El clero secular del arzobispado de México: oficios y ocupaciones
en la primera mitad del siglo XVIII
Rodolfo Aguirre
iisue-unam
En el reinado de Felipe V la Iglesia secular estaba creciendo y consolidándose como el destino de cientos de jóvenes clérigos. En el arzobispado de México se dio un modesto aumento de parroquias y de la feligresía, por lo que hubo más expectativas de ocupación para el clero secular. Se camina ya hacia la secularización general de las doctrinas. Así, antes del reinado de Carlos III, el clero del arzobispado presenta un dinamismo acentuado en su conformación social, su relación con la nueva dinastía reinante, su tamaño y sus expectativas de ocupación. Este trabajo pretende mostrar que en la primera mitad del siglo XVIII los arzobispos intentaron satisfacer la demanda ocupacional de una población clerical creciente, aunque con poco éxito, y que en realidad lo que más se logró fue acrecentar las expectativas de la clerecía.
Palabras clave: clero secular, siglo XVIII, capellanías, ocupaciones, beneficios eclesiásticos.
La primera mitad del siglo XVIII ha sido un periodo poco estudiado en muchos sentidos. Generalmente se acepta que en esos años hubo una continuidad de los procesos iniciados en el siglo precedente.1 No obstante, con respecto a la historia de la Iglesia novohispana al menos, las cosas comenzaron a cambiar gradualmente. Si bien es cierto que en el arzobispado de México las instituciones y los cuerpos eclesiásticos continuaron una etapa de consolidación, que venía dándose desde la segunda mitad del siglo XVII, como el cabildo catedralicio y los tribunales eclesiásticos,2 también lo es que el poder que llegaron a adquirir los capitulares durante un siglo XVII marcado por múltiples sedes vacantes comenzó a declinar a favor de arzobispos de mayor presencia, tanto en años de gobierno como en autoridad. Eran nuevos tiempos, sin lugar a dudas, y los arzobispos nombrados por Felipe V tuvieron todo su apoyo para gobernar a ambos cleros, intentado superar la histórica confrontación con los regulares.3
La tendencia de la nueva administración borbónica de consolidar un episcopado fuerte para detener el acrecentamiento de poder de los cabildos, dominados por intereses criollos, tuvo un interés muy concreto en la primera mitad del siglo XVIII: tener éxito en la recaudación de los dos subsidios eclesiásticos, autorizados por el papa, aplicables a todas las rentas eclesiásticas de ambos cleros.4 Como resultado de esas medidas, los tres arzobispos de México involucrados en tal empeño tuvieron, a su pesar, que iniciar una fiscalización de las rentas de su clerecía, tarea nada grata en una época de transición del clero secular. En efecto, para esos años hubo un modesto aumento de parroquias a su cargo, así como de la feligresía, y mayores expectativas de ocupación en las diferentes instituciones a cargo del clero secular, lo que acentuó la demanda de órdenes sacerdotales, fundación de nuevos colegios y cátedras para la formación de los clérigos5 y fomento del aprendizaje de las lenguas, a contracorriente de la política secular de castellanizar a todos los indios.6 En otras palabras: la Iglesia secular en su conjunto estaba creciendo, tanto cualitativa como cuantitativamente, consolidándose como el destino de cientos de jóvenes novohispanos en busca de un modo de vida que en otros ámbitos se les negaba, y ello incluía a indios y a mestizos.7 Es, sin lugar a dudas, un clero que camina ya con pasos firmes hacia la secularización general de las doctrinas aún en manos de los religiosos.
Así, durante las décadas previas al reformismo de Carlos III, el clero secular del arzobispado de México presenta un dinamismo acentuado en su conformación social, su relación con la nueva dinastía, su tamaño y sus expectativas de ocupación. En ese contexto, este trabajo pretende avanzar hacia un mejor conocimiento del bajo clero del arzobispado de México en las décadas previas a la secularización de las doctrinas; particularmente, de sus ámbitos de ocupación y su inserción en las instituciones eclesiásticas, dejando de lado por ahora cuestiones significativas como el rango que adquirían los individuos por el hecho mismo de ingresar al sacerdocio. En la historiografía sobre el clero novohispano ha recibido más atención el sector conformado por los jerarcas y prelados: los obispos, los miembros del cabildo catedralicio y, un poco menos, los funcionarios de las diferentes curias diocesanas. Es entendible, por otro lado, que las trayectorias, el poder y la influencia del alto clero hayan atraído más la atención de los historiadores. Es el caso contrario al del clérigo común, anónimo, sin carrera de altos vuelos, pero indispensable en la ejecución de las disposiciones diocesanas. Algunos trabajos ciertamente se han acercado al tema, especialmente los de Taylor, quien ha elaborado tesis novedosas sobre el papel del clero rural en el régimen colonial.8 Así, el objetivo principal de este trabajo es demostrar que durante la primera mitad del siglo XVIII los espacios de ocupación del bajo clero aumentaron, aunque no de una manera satisfactoria, suscitando, eso sí, mayores expectativas porque por fin se lograra la secularización de las doctrinas.9
Lejos de las prebendas y de los mejores curatos del arzobispado, destinados a los protegidos del alto clero, los cargos que desempeñaba el bajo clero lo ponían frente a la problemática social que vivía cotidianamente la feligresía del arzobispado de México. De ahí la preocupación de los arzobispos cuando al arribar a sus sedes e ir conociendo a la clerecía en quien se delegaban las tareas pastorales cotidianas se quejaban porque no era lo que ellos esperaban. Pero, ¿cómo podían ser los clérigos bien educados, refinados y de buena presencia, cuando, recién ordenados y graduados en la universidad, eran enviados de inmediato a atender poblaciones que llevaban meses, quizás años, de no tener pastor, con lo que se cortaban las posibilidades de los clérigos de seguir preparándose? El caso fue que en el siglo XVIII la Iglesia secular pudo dar ocupación a un mayor número de ministros, con lo cual las expectativas para una buena parte de familias criollas y mestizas también crecieron.
Un acercamiento a la población clerical del arzobispado
Es difícil saber el tamaño real del clero del arzobispado, pues aun los mismos prelados desconocían el número preciso. Aunque existen apreciaciones, sobre todo para el periodo colonial tardío, no pasan de ser números gruesos. Hacia la década de 1670 el virrey marqués de Mancera consideraba que en el arzobispado había alrededor de 2 000 clérigos, cantidad que consideraba excesiva en proporción a la población española.10 En 1696, el por entonces virrey interino y obispo de Michoacán Juan Ortega Montañés, sin mencionar una cifra concreta, opinó también que el clero secular era excesivo. En 1715, el arzobispo José Lanciego y Eguilaz informaba al rey que su clero era mucho, al igual que su pobreza, y ello se debía a que en sedes vacantes se permitía la ordenación “a bulto y sin distinción”, aunque tampoco daba cifras más precisas.11
Las palabras del arzobispo Lanciego nos indican que el número de clérigos también dependía de la política de ordenación de cada autoridad en turno; es decir, si normalmente los capitulares en sede vacante no tenían un límite para conceder las órdenes, en sede plena prelados como él ponían más cuidado al respecto, según veremos más adelante.
Ciertamente, aunque por lo regular en cada diócesis se llevaba un registro o matrícula de los nuevos clérigos, era difícil saber el número exacto de los que en un momento dado vivían ahí o estaban de paso. Los clérigos tenían una gran capacidad de movimiento; esto es, frecuentemente salían a otras diócesis, o bien pasaban de otros obispados al arzobispado de México, algunas veces por semanas o meses; otras, para residir ahí permanentemente. En la documentación se perciben los apuros de los arzobispos por saber el número y el destino de la clerecía que cruzaba su jurisdicción. De ahí las disposiciones de los nuevos prelados para que todos los clérigos domiciliarios o residentes se presentaran ante ellos para exhibir sus títulos de ordenación o licencias para residir, predicar o confesar, si es que venían de otras jurisdicciones. No obstante tales dificultades para cuantificar a la población clerical, las matrículas de órdenes siguen siendo la fuente más importante para darnos una idea menos imprecisa sobre el tamaño y la evolución de ese universo. En el cuadro 1 se aprecian algunos números al respecto.
Con estos pocos números es posible proponer algunas hipótesis. En primer lugar cabe destacar la desproporción del número de ordenados de 1710 en comparación con los otros años de la muestra. Entre 1709 y 1711
hubo sede vacante en el arzobispado, por lo cual el cabildo en funciones se dio a la tarea de examinar y dar cartas dimisorias a los clérigos para ir a ordenarse a otros obispados, con tal de no detener sus aspiraciones. Al parecer hubo ciertas facilidades para alcanzar las órdenes por esos años, tal y como acusó el arzobispo José Lanciego luego de su arribo a la mitra mexicana.12 Pasando entonces por alto el año de 1710, los números adquieren una mayor congruencia; es decir, ya no hay grandes desproporciones de un año a otro. En contraste con la sede vacante de 1710, es notable la disminución de ordenaciones en 1715, 1720 y 1725, cuando Lanciego estaba en funciones. Igualmente, es posible que el siguiente arzobispo, José Antonio Vizarrón (1730-1748), diera más facilidades para la ordenación, o bien que haya aumentado sensiblemente la demanda. Me inclino más por esta última opción, pues Vizarrón tenía una pésima opinión del clero novohispano.13 El hecho es que se observa una tendencia al alza que suponemos ya no se detuvo en años posteriores a 1740.
Esta hipótesis se refuerza al advertir que en las décadas centrales del siglo XVIII se alcanzaron los más altos índices en cuanto a la demanda de grados de bachiller, no sólo en el arzobispado, sino en todo el virreinato.14
El binomio grado de bachillerorden sacra alcanzaría por esa época su mayor arraigo en suelo novohispano. Un buen indicador sobre el crecimiento del clero secular lo constituye la demanda de grados de bachiller en Artes en la universidad. Este grado, en especial, era buscado por la clerecía porque representaba las menores dificultades para su obtención: podían recibirlo en sus propias localidades o regiones de nacimiento, ya sea en los colegios jesuitas, en los conventuales o en los seminarios tridentinos. Gracias a que desde principios del siglo XVII la Real Universidad de México reconoció los cursos de los colegios jesuitas para poder otorgar grados a sus colegiales,15 mismo proceso que se siguió a medida que surgieron más colegios en las diferentes provincias, un mayor número de familias pudo destinar a sus hijos a la Iglesia. Aunque no es posible afirmar que todos los bachilleres en Artes iban a ser clérigos, las fuentes hasta ahora consultadas señalan que la mayor parte del bajo clero del arzobispado sólo contaba con ese grado. La figura del clérigo bachiller se consolidó como la más común entre la clerecía novohispana.
Si bien es cierto que la normativa eclesiástica y tridentina, así como la real, no exigían necesariamente a los clérigos la posesión de un título universitario para su desempeño, también es cierto que las circunstancias históricas en que se fundó la Iglesia novohispana la hizo depender desde el siglo XVI de la universidad y los colegios jesuitas para la formación académica de su clerecía.16 En consecuencia, el grado universitario se convirtió en la prueba de los clérigos para demostrar ante sus superiores un cierto nivel intelectual. El grado daba a quien lo poseía, clérigo o no, la “sanción pública de idoneidad”, como fue definida en la época; es decir, que la persona poseía conocimientos aceptables para ejercer una profesión. Además, un clérigo letrado siempre tendría mejores oportunidades de empleo que aquel que no tuviera grado. Para el siglo XVIII no era común el clérigo que carecía de grado universitario. Ello lo sabía muy bien el alto clero novohispano, en el que todos los jerarcas eran doctores.17
Por ello no es de extrañar que los candidatos a promoverse al alto clero destacaran por la posesión de varios grados, en ocasiones hasta dos de licenciatura y dos de doctor, aun cuando no tuvieran mucha experiencia en la cura de almas. Los mismos prelados solían favorecer más a presbíteros con buenas trayectorias académicas que a los sufridos curas rurales. Las leyes del reino también mostraban tal preferencia.18 También era bien visto en los sínodos para ordenar a nuevos clérigos que un joven tuviera por lo menos un grado de bachiller que garantizara un mínimo de preparación, con el cual por lo menos podía ordenarse de las primeras órdenes por suficiencia. Finalmente, para aquellos clérigos sin mucho ánimo de integrarse a las tareas espirituales, el grado les podía abrir otras puertas fuera de las instituciones eclesiásticas. No es nada raro hallar a muchos bachilleres clérigos alejados de tareas espirituales para quienes el grado quizá fue más importante. Al revisar tendencias de graduación del clero del arzobispado que va incorporándose a las filas de la Iglesia tenemos lo siguiente:
La gran mayoría de los nuevos clérigos tenía el grado de bachiller al momento de ordenarse. Los porcentajes señalados deben considerarse como un mínimo, pues es lógico pensar que muchos de los clérigos de órdenes menores que carecían de grado al momento de ordenarse sólo eran estudiantes y que tiempo después se graduaron también.
Vayamos ahora a revisar las expectativas de empleos y las tareas de este universo en el arzobispado de México. Veremos primero la situación en la ciudad de México y después sus actividades en las provincias y los pueblos del arzobispado.
Oficios y ocupaciones
del clero de la ciudad de México
Es conocida la tendencia de los clérigos a tratar de establecerse en las ciudades debido a las mayores oportunidades de educación, de empleo, de relaciones y de riqueza. En el arzobispado no eran la excepción en ese sentido: tanto los candidatos a promoverse al alto clero como aquellos que simplemente deseaban un empleo estable buscaban residir permanentemente en la ciudad en espera de una oportunidad, aun si ello implicaba pasar incomodidades de todo tipo. La competencia no era sólo entre los originarios del arzobispado, sino también entre clérigos de otras diócesis que migraban para buscar en México mayores posibilidades de ocupación. José Bautista Jiménez Frías, originario del obispado de Oaxaca, pero quien hizo sus estudios en México, describía así sus apuros con tal de esperar un cargo eclesiástico en la capital: “ha ejercitado el oficio de ayo y preceptor de muchos niños en cuya enseñanza e instrucción ha empleado algunos años, por no tener otro medio para adquirir su manutención”.19 En 1704
José Hurtado de Castilla, clérigo del obispado de Michoacán, pidió licencia al arzobispo para jurar domicilio en la capital, debido a que no tenía de qué mantenerse en su región de origen, y en la capital ya había logrado una cátedra en la universidad y el cargo de defensor del juzgado de testamentos.20
Otro caso fue el del bachiller Miguel de Hinostroza, presbítero domiciliario de Guadalajara, quien pidió en 1703 jurar domicilio en México debido a que al morir el obispo fray Felipe Galindo, de quien fue familiar, había quedado “desamparado” y sin tener de qué vivir ni mantener a cinco hermanas; por ello buscaría ahora su sustento en el arzobispado.21
Los mejor librados en cuanto a la consecución de empleos eran normalmente los doctores clérigos, quienes, además de tener el espacio universitario, eran los candidatos naturales para las parroquias, la curia y las prebendas de catedral. Su protagonismo en México no deja lugar a dudas: ellos acaparaban los ascensos y las mejores posibilidades de hacer carrera.22 Pero con los bachilleres clérigos entramos a otras dinámicas y a otros espacios de acción, mucho más diversos que los del alto clero y que poco se han estudiado en realidad.
La ciudad de México albergaba, como es de sobra conocido, un mayor número de instituciones y dependencias eclesiásticas que cualquier otra ciudad de Nueva España. Esa realidad provocó, lógicamente, la creación de varios cientos de cargos, nombramientos y empleos de mediano y bajo rango, que eran precisamente los que buscaba el clérigo medio. Sólo así se entiende la impresión de los arzobispos cuando a su arribo a la mitra hallaban a cientos de clérigos de bajo perfil formativo moviéndose de un lado a otro, pretendiendo ocupar mejores empleos. Exageraban un poco cuando expresaban que no tenían oficio ni beneficio, pues en realidad muchos sí tenían alguna ocupación temporal, pero deseaban cambiarla por otra estable y mejor remunerada. No intentaré aquí hacer un estudio exhaustivo de todos los cargos para clérigos en la ciudad de México, tarea que queda pendiente para el futuro. En cambio, me avocaré a presentar aquéllos más recurrentes en los archivos del arzobispado.
Los cargos de confesores y capellanes de instituciones religiosas, especialmente de conventos de monjas, constituyeron indudablemente una fuente importante de ocupación. Así lo demuestra un informe de 1764, enviado por el arzobispo Manuel Rubio Salinas a la corte, donde se registran hasta 924 nombramientos de confesores y 34 puestos de capellanes en la ciudad de México, distribuidos en 13 conventos y dos hospitales de la siguiente manera:
La ocupación como confesores fue muy recurrente, aunque no había un salario fijo. Ignoro si recibían alguna gratificación por esa actividad, aunque me inclino a pensar que no. Lo más probable es que su importancia haya residido en que era un mérito que podía, en un momento dado, incidir a favor del clérigo para lograr otros cargos. En el informe de 1764 se registran los nombres de los confesores del clero secular, no así los del clero regular, de quienes sólo se menciona su número. Respecto de los clérigos, los 573 nombramientos recaían en realidad en 223 individuos debido a que la mayoría confesaba en dos o más conventos. Por supuesto que la actividad como confesor rebasaba el ámbito de los conventos. Regularmente, durante cada una de las diversas fiestas religiosas del año, en las cuales se obligaba a toda la feligresía a confesarse, los párrocos solicitaban confesores suplementarios para hacer frente a esa necesidad, lo que daba pie a una actividad temporal sobre todo para clérigos jóvenes aún sin oficio ni beneficio fijo.
Por supuesto que el cargo de capellán sí recibía un salario fijo y, aunque no era vitalicio, por lo regular duraba varios años. Los puestos de capellanes mayores los ocupaban doctores, curas y prebendados de la catedral; el resto estaba en manos de los bachilleres. Los salarios podían variar de un convento a otro, pero todos estaban dentro de rangos más o menos previsibles; por ejemplo, en el de San Bernardo un capellán ganaba 200 pesos al año;23 en el de San José de Gracia, 125 pesos.24 En el de San Lorenzo sí había un salario diferenciado entre el capellán mayor y el segundo capellán: el primero gana 250 pesos y el segundo sólo
200.25 Estos promedios de ingresos son equiparables a los que recibían los tenientes de curas en los pueblos. Por supuesto que esos cargos eran insuficientes ante el crecido número de clérigos residentes en la capital. Otro cargo ambicionado en los conventos era el de sacristán, que percibía salarios similares a los de capellán.
Otra actividad que gozaba por esos años de mucha demanda era la de capellán de fundaciones de misas, mejor conocidas como capellanías, creadas por las familias para decir misas por los difuntos y para que, de paso, sus descendientes pudieran ordenarse y vivir de ellas en tanto lograban un mejor acomodo.26 Un buen indicador de la popularidad de tales fundaciones lo hallamos en los candidatos a ordenarse cuando debían declarar ante la mitra con qué patrimonio contaban para subsistir como clérigos. Entre 1717 y 1727, el 45% de los clérigos de órdenes menores,
160 de 355, pretendían ordenarse a título de capellanía; entre los subdiáconos fue el 60%, o sea 93 de 154, entre los diáconos el 53%, 57 de 107, y entre los presbíteros el 61%, 149 de 242.27 Tales porcentajes demuestran la amplia aceptación de la capellanía como una forma de subsistencia en esa época. Por supuesto que una cosa era lo que declaraban los clérigos sobre el disfrute de capellanías y otra lo que pasaba en la práctica, pues a decir del arzobispo Juan Antonio de Ortega Montañés, muchas veces de tales fundaciones ya no se cobraba ninguna renta, lo que dejaba a sus usufructuarios sin recursos suficientes para mantenerse.28 No obstante la incertidumbre del cobro de rentas de capellanías, un grupo de clérigos del arzobispado disfrutaba de ingresos estables por este concepto, y algunos incluso recibían el equivalente a los emolumentos de los mejores curatos de arzobispado. Un informe de 1724-1725 sobre las rentas de capellanías que gozaban 270 clérigos29 ofrece una idea del nivel de ingresos que tenían, según se ve en el cuadro 4.
Los números reflejan varias cosas destacables. En primer lugar la desigualdad que había en el número de capellanías y los montos de las rentas percibidas por los clérigos. El ingreso de quienes tenían sólo una capellanía, el 47% de la muestra, no llegaba a los 200 pesos anuales en promedio, cantidad apenas suficiente para pagar el alquiler de un cuarto
y sus alimentos básicos.30 Por supuesto que faltaría conocer otras rentas, eclesiásticas o no, que seguramente tuvieron varios de ellos.31 La gran mayoría declaró que sólo tenía de renta eclesiástica la proveniente de la capellanía. Es difícil que intentaran mentir al respecto, pues la mitra y los comisionados para la recaudación del subsidio podían averiguar sin muchos problemas si tenían otros ingresos en la Iglesia.
Los capellanes que cobraban la renta de 2 ó 3 capellanías constituyen el 40% de la muestra anterior, y su nivel de ingresos duplica el de los clérigos de sólo una capellanía. Un ejemplo extremo es el del bachiller Nicolás de Monterde, descendiente de una acaudalada familia del consulado de México, quien gozaba de dos capellanías con capital total de 15 000 pesos y una renta anual de 750.32
Los restantes de esta muestra, un puñado de 34 clérigos, que representan apenas el 13% del total, gozaban sin embargo de casi la cuarta parte de la renta de las 548 capellanías declaradas. En el siguiente cuadro se recuperan los nombres y las rentas de esos afortunados clérigos:
Es evidente que este tipo de clérigos difícilmente buscaría un curato rural en el arzobispado. Más bien estaríamos hablando de individuos que tenían la posibilidad y la aspiración de hacer carrera en la capital, aguardando por años un buen ascenso, gracias al respaldo económico de sus capellanías. En comparación, los curas rurales del arzobispado de México cuando mucho tenían dos capellanías, que básicamente complementaban sus obvenciones parroquiales.33
Quienes no gozaban de la renta de una capellanía ni de un cargo en los conventos debían buscar otras opciones en la ciudad de México. Un documento de 1722 da cuenta precisamente del estado de ocupación de los presbíteros.34 En total se tiene la información de los 179 presbíteros que se ordenaron entre 1713 y 1722. De ellos, el 37% residía en la capital, desempeñando diferentes ocupaciones tales como sacristán, ayudante de cura, músico de catedral, capellán de coro, organista, maestro de ceremonias de catedral, capellán, abogado o catedrático.
Otros presbíteros, el 21%, no tenían un empleo determinado y solamente se anotó que vivían en México. Ante esa realidad de falta de empleos remunerados es fácil comprender por qué los presbíteros pobres, tarde o temprano, buscaban acomodo fuera de la capital, con la esperanza de algún día quizá regresar.
El resto de los presbíteros, o sea el 42%, estaban colocados en los diferentes curatos del arzobispado, subordinados a los curas titulares como ayudantes, coadjutores o vicarios. Algunos pocos fungían como jueces eclesiásticos. Sólo un afortunado vivía en la hacienda de su padre sin preocupaciones materiales. De todos, sólo cuatro habían logrado ya un curato en propiedad. Este panorama de los presbíteros va anunciando lo que podemos esperar del resto de los clérigos del arzobispado de las mismas generaciones.
El mundo parroquial y los empleos de los clérigos
Más allá de la ciudad de México, las oportunidades para el clérigo medio cambiaban, tanto en número como en tipo: menos capellanías y cargos de instituciones y más cargos asociados con la administración de los sacramentos y de las parroquias de indios. Tres factores incidieron poderosamente en la primera mitad del siglo XVIII para dinamizar los empleos y las ocupaciones temporales en el arzobispado de México: el aumento de la población en las comunidades indígenas, un ligero crecimiento de las parroquias en manos del clero secular y la recaudación del subsidio eclesiástico para Felipe V, proceso que dio mucha ocupación a los jueces eclesiásticos locales, encargados por el arzobispo.
Según estudios de años atrás y más recientes, es posible afirmar que desde la segunda mitad del siglo XVII y durante todo el XVIII la población del centro de la Nueva España aumentó. En el caso de los pueblos de indios, aunque no crecieron en la misma proporción que lo hicieron los mestizos y los españoles, sin embargo es posible apreciar una recuperación notable. En la provincia de Chalco, por ejemplo, si hacia 1644 había 11 640 indios, para 1735 ya eran un aproximado de 30 680 y hacia 1794 llegaron a ser 50
906.35 En Zacualpan se pasó de 2 120 en el año de 1644 a 12 685 en 1742 y a
34 215 en 1794. Manuel Miño afirma que “el aumento de la población, sobre todo en zonas indígenas de México y Toluca, fue indudable”.36 Según este mismo autor, el aumento demográfico se debió no sólo a un mayor número de nacimientos, sino también a frecuentes movimientos migratorios de los indios en busca de mejores condiciones de vida. No es difícil imaginar los aprietos de los curas cuando, después de algunos años, advertían un mayor número de feligreses en sus pueblos que por sí solos no podían atender.
El número de parroquias del clero secular había aumentado hacia las primeras décadas del siglo XVIII, con respecto del año de 1670, de 7237 a 86 aproximadamente. El proceso de secularización, aunque lento, había avanzado en beneficio de los clérigos. Un criterio diferenciador de las parroquias fue la lengua indígena que en cada una predominaba. La mayoría era de idioma náhuatl, seguidas por el otomí y con el mazahua en tercer lugar. Veían después, cuatro lenguas con mucho menor número de hablantes: matlatzinco, totonaco, huasteco y tepehua. En la siguiente tabla damos cuenta de la división de parroquias según el idioma indígena predominante hacia la década de 1720:
Es importante advertir que las parroquias, compuestas por el pueblo cabecera y las poblaciones sujetas, estaban atendidas para las cuestiones espirituales y eclesiásticas por equipos de clérigos encabezados por el cura titular cuya organización y dinámica internas han sido poco o nada estudiadas por los historiadores. Los curas titulares eran sólo las cabezas más visibles de un tejido clerical que por supuesto era más denso en las poblaciones más importantes y escaso en los curatos periféricos o de tierra caliente.
La mayor parte de los curatos estaban en manos de bachilleres presbíteros, con excepción de los de mejor renta y de la ciudad, normalmente en manos de clérigos doctores.38 Los titulares de los curatos pueden considerarse la elite parroquial, por cuanto disponían de las obvenciones parroquiales, podían nombrar o destituir ayudantes, así como ausentarse para opositar a mejores curatos, hacer negocios y buenas relaciones en la capital. Debajo de los 86 curas titulares se hallaba un número mucho mayor de presbíteros y clérigos, casi todos bachilleres. Sin poder precisar por ahora el promedio de edad, muchos de ellos ya eran de edad avanzada, más de 50 años, que difícilmente alcanzarían un curato en propiedad.
La gran diferencia entre los primeros y los segundos era la temporalidad de los cargos: vitalicio para unos y temporal para los otros, además de que, para las candidaturas a las prebendas catedralicias, sólo se consideraba a los curas titulares. Por debajo de ellos se hallaban los curas interinos, con todas las prerrogativas de los anteriores excepto en lo vitalicio del nombramiento, y que por supuesto iban a donde los mandaba la mitra. La cosa no era nada fácil para quienes aceptaban un curato periférico o de clima insalubre, tal como lo narra el bachiller Juan de Dios García, cacique y cura interino de San Juan Valle Real, Palantla y Chinantla, diócesis de Oaxaca:
hallándome quase cura interino en la cabecera de San Juan Totalsingo de éste obispado, jurisdicción de Villalta, por los edictos concurrí al sínodo, en donde fui examinado por cuatro padres maestros que eran
los sinodales y aprobado por mi príncipe, el ilustrísimo señor obispo, se me dio la de cura interino de este partido desde el año de mil setecientos sesenta y nueve, contribuyendo al ilustrísimo señor con trescientos cincuenta pesos cada año, que llaman pensión de mitra por no ser cura colado, y veintiocho pesos de colegio. Digo, señor, que los trescientos cincuenta pesos son insoportables y pesada carga, como hago presente por los gastos que ocasionan las distancias de los pueblos, corta vecindad y su producto, excelentísimo señor, son los pueblos que administro: su cabecera Valle Real Palantla, cincuenta y dos casados, pagan noventa pesos al año. 2. Pueblo San Felipe Usila, distante catorce leguas, casados: ciento y noventa y siete, su obvención: trescientos veinte y cuatro pesos al año, y en este pueblo tengo un vicario de mi cuenta con el salario de trescientos pesos al año sin los avíos que se le dan para su conducción, pues de un año a esta parte importa veinte y cuatro pesos. El tercer pueblo, Santiago Moyoltianguis (distante una legua larga), casados: veinte y cinco, su obvención: cincuenta y cinco pesos un real al año... [sigue describiendo hasta un 7o. Pueblo]... Producen dichos pueblos... 637 pesos, 5 reales y tengo de pensión 678 pesos inclusive el vicario; y es cierto que recién entrado me pidió mi ilustrísimo señor prelado informe de lo que producían dichos pueblos, y habiéndome informado de los tenientes, me dijeron que producían al año 7 200 pesos pues lo ignoraba yo, y en esta atención, informé a su señoría lo mismo... Lo demás que resta para pagar las pensiones, mi decencia y mozo de confianza que me asista, sale de mi trabajo de las misas que por festividades me pagan al año de algunos bautismos y casamientos, y en esto tiene su parte el vicario... Y en esta tensión, excelentísimo señor, dejo a la muy alta y cristiana consideración de vuestra excelencia, sirviéndome de padrino y protector en todo para un corto acomodo... pues el motivo grande que me asiste para mantenerme entre estos miserables es la consideración de considerar que para este fin me crió Dios... y es mi oficio y entenderles las dos lenguas que hablan, como es el chinanteco y zapoteco, y ser ellas mi patrimonio, e irles explicando el castellano, pues algunos de ellos medio entienden algunas palabras a causa de las escuelas que de oficio pongo en los pueblos...Tengo de vicario más de quince años experimentando esta misma necesidad en éste y otros pueblos... 39
No es mi intención aquí exponer un análisis exhaustivo de todos los cargos para clérigos en el mundo parroquial, sino en realidad mencionar los más destacados en las fuentes históricas. Por principio de cuentas, un cura titular podía tener tantos tenientes o ayudantes como se consideraran necesarios para hacer frente a las necesidades de los feligreses; claro, eso dependiendo de los salarios que estuviera dispuesto a pagarles y del nivel de ingresos de la parroquia. El cura de Ocoyoacac, por ejemplo, llegaba a contratar de uno hasta tres tenientes, dependiendo de la demanda de servicios de su feligresía.40 Hacia 1713, el doctor Manuel José de Mendrice, cura de Sultepec, debido a que iría a México a curarse de la vista, propuso al bachiller Onofre Agustín de Fuentes como cura coadjutor, pagándole 180 pesos, la mitad de las obvenciones que le correspondían en el curato.41
Otro tipo de clérigos con los que podía contar un cura eran los aprendices; es decir, aquéllos enviados de la mitra o solicitados por ellos mismos. Se esperaba que los titulares, contando ya con experiencia y años de servicio, pudieran acabar de instruir a los jóvenes en formación. No tengo aún claro si estos clérigos aprendices recibían algún tipo de salario o gratificación, pero es obvio que por lo menos se les daba techo y comida durante su estancia en el curato. El joven presbítero Matías de Pontaza Olabarrieta mencionaba en su relación de méritos que, una vez que logró la máxima orden, fue a confesar a la parroquia de San Miguel, “en cuyo ejercicio se ha empleado con toda vigilancia, celo y cuidado por tiempo de tres años, como consta de las certificaciones que presenta de los curas de dicha parroquia”.42
Pero en realidad tales actividades temporales para los clérigos recién ordenados podían convertirse con el tiempo en la profesión de toda su vida, ante la frustración por conseguir un beneficio vitalicio. Así, cada año, cientos de presbíteros de edad ya madura obtenían comúnmente licencias para confesar o predicar en alguno o en todos los curatos del arzobispado. Este sector era muy demandado sobre todo en las fiestas patronales de cada pueblo, cuando toda la feligresía debía cumplir con sus obligaciones espirituales y el cura titular se veía rebasado. Es muy probable que esos presbíteros predicadoresconfesores itinerantes recibieran algún pago por sus servicios extraordinarios. No sería raro que muchos de ellos incluso sobrevivieran de esa forma durante varios años.
Un factor que incidía poderosamente en la demanda de esos clérigos auxiliares era su dominio de las lenguas indígenas del arzobispado. La importancia de los clérigos “lenguas” era ambivalente: por un lado, ante el fracaso secular por erradicar los idiomas indígenas, eran buscados por los curas propietarios que ignoraban las lenguas.43 Incluso se les perdonaban carencias en su formación sacerdotal con tal de tenerlos listos cuando se necesitaran.44 Eran, indudablemente, un recurso humano necesario, aunque subestimado por el alto clero. A pesar de su utilidad, su situación económica y social no era proporcional. Un informe de 1722, solicitado por el arzobispo Lanciego Eguilaz,45 no deja lugar a dudas respecto a la situación laboral de los clérigos lenguas: de 212 clérigos, el 55% tenía el conocimiento de al menos una lengua indígena, predominando el náhuatl, no obstante que la mayoría de este conjunto se había ordenado a título de capellanía. Otra característica importante es que todos, sin excepción, sólo tenían el grado de bachiller. Respecto a sus ocupaciones hay dos que predominan en ese sector: la de confesor en idioma indígena (50%) y la de vicario parroquial (18%). Es evidente que en el universo del clero parroquial sus servicios eran muy buscados para atender a la población indígena, aunque siempre desde un rango subordinado. Entre los clérigos hablantes de algún idioma autóctono hay que considerar a los indios que pudieron acceder al sacerdocio. La tendencia de los prelados fue colocarlos en parroquias periféricas, poco demandadas por los criollos, generalmente como ayudantes de los curas titulares. Así lo reconoció el arzobispo Rubio Salinas en un informe enviado al rey sobre el estado de la clerecía en su jurisdicción:
A título de los idiomas, fuera del castellano, se ordenan muchos sujetos, así españoles como indios y mestizos que llaman cuarterones, a quienes el arzobispo asigna, según la necesidad de los respectivos pueblos, para que sirvan de vicarios a los curas, que les señalan competente salario según el trabajo que han de sufrir en cada administración, y la experiencia enseña que estos eclesiásticos, por la mayor parte, llevan el principal peso de ella, por lo que les queda muy poco tiempo para el estudio y aun para el preciso descanso. Su instrucción generalmente se limita a la gramática y materias morales, como a la perfecta comprensión de los idiomas. Y, a proporción de sus talentos, virtud y tiempo que han administrado, se les acomoda en curatos de su idioma y en las parroquias en que fallecen los curas propios, hasta que llegue el caso de la provisión, y entre tanto perciben íntegramente las obvenciones y emolumentos del beneficio y pagan a sus ayudantes. A éstos se destina para coadjutores de los curas enfermos o impedidos por alguna causa y en este ejercicio concluyen su carrera gustosamente.46
Otra figura presente en todos los rincones del arzobispado era la de juez eclesiástico, encargado de hacer cumplir el derecho canónico y dictar sentencia en primera instancia. Era común que los mismos curas adoptaran esa función, aunque también los había desempeñándose sólo en ello. Hacia 1723 había en el arzobispado alrededor de 91 jueces eclesiásticos.47
En la primera mitad del siglo XVIII estos personajes desempeñaron un papel central en las parroquias por cuanto tuvieron que hacerse cargo, cada uno en su jurisdicción, de averiguar, regular y cobrar el subsidio eclesiástico a Felipe V. Es un hecho que, sin su ayuda, ese proceso fiscal perdía mucha efectividad. El cargo de juez eclesiástico tampoco era vitalicio, sino sólo “por el tiempo de la voluntad” del arzobispo. Los ingresos del juez eclesiástico de Cuernavaca, el bachiller Antonio Subía Pacheco, nos dan una idea al respecto:
[G]ozo y percibo en cada un año cien pesos de una capellanía impuesta por mis antecesores cuyo principal son de mil pesos [...] Y por lo que toca a rentas eclesiásticas propias o interinas, o patronatos laicos u otros emolumentos, no gozo ni percibo renta otra alguna de capellanía eclesiástica ni laica en propiedad ni ínterin, sino sólo los derechos que por razón de la vicaría eclesiástica judicatura me están asignados en mi comisión; que hecho el cómputo de los cinco años antecedentes al pasado de setecientos y cuatro inclusive, arreglándome a la más proporcionada regulación, habré percibido quinientos pesos de dichos derechos en dichos cinco años .48
De hecho, para un clérigo que se había quedado sin ocupación repentinamente, convertirse en juez en su propia localidad era algo muy deseable, pues evitaba tener que trasladarse a otra jurisdicción. En 1713, el bachiller Félix Antonio de Morato buscó una opción así en su carta al arzobispo Lanciego Eguilaz:
[S]iendo como es mi residencia y habitación en la jurisdicción de las Amilpas, donde, por haberme ordenado a título del idioma mexicano, me hallo mucho tiempo ha sin ejercicio o conveniencia alguna en que con la decencia conforme a mi estado y obligaciones pueda lograr lo congruo de que para mantenerme necesito, pues aunque algún tiempo obtuve el empleo de capellán del ingenio de Santa Bárbara, que está en dicha jurisdicción, hállome sin él, y por esto obligado a representarlo a la justa y superior providencia de Vuestra Señoría Ilustrísima para que se digne de honrarme, como así rendidamente lo pido, con la nominación de juez eclesiástico de la dicha jurisdicción.49
Pero más allá de los empleos y las actividades hasta aquí reseñados, los más recurrentes en el arzobispado, como ya se dijo, queda por explorar un abanico aún mayor que no es tan fácil rastrear en los archivos eclesiásticos. Algunos ejemplos: el contratarse como capellanes para tareas muy específicas, como fue el caso en 1703 del bachiller Pedro de la Puerta, quien iría como capellán del capitán Pedro de Villegas y Tagle para asistirlo durante la cosecha en sus haciendas de Michoacán.50 En 1702 le fue concedida licencia al bachiller Juan Antonio de Estrada Galindo, presbítero, para ir a Puebla por un mes a arreglar un pleito y poder celebrar misa allá. Estrada vivía en una hacienda, ocupado en su administración, por lo que alegó que no podía ir a la capital a pedir licencia cada vez que necesitase viajar. En vista de ello, el arzobispo le concedió licencia abierta para ir y venir del obispado de Puebla las veces que necesitara desde su hacienda, con tal de que tales estancias no pasasen de 8 días.51
No siempre las peticiones de los clérigos para dedicarse de tiempo completo a negocios mundanos en otras diócesis eran aceptadas por los prelados. En 1704 el bachiller Antonio Sebastián de Morales, clérigo de menores, pidió licencia para jurar domicilio en el obispado poblano argumentando que pasaba más tiempo en la hacienda de su madre que en México. El arzobispo pidió parecer a su promotor fiscal, quien expresó que el motivo del cambio no podía justificarse puesto que la hacienda era administrada por un mayordomo, además de que Antonio sólo era hijo adoptivo, un huérfano, y que su madre tenía dos hijos, ésos sí legítimos. Se agregaba que Antonio tenía dispensa de natales para poderse ordenar. Ante tales argumentos, el prelado negó la licencia al pretendiente.52
Otros clérigos preferían desempeñarse como médicos de sus parroquias, como el bachiller Nicolás de Armenta, médico con dispensa papal, quien fue acusado ante el arzobispo por el juez eclesiástico de Querétaro de exceder los límites de su permiso para ejercer esa profesión:
Este sujeto, señor, es tan presumido que se ha salido de este arzobispado cuatro veces sin avisar de cortesía o cumplimiento, y tiene una casa donde ha hecho hospital sin licencia de ningún superior ni eclesiástico ni secular, y procede con la libertad que sus pocas obligaciones le han enseñado: cura por estipendio o paga, no rezando así su boleto, pues contradice a él en todo cuanto obra.53
El arzobispo ordenó a Nicolás comparecer para aclarar su conducta, y luego de ello únicamente le pidió que cuando fuera a curar a los pobres, su principal tarea, avisara de ello al juez eclesiástico de Querétaro. No hubo ningún otro castigo o reprimenda.
Conclusiones
Hacia la primera mitad del siglo XVIII el clero secular del arzobispado había adquirido nuevas definiciones no sólo en cuanto a su número, sino también en cuanto a las instituciones que lo reproducían (colegios, cátedras, grados, sistematización de la ordenación) y le daban empleo. La tendencia, impulsada por los propios clérigos y aceptada por los prelados, apuntaba a que todos debían tener acomodo, una ocupación digna para su estado y que satisficiera a la vez su manutención personal. Esto tuvo como respuesta que el arzobispo José Lanciego Eguilaz fuera más exigente con los aspirantes al sacerdocio. Como resultado de ello los índices de nuevos clérigos disminuyeron en comparación con años anteriores, sobre todo con respecto a la sede vacante previa, cuando al parecer realmente no hubo exigencias que impidieran la ordenación.
Pero si los prelados tenían preocupación por ser concientes de a quiénes les estaban confiriendo las órdenes sacerdotales, también tenían serios cuestionamientos sobre el destino ulterior de los nuevos clérigos. Todos coincidían en afirmar que su clerecía era mucha y los empleos disponibles pocos; es decir, no había suficientes nombramientos estables que les aseguraran un desempeño seguro y previsible de su ministerio sacerdotal, para evitar así ocupaciones que la mitra y la corona consideraban indignas del clero. Pero la realidad, como siempre, distaba de ofrecer tales posibilidades; en su lugar, vemos a los clérigos comunes buscar todos los días algún empleo, por temporal y poco pagado que fuera, pues los beneficios, los nombramientos de importancia y la posibilidad de emprender una carrera eclesiástica estaban lejos de la gran mayoría de ellos. A los arzobispos no les quedaba más que recurrir una y otra vez a las pocas opciones de creación de empleos que tenían a su alcance, otorgando licencias al por mayor para confesar, predicar y celebrar misas, así como fomentar en los curatos los servicios de auxiliares y vicarios de los titulares, con la doble intención de mejorar los servicios espirituales del pueblo y de dar ocupación a las nuevas generaciones de clérigos. Y es que aunque por esos años se llegó al apogeo en la fundación de capellanías de misas, sólo un sector entre los clérigos disfrutaba de sus rentas. Está claro que una minoría acaparaba gran número de esas fundaciones. La mayoría de los capellanes sólo tenía la renta de una capellanía de no más de 150 o 200 pesos anuales, si es que se cobraba. Es cierto que en la ciudad de México se congregaba quizá la mitad de la clerecía del arzobispado, por la atracción de los muchos empleos que había para ella, pero la mayoría eran también temporales y de pocos ingresos.
Vistas así las cosas, es evidente que el clero secular del arzobispado de México entró durante el periodo aquí estudiado en un desfase agudo entre la demanda de ocupaciones y las posibilidades de empleo real en los espacios eclesiásticos existentes. Aun prelados críticos de la forma en que se ordenaban los nuevos clérigos continuaron realizando muchas ordenaciones, dada la gran demanda de las familias novohispanas, pero también buscaron salidas. El arzobispo Lanciego Eguilaz, por ejemplo, se aventuró a revivir la vieja aspiración de secularizar todas las doctrinas de indios, sin consultar a Felipe V. Aunque recibió una fuerte reprimenda y se olvidó del asunto, dos décadas después de su muerte se inició, en efecto, la recta final de esa secularización que Lanciego había intentado comenzar. Aún no sabemos qué tanto las nuevas parroquias de indios resolvieron la problemática de empleo del bajo clero, pero con lo expuesto en este trabajo podemos afirmar que en la primera década del siglo XVIII se dieron las condiciones propicias para justificar la secularización inmediata de las doctrinas que estaban en manos de los religiosos.
Siglas y referencias
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Notas:
1 Sintetiza bien esta tesis el artículo de Lira y Muro “El siglo”.
2 Cuevas, Historia de la Iglesia, p. 34. También Lopetegui y Zubillaga, Historia de la Igle- sia, pp. 649-654. Recientemente, Pérez Puente, Tiempos de crisis.
3 Me he acercado a ese tema en tres trabajos: Aguirre, “El ascenso de los clérigos”; Aguirre, “Los límites de la carrera eclesiástica”, y Aguirre, “La secularización de doctrinas”.
4 Aguirre, “El arzobispo de México”. Actualmente, dando continuidad a este primer ensayo, me encuentro desarrollando el proyecto de investigación “Fiscalidad y rega- lismo en el arzobispado de México: la recaudación de los subsidios eclesiásticos bajo Felipe V”.
5 Gonzalbo, Historia de la Educación, pp. 219-221 y 317-318, y Aguirre, “Grados y colegios”.
6 Bono López, “La política lingüística”, p. 12, y Aguirre, “La demanda de clérigos”.
7 Menegus y Aguirre, Los indios, el sacerdocio.
8 Este autor ha defendido, en especial, la importancia de reflexionar sobre el papel de intermediarios que desempeñaron los curas y vicarios entre el mundo indígena y las autoridades como articuladores y canalizadores de inquietudes sociales. Taylor, Minis- tros de lo sagrado y Taylor, “Entre el proceso global”.
9 Aguirre, “La secularización de doctrinas”.
10 Torre Villar, “Informe del virrey”, p. 597.
11 AGI, México, 805, carta al rey del 3 de abril de 1715.
12 AGI, México, 805, carta al rey del 3 de abril de 1715.
13 Aguirre, “Los límites de la carrera”, p. 90.
14 Aguirre, El mérito y la estrategia, pp. 228-247.
15 Gonzalbo, Historia de la Educación, p. 253.
16 He abordado este aspecto en un reciente trabajo: Aguirre, “El clero secular de Nueva España”
17 Aguirre, El mérito y la estrategia, pp. 279-368.
18 Aguirre, El mérito y la estrategia, pp. 27-39.
19 AGN, Universidad, 129, ff. 478-481v. Año de 1775.
20 AGN, Bienes Nacionales, 1061, exp. 20.
21 AGN, Bienes Nacionales, 1061, exp. 21.
22 Aguirre, El mérito y la estrategia, pp. 279-368.
23 AGN, Bienes Nacionales, 752, exp. 7.
24 AGN, Bienes Nacionales, 752, exp. 8.
25 AGN, Bienes Nacionales, 752, exp. 10.
26 Véase al respecto el trabajo de Von Wobeser, Vida eterna. También: Sánchez Maldona- do, “La capellanía en la economía”.
27 AGN, Bienes Nacionales, 1271, exp. 1.
28 “Gravan con las fundaciones de capellanías las haciendas y casas, superando los avalúos al ser y sustancia de ellas para [así] ajustar la congrua del que se ha de ordenar, no siendo de entidad que se pueda efectuar ni efectúe una parte, miran- do los que con este fraude proceden al fin de que se ordene su hijo y sea clérigo, de que resulta que ordenado no tenga congrua, y se halla y porte sin la decencia correspondiente a la dignidad sacerdotal que se le confirió”. Torre Villar, Instruccio- nes y Memorias, pp. 677-678.
29 En el cuadro se omitió la información que se tenía de otros 27 clérigos del documen- to, pues todos ellos declararon que ninguno gozaba de capellanía en el arzobispado, aunque varios expresaron que las tenían en otras diócesis como Puebla, Oaxaca o Michoacán. Igualmente debe aclararse que faltarían por considerar las declaraciones de clérigos que ahí no aparecen, pero que sabemos que existen por otro documento que enlista a aquellos que aún no habían declarado.... Es posible que más adelante se pueda hacer un cálculo de todos ellos. Igualmente hay que mencionar que varias de las capellanías declaradas estaban en litigio, por lo que los capellanes no cobraban por entonces la renta correspondiente. Sin embargo, decidí incluirlas de todos modos para tener mayor precisión del capital total invertido.
30 Tres clérigos pagaban de alquiler, por esos mismos años, lo siguiente: el bachiller Luis del Castillo, por un cuarto en la plazoleta de San Gregorio: 72 pesos; el licenciado Simón Álvarez, por un cuarto en la calle del colegio de San Pedro y San Pablo: 84 pesos, y el licenciado Agustín de Celedón, por un cuarto en las casas viejas junto al colegio de San Andrés: 120 pesos. agn, Bienes Nacionales, 752, exp. 3.
31 Algunos capellanes declararon ser también músico o ayudante de coro, sacristán o maestro de estudiantes, ocupaciones de bajos ingresos igualmente
32 AGN, Bienes Nacionales, 752, exp. 21.
33 AGN, Bienes Nacionales, 574, exp. 3.
34 AGN, Bienes Nacionales, 1271, exp. 1.
35 Miño Grijalva, El mundo novohispano, p. 123.
36 Miño Grijalva, El mundo novohispano, pp. 122-123.
37 AGI, México, 338, año de 1670, citado en Pérez Puente, Tiempos de crisis, pp. 317-322.
38 Tradicionalmente, los mejores curatos, por su ubicación y su nivel de ingresos, se destinaban a la elite de los curas. Al respecto pueden verse los trabajos de Taylor, Ministros de lo sagrado, pp. 151-152; y de Aguirre, El mérito y la estrategia, pp. 288-299. Hacia la segunda década del siglo XVIII, los únicos curatos a cargo de doctores eran: Xalatlaco, de Francisco Coto; Tenango del Valle, de Andrés Moreno Bala; Izta- palapa, de Gaspar de León; Xaltocan, de José Ramírez del Castillo; Real de Pachuca, de Manuel Butrino Mújica y Real del Monte, de Pedro Diez de la Barrera. agn, Bienes Nacionales, 1004, exp. 52.
39 AGN, Alcaldes mayores, vol. 3, exp. 35, ff. 204-212v., octubre 15 de 1771-diciembre 2 de 1772. “El bachiller Juan de Dios García, cacique y cura interino del partido de San Juan Valle Real, Palantla y Chinantla, obispado de la ciudad de Antequera, pone en conoci- miento del virrey que fue colocado interinamente en este partido desde el año...”
40 AGN, Bienes Nacionales, 527, exp. 18.
41 AGN, Bienes Nacionales, 1075, exp. 2.
42 AGN, Bienes Nacionales, 1075, exp. 1, f. 83.
43 Véase por ejemplo la siguiente petición de un cura titular: “Diego López de Salva- tierra, beneficiado del partido de Tarasquillo por Su Majestad parezco ante Vuestra Señoría Ilustrísima y digo que, con ocasión de vivir el bachiller Gregorio Cortés, presbítero de este arzobispado en la ciudad de Lerma, jurisdicción de dicho parti- do, persona de toda suficiencia y que sabe la lengua mexicana y otomí, me valí de él para que me ayudase a la administración de dicho mi beneficio y reconocí ser suficiente, así en la administración de los santos sacramentos como en entender y saber las lenguas que en dicho partido hay de otomí y mexicano y que así mismo es confesor general aprobado por el ilustrísimo señor don Diego Osorio de Escobar y Llamas, arzobispo gobernador que fue de esta ciudad, y así mismo refrendada su licencia por el ilustrísimo y excelentísimo señor don fray Payo de Ribera [...] Y para que dicho bachiller pueda usar de ella y ayudarme en esta santa cuaresma y en lo demás que se ofreciere de la administración de los santos sacramentos en dicho mi beneficio, a Vuestra Señoría Ilustrísima pido y suplico se sirva de mandar se despache título en forma de vicario al dicho bachiller Gregorio Cortés, de dicho mi beneficio de Tarasquillo, en atención a ser persona suficiente y muy necesaria para que me asista como llevo dicho y saber las lenguas...” agn, Bienes Nacionales, 1253, exp. 2.
44 En los exámenes incluso los sinodales llegaban a anotar en los registros que ciertos clérigos se les ordenaba porque hacían falta sus conocimientos de lengua, no obstante su deficiencia en el latín u otras materias. Tal fue el caso del presbítero José Armas Pelayo, quien fue ordenado de misa en 1725, a pesar de su deficiencia en el latín, pero gracias a su conocimiento del huasteco, lengua poco común en los dominios del clero secular. agn, Bienes Nacionales, 1271, exp. 1, f. 163.
45agn, Bienes Nacionales, 1271, exp. 1.
46 AGI, México, 2549.
47 AHAM, caja 36, exp. 15.
48 AGN, Bienes Nacionales, 500, exp. 4.
49 AGN, Bienes Nacionales, 1075, exp. 2.
50 AGN, Bienes Nacionales, 1061, exp. 21.
51 AGN, Bienes nacionales, 1061, exp. 21.
52 AGN, Bienes Nacionales, 1061, exp. 21.
53 AGN, Bienes Nacionales, 1061, exp. 21.