |
Casa comercial de los señores Reyes y Uzueta |
Sres. Reyes y Uzueta |
Fuente: ACSTJES,
caja 15, ramo criminal, exp. 1, Culiacán, noviembre
de 1912, s.p., AHMC, Catálogos de actas de cabildo
2006-2013; El Correo de la Tarde, Culiacán, octubre de 1913, p. 5; El
Monitor, XX, Superior, XXX, El Sol y Champagne Beer,
mayo de 1910, p. 4; Verdugo Fálquez (1949, p. 27).
Un elemento importante que se ha identificado en la
consulta del material primario de los últimos años porfiristas a los primeros
gobiernos revolucionarios es que en Culiacán las regulaciones no hacían
distinción en los cobros y horarios de acuerdo con el lugar de la ciudad en
donde se ubicaban las cantinas – en el centro o a los márgenes – o
el sector social para quienes estaban dirigidos los espacios, clase
trabajadora, medio o alta, tal como sucedía en otras latitudes del país (Pulido,
2014, pp. 30–48). Esto no plantea la inexistencia de espacios de
encuentro y convivencia para cada clase social, lugares en donde jornaleros,
obreros, oficinistas, empresarios, artistas o políticos se sentían mayormente
identificados para socializar y consumir alcohol, pues se ha demostrado que
hubo cantinas que mantenían un perfil para determinado grupo social (León,
2022, pp. 105–31). Sin embargo, la ausencia de esta diferenciación en el
marco reglamentario nos hace pensar que durante los primeros gobiernos
revolucionarios estos elementos no se consideraron para su diseño.[22]
Está claro que la regulación del gobierno maderista
en Culiacán no generó satisfacción a los expendedores de alcohol. Si bien en un
principio las autoridades se mostraron condescendientes con la exoneración de impuestos,
después fijaron un reglamento con horarios más reducidos y un sistema de cobro
que no diferenciaba claramente las características y particularidades comerciales
de los establecimientos, ante las muestras de ilegalidad que se identificaron y
el desacato a la autoridad. No obstante, la clandestinidad no se detuvo en los meses
siguientes y la venta de alcohol se efectuó de día, de noche y los domingos.
Tres aspectos imposibilitaban el control de los
puntos expendedores durante este primer momento. En primer lugar, la autoridad
local consideró que la circulación clandestina de licores se solucionaría aumentando
el número de elementos policiacos en puntos donde la presencia de cantinas
fuera mayor; sin embargo, la carencia de recursos materiales y humanos era
considerable, lo cual dificultaba las labores de vigilancia y daba mayor margen
a los expendedores para que operaran sin inspección alguna (Vidales y Frías,
2015, p. 172). En segundo lugar, no era extraño que entre los propietarios de
cantinas, expendios o almacenes de licores estuvieran miembros de la
administración local, como fue el caso de Manuel Hernández de León, agente de Cervecería
Moctezuma en la ciudad, dueño de un almacén de distribución y al mismo tiempo
miembro del cuerpo de regidores del ayuntamiento de Culiacán.[23] Así mismo,
algunos dueños de cantinas eran familiares o amigos cercanos de servidores
públicos – i.e., policías,
regidores y prefectos –, circunstancia que operaba a su favor si eran
descubiertos comercializando alcohol de manera ilegal, pues sus vínculos
políticos propiciaba que la normativa no aplicara sobre ellos, ya que podían
solicitar los favores de dicho familiar.[24] En tercer lugar,
los efectos de las nuevas contiendas generadas por la fractura del maderismo reorientaron las prioridades del gobierno en
turno, y los esfuerzos se concentraron en apagar el brote de insurrección.[25]
Embriaguez y
desenfreno durante el asedio zapatista, 1912
Cuando la insurrección
zapatista tomó protagonismo en Sinaloa, se generaron nuevas complicaciones para
el gobierno maderista. Tras una serie de enfrentamientos en poblados y
rancherías sinaloenses, y ante la amenaza de que los zapatistas tomaran la
ciudad de Culiacán, los poderes estatales decidieron migrar a Mazatlán (Olea,
1964, p. 44).
Los zapatistas
entraron a la ciudad de Culiacán el 15 de abril de 1912 y se marcharon a
principios de mayo. Durante esos días, comercios y domicilios particulares
fueron asaltados por las tropas: la ciudad quedó aprisionada en un escenario
donde no existía otra autoridad más que la voluntad de los rebeldes, quienes
festejaban sus hazañas al ritmo de la música y el estruendo de sus armas
(Velarde, 2019, pp. 150–51).
Ayer por la
tarde desfilaron por algunas calles como ciento cincuenta hombres de
caballería, bien armados, al mando de Conrado Antuna,
haciendo alto en la Plaza de Armas. Una orquesta ocupó el kiosco y tocó varias
piezas, y después dieron lectura al Plan de San Luis, reformado; se tocaron
otras piezas y abandonaron aquel lugar. Con la orquesta al frente recorrieron
otras muchas calles vitoreando á Antuna y a sus
oficiales. […] en lo general se pasó una noche intranquila, pues el ruido de
las caballerías, el toque de los clarines, los balazos y la gritería que tenían
alarmaban cada vez más.[26]
Pese a que la autoridad maderista ordenó el cierre
de espacios etílicos durante esos días,[27] no faltó cantina, expendio o burdel que continuara
operando a diferentes horas del día en la ciudad (Alarcón, 2013, p. 297). La siguiente imagen ilustra lo
antes mencionado, pues muestra la entrada de los rebeldes zapatistas a Culiacán;
detrás se encuentra la cantina La Concordia y a dos personas mirando el galope de
los insurrectos desde el interior del recinto (Perea, 2019, p. 221).
Figura 1
Cantina ‘La Concordia’, abril de
1912
Fuente: Colección
fotográfica de Mauricio Yáñez.
Al respecto, debe puntualizarse que comercializar
con estos líquidos en momentos de intervención era un arma de doble filo para
los expendedores. Por un lado, la veda de alcohol incidía en la especulación
del producto, elevando los precios y las ganancias de los vendedores. Pero, por
otro lado, también corrían el riesgo de ser asaltados por la tropa, dejando al
vendedor en una situación peor de la que se encontraba. Esta última
circunstancia fue tomada en cuenta por algunos propietarios como Enrique Fugi y Enrique Cohen,[28] quienes prefirieron bajar la cortina ante los
peligros económicos que representaba la llegada de los zapatistas.
Para los rebeldes, tomar la ciudad de Culiacán no solo
significaba un triunfo frente a sus enemigos: también una oportunidad para
abastecerse, descansar y disfrutar de diferentes placeres tras varios meses de
campaña: gozar de la compañía de una bella mujer – i.e., meretriz
– o embriagarse hasta perder la conciencia. Pero los excesos tuvieron
consecuencias, muestra de ello son los episodios de agresividad y violencia que
se presenciaron durante esos días.
Por ejemplo, el 23 de abril se originó una gran
borrachera por el barrio “El Coloso”, al oriente de la ciudad. Un grupo de
zapatistas charlaban, bebían y fumaban alegremente; con el pasar de las horas
el festejo se transformó en discusión, pues dos hombres comenzaron a vituperarse
uno al otro. Los humores no se tranquilizaron y uno de ellos se molestó tanto
que disparó a dos de sus compañeros, quienes perdieron la vida a los pocos
minutos.[29]
Cuando el alcohol escaseaba, los zapatistas hacían
lo necesario para conseguirlo y continuar con la celebración. Así sucedió con
un grupo de rebeldes que ante la carencia del líquido se introdujeron a la agencia
de Cervecería del Pacífico de donde sustrajeron 60 cajas de cerveza. Una vez
realizada la hazaña se dispusieron a disfrutar de las bebidas mientras paseaban
en un carruaje – que también fue robado – por las calles de la
ciudad.
Mucho
movimiento se nota entre los revolucionarios con motivo del rumor que se
acercan fuerzas del Gobierno, y como al obscurecer tocaran repetidas veces
reuniones y se escucharan balaceras por varios rumbos de la población, se creyó
que comenzaba el ataque y hubo gran pánico. Parece que las descargas se
debieron al estado de embriaguez en que muchos zapatistas andaban, pues desde
medio día tenían una fiesta por rumbo de “El Pabellón” que se prolongó hasta
muy noche. Muy contados son los caballos de tiro que se han devuelto. Algunos
se han devuelto y algunos sólo los prestan para quienes los paseen en coches.
Ayer paseaban muchos en araña y raros eran los que no traían una o dos cajas de
cerveza en el mismo carruaje. La cerveza la sacaron de un depósito de más de
sesenta cajas que tenía el señor Alfredo Reyes González, agente de Cervecería
del Pacífico.[30]
Si bien la violencia, el desenfreno y la embriaguez predominó
entre los zapatistas, hubo casos de civiles que pese a los disturbios
continuaron asistiendo a las cantinas, como fue el caso del señor Jesús
Fregoso, quien al llegar totalmente ebrio a su casa asesinó a su esposa Soledad
Zabala. El crimen ocurrió el 30 de abril y fue sometido a juicio por las
instancias correspondientes. Los hechos ocurrieron de la siguiente manera.
El señor Fregoso llegó
a su casa después de haber pasado todo el día embriagándose en una cantina de
la ciudad. Cuando ingresó a su domicilio su esposa lo recibió, quien al ver que
Jesús estaba ebrio y continuaba bebiendo en la mesa se molestó, motivo por el
cual comenzó una discusión. Después de varios minutos de ofensas y jaloneos Jesús
Fregoso sacó un arma punzocortante y atacó el rostro de Soledad Zabala, quien
murió desangrada. Uno de los hijos observó todo lo sucedido y huyó con la
vecina en busca de ayuda. Al observar que el pequeño estaba completamente
alterado la mujer se dirigió a casa de la familia Fregoso, encontrando a la
señora Zabala Borboa tirada sobre un charco de
sangre. A unas cuadras de ahí dos hombres llamados Martín y Tomás Apodaca
detuvieron a Jesús, quien se había dado a la fuga, encontrándose en completo
estado de embriaguez y con varias manchas de sangre en su vestimenta.[31]
Después de la
tempestad y el descontrol generado durante el asedio zapatista, estos
decidieron marcharse a principios de mayo, y a los días llegaron las tropas
maderistas a la ciudad. El objetivo era resguardar la plaza y regresar la
tranquilidad a las calles, pues la amenaza insurrecta aún seguía muy latente en
la entidad. Gran impresión causó la conducta de los rurales[32] en la población citadina, quienes al poco tiempo de
haberse instalado organizaron una parranda que se extendió hasta altas horas de
la noche, repitiéndose en días posteriores. La noticia sobre la pésima
disciplina de estos actores llegó a oídos de los mazatlecos, donde se decía que
la ebriedad de dichos hombres escandalizaba la vía pública, faltando el respeto
al deseo de tranquilidad y calma de la población.
Malísima impresión ha causado la pésima conducta que observan algunos
de los rurales de estos contornos, que últimamente llegaron. Y se hace más
notable porque el magnífico ejemplo de buena disciplina que dan los rurales
durangueños, quienes tienen sus parrandas, pero discretamente y en orden,
mientras que los nuestros se emborrachan y escandalizan en la vía pública,
haciendo ostensible su mala conducta y poniendo el mal ejemplo. Varios días
hacía que no escuchábamos un tiro; pero desde que llegaron, los oímos a cada
instante en pleno día.[33]
El 14 de mayo ocurrió un suceso que visibilizó aún
más el descontrol de los rurales y su afición por la bebida. Ese día el
prefecto político Saavedra Gómez iba en su coche por la calle Rosales, ubicada
en el corazón de la ciudad. Delante de él se hallaba una araña,[34] la cual transportaba a un rural que vitoreaba a
Zapata a los cuatro vientos mientras se alcoholizaba.[35] El prefecto aceleró el paso para alcanzar a la
araña y así ordenarle que detuviera su vehículo. Cuando por fin logró detenerlo
dicho rural comenzó a emitir insultos a Saavedra Gómez, quien le dio “un manazo en la cara, logrando apaciguarlo un poco”.[36] De inmediato ordenó llamar a Herculano
de la Rocha – jefe del primero – para notificarle lo sucedido y
acusar al susodicho de ser zapatista. El rural se encontraba el tal estado de
embriaguez que en presencia de su superior comenzó a vilipendiar al prefecto,
quien finalmente decidió retirarse tras observar que De la Rocha no reprimía a
su hombre.[37]
Semanas después de
estos acontecimientos, la situación en Culiacán comenzó a normalizarse. Las
actividades comerciales fueron tomando su curso y se recobró un poco de
tranquilidad. Paralelamente, los ejércitos maderistas concentraban sus
esfuerzos en desarticular el movimiento zapatista en Sinaloa, mientras que el
poder municipal de Culiacán intentaba reorganizar la administración. En esta
coyuntura salieron a relucir algunas irregularidades cometidas por funcionarios
públicos cuando el caos zapatista sucumbió a la ciudad.
En junio de 1912 el
ayuntamiento se percató de que algunos policías permitieron la apertura de
casas de juegos y cantinas en los días del asedio zapatista, e incluso en el
siguiente mes, cuando la venta de alcohol y los juegos de azar fueron
suspendidos como una medida de prevención ante las circunstancias
experimentadas. Se señaló al prefecto del distrito como el autor intelectual de
toda esta operación, quien había efectuado “algunos cobros por permisos para
casas de juego”.[38] Por supuesto que este dinero terminó en su bolsillo
y en el de los policías a su cargo. Llama la atención que la misma persona que
decretó el cierre de cantinas – previo a la llegada de los zapatistas
– para mantener el control social y el orden en la ciudad haya sido quien
acordó con los expendedores de alcohol una alternativa ilegal para que estos
continuaran con su negocio.
En este sentido, y aunque la letra
establecía lo contrario, los puntos expendedores contaron con el permiso personal
del prefecto para vender alcohol a cambio de reportar directamente con él los
pagos de las contribuciones. Los escándalos que evidenciaban al prefecto no
quedaron ahí. Dicho personaje logró recuperar mercancías y alimentos que fueron
saqueadas las últimas dos semanas de abril, pero se rehusaba a entregarlos a
sus legítimos dueños.[39]
Mayor vigilancia,
¿mayor control? Puntos expendedores y embriaguez durante y después del huertismo, 1913–1915
En febrero de 1913 se
instauró el gobierno huertista en México. La nueva
autoridad no fue resultado del voto popular, sino de una maniobra política
apoyada por un conjunto de actores que buscaban reestablecer sus intereses. La
manera en que Victoriano Huerta obtuvo el poder carecía de argumentos
suficientes para sostener una imagen de legitimidad. En consecuencia, las
opiniones se polarizaron y los grupos revolucionarios iniciaron un ataque
frontal contra el régimen (Ávila y Salmerón, 2017, p. 159).
Los sucesos de febrero tuvieron efectos
trascendentales en el estado de Sinaloa. Después de que el gobierno estatal y
local reconociera al nuevo presidente, varios revolucionarios maderistas se
reunieron para acordar su posición frente al régimen. El resultado de ello fue
el desconocimiento al gobierno huertista y el inicio
de las hostilidades entre ambos bandos. Las autoridades concentraron sus
esfuerzos en apagar los brotes de insurrección, mientras que los maderistas
sumaban adeptos en diferentes partes de la entidad (Olea, 1964, pp. 50–62).
En poblaciones y distritos circundantes a Culiacán
se desarrollaron encuentros armados, y ante esto, las autoridades de la capital
realizaron acciones importantes para que el orden social prevaleciera. Si bien la
ciudad no fue escenario de enfrentamientos militares continuos – los de
octubre y noviembre de 1913, cuando las fuerzas huertistas
y las tropas constitucionalistas combatieron para controlar la plaza –,
las autoridades comprendieron la necesidad de alejar a la capital de toda muestra
de descontrol social, y para ello, buscaron reformular los códigos orientados a
mantener el orden público, aplicando sanciones más severas para quienes no
respetaran la Ley. Es así que se solicitó a los gobiernos de Hermosillo,
Guaymas, Tepic, Guadalajara y Veracruz la emisión de sus bandos de policía, y
así conocer qué estaban aplicando en otras municipalidades y distritos cuyo
contexto social era similar.[40]
El análisis de los códigos de vigilancia y control social
dio como resultado un nuevo bando de policía en Culiacán, emitido a mediados de
1913.[41] Observamos que para las autoridades locales el
problema de la recaudación fiscal y las alteraciones al orden público
ocasionados por cantinas, expendios y casas de juego se resolvería a partir de
un fuerte despliegue de vigilancia continua sobre los establecimientos, así
como la coordinación y el compromiso de los actores participantes,[42] y no mediante un reajuste de gravámenes en donde
los cobros oscilaran de acuerdo con los ritmos de la revolución, como lo había
planteado con anterioridad el gobierno maderista.
Para lograr mantener supervisadas las operaciones en
los espacios etílicos, se restablecieron lazos de confianza entre el
ayuntamiento, la prefectura del distrito y el cuerpo de policías de la
localidad –incluidos todos los mandos de la corporación–, quienes,
por cierto, un año atrás, durante el gobierno maderista, habían dado claras
muestras de aprovechar la fragilidad y las circunstancias para beneficio
propio.[43]
Figura 2
División jerárquica
de mando del cuerpo de policía en Culiacán, 1913
Fuente: Periódico Oficial del Estado de Sinaloa, bando de policía, 19 de
septiembre de 1913, p. 2.
El plan de acción diseñado para controlar la venta
ilegal de bebidas embriagantes operó de la siguiente manera: el prefecto dedicó
más tiempo de sus horas en funciones para prevenir el fraude en los puntos de
venta, ya sea realizando visitas personales o movilizando al cuerpo de policías
para que hiciera las inspecciones necesarias, tanto de día como de noche. La
vigilancia estaba dirigida especialmente a las cantinas y los expendios de
cerveza, pues ahí era donde más se violaban las normativas: permanecer abiertos
después de las 9:00 p.m. y fabricar alcohol de manera clandestina; es decir,
sin autorización o permiso para ello.[44]
Aunque desconocemos el número de efectivos
policiacos que se destinaron para la vigilancia de los puntos expendedores de
alcohol, los registros de las sesiones de cabildo nos indican que se autorizó
un mayor número de gendarmes al que había anteriormente, al igual que para la
vigilancia de la vía pública, y así impedir que individuos en estado de
embriaguez pasearan por las calles a caballo o en carruajes. También, las
autoridades expresaron su absoluta intolerancia hacia las prostitutas que
ofrecían sus servicios en vías transitadas de la ciudad, o bien, protagonizando
espectáculos indecentes a plena luz del día, a pie o en carruajes.
Instan al
prefecto de distrito a prevenir fraudes de los contribuyentes, especialmente
por cantinas, billares y expendios de cerveza, utilizando la acción
económica-coercitiva del cuerpo policiaco, ya que los dos primeros tipos de
negocios evaden el pago de impuestos por permanecer abiertos al público después
de las 9:00 pm de la noche y los último por fabricar vino clandestinamente.
Asimismo ordenan al tesorero municipal que exija a sus celadores que realicen
una minuciosa inspección de aquellos establecimientos como casas de huéspedes,
posadas y demás, en que los propietarios los exploten y no estén inscritos en
los padrones de tesorería […] Instan al prefecto del distrito a que prohíba que
las mesalinas se paseen en carruaje por las calles de la ciudad; que haga
efectivo el pago del impuesto por los denominados “gallos”, y que procure
impedir que individuos que ostenten embriaguez se pasen a caballo o en
carruajes por las calles de la ciudad seguidos por la música de viento o de
cuerdas.[45]
Además de estas acciones coercitivas, el bando de
policía enfatizaba la verificación de la calidad de las bebidas expendidas con
la finalidad de que los gendarmes e inspectores de salud determinaran si su
procedencia era legal o clandestina, o bien, si presentaban adulteraciones que
perjudicaran la salud de los consumidores, como agregar agua, picante para
disimular el calor que producen las bebidas o mezclar alcoholes de distinta
procedencia, prácticas muy comunes en aquellos años para aumentar los volúmenes
de los líquidos, y con ello elevar las ganancias. También, el bando de policía
señalaba que la represión y el arresto de los ebrios que se encontraran
escandalizando en el espacio público eran acciones prioritarias.
XV. La vigilancia y represión de toda clase de
escándalos que se cometan en cualquier lugar público por los ebrios o personas
ociosas. XVI. Vigilar eficazmente las instalaciones clandestinas de mercancías,
las que se deberá aprehender en unión de sus conductores, dando parte del hecho
al inmediato superior, así como a la oficina de Rentas para los efectos que
haya lugar.[46]
Mientras el prefecto y el cuerpo de gendarmería de
la ciudad realizaban estos trabajos en la calle, el tesorero municipal se
encargaba de inspeccionar el papeleo correspondiente, identificar a aquellos
establecimientos que no se encontraran inscritos al padrón de tesorería y
aplicar la ley; es decir, clausurar o solicitar la privación de la libertad del
propietario, en caso de que se rehusaran a realizar sus pagos una vez sobre
aviso.[47]
Por otro lado, si bien
el funcionamiento ilegal de los puntos expendedores era una preocupación
importante para el fisco, también producía temores al régimen huertista debido a los peligros que implicaba la
interacción mediada por las bebidas alcohólicas en un contexto de disputas por
el poder. Debe señalarse que, previo a la primera toma de Culiacán de 1911,
algunos revolucionarios se reunieron en la cantina del insurrecto Manuel F.
Vega para organizar el primer ataque contra las autoridades porfiristas.[48] En ese sentido, la movilización y vigilancia
policial implementada a las afueras de las cantinas puede ser interpretada como
una medida para evitar reuniones sociales donde el diálogo y los argumentos
acompañados del consumo de alcohol se tornaran en contra del orden público y el
poder establecido, dada la impopularidad del régimen. De ahí la instrucción
emitida al cuerpo de policía de dispersar a todo grupo de personas que se encontraran
libando por la ciudad:
V. Impedir bajo
su más estrecha responsabilidad, que en el radio de su cuartel haya juegos
prohibidos, reunión de ebrios o cualquier desorden, y tener en su poder el
padrón general de su cuartel, bajo las bases que le dé el Ayuntamiento o la
autoridad política. VI. Por la omisión o falta de cumplimiento del artículo
anterior, se [castigará] a los jefes de cuartel, con la multa de uno a
veinticinco pesos conforme al Código Penal.[49]
Cabe resaltar que en otras ciudades del país se
implementaron medidas similares, e incluso hasta más estrictas y con sesgos
prohibitivos. En la Ciudad de México, el gobierno huertista
prohibió el consumo de pulque al interior de ciertos establecimientos de venta;
restringió el tiempo para comprar el producto con la finalidad de evitar
reuniones improvisadas que pusieran en riesgo el orden público, al igual que
ordenó quitar los anuncios publicitarios que reseñaran el tipo de
establecimiento (Barboza, 2007, pp. 222–224).
Es difícil medir el grado de eficiencia que tuvieron
los ajustes y las acciones implementadas en Culiacán durante el huertismo. La inexistencia de prensa local para esos
momentos dificulta la realización de un contraste con las disposiciones
oficiales, además que poco se alude al asunto en medios informativos de otras
ciudades de la entidad. Sin embargo, hay indicios que nos permiten atisbar
algunos éxitos en el control de la venta clandestina de alcohol y el
funcionamiento ordenado de cantinas y expendios para este momento en particular.
Esto lo sostenemos por dos aspectos fundamentales: a) hay constancia del
trabajo coordinado por las diferentes autoridades para mantener un esquema de
reglamentación de orden público en la mayor parte del año, por ejemplo,
reportes de los establecimientos que debían multas;[50] b) hay cierta tendencia por los expendedores de
alcohol en solicitar reducciones a multas y cargos impuestos a partir de las
acciones implementadas por las instituciones de vigilancia,[51] lo cual sugiere que el despliegue de elementos
policiales fue el causante de ello.
En los meses de septiembre y octubre llegaron a la
ciudad un número importante de federales, ante la proximidad de los ejércitos
constitucionalistas a la capital. Los rumores sobre la avanzada de las fuerzas
revolucionarias hicieron que muchos funcionarios públicos abandonaran sus
cargos para huir de la ciudad (Velarde, 2019, p. 207).
Si algunos logros se habían obtenido en lo que
respecta a la vigilancia en el funcionamiento de espacios etílicos, los sucesos
posteriores vinieron a fragilizar los resultados. Las escenas de militares
caminando por las calles en completo estado de ebriedad y la venta de alcohol
en horarios no permitidos se hicieron cada día más recurrentes. A los federales
se les acusaba de agredir verbalmente a los habitantes por efecto de las
intensas borracheras,[52] y hubo casos en donde después de alcoholizarse en
las cantinas perpetraban homicidios en la vía pública. Así sucedió en octubre
de 1913, cuando un artillero estaba libando en una cantina ubicada por el
puente Cañedo y al salir discutió con un hombre que pasaba por la misma acera.
Los humores se elevaron y el soldado infringió dos heridas en el cuerpo de su
oponente. Al ver la gravedad de su agresión el artillero robó un caballo y
emprendió la huida.
En días pasados
un soldado artillero se disgustó con un individuo del pueblo en cierta cantina
inmediata al puente Cañedo. El soldado, armado con filoso cuchillo, infirió dos
feas heridas su adversario, huyendo en seguida sobre un caballo que por
casualidad había cerca. Varios soldados andaban de parranda antenoche y, al
pasar cerca de un retén hicieron un disparo al viento, por lo que se dispuso en
el acto la persecución de los paseantes a quienes se arrestó poco después.[53]
Cabe señalar que las borracheras protagonizadas por
la milicia, ya sea durante la campaña o resguardando una plaza, fue una
práctica muy común durante la revolución. De acuerdo con Roger Pita (2013, p.
237), la acción de que los soldados se alcoholicen en momentos cruciales, no
necesariamente está relacionado con un acto de subordinación e indisciplina,
pues es una forma de anteponerse en un escenario lleno de peligros e
infortunios, generado por motivaciones asociadas con el conflicto y el estado
de guerra: canalización del sentimiento de peligro, como un influjo de valentía
ante la contienda que se tiene en frente, o bien, para soportar coyunturas
producidas por las mismas circunstancias.
Sin embargo, aun
cuando los ejércitos se embriagaban por dichos motivos, en el imaginario
popular no se interpretaba de esa forma. Esta perspectiva formaba parte de un
esquema generalizado que se intensificaba en la medida que ocurrían escenas en donde
el peligro y la intranquilidad social aumentaban por su presencia. Así, el
soldado era visto como una persona alcohólica, indisciplinada, inmoral y
peligrosa. Llama la atención que la opinión pública de países espectadores
difundía esta imagen de la milicia mexicana. En Estados Unidos, por ejemplo, se
decía que los ejércitos mexicanos pasaban más tiempo en la cantina que
ensayando tácticas para combatir al enemigo.[54]
Con la caída del huertismo en 1914, las facciones revolucionarias disputaron
el proyecto de nación que se aplicaría en México. El resultado de ello fue la
develación de diferencias cardinales entre los grupos políticos y el punto
inicial de la guerra civil que continuaría. Este momento coyuntural tuvo
efectos importantes en Sinaloa. Al interior del ala constitucionalista
surgieron discrepancias e intereses que motivaron a varios de sus miembros a cambiar
de bando político, principalmente villista. En consecuencia, el resguardo
militar constitucionalista se hizo presente con mayor intensidad en la ciudad
de Culiacán, bajo la premisa de controlar un espacio políticamente importante
(Alarcón, 2010, p. 29).
Ante la movilidad y
agitación que experimentaba la ciudad por aquellos días, un comandante militar
expresó al ayuntamiento y a la prefectura del distrito lo inoportuno que era
permitir la venta de alcohol en esos momentos, señalando que no había los
elementos policiacos suficientes para atender los problemas que ocasionaban las
cantinas y las casas de juego, pues la guarnición y los agentes policiacos eran
escasos, ya que los esfuerzos se concentraban en sofocar a los insurrectos.[55]
La autoridad local
coincidía con el comandante, que la apertura de puntos expendedores sin la
vigilancia adecuada fragilizaba el orden social. No obstante, vio en esto una
oportunidad para solucionar la carencia de gendarmes en la ciudad y otras
poblaciones pertenecientes al distrito. El plan era destinar todas las
contribuciones de las cantinas y expendios para contratar a más agentes, y de
esta manera la vigilancia en los espacios etílicos no se descuidaría pues el
número de policías rondando por la ciudad sería mayor.
Notifican al
prefecto del distrito que se expedirá un Decreto Municipal relativo al aumento
de contribuciones por derechos de patente sobre expendios de licores para
aumentar la Fuerza de Policía que cuide el orden en dichos establecimientos, en
virtud de haber expedido recientemente ocho permisos para la venta de bebidas
embriagantes y que por el reducido número de agentes policiacos no pudo enviar
ninguno al servicio indicado. […] Aumentan con 5.00 pesos más por el impuesto
por derecho de patente sobre expendios de licores y bebidas embriagantes a que
se refiere el inciso I de la fracción de 10 del Presupuesto Municipal vigente,
decreto que comenzará a regir a partir del día de febrero del año en curso.[56]
Debe mencionarse que la flexibilidad en la apertura
de espacios etílicos se realizó en un momento en donde se estaban organizando
los preparativos para el tradicional carnaval de Culiacán, en los primeros
meses del año. Por lo tanto, extender licencias especiales durante esos días
significaba aumentar los ingresos de las arcas del erario. Así, la autoridad
local sacó ventajas del escenario festivo y cobró un impuesto adicional de $50 a
los puntos expendedores que abrieran durante el carnaval, esto sin contar el
impuesto de patente que mes por mes cubrían.[57] Para el 9 de febrero de 1915 ya se habían extendido
“300 esqueletos de patentes de licores”[58] para distribuir en poblados y rancherías de
Culiacán.
En
los años siguientes la regulación y reglamentación de espacios expendedores de
alcohol tuvo un mayor orden. Con la instauración de los gobiernos
constitucionalistas y la disminución del conflicto sociopolítico, se formularon
reglamentos más sólidos y detallados que vinieron a sustituir a aquellos que se
emitieron de manera emergente, durante el transcurso de los primeros años de la
revolución. Otros elementos asociados con la moralización y la abstinencia etílica
comenzaron a tener mayor énfasis cuando se trataba de bebidas alcohólicas y la
regulación de los puntos de encuentro.
Conclusiones
Como se ha hecho
evidente en el desarrollo de este trabajo, queda demostrado que el Estado
aplicó medidas regulatorias a los espacios expendedores de bebidas embriagantes
en Culiacán, entre 1911 y 1915, cuyo ritmo tuvo concordancia con el devenir del
proceso revolucionario, los peligros y riesgos que significaba su
funcionamiento para el orden público y el control social. En consecuencia, el
análisis nos llevó a identificar algunos matices importantes sobre el objetivo
y la hipótesis establecida.
Si bien la circulación clandestina de alcohol ya se
venía efectuando desde tiempo atrás, está claro que los expendedores de licores
encontraron en la revolución nuevas posibilidades para comercializar las
bebidas al margen de la ley, debido a las carencias de efectivos en el cuerpo
de vigilancia, a los vínculos de corrupción entre funcionarios públicos –
i.e., policías, prefectos – y propietarios, a la omisión de las
normativas cuando el titular del establecimiento era miembro de la
administración en turno, así como la inestabilidad política y social que
dificultaba cualquier intento de control permanente.
No obstante, la apertura a la negociación y la
flexibilidad que mostró – en un principio – la autoridad en
relación con la restitución de cobros e impuestos a los espacios etílicos, tras
los efectos de la contienda armada, nos dice que no querían enemistarse con
este gremio, pues más allá de las prácticas, los discursos antialcohólicos y
los vicios que se asociaban con el consumo de alcohol, eran conscientes de los
peligros que implicaba una política prohibicionista, ante la capacidad de los
expendedores para movilizar y comercializar los líquidos en los poblados y
rancherías del distrito, lo cual terminaría por fomentar el clandestinaje,
poner el riesgo el orden público y evidenciar la fragilidad del nuevo gobierno
en lo referente al control de dichos espacios.
Poco tiempo pasó para que el gobierno revolucionario
optara por aplicar nuevas restricciones a los espacios etílicos, ante la
identificación de importantes volúmenes de alcohol clandestino circulando en
Culiacán y la apertura de puntos de venta en momentos que se decretó el cierre
obligatorio. Cabe destacar que dicha situación continuó durante el gobierno huertista, aspecto que nos habla de una problemática en
común, pero a diferencia de sus predecesores, está última consideró que el
punto clave para resolverlo no estaba en reajustar constantemente las reglas
del juego, sino en fortalecer la vigilancia y movilizar a todos los actores en
un mismo objetivo. El análisis y la interpretación de las fuentes utilizadas
nos permitieron identificar algunos resultados positivos a raíz de los
mecanismos implementados en 1913, durante el huertismo,
ya que en este lapso son muy notorias la emisión de multas a cantineros, al
igual que las peticiones para que redujeran el monto de las cuotas mensuales, y
así lograr cubrir las sanciones impuestas.
A la par de estas circunstancias, las medidas
implementadas tuvieron un sesgo que vinculaba a la práctica etílica como
detonante de la violencia y el crimen, elementos que en tiempos de guerra
potencializaba la inseguridad. Pero la alarma no solamente era hacia los
ejércitos que, deseosos de divertirse en los momentos que el conflicto lo
permitía, protagonizaban interminables borracheras, sino también se dirigía a
la población que en un escenario de anarquía podía ser espectador y partícipe
de las eventualidades. Esto quedó demostrado cuando la milicia zapatista tomó
la ciudad de Culiacán, tras el desenfreno, el hurto y la embriaguez que detonaron
los excesos de la población local. Cabe aclarar que la violencia como efecto
del consumo de alcohol era algo que no representaba una novedad para la
sociedad sinaloense, pero el contexto sociopolítico hacía proclive que una
agresión directa o delito bajo los influjos de la bebida fuera muy difícil de
castigar, debido a la ausencia de poderes y la casi inexistente vigilancia policial.
Sin embargo, en esta investigación
se identificó que cuando las cosas se tranquilizaban, salían a relucir
situaciones en donde los implicados eran señalados públicamente como
incitadores a desorden y la intranquilidad, incluso de aquellos que debían
encargarse de mantener la seguridad y el orden. Así sucedió con los rurales en
1912, pues cuando llegaron a la ciudad para protegerla de una segunda incursión
zapatistas realizaron continuas parrandas y festejos nocturnos.
Por su parte, el asesinato de la señora Fregoso a manos
de su esposo tras haber ido a la cantina y seguir embriagándose en su casa nos
invita a reflexionar en dos direcciones importantes: a) que pese al caos del
momento se llegó a identificar y aplicar castigo a quienes cometían alguna
clase de delito o crimen bajo los efectos del alcohol; b) que la regulación,
más allá de que fuera exitosa o no, era exclusiva en el sentido de que aplicaba
solo en puntos comerciales que vendían alcohol, haciendo uso del código
policial para sancionar a quienes estuvieran bebiendo en la vía pública, en la
calle o en las plazas. No obstante, existían espacios donde la regulación y el
control social no lograban penetrar, espacios no regulados como el hogar. Este
aspecto es muy significativo, sobre todo si tomamos en cuenta que la
circularidad de las bebidas no logró frenarse, y aun cuando la práctica etílica
se restringió en las cantinas, el consumo bien podía efectuarse desde lo
privado. Así dicho, el control a partir de la regulación de espacios etílicos solo
miró hacia lo público, a lo externo, a aquello que potencializaba el desorden
en las calles de Culiacán, pues erradicar el consumo exigía mecanismos de concientización
individual y colectiva, los cuales no tuvieron el suficiente peso durante la
temporalidad estudiada.
Un elemento que subyace detrás de los mecanismos
regulatorios, los expendedores de alcohol y el mismo contexto revolucionario
son los actores que consumían las bebidas. Indistintamente de la esfera social
a la que hayan pertenecido, dichos líquidos siempre estuvieron a su alcance, ya
sea por medios legales o ilegales. Este pequeño paréntesis, aunado con la
variabilidad de puntos expendedores y el amplio número que existía, nos habla
de que la cultura etílica estaba muy arraigada en la sociedad local, que
permaneció desde el porfiriato a la revolución, difícil de controlar mediante
normativas coercitivas sobre los puntos de venta, tanto en momentos de paz como
en tiempos de guerra.
Lista
de referencias
Archivos
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[1] El consumo de las bebidas es
entendido como una práctica, pues las libaciones engloban gustos, conductas y
formas de actividad compuestas por una serie de elementos que se interconectan:
significados, saberes prácticos y motivaciones (Ariztía, 2017, p. 224). Así
dicho, el consumo está circunscrito al universo de las prácticas sociales,
porque las realizan actores sociales, tanto individual como colectivamente,
donde las bebidas son el componente que particulariza la acción. La lectura del
trabajo doctoral de Diego Pulido Esteva (2014, pp. 11-19) nos permite
establecer como concepto “prácticas etílicas” para hacer referencia al hecho de
beber y desplegar conductas y/o significados a partir de la acción realizada.
[2] La lectura del trabajo
titulado !A su salud! Sociabilidades,
libaciones y prácticas populares en la ciudad de México a principios del siglo
XX de Diego Pulido (2014, p. 17), nos permite identificar que el concepto
sociabilidades etílicas hace referencia a las interacciones, los significados y
conductas que se manifiestan cuando las libaciones alcohólicas acompañan a la
socialización de los grupos.
[3] Así le llamaba Henri Lefebvre
(1978, p. 134) para referirse a la importancia que encierran estos espacios,
las experiencias que se comparten al interior, las prácticas que se
desarrollan, los usos que se les daba pero también los problemas asociados con
su funcionamiento.
[4] AHMC, caja 13, vol. 39, doc.
34, 17 de julio de 1911, fols. 7-11.
[5] La lógica de impuesto para
puntos de venta y consumo de bebidas alcohólicas fuera del horario ordinario
fluctuaba de la siguiente manera: cantinas $0.40, cantinas con una mesa de
billar $0.50, cantinas con más de una mesa de billar $0.75 y expendios de
cerveza $0.25; fondas $0.15 y figones $0.10 (Jorquera, 2017, p. 140).
[6] Dicha situación fue
aprovechada por otros comerciantes, fue el caso de B. Laveaga, propietario de
la sociedad comercial Laveaga Hnos. y Cía. S. en C., quien trasladó un furgón
desde Guaymas a Culiacán, conteniendo grandes cantidades de cerveza, vendida al
público en esta capital, que pagaba la bebida al precio de un peso en oro (Martínez 2005, p. 116).
[7] AHMC, caja 13, vol. 39, doc. 34, 17 de
julio de 1911, fols. 7-11.
[8] AHMC, caja 13, vol. 39, doc. 34, 17 de
julio de 1911, fols. 7-11.
[9] AHMC, caja 13, vol. 39, doc. 34, 17 de
julio de 1911, fols. 7-11.
[10] AHMC, caja 13, vol. 39, doc. 34, 17 de
julio de 1911, fols. 7-11; caja 12, vol. 37, doc. 30, 3 de julio de 1911, fols.
1024-1031.
[11] El
correo de la Tarde, el sr. Don José Rentería, 12 de octubre de 1911, p. 3.
[12] AHMC, caja 13, vol. 39, doc. 50, 11 de
octubre de 1911, fols. 91-94.
[13] AHMC, caja 13, vol. 39, doc. 50, 11 de
octubre de 1911, fols. 91-94.
[14] Poblado ubicado a 20 kilómetros de la ciudad de
Culiacán.
[15] “El 8 de abril, 400 revolucionarios que
se habían apoderado de Navolato, fueron atacados por tropa de rurales del 53º
Cuerpo de soldados federales de 14º Batallón, enviados desde Culiacán, se
combatió durante cinco horas, hasta que los zapatistas se retiraron, dejando 20
muertos entre ellos el jefe Antonio Canizales” (Alarcón, 2013, p. 286).
[16] AHMC, caja 13, vol. 40, doc. 38, 1 de
julio de 1912, fols. 73-78.
[17]
La cantidad en litros varía de acuerdo con el tamaño de la damajuana
(recipiente utilizado para traslado de bebidas alcohólicas). Generalmente eran de entre 5 y 40 litros. El Correo de la Tarde, Altata, 5 de julio de 1911, p. 6.
[18] El
Correo de la Tarde, Culiacán. 225 damajuanas, 21 de junio de 1911, p. 7.
[19] AHMC, caja 13, vol. 39, doc. 53, sesión
extraordinaria, 18, 19 y 20 de octubre de 1911, fols. 102-104.
[20] AHMC, caja 13, vol. 40, doc. 43, sesión
ordinaria, 2 de agosto de 1912, fols. 110–13.
[21] AHMC, caja 13, vol. 40, doc. 43, sesión
ordinaria, 2 de agosto de 1912, fols. 110–13.
[22] Es hasta 1917, con el gobierno de Ramón
F. Iturbe, cuando se identifican diferenciaciones de este tipo (León, 2022, pp.
166-176).
[23] AHMC, caja 13, vol. 40, doc. 1, sesión
ordinaria, 1 de enero de 1913, fols. 301–303.
[24] El disimulo y la omisión en la
aplicación del marco reglamentario a propietarios de cantinas que eran
familiares o conocidos de políticos locales fue una práctica muy común durante
el Porfiriato, y que permaneció durante la década revolucionaria. Cuando la
campaña en contra del consumo de bebidas alcohólicas se institucionalizó, a
finales de la década de 1920, dicha problemática fue ampliamente criticada por
la sociedad local, argumentando que de nada servía promover la temperancia si
el Estado no castigaba por igual a todos los puntos de venta clandestinos
(León, 2018, pp. 42-79; 2022, pp.
140-145).
[25] AHMC, caja 13, vol. 39, doc. 23, sesión
ordinaria, 1 de abril de 1912, fols. 284-287.
[26] El
Correo de la Tarde, Culiacán, 30 de mayo de 1912, p. 1.
[27] AHMC, caja 13, vol. 40, doc. 28, 9 de
mayo de 1912, fols. 13-16.
[28] AHMC, caja 13, vol. 40, doc. 31, 29 de
mayo de 1912, fols. 26-31.
[29] El
Correo de la Tarde, Culiacán, 7 de mayo de 1912, p. 2.
[30] El
Correo de la Tarde, Culiacán, 7 de mayo de 1912, p. 2.
[31] ACSTJES, caja 18, ramo criminal, s.e.,
30 de abril de 1912, fols. 1-8.
[32] “La
policía rural creada por Díaz, y luego reformada por Madero en 1912, era
manejada por la Secretaría de Gobernación, aunque con el mando efectivo de un
inspector general, máxima autoridad en la institución y era nombrado
directamente por el presidente. El inspector de rurales era un general del
ejército encargado de dirigir la corporación. Por su parte, los comandantes de
los diferentes cuerpos eran por lo regular miembros del ejército con el grado de
teniente coronel”. (Sáenz,
2016, p. 30)
[33] El
Correo de la Tarde, Culiacán, 18 de mayo de 1912, p. 2.
[34] Se le denominaba “araña” a un medio de
transporte regional de tracción animal utilizado en durante esta época.
[35] El
Correo de la Tarde, Culiacán, 14 de mayo de 1912, p. 3.
[36] El
Correo de la Tarde, Culiacán, 18 de mayo de 1912, p. 2.
[37] El
Correo de la Tarde, Culiacán, 18 de mayo de 1912, p. 2.
[38] AHMC, caja 13, vol. 40, doc. 34, 11
de junio de 1912, fols. 43-51.
[39] AHMC, caja 13, vol. 40, doc. 31, 29 de
mayo de 1912, fols. 26-31.
[40] AHMC, caja 13, vol. 40, doc. 12, 24 de
febrero de 1913, fols. 391-401; caja 13, vol. 40, doc. 13, 3 de marzo de 1913, fols.
402-413.
[41] Sobre los reglamentos de policía en
Culiacán, es necesario aclarar que nuestro rastreo archivístico nos permitió
identificar solo algunos artículos del código policial de 1913, pero no su
totalidad. El margen de acción de estos códigos se reducía a la población en
donde se establecían, y siempre hubo similitudes y contrastes entre los bandos
de los diferentes poblados sinaloenses. El empleo sistemático de esta fuente
– en el contexto histórico y espacial al cual nos remitimos – no se
ve con tanta regularidad en otras investigaciones locales. En realidad, cuando
se trata de analizar a Culiacán durante los años álgidos de la revolución, es
común que se establezcan – en repetidas ocasiones – generalidades
como particularidades, ante la ausencia de fuentes – la prensa, por
ejemplo – que permitan conocer otras realidades con mayor profundidad. De
ahí la necesidad de establecer el cruce de una fuente archivística a la otra
para subsanar vacíos, o bien, reconstruir a partir de pequeñas menciones o
referencias.
[42] AHMC, caja 13, vol. 40, doc. 31, 1 de
mayo de 1913, fols. 515-524.
[43] Sin embargo, esto no impidió que el
ayuntamiento tomara sus precauciones. La contratación de personal que velara
por los intereses fiscales del ayuntamiento fue una medida implementada ante la
desconfianza que significaba dejaron todo en manos de las instancias
correspondientes. AHMC, caja 13, vol. 14, doc. 34, 12 de mayo de 1913, fols.
541-547.
[44] AHMC, caja 13, vol. 40, doc. 31, 1 de
mayo de 1913, fols. 515-524.
[45] AHMC, caja 13, vol. 40, doc. 31, 1 de
mayo de 1913, fols. 515-524.
[46] Periódico
Oficial del Estado de Sinaloa, bando de policía, 19 de septiembre de 1913,
p. 3.
[47] AHMC, caja 13, vol. 40, doc. 31, 1 de
mayo de 1913, fols. 515-524.
[48] El
Correo de la Tarde, si, hay que dar a cada quien lo suyo. No fue solamente
el Sr. José María Cabanillas el iniciador de la Revolución en Sinaloa, 11 de
agosto de 1911, p. 5.
[49] Los espacios de excepción para libar y
realizar celebraciones era en domicilios particulares. Periódico Oficial del Estado de Sinaloa, bando de policía, 19 de
septiembre de 1913, p.1.
[50] AHMC, caja 13, vol. 40, doc. 61, 8 de
septiembre de 1913, fols. 797-803.
[51] AHMC, caja 13, vol. 40, doc. 59, 22 de
agosto de 1913, fols. 780-790.
[52] El
Correo de la Tarde, Culiacán, 29 de octubre de 1913, p. 2.
[53] El Correo de la Tarde, Culiacán, 29 de octubre de 1913, p. 2.
[54] San
Diego Union, mexican soldiers, 29 de mayo de 1917, p. 5.
[55] AHMC, caja 14, vol. 41, doc. 14, 29 de
enero de 1915, fols. 59-66.
[56] AHMC, caja 14, vol. 41, doc. 14, 29 de
enero de 1915, fols. 59-66.
[57] AHMC, caja 14, vol. 41, doc. 15, 3 de
febrero de 1915, fols. 62-72.
[58] AHMC, caja 14, vol. 41, doc. 16, 9 de
febrero de 1915, fols. 73-79.