Tres  meninas en el laberinto de Foucault

 

Rafael Villegas
Universidad de Guadalajara  

Sobre el presente ensayo corre una pregunta: ¿es posible aprehender la realidad a través del  estudio de  las imágenes? Una pregunta que, en  términos más particulares, nos lleva  a la cuestión de si es posible, acaso, aprehender la realidad del  pasado valiéndonos de  las imágenes. Usando como eje la reflexión que en Las palabras y las cosas Foucault hace sobre Las Meninas de Velázquez, este ensayo se interroga acerca del  estatuto epistemológico del estudio de las imágenes.

Palabras  claves: Imágenes, Foucault, epistemología, fuentes  visuales, oposiciones binarias.

Nos vemos vistos por el pintor, hechos visibles a sus ojos por la misma luz que nos  hace verlo.
Michel Foucault
Las palabras y las cosas, 1966

 

Primeras reflexiones

Me  gustaría pensar, al escribir este ensayo, que el propósito de  una reflexión teórica es tener una oportunidad para pensar sobre el propio lugar  de  producción intelectual. Saber qué lugar y qué actitud se pretende tomar en  el  debate es primordial si pretendemos construir un  discurso historiográfico atento a las  tradiciones que lo atraviesan y, además, dispuesto a abrir un camino particular, propio. Así pues, la reflexión teórica se nos  presenta como  la  oportunidad idónea para traer al  caso las discusiones que nos  preceden, nos  traspasan y, con  toda probabilidad, nos sobrevivirán. La discusión es movimiento que nos arrastra pero sobre el cual, a la vez,  somos capaces de  marcar ritmos nuevos. El acento, entonces, debe estar en  el trabajo propio. Hay  que hablar de lo que dicen los otros para luego ser  capaces de definir lo que queremos decir nosotros.
Sobre el presente ensayo corre una pregunta: ¿es posible aprehender  la realidad a través del  estudio de  las imágenes? Una pegunta que, en  términos más particulares, nos lleva  a la cuestión de  si es posible, acaso, aprehender la realidad del  pasado valiéndonos de  las imágenes. Sin duda se trata de  una pregunta ambiciosa, abierta y hasta imprecisa; una pregunta que daría material suficiente  no  sólo para una tesis doctoral, sino para cientos de  ellas, en  cien  universidades, por  cien años. Esta naturaleza triplemente problemática de  la cuestión impediría, sin duda, la formulación de una respuesta sencilla, concreta y clara. No  pretendo dar  respuesta a  esta pregunta, ni  hacer de  este ensayo el  principio de  una reflexión subsecuente  más amplia; sólo pretendo enunciar la cuestión, arrebatarla del  dominio de  las obviedades y convertirla, realmente, en pregunta. Por lo mismo, es importante antes que nada aclarar la naturaleza ensayística del  presente texto para no propiciar  falsas expectativas. El ensayo es un  género siempre en  el límite, a diferencia del  artículo científico, regido por  el delicado equilibrio entre la pregunta y su respuesta, posible o definitiva. Sucede entonces que en la ética del ensayista pueden ser más importantes las preguntas que las respuestas mismas.

 

Oposiciones binarias

Creo  en  la urgencia de  construir un  mapa teórico del  estatuto epistemológico  del  estudio de  las  imágenes; a su  vez,  resulta fundamental la reflexión sobre la presencia y el uso  de la imagen en los estudios históricos. La importancia de  la fuente en  la historia es de  primer orden; a pesar de esto, hay  muchas ocasiones en que se pasa de largo la discusión sobre su naturaleza. En efecto, se piensa sobre los  métodos para tratar las  fuentes, pero no  sobre su  naturaleza, que se da  por  hecha y entendida, en especial si las fuentes son  escritas. Tal vez por la relativa juventud de los estudios históricos de  fuentes no escritas es que la visualidad en  la historia siempre se presta a la discusión. Se trata, desde mi perspectiva, de fuentes muy  particulares que requieren abordajes igualmente peculiares. No podemos tratar la imagen como  si estuviéramos frente a un papel manuscrito; lo escrito y lo visual son  lenguajes distintos, un principio básico que casi  siempre se pasa de  largo. Así,  para comprender, por ejemplo, el  fenómeno cinematográfico, es necesario entender los  elementos del lenguaje en el que está hecho (planos, secuencias, encuadres, movimientos  de  cámara, formas del  montaje, etcétera), de  la misma manera que para entender un  vestigio escrito es necesario, antes que nada, conocer el abecedario.
He decidido proceder en este ensayo por oposiciones binarias. Me explico: la argumentación y la exposición están organizadas en una lógica de  posturas extremas y opuestas del  debate en  torno a la pregunta lanzada. Aquí  el propósito de  la teoría no  es presentar lo que se ha  dicho sobre el tema acompañado por  un  comentario más o menos crítico, sino tratar de  dibujar un  mapa general de  lo que se ha  escrito. Un mapa, por supuesto, es una abstracción artificial, no  lo real.  El mapa nos  permite, sin embargo, crearnos una imagen de  la realidad. La realidad de  la que trato de  hacer un  mapa aquí es la de  algunas propuestas intelectuales (las  que creo  pertinentes para enriquecer este ensayo) que han tratado de resolver la pregunta que dirige esta reflexión teórica.
El modelo del mapa intelectual que trazo aquí lo he aprendido de Diego  Lizarazo Arias, quien en  su  libro  Iconos, figuraciones y sueños, nos propone pensar el debate acerca de  las  imágenes en  función de  antinomias u  oposiciones binarias.1  Esto quiere decir, en  otras palabras, que aquellos que han pensado en el estatuto epistemológico de las imágenes y en  la  relación de  éstas con  la  realidad pueden ser  colocados en  dos bandos opuestos. Por supuesto, con toda probabilidad no presentaré aquí una discusión entre posturas intelectuales que, tal  vez  y en  la realidad, ni siquiera se tenían en  cuenta unas a otras. Lo que sí presento en  este ensayo es una suerte de  taxonomía intelectual: a partir de  unos principios  definidos a priori (las antinomias de Lizarazo Arias), abordo distintas maneras de  pensar las  imágenes por  parte de  algunos estudiosos que considero fundamentales.
Una vez presentada la taxonomía intelectual organizada bajo  la lógica de  oposiciones binarias, de  apariencia irreconciliable, pretendo incorporar un tercer principio de clasificación en dicha taxonomía, una tercera vía en la que colocaré la perspectiva particular de la historia. Se trata, entonces, no tanto de una línea de reconciliaciones, pero sí de alternativas. Por supuesto que cuando hablo de  incorporar mi estudio particular también hablo de dar  lugar al eco de las voces de aquellos estudiosos que, me parece, han mostrado alternativas al debate. La propia voz y la de  otros, lo que se traduce en  una deliberación estructurada a partir de  las  nociones del debate y no de un listado de libros posibles.
Así  las  cosas, y para que funcione la propuesta de  argumentación  y exposición, resulta necesario presentar cuáles son  las oposiciones binarias  sobre las  que gira  el  texto de  Lizarazo Arias,2  oposiciones que se constituyen en  respuestas extremas a la pregunta de  si es posible aprehender la realidad a través del  estudio de  las  imágenes. Las  oposiciones binarias son: transparencia / opacidad; inmanencia / exmanencia;  universalidad / singularidad. Iremos intentando entender de  qué tratan, así como  las implicaciones y posibles soluciones de  cada aspecto del  debate conforme se vayan presentando a lo largo del texto, en el orden en que se han nombrado en este párrafo.
Antes de  continuar debo precisar que un  estudio sobre el  estatuto epistemológico de  las  imágenes no  llegará lejos  si  las imágenes están ausentes. Por lo mismo, en  este ensayo entrecruzo el ámbito de  la taxonomía intelectual con el del análisis de unas imágenes y un estudio sobre un  par  de imágenes y un  texto sobre una imagen: Las Meninas de Diego Velázquez, Las Meninas de Velázquez de Pablo Picasso y “Las Meninas”, un capítulo de Las palabras y las cosas de Michel Foucault.3  Las dos  imágenes pueden ser  pensadas como  un  motivo visual a partir del  cual, desde mi punto de vista, se dio una de las  más influyentes reflexiones sobre el estatuto epistemológico de las imágenes y de los signos en general: la de Foucault.

 

Las meninas de Foucault

Visible e invisible
En 1966 Michel Foucault publicó Las palabras y las cosas, con el subtítulo de  Una  arqueología de  las  ciencias humanas. Foucault ponía en  tela de juicio  la  posibilidad de  las  ciencias humanas para conocer y, más aún, para aprehender la realidad objetiva por medio de  los signos (los signos con  los que pensamos, los signos con  los que escribimos), y lo hacía comenzando, precisamente, con  el estudio de  una imagen.4 Por  supuesto,

Diego  Velázquez, Las Meninas, óleo sobre lienzo, 3.18 x 2.76 mts., 1656,
Museo del Prado, Madrid.

Las  palabras y las  cosas y su  autor mismo se colocaron en  el centro de una polémica intelectual que parece perseguirnos hasta hoy.  Sobre esta polémica deseo ubicar mi propio estudio, considerando la seriedad de  la provocación intelectual de Foucault.
Para salir  del  laberinto de  Foucault, sin  embargo, hay  que conocerlo en  los términos mismos de  su  creador. Las  palabras y las cosas, después de  un  prefacio, comienza con  un  breve texto acerca de  Las  Meninas, el famoso óleo  pintado por  Diego Velázquez en  1656.  Para Foucault, en  Las Meninas se hacen “presentes” dos  espacios: uno  visible y otro  invisible. Es necesario que veamos la pintura si es que queremos comprender mejor de lo que hablaba Foucault.
En una lectura fácil de la espacialidad pictórica propuesta por Foucault, pudiéramos identificar lo visible justamente con  lo que podemos ver  del cuadro; esto es,  todo el  espacio plástico limitado por  un  marco físico: la pintura en  sí.  Lo invisible será todo aquello que, estando fuera de  la composición pictórica, ejerce cierta influencia y proyecta una presencia fantasmal sobre el espacio plástico: esto es,  la realidad del  observador y la realidad representada. Bajo esta lógica, la pintura está representando algo  que no vemos, pero que está en  el  cuadro. Así,  el  signo es signo de  algo,  representa algo,  se parece a algo.  La imagen es imagen de una cierta realidad. A esto, entrando al nivel  de las oposiciones binarias, se le llama transparencia.
Sin  embargo, muy  pronto Foucault nos  hace notar la  particularidad de  Las  Meninas. No se trata de  cualquier pintura. Se trata de una pintura de  otra pintura, lo que pudiéramos llamar un  metadiscurso plástico y estético. Es  muy  obvio  que en  la pintura aparece el mismo autor, Diego Velázquez, haciendo su  oficio:  pintando. Las  Meninas es una pintura donde vemos al mismo autor de  Las  Meninas haciendo una pintura que no pertenece al espacio de  lo visible, es invisible, no se alcanza a ver.  La pregunta lógica aquí sería: ¿es  invisible para quién?
Así, nos  percatamos de que hay alguien que sí puede ver lo que esconde ese lienzo que nos  da la espalda a los observadores: el Velázquez de la pintura. Él sí es capaz de ver lo que contiene el cuadro que pinta. No sólo eso: el Velázquez de Las Meninas es capaz de ver a todo aquel que ocupe el  espacio del  observador. Las  cosas se complican: ¿vemos nosotros a Velázquez o es él quien nos mira  desde el cuadro? “En  realidad el pintor fija un  lugar que no  cesa de  cambiar de  un  momento a otro: cambia de contenido, de forma, de rostro, de identidad”, señala Foucault.5
Sabemos que el Velázquez de la pintura está pintando algo  o a alguien que, de  alguna manera, está colocado en  el mismo espacio que ocupamos  como  observadores. Lo sabemos al seguir la línea de  la mirada del Velázquez de la pintura: el lugar del observador está fijado  de antemano.
¿Acaso somos los  modelos de  una pintura concebida hace casi  tres siglos  y medio? Las  identidades, como  en  toda la filosofía de Foucault, se desmoronan: el modelo es el observador, el observador es el modelo; el modelo es uno  mismo o cualquiera que se coloque en la visión del artista que, a su  vez,  es una imagen. Las  miradas se cruzan, hiriéndose y transfigurándose constantemente y hasta el infinito. Ya no nos  queda tan claro que la imagen hable de  algo  más, que la imagen sea representación de algo.  La transparencia se comienza a manchar y la opacidad, antinomia de la transparencia, surge de un campo icónico caracterizado, paradójicamente, por la indefinición. ¿Acaso la imagen no nos  habla de nada?

 

En el espejo no hay  nada
Pero  sabemos que el Velázquez de  la pintura, el representado, el visible para nosotros, es una imagen del  pintor real, invisible a nuestra mirada. Eso pensamos; es el lugar común. Pero  el pintor real  existe en  función de la pintura, pues parece desempeñar el papel de  bromista. El Velázquez representado, que parece dominar el juego de  las miradas, es burlado por el pintor que habita fuera de  la pintura, quien decide llevar el juego de  las miradas más allá de la visión del Velázquez representado. Miremos de nuevo Las Meninas: a espaldas del  grupo y de  esta representación del  artista sevillano, notamos los marcos de  algunos cuadros colgados en  la pared. Son  cuadros apagados, negados por  la iluminación de  la habitación. Sin embargo, hay uno que resalta sobre los demás, justamente el más pequeño. En él podemos observar dos figuras, una masculina y otra femenina. Este pequeño cuadro parece ser un atentado contra el principio básico de la verosimilitud. ¿Acaso la luz sólo se posa en  este cuadro? ¿Por  qué no somos capaces de ver lo que contienen los otros cuadros, que siguen mudos?
Foucault aparece de  nuevo y nos hace notar lo que tal vez  ya  sospechábamos: el cuadro pequeño no es un cuadro entre otros, sino un espejo. Un espejo que, como  cualquier otro, tiene la función de crear un reflejo de lo real. ¡Claro!, podemos decir aliviados, el Velázquez de la pintura no nos está pintando a nosotros, sino a una pareja. Las cosas parecen volver a su orden adecuado: el observador sigue siendo real, regresa al espacio de  lo invisible. Todo lo que aparece en la pintura es un Velázquez pintando a una pareja; la pareja es el modelo. La transparencia, nos parece, ha regresado.


Estamos tentados a dejar la pintura, una vez  resuelto su enigma. Pero Foucault nos llama de nuevo, nos habla acerca de los personajes del espejo:

De todos estos personajes representados, son  también los más descuidados, porque nadie presta atención a ese reflejo que se desliza detrás de todo el mundo y se introduce silenciosamente por un espacio insospechado; en  la medida en  que son  visibles, son la forma más frágil  y más alejada de  toda realidad. A la inversa, en  la medida en  que, residiendo fuera del  cuadro, están retirados en  una invisibilidad esencial, ordenan en torno suyo toda la representación…6

Así, Foucault nos  dice  que todo en  Las  Meninas (lo visible y lo invisible, el lienzo que se muestra y el que nos  da la espalda) parece desplegarse en  función de  dos  personajes absolutamente irreales. Dos personajes que, de nuevo, y en función de su infinita irrealidad, bien pudiéramos ser nosotros, los observadores. Y es que lo real,  aquello de  lo que supuestamente debe hablar el signo, no se encuentra afuera de la representación, en la zona de la invisibilidad; la paradoja escudriñada por Foucault (quién sabe si planteada con  toda intención por  Velázquez) reside en  la visibilidad de lo real.  Transforma lo real,  al modelo de la representación, en parte fundamental de  la composición pictórica. Atrae la realidad al espacio limitado de  la representación, al que está dentro del  marco físico; así,  la realidad deja de serlo por efecto de su iconización.
De esta manera se concreta lo que Foucault identifica como  la separación  del  signo y la cosa. La imagen se vuelve opaca, pues es incapaz de hablarnos de la realidad. La imagen sólo nos  habla de sí misma.

 

Miradas heridas
Si el signo ya no nos  habla de  nada, más que de  sí mismo, queda un  solo paso para colocar todo el acento de  la significación sobre la imagen. Así, la imagen se vuelve autosuficiente y, por  lo tanto, se considera factible pensarla bajo  sus propias reglas. A esto se le llama inmanentismo, la idea de  que será la propia imagen la que proveerá al estudioso de  todas las claves para su lectura. La imagen, así,  se levanta completa, realizada, incapaz de aceptar complementaciones. La imagen, ya hecha, se entrega al receptor: mero decodificador del  código icónico. En  sentido contrario, el exmanentismo, en  cuanto que éste configura una teoría de  la recepción, otorga toda la responsabilidad del significado a la elaboración mental del observador. En  este caso, si vamos a estudiar un  signo, no será imprescindible conocer las reglas propias del mismo, sino  la forma que adquiere en el proceso de recepción.
Por eso se ha llegado al lugar común de considerar que una imagen dice más que mil palabras. Se piensa que la imagen no sufre de las reelaboraciones que, por  ejemplo, sí afectan a la literatura que cae  en  manos de  un lector hábil. La imagen, se dice, no cultiva la imaginación (como  la literatura), sino que fabrica una imaginación artificial.7 Una doxa que, cuando toca el espacio de  las reflexiones más concienzudas, se transforma en  la teoría inmanentista de la imagen, una teoría que, en muchos sentidos, está emparentada con la semiótica, que pone el acento sobre la capacidad comunicativa de los productos culturales, en especial de los artísticos.

Las  miradas están heridas, por  eso  se considera que ya no se cruzan en  una red  compleja de  miradas que van  y vienen. Cuando se concibe la imagen como  comunicación, se cuelga todo el peso de  la significación del lado  de  la imagen en  detrimento del observador, que se transforma entonces en  el receptor del  mensaje. No debemos, sin  embargo, ser  injustos con  los  semióticos: es necesario evitar el error de  considerar que en semiótica todo es comunicación. Aunque, ciertamente, en semiótica lo más importante sí es la comunicación, como  lo afirma Umberto Eco en La estructura ausente (1968):

Reducir toda la cultura a comunicación no significa reducir toda la vida material a “espíritu” o a una serie de acontecimientos mentales puros. Ver toda la cultura sub specie communicationis no quiere decir que la cultura sea solamente comunicación sino  que ésta puede comprenderse mejor si se examina desde el punto de vista de la comunicación.8

La semiótica procede, entonces, por  una negación consciente de  todo aquello que, en  el signo, escapa a  su  capacidad comunicativa. Se trata de  una estrategia de  método, y no  una clara postura epistemológica. Si la semiótica pone el acento sobre el signo, lo hace en  su  movilidad que va de mensaje a receptor. En otras palabras, la semiótica considera la inmanencia de la imagen, pero no como  algo  inmóvil, sino  en su naturaleza comunicativa: el signo sólo  importa si comunica algo,  entonces lo fundamental es el medio del mensaje, que va hacia el receptor.
De ahí  que a otro  estructuralista,  Roland Barthes, le preocupe la posibilidad de  poder estar moviéndose hacia el receptor, abandonando el significado a la intención original del  autor del  signo. Barthes decía que el medio del mensaje es el significante,9 aquello de lo que se habla. Como sea, aunque Barthes se sienta arrastrado hacia el receptor, sigue considerando al mensaje como su centro de análisis, un mensaje que carece de autor y de origen, un mensaje opaco aunque, paradójicamente, comunicativo.  Por eso, cuando Barthes habla de la relación entre moda y literatura en  sus Ensayos críticos, nos  dice  que los mensajes nada significan, sino que “su ser  está en la significación, no en lo que es significado”.10
En el espejo de Las Meninas, la pareja parece comunicar mucho más; la pareja se vuelve mensaje y se vuelve, además, significante. Si acaso existió alguna pareja real,  una pareja-significado, una pareja que habita, bajo  la noción de  transparencia, fuera el tema de  la pintura, aquello que es representado por ésta… si acaso existió, ya nadie se acuerda.
Y Foucault, como  siempre, se ríe.

 

Foucault, el reidor
Regresemos al cuadro de  Velázquez, regresemos cada vez  que sea necesario. No caigamos en el error del estudioso de las imágenes que termina hablando de  palabras. El estudioso de  las  imágenes debe regresar siempre  a las imágenes si es que desea ir más allá de ellas.
Foucault ríe porque nos  ha tendido una trampa: ha hecho del salón de Las Meninas un laberinto imposible para perderse y perdernos:

No, no,  no  estoy donde ustedes tratan de  descubrirme, sino  aquí, de donde los miro,  riendo. ¡Cómo! ¿Se imaginan ustedes que me  tomaría tanto trabajo y tanto placer al escribir, y creen que me  obstinaría, si no preparara –con  mano un  tanto febril– el laberinto por  el cual  aventurarme, con  mi  propósito por  delante, abriéndole subterráneos, sepultándolo lejos  de  sí  mismo, buscándole desplomes que resuman y deformen su recorrido, laberinto donde perderme y aparecer finalmente a unos ojos  que nunca más volveré a encontrar? Más  de  uno,  como yo sin  duda, escriben para perder el rostro.11

La táctica de  la broma de  Foucault en  su  estudio de  Las  Meninas es hacernos creer que, como  observadores reales, nos desdibujamos frente al reflejo de una pareja que cada vez se vuelve más visible.
Tal vez podamos regresarle la broma.
Foucault se ha  encargado de  eliminar la noción de  transparencia, al tiempo que ha  empañado la visión de  todo posible lector de imágenes. La semiótica, tal vez coincidiendo con la opacidad foucaultiana de la imagen, ha decidido hablarnos de la inmanencia de la imagen comunicativa: la  imagen habla, aunque sólo  de  sí  misma, no  de  su  autor, no  del  horizonte histórico-cultural en  el que fue  creada. Sin  embargo, en  ambos, en  Foucault y en  los semióticos,12 encontramos una posible intención común: que la  imagen salga del  cuadro. Esto es,  una tendencia, aún no realizada, a la exmanencia.
Ya leímos a Barthes preocupado por  sentirse arrastrado hacia el lector de  los signos. Este signo particular, el signo icónico, la imagen, no sólo habla de  sí mismo, sino que le habla a alguien… alguien que no es un  signo, sino lo que entendemos por  un  ser real. Si hacemos caso a la invitación de  Eco,  de  pensar el signo como  comunicativo, entonces nos vemos forzados a atender una dinámica que va de la imagen hacia fuera de  sí misma, más allá  del  laberinto proyectado por  Foucault en  el salón representado. Y sí, en  efecto, la pareja en  el espejo de  Las Meninas no es una pareja cualquiera: es la pareja real, los reyes de España. Foucault ha pasado de largo algo  que, con mucha posibilidad, Velázquez no pudo prever: la  palabra habría de  anclar el  infinito vuelo de significados de Las Meninas.
Velázquez hizo  esta pintura en  1656.  Y cuando digo  “esta pintura” lo hago con  toda intención, pues ésta carecía de  nombre, al menos de un  nombre conocido. Tal  vez  Velázquez sabía que al nombrar las  cosas lo que se logra es la cimentación de  su espectro de  significados. Así,  en 1666,  diez  años después de  ser  pintada, los inventarios reales la habían nombrado La  Señora Emperatriz con  sus damas y  una  enana; muchos años después, en  1734,  se le titularía como  La familia del  Señor Rey  Phelipe  Quarto, y no es sino  hasta 1834  que se le llamaría, por  primera vez, Las Meninas, un vocablo de origen portugués con que se designaba a las acompañantes de los niños de la familia real  en el siglo  XVII.
Foucault podría intentar seguir con su seria broma al recordarnos que, precisamente, la palabra es signo y, como  la imagen, está divorciada para siempre de las  cosas reales. Y tal vez  tenga razón, pero hasta cierto punto.  Para hablar de  un  divorcio tenemos que hablar, primero, de  un  matrimonio entre las  palabras y las  cosas que perduraría, según Foucault, hasta el siglo  XVI.13 Posiblemente sobre el asunto tenga razón, aunque no sea éste, en  realidad, el tema que me  interesa tratar; tal  vez  los  textos que nombran a la pintura de  Velázquez no nos  digan más de  la realidad de lo que la propia pintura nos  dice.
Sin embargo, lo que podemos notar es que Foucault equipara a las palabras y a las imágenes como  signos divorciados de las cosas, tal como  lo leemos en Esto no es una  pipa  (1973).14 ¿Residirá, acaso, en esta equiparación la salida al laberinto de  Foucault? Foucault supone que las palabras y las imágenes son signos gemelos. ¿Acaso este a priori es cierto? ¿Las palabras son lo mismo que las imágenes? Podemos dudarlo, pues aunque las palabras y las imágenes comparten su carácter de signos, divergen en cuanto a ser signos de naturaleza distinta. Y es tan distinta su naturaleza que si mutilamos una imagen, por ejemplo, bien puede seguir siendo lo que, cuando estaba completa, significaba; en  cambio, si mutilamos una palabra, pierde toda su significación. Una ilustración: si a la imagen de un árbol le borramos las hojas, sigue siendo un árbol… un árbol sin hojas; por el contrario, si a la palabra “árbol” le quitamos una letra, tan sólo una, deja de significar lo que significaba: á-bol, -rbol, ár-ol, árb-l, árbo-…
Tal vez  Foucault ha sido  burlado por su propio prejuicio. Si los títulos, siguiendo a Foucault, no nos  dicen nada de  la realidad representada pictóricamente, entonces debemos buscar esa realidad en la imagen misma, una vez  superado el a priori de  que una imagen es equivalente, en  todo, a una palabra.

 

Las Meninas de Picasso

58 picassos
En 1957  Pablo Picasso se pondría a trabajar en una serie de reinterpretaciones de Las Meninas de Diego  Velázquez. Al final fueron 58 los cuadros hechos por  Picasso con  el  motivo pictórico de  Las  Meninas, los  cuales fueron donados, once años después, al Museo Picasso en Barcelona.
Como  lo podemos constatar en el que quizá sea el cuadro más conocido de la serie,15 Picasso no se limitó  a reinterpretar a Velázquez, sino  que se tomó algunas licencias creativas: introdujo algunos elementos nuevos (como  palomas) y transformó la disposición del cuadro (de vertical a horizontal), lo que se traduce en un formato más narrativo. Sin embargo, uno se queda con  la sensación de  que, aunque Picasso no se hubiera tomado estas licencias creativas, definitivamente el cuadro habría sido  muy distinto al de  Velázquez. Aquí  podemos formular una pregunta de  apariencia  ociosa: ¿por  qué es el  cuadro de  Picasso distinto al de  Velázquez? Después de todo, el contenido está prácticamente intacto: las figuras, los personajes, los espacios, las  luces… el espejo. Pero  el cuadro de  Picasso parece exigirnos su diferenciación del de Velázquez.
Sabemos que Las Meninas de Velázquez y Las Meninas de Velázquez de  Picasso son  distintas no sólo  por  sus títulos; olvidémonos de  las  palabras por  un  momento: son  distintas porque fueron hechas en  presentes distintos, porque están constituidas en  su propia historicidad, porque fueron hechas por  autores diferentes, porque se dirigen a observadores peculiares, porque Picasso puede observar a Velázquez y Velázquez no es capaz, atrapado en  su  temporalidad limitada, de  observar a Picasso. La imagen, atendiendo a esta distinción, significa, primero que nada, en su  presente: es singular, no universal, la tercera oposición binaria. Ante esto, podemos preguntarnos: ¿si la imagen es singular, entonces sólo tiene sentido en su presente de producción?

Pablo Picasso,
Las Meninas de Velázquez, óleo sobre lienzo,
1.94 x 2.60 mts., 1957,
Museo Picasso, Barcelona.

Aquí  es fundamental pensar sobre la imagen de  intenciones estéticas, ya que esta especie de  imagen parece resistirse, al parecer más que cualquier otro sistema de significados, a convertirse en vestigio o fuente. Esto es algo fundamental para el historiador de las imágenes, pues, a diferencia de  la mayoría de  los vestigios comunes (no estéticos), el sistema estético sobrevive con  mayor facilidad a su horizonte histórico-cultural de  producción.  Ilustremos esto: un  sistema netamente funcional o comunicativo, como  una señal de tránsito o un instructivo de uso de un electrodoméstico, sufrirá de  un  vaciamiento de  significado conforme el mensaje que intenta comunicar pierda sentido para los usuarios.16 Por el contrario, un  sistema estético, como  la imagen de  Las Meninas, experimenta un  proceso inverso al vaciamiento, una suerte de  acumulación de  significados conforme sobreviva físicamente en  el tiempo y en  cada uno  de  sus encuentros (con estudiosos, con artistas, con observadores, con lectores, etcétera).
Tener siempre en  cuenta lo anterior es importante cuando se usa la imagen estética como  fuente para el estudio de la historia, pues nos  pone alertas respecto de  la naturaleza misma de  esta fuente, lo que nos  impedirá  tratarla como  cualquier otra. Se trata de un principio básico del saber histórico: cada vestigio, dada su  naturaleza peculiar, debe ser  abordado con  métodos distintos. Estamos acostumbrados a tratar con  vestigios escritos que nos  resultan más o menos sencillos de  traducir al lenguaje escrito del  ensayo histórico. La naturaleza del  vestigio escrito y del  texto histórico son  semejantes; pero escribir sobre el lenguaje audiovisual, por ejemplo, supone una distancia que es necesario superar entre el lenguaje del  vestigio y el de  la historia escrita, tan distintos entre sí.  De ahí  que haya quienes opinen que la historia escrita es siempre insuficiente para hablar de las  imágenes del  pasado; lo que lleva  a pensar la propuesta de la historia audiovisual, construida bajo  la lógica del  lenguaje de  las  imágenes y los sonidos, no con la de las palabras.17
La imagen estética, entonces, se recarga de  sentido a la vez  que sobrevive a muchos presentes a través del tiempo.18 La imagen estética, en resumen, se presta a ser  resignificada conforme abandona su  horizonte histórico de producción. ¿Estoy afirmando, de esta manera, que la imagen estética es más universal que singular? No  me  atrevería a  sostenerlo, pues correría el riesgo de asignar a la imagen un valor  inmanente que, en este ensayo, no considero conveniente. Propongo, más bien, una tercera vía entre la singularidad y la universalidad: la imagen, al menos la estética, no es singular, pues siempre está en  reconfiguración de  sus sentidos a partir de  los horizontes históricos (espaciales y temporales) en  que sobrevive; por  la misma razón, la imagen estética no puede ser  universal: cada una de sus recargas de sentido se realizan en un horizonte histórico y cultural particular. En este punto es donde puedo incorporar la idea de que desde los estudios históricos pueden ser  propuestas algunas alternativas a los problemas (oposiciones binarias) planteados por las imágenes.

¿Acaso el  historiador de  las  imágenes debe buscar el  sentido original  o la intención del  autor? Un iconólogo clásico como  Erwin Panofsky podría respondernos, en  sus Estudios sobre iconología (1962),  con  una afirmación;19 en Imágenes simbólicas (1972), un iconólogo posterior como E. H. Gombrich nos  invitaría a que, más que hablar de  intención, hablemos  de  implicación.20 Esta idea tiene que ver  con  reconocer que, aunque en  su  presente de  origen la imagen se pensó con  cierta pretensión y dirigida a cierto observador ideal, en  presentes posteriores, en  su  devenir histórico, la imagen puede sufrir distintas implicaciones o resignificaciones dependiendo del  observador. Debemos cuidarnos, sin  embargo, de traducir esto como  un  relativismo del significado; es preferible pensar que la imagen, en su momento de creación, salió  de sí misma para encontrarse con  los observadores de  su  presente y su  lugar, pero que, con  el tiempo y la difusión en el espacio, la imagen llega a participar de distintos encuentros, complicándose el juego de las miradas.
Ya Foucault suponía una implicación del autor de Las Meninas cuando nos  hablaba de la definición del lugar del observador. Esto es, Velázquez, el pintor, proyectó intencionalmente un  lugar exacto para el observador-observado. Lo que nos  habla, con independencia de  quién o qué sea el observador-observado, de que hay  una implicación de significado en Las Meninas, además de la presuposición de  un  espectador que entendiera, en  su  presente de  producción, el código icónico del  juego de  las  miradas propuesto por  Velázquez. El hecho de  que Velázquez tenga en  cuenta a un observador, por más indefinido que éste sea, nos  habla de que la obra fue  pensada para fluir  hacia afuera, y este afuera es el  mundo real,  el mundo del  observador-observado que se distingue de  la pareja real  que habita el espejo y se presenta como  el pilar  de la broma de Foucault.

 

Encuentros
La palabra encuentro, en  cuestión de  imagen, nos  indica la confluencia de  dos  o más miradas en  algún punto intermedio, que nunca es inmóvil. Picasso se encontró con la mirada lanzada en el tiempo por Velázquez. De ese encuentro surgen nuevas miradas que crean espacios de  encuentros en cada espacio y tiempo que se cruzan.
Así  como  Las  Meninas de  Velázquez y de  Picasso son  distintas, también son  semejantes: más que por  representar cosas distintas (transparencia) o por  no  representar nada (opacidad); más que por  explicarse a sí mismas (inmanencia) o por depender de la reelaboración simbólica del observador (exmanencia); más que por  significar obsesiones humanas permanentes (universalidad)21 o por  estar atrapadas en  su  propio horizonte histórico de producción y observación (singularidad)… Más  allá de toda esta discusión extrema y de  apariencia insalvable, Picasso y Velázquez se vuelven semejantes en su propio espacio y lugar de encuentro.
Ante la  transparencia u  opacidad de  la  imagen, buscar un  lugar de encuentro nos  permite darnos cuenta de  que ningún signo (icónico o lingüístico) puede aprehender la realidad pasada o presente tal cual, lo que no quiere decir que no podamos aprehender la realidad de alguna manera (en  el siguiente apartado hablaremos de  una de  esas maneras de  aprehender la realidad por  medio del  signo). Si no nos  ubicamos en  medio de la segunda oposición binaria, inmanencia y exmanencia, si nos quedamos con la inmanencia, ahogaremos el análisis en el nivel  formal de la imagen, y lo único que lograremos será perdernos para siempre en el laberinto de opacidad de Foucault. Sin embargo, escapar hacia una teoría absoluta de la recepción nos  colocará en una posición desde la cual  no seremos capaces  de  conocer las  estrategias que la forma establece para comunicar u ocultar significados. En otras palabras, no considerar la inmanencia de la imagen podría traducirse, por  una parte, en  una ingenuidad epistemológica  ante el signo y, por  otra, en  una relativización de  los significados, al ignorar la especificidad de los códigos inscritos en la imagen. Finalmente, al hablar de  especificidad traemos a colación el debate entre universalidad y singularidad. Si hablamos de universalidad pudiéramos meternos en  el  embrollo de  olvidar que los  deseos o miedos latentes del  inconsciente sufren de una dosis de historicidad que les otorga su singularidad. Puede ser  que el subconsciente se manifieste siempre sin  atender a  la temporalidad; sí, se manifiesta siempre, pero de diferentes maneras.22 En esta diferencia radica la historicidad de la imagen. Lo cual  nos  regresa al motivo visual de Las Meninas. Observemos las pinturas de nuevo.

Ante estos salones de techos altos y achaparrados, de ventanas cerradas y abiertas, de perros realistas y abstractos, de pintores normalizados y agigantados… en  fin, ante la singularidad de  la diferencia histórica y estilística, y la universalidad de  motivos y temas inconscientes, hay  un punto de encuentro en el que los extremos parecen encontrar una tregua: el espejo y, más que el espejo, la luz que ilumina a quienes se reflejan en él. Ya nos  lo advertía Foucault en el epígrafe de este ensayo, como  dándonos  el hilo de Ariadna para escapar de su juego terrible: “Nos vemos vistos  por el pintor, hechos visibles a sus ojos por la misma luz que nos  hace verlo”.23 El espejo, el más visible y el menos notado, el más iluminado y, a la vez,  el más escondido a las miradas: ahí está la clave.

 

Las Meninas del  historiador

En el camino de las huellas
Una  clave es un  acceso, una llave. La lógica de  uso  de  la llave  es abrir lo cerrado, revelar lo oculto, crear un ámbito de encuentro para dos  espacios antes divididos, ensimismados, autosuficientes. Sería  pertinente preguntarnos si un  espejo puede ser  una puerta y, en  caso de  serlo, si una llave nos  ayudaría a pasar al otro  lado.
Será  necesario reflexionar acerca de  la  historicidad de  las imágenes. Y es que cuando una imagen sobrevive al  presente de  creación, cuando ya han nacido observadores distintos de  aquéllos hacia los que la  imagen fluyó  en  el  momento de  su nacimiento, cuando el  autor de la  imagen ha  perdido su poder de  intención creativa sobre la  imagen particular, entonces podemos decir que la  imagen adquiere, en  plenitud, una historicidad. Recordando la  metáfora propuesta por  Picasso, se trata de  la misma imagen atravesando planos distintos; planos que, a su vez  (y esto no lo dice  Picasso), ejercen una influencia sobre el significado de  la imagen, haciéndola siempre otra. Así, la historicidad de la  imagen contempla su identidad en  el  tiempo, y su diferencia en  el encuentro de  las miradas.
Si algo  es vigente en  el giro  lingüístico es su  invitación a no  ser  ingenuos ante los signos. Hay  que reconocer que, como  la palabra, la imagen no  es un  dato de  la realidad, sino  un  acto  de  ésta, tal  como  nos  lo dice  Georges Didi-Huberman en Imágenes pese a todo: “creyeron, sin duda, estar preservando el documento (el resultado visible, la información  clara). Pero suprimían de  [las  imágenes] la fenomenología, todo lo que hacía de  ellas un  acontecimiento (un  proceso, un  trabajo, un  cuerpo a cuerpo)”.24  Y es que Didi-Huberman nos  presenta algunas fotografías tomadas en  Auschwitz en  agosto de  1944.  Pero  también nos  presenta la manera en  que, para ser  publicadas en  1993  y hacerlas más sencillas, concretas, claras e  informativas, fueron reencuadradas  y mejor enfocadas. Este acto, para Didi-Huberman, es una especie de  atentado contra el  testimonio, pues las imágenes originales, irregulares, mal  encuadradas, movidas, nos  hablaban del  acto  mismo de  tomar una fotografía en condiciones de terror (escondido, temblando, corriendo…). Las imágenes “mejoradas” nos  presentan  información, pero no nos transmiten la vida de presentes que ya se han ido. Aquí  muestro un ejemplo de este proceso de mutilación del testimonio:25

Izquierda: incineración de  los cuerpos gaseados en  fosas al aire  libre, delante de  la cámara de gas del crematorio v de Auschwitz, agosto, 1944. Derecha: detalle reencuadrado de la figura de la izquierda

¿Qué es lo que sucede aquí? Se trata de  eliminar justamente lo que resulta más visible y, paradójicamente, lo más estorboso para una supuesta comprensión cabal del acto representado en la imagen. Se limpia la imagen

de  sus posibles irrupciones; se libera a la comunicación de  la amenaza de interferencia de  alguna señal extraña que impida la claridad del  mensaje, tal como  lo buscaba la semiología (semiótica) de  Barthes al desmitificar los signos en  sus Mitologías.26 Foucault, pese a todo, no parece tener humor  para atreverse a borrar completamente la interferencia presente en Las Meninas; es parte de  su juego: “no  es un  reflejo probable, sino una irrupción”.27 El espejo y la pareja reflejada son una irrupción en  el sistema de miradas de la pintura de Velázquez; así lo reconoce Foucault, intuye su peligrosidad. ¿Y cuál  es la mejor manera de  esconder lo que no queremos que sea visible? Pues haciéndolo extremadamente visible, tan obvio  que nos pase de  largo. Por  eso es que Foucault juega, con  toda conciencia, a opacar al espejo, al tiempo que nos lo hace notar una y otra vez: “será necesario pretender que no sabemos quién se refleja en el fondo del espejo”.28
Pretender es jugar a hacer algo, hacer algo  como si… hacer las cosas de una manera, siguiendo un camino que, se reconoce, no es el único posible.
En  el  espacio del  encuentro, propuesto en  este ensayo como  espacio para el estudio de  las  imágenes, podemos reconocer el espejo como una irrupción, pero no  por  ello  darle la  vuelta u  opacarlo, sino  enfrentarlo con  toda conciencia. El espejo no  refleja la realidad, pero permite un  acceso indirecto a una parte de  ella; el espejo se vuelve una suerte de  portal, un  punto privilegiado para acceder a la realidad, que no es lo mismo que acceder a la verdad. Resulta necesario reconocer en  él a un indicio, esa resquebrajadura en el orden del sistema de signos. Por ahí se hace posible trazar un  bosquejo de  la realidad, nunca la realidad misma. Aunque tal  forma de  conocer el mundo puede resultar poco  satisfactoria para muchos, ciertamente se trata de  una forma fundamental en  la que el conocimiento de  lo humano ha  aprehendido la realidad. Esto lo hemos aprendido de  Carlo  Ginzburg, quien nos  dice  en  su  influyente ensayo “Huellas. Raíces de  un  paradigma indiciario” que “tras este paradigma indiciario o adivinatorio se entrevé el gesto tal vez más antiguo de la historia intelectual del género humano: el del cazador agazapado en el fango que escruta las huellas de la presa”.29
Entender la imagen como  señal de  algo  nos permite llevar la reflexión hacia ese algo, nos permite ir más allá  de  la trampa de Foucault. De esta manera no  habría lugar para la resistencia de  algunos historiadores al abordaje semiótico del  pasado,330  un abordaje al que se ha  acusado de  ser demasiado estructuralista y alejado de  las particularidades-acontecimientos de  la historia. Si bien es cierto que “la  mirada del  historiador no es la del  semiólogo”,31 también es cierto que hay  lugar para lo que pudiéramos llamar una semiótica indiciaria, posible redundancia que puede funcionar aquí para distinguirla de la semiótica estructuralista. Carlo Ginzburg, a través de  su obra intelectual e historiográfica, nos enseña que esta semiótica nos permite el ingreso a las minucias descuidadas por los historiadores enfocados en los procesos (grandes o pequeños, de larga o de corta duración), los modelos, las explicaciones propias del  paradigma galileo de  la ciencia. Así, cuando “toda la semiótica se revela indiciaria”,32 es que tenemos oportunidad de  abordar la historia en  los desgarres  mismos de  los vestigios, esos signos que han sobrevivido a quienes los crearon. La semiótica, entendida así, desentraña la huella en  su mismísimo talón de  Aquiles: en  el indicio, lugar privilegiado para mirar los misterios del pasado y hacer conjeturas (“adivinaciones”, dice Ginzburg) sobre los habitantes de ese misterio.
Y es que, me  parece, no  aplicar el análisis semiótico indiciario a las imágenes podría provocar más pérdidas que ganancias en  la comprensión  de  la representación. Quisiera considerar, como  ejemplo particular para el cine, a la manera de Julia Tuñón (contradictoria con su propia afirmación anteriormente citada), que la semiótica es “fundamental para la concepción del  cine  como construcción simbólica, pues permite superar la idea de  construcción ingenua de  la realidad”.33 Estudiar las  imágenes como sistemas de  significados en  sí mismas no significa considerarlas a la manera de  “las lecturas estructuralistas o semióticas [no indiciarias] que relacionaban el  sentido de  la  obra sólo  con  el  funcionamiento automático e impersonal del  lenguaje”.34 Por  el contrario, la imagen tiene sentido completo sólo  en  su  interacción con  su  exterioridad. Y, a la vez, dicha exterioridad sólo adquiere una dimensión integral cuando interpela la interioridad icónica.

En  resumen, estudiar las imágenes en  su significación interna no tiene por  qué dejar de  lado  los acontecimientos,  ideologías, influencias culturales… que las hacen posibles. No es necesario decidir entre estructura y acontecimiento si somos capaces de entender la  imagen-vestigio como  un  punto de  encuentro atravesado por  infinidad de  elementos externos y, además, dotado de sentido propio, en  sí mismo. El sistema de  significados redimensiona su propia exterioridad, mientras la  exterioridad otorga nuevos sentidos al  sistema de  significados, que nunca está cerrado. La clave de  análisis es preguntarnos: ¿en  qué horizontes históricos son posibles ciertos sistemas de  significados? y ¿de qué forma inciden ciertos sistemas de significados en la construcción de horizontes históricos particulares?
De nuevo, el espacio del encuentro nos  permite encontrar, como  estudiosos de las imágenes, un mejor lugar en el juego de las miradas.

 

Dos mundos se encuentran
¿Es posible aprehender la realidad a través del  estudio de las  imágenes? Tal  vez  sí, aunque precisando que no podemos acceder a la realidad tal cual  mediante las  imágenes, sino  que sólo  la  podemos conocer de  manera indirecta. Lo cual  coloca a las imágenes en  la misma circunstancia que el  resto de  los  vestigios utilizados por  el  historiador para producir saberes sobre presentes desaparecidos. El conocimiento histórico, como el médico, es necesariamente indiciario o conjetural. De ahí  que sea válido  preguntarnos, de  nuevo, qué tan pertinente es para el  historiador intentar conocer las  intenciones originales de  los creadores de  imágenes o, por el contrario, descubrir, bajo  la lógica de la comunicación, las formas en  que las  imágenes son recibidas por  los  observadores. El historiador tendría que buscar en  mayor medida ahí  donde es más difícil  buscar: en los momentos y los espacios de los encuentros; no en la producción por sí misma, no en la recepción pura.
Sería  muy  provechoso que el historiador, al problematizar su  relación con  las  imágenes, considere todos los  elementos que hacen posible la iconicidad y, en  última instancia, una cultura de  lo visual, un  juego específico de las miradas. Es decir, y ejemplificando, que cuando el historiador interpreta una imagen no  está intentando dilucidar qué quiso decir  con ella  y en  ella  el autor, el  significado original. Tampoco podemos saber con  exactitud cómo fue  entendida por  los  observadores cierta imagen. Lo que sí  podemos hacer como  historiadores es conjeturar sobre posibles recepciones e intenciones a partir de unos vestigios específicos. Los historiadores contamos solamente con  los  síntomas, pero nunca con  las enfermedades en  sí  mismas. Nuestras pruebas son  las  señales de  que algo  pasó por ahí; podemos discernir ese algo,  mas nunca observarlo en el sentido de  la ciencia galileana. Podemos decir qué pudo haber pasado por ahí, mas no qué pasó por ahí. Lo importante para el historiador de las imágenes, en pocas palabras, es construir un  posible horizonte en el que fue posible que se encontraran el mundo de la representación y el mundo del observador.
Esto nos acerca, definitivamente, a una historia cultural de  las imágenes que pone el  acento sobre la  noción de  representación. Roger Chartier, en  su ensayo “El mundo como  representación”,35 ya nos habla de  la posibilidad de  plantear, desde el estudio de la cultura, interpretaciones generales de  la sociedad. De hecho, la obra intelectual de  Chartier es fundamental para pensar, sobre todo, las articulaciones entre las representaciones y las sociedades. La noción de  representación nos indica, ante todo, una vinculación entre una ausencia y una presencia. En  el acto de  representar se coloca una  cosa por  otra. Hay  un  objeto o una acción presente o visible que nos señala un  mundo ausente o invisible. Lo que nos hace regresar a Las Meninas, las de  Velázquez, las de Picasso y las de  Foucault.
En el apartado anterior se señalaba que Foucault pretende hacer creer a sus lectores que el espejo no  refleja nada, sino  que es una irrupción, una anomalía del  sistema de  significados. Por  ser  una suerte de  error, el espejo no nos  habla de  una realidad, sino que acentúa el encierro sin posibilidad de salidas del salón-laberinto pictórico. Pero  ya se argumentó también que esto no es más que una pretensión de Foucault: “será necesario pretender que no sabemos quién se refleja en el fondo del espejo”.36
Foucault juega a  invertir la  relación básica de  toda representación: la presencia no  está en  lugar de  la ausencia, sino  que la ausencia ha  sido atraída hacia la pintura, mientras que la presencia ha  sido  expulsada de ella. La pintura, en la broma de Foucault, no representa nada. En otras palabras, Foucault niega cualquier posibilidad de encuentro entre el mundo de la representación y el mundo social.
Mientras Foucault vuelve opaca la imagen y, por  ende, el mundo real, Ginzburg prefiere decirnos que “si  la realidad es opaca, existen ciertos puntos privilegiados –señales, indicios– que nos  permiten descifrarla”.37
Estos indicios son,   precisamente, los  puntos en  que se encuentran el mundo de  las  representaciones y el mundo social de  los que nos  habla Chartier. Foucault tiene razón en  algo: el espejo de  Las  Meninas es una irrupción, una resquebrajadura que el mismo Foucault trata de  resanar, ya que sabe bien que no es otra cosa que un indicio de realidad, un punto de encuentro de dos mundos, una salida a su laberinto, el aguafiestas de su broma. Por eso  Chartier señala que si bien las obras son

producidas en  un  orden específico, se liberan de  él y existen por  las significaciones que sus distintos públicos les  han atribuido, a veces durante largos periodos. Lo que debe pensarse, entonces, es la articulación paradójica entre una diferencia –aquélla mediante la cual  todas las  sociedades, en  modalidades variables, han separado una esfera particular de  producciones, experiencias y placeres– y varias dependencias –aquellas que hacen posible e inteligible la invención estética o intelectual al inscribirla en el mundo social y en el sistema simbólico de sus lectores o espectadores–.38

Así, la relación entre el mundo de la representación y el mundo social tiende, a la vez,  a separar y a unir. Se entiende que la presencia (las  impresiones rojas y negras de unas manos sobre las paredes de una cueva o la hostia) no son  lo mismo que una ausencia (una comunidad prehistórica o el cuerpo de  Cristo). Hay  una diferencia que es necesario conocer para poder vivir  bajo las normas de  las  sociedades. Sin embargo, como  seres sociales dependemos de  las  presencias, las  pinturas rupestres y las hostias para comprender el mundo, al representárnoslo.

 

Las Meninas de Velázquez

Hace algunos años tuve la  oportunidad de  entrar al  salón central del Museo del  Prado, en  Madrid… y ahí  estaba: Las Meninas de Velázquez. Las oleadas de  visitantes preferían mirar la pintura a un  metro de  distancia; además, eran tantos los turistas que no encontré espacio libre entre ellos. Me vi obligado a ver  Las Meninas desde una distancia más considerable. Miraba la  pintura y, de pronto, me  pareció que me  encontraba justo en  el espacio del  observador-observado proyectado por Velázquez algunos siglos antes. Si no fuera por Foucault, no me  hubiera dado cuenta de  que estaba participando de  un  juego de  miradas que atravesaba espacios y tiempos que no podía comprender, ni entonces ni ahora. Mi experiencia estética frente a Velázquez estaba mediada por la lectura de  Foucault. Se trataba de  un  encuentro particular, irrepetible, atravesado por lecturas, saberes, experiencias, ignorancias y posibilidades afectivas, estéticas, materiales… Para un  futuro historiador de  las imágenes, quien lee  este ensayo y yo seremos personajes conjeturales, construidos, de manera indirecta, a partir del juego de las miradas planteado en  una pintura del  siglo XVII.
Las imágenes, como  cualquier otra forma de  representación, se caracterizan por  una doble tendencia: se alejan del  mundo social en  la misma medida en que tienden a regresar a él. Para salir del laberinto de Foucault es necesario entender Las Meninas bajo esta doble tendencia. Foucault trata de encerrarnos al decirnos que el signo no habla más que de  sí mismo. Nosotros sabemos, sin embargo, que en  el espejo está la pareja real, que el pintor representado es el mismísimo Velázquez, que son enanos los que acompañan a la infanta… lo sabemos porque pertenecemos a una determinada comunidad de  interpretación (para seguir en  la línea de  reflexión de  Chartier). Es sobre el  lugar  del  encuentro entre una comunidad de  interpretación y una imagen, entre el  mundo de  lo representado y el mundo social, donde el historiador de  lo cultural puede moverse.
Este lugar de  encuentro no  se entiende en  un  sentido espacial, sino como  horizonte de  posibilidad, un  horizonte histórico. Un horizonte en  el que es posible crear ciertas imágenes, así  como  construir formas específicas  de  mirar. Para descifrar este horizonte de  las  miradas, los  historiadores contamos, de  manera fundamental, con  vestigios icónicos. Así,  la posibilidad de aprehender cierta realidad por  medio de  imágenes tiene sentido; el estatuto epistemológico de la imagen como  fuente para la historia parece tener buenos argumentos a favor. Con  todo, como  cualquier asunto del  saber, estamos hablando de  simples posibilidades, ni más ni menos. Y las preguntas, como  las meninas, se multiplican.

 

Fuentes iconográficas
Anónimo (miembro del Sonderkommando de Auschwitz), Incineración de los  cuerpos gaseados en  fosas al aire  libre,  delante de la cámara de gas  del crematorio v de Auschwitz, agosto, 1944, Museo del Estado de Auschwitz-Birkenau, Oswiecim (negativo núm. 278).
Picasso, Pablo, Las  Meninas de  Velázquez, óleo  sobre lienzo, 1.94  x 2.60 mts., 1957,  Museo Picasso, Barcelona.
Velázquez, Diego, Las  Meninas, óleo  sobre lienzo, 3.18 x 2.76 mts., 1656, Museo del Prado, Madrid.

 

Bibliografía
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—   Mujeres de luz y sombra en el cine  mexicano. La construcción de una imagen, 1939-1952, México, El Colegio de  México-Instituto Mexicano de Cinematografía, 1998.

 

Notas:

1 Lizarazo Arias, Iconos, figuraciones, sueños, pp. 189-196.
2 Hay,  sin embargo, una oposición binaria propuesta por  Lizarazo Arias que prefiero dejar fuera de la discusión. Se trata de la antinomia sustancialismo / vaciedad que, en pocas palabras, es el enfrentamiento entre el nihilismo más radical y el espiritualismo más exacerbado. No parece haber punto de acuerdo ni alternativas posibles entre ambas nociones. Así, no considero adecuado incluir esta oposición en la discusión por su misma naturaleza antideliberativa.
3 Foucault, Las palabras y las cosas.
4 Aunque Foucault comienza su libro  con  el estudio de  una imagen, no  resulta fundamental para su lectura entender la pertinencia y la importancia que las imágenes podían tener dentro de la mutación epistemológica que se estaba operando en Francia a finales de la década de 1960. Sin duda el tema es importante, pero no en Las palabras y las cosas, donde la imagen sirve como  uno  de los pretextos para pensar el surgimiento del “no-lugar del lenguaje” (p. 2), del resquebrajamiento de la relación entre el signo y lo que designa. Para pensar este rompimiento, Foucault recurre por  igual a la pintura de Velázquez que a un cuento de Borges. La imagen no está en el centro de la reflexión de Foucault.
5 Foucault, Las palabras y las cosas, p. 15.
6 Foucault, Las palabras y las cosas, p. 23. Las cursivas son mías.
7 De ahí  que incluso la Iglesia católica tome cartas en  el asunto. En  1957,  en  su Carta encíclica sobre la cinematografía, la radio y la televisión, el papa Pío XII hacía “énfasis en  la importancia de  la imagen que ‘penetra en  el alma con  placer y sin fatiga’, capaz de llegar al alma, ‘aun la más tosca y primitiva’, sin necesidad de hacer ningún esfuerzo de abstracción o deducción implícito en un razonamiento intelectual”. Citado en Torres Septién, “Los fantasmas de la Iglesia”, pp. 113-114.
8 Eco, La estructura ausente, p. 30.
9 Beuchot, La semiótica, p. 165.
10 Barthes, Ensayos críticos, p. 189.
11 Foucault, L’ archéologie du  savoir, p. 28, citado en  Certeau, Historia y psicoanálisis, p. 39.
12 A los que no quisiera caracterizar rígidamente, pues ni Eco es Barthes, ni Foucault es… Foucault.
13 Foucault, Las palabras y las cosas, p. 42.
14 Foucault, Esto no es una  pipa. Una  obra donde cabría preguntarse cuál  es el título del libro: la frase o la imagen de la portada.
15 Picasso, Las Meninas de Velázquez.
16 No hablo aquí de  que un  sistema funcional o comunicativo no  pueda ser reanimado por  nuevos significados impuestos por  quienes los estudian, quienes los incorporan a nuevos sistemas estéticos o quienes los convierten, por  ejemplo, en  detonadores de nostalgia. Lo que digo  es que, en su cotidianidad, estos sistemas pierden sentido, ya no se usan.
17 Rosenstone, “Historia en imágenes, historia en palabras”.
18 Así, el mismo Picasso, al hablar de su arte en 1923,  decía que cuando oía “hablar de la evolución de un artista, [le parecía] que la consideran como si estuviera entre dos espejos paralelos que reproducen su imagen un número infinito de veces, y que contempla las imágenes sucesivas de  uno  de  los espejos como  si fuera su pasado y las del  otro espejo como  su futuro, mientras que la imagen real  la ve como  su presente, sin pensar que todas ellas son la misma imagen en  diferentes planos”. Picasso, “El  arte es una mentira”, pp. 453-456.
19 Panofsky, Estudios sobre iconología.
20 Gombrich, Imágenes simbólicas, p. 16.
21 Que  aquí podemos relacionar con  el enfoque psicoanalítico del  estudio de  las imágenes. Ver Lizarazo Arias, Iconos, figuraciones, sueños, pp. 105-150.
22 Al estudiar los Cuentos de  Mamá Oca,  Robert Darnton propone superar las explicaciones psicoanalíticas de  los sistemas de  significados para ser capaces de  estudiarlos en  su singularidad, en  el momento y contexto mismo de  su origen. Darnton, La gran matanza de gatos, pp. 15-80. El universalismo del psicoanálisis, al buscar en cada sistema de significados no su historicidad sino motivos inconscientes, se hace evidente en Bettelheim, Psicoanálisis.
23 Foucault, Las palabras y las cosas, p. 16.
24 Didi-Huberman, Imágenes pese a todo, pp. 63-64.
25 Izquierda: anónimo (miembro del  Sonderkommando de  Auschwitz), Incineración de los cuerpos gaseados. Derecha: detalle reencuadrado de la ilustración de la izquierda, según Swiebocka y otros (editores), Auschwitz, p. 174.
26 Barthes, Mitologías, p. 253.
27 Foucault, Las palabras y las cosas, p. 20.
28 Foucault, Las palabras y las cosas, p. 19. Las cursivas son mías.
29 Aunque este ensayo había sido publicado parcialmente en 1978, en la Revista di storia contemporánea, núm. 7, una versión más completa (en la cual se basa la traducción que he leído)  fue publicada en 1979 como “Spie. Radici di un paradigma indiziario”, en Crisi della ragione, libro que estuvo al cuidado de A. Gargani, y editado por Einaudi en Turín. Ginzburg, “Huellas”, p. 112.
30 Como  Tuñón, “Torciéndole el cuello al filme”.
31 Tuñón, “Torciéndole el cuello al filme”, p. 346.
32 Ricoeur, La memoria, p. 227.
33 Tuñón, Mujeres de luz y sombra, p. 33.
34 Chartier, El presente del pasado, p. 26.
35 Publicado originalmente en  Annales ESC, noviembre-diciembre, 1989.  Consultado en Chartier, El mundo como representación.
36 Foucault, Las palabras y las cosas, p. 19. Las cursivas son mías.
37 Ginzburg, “Huellas”, p. 151.
38 Chartier, El presente del pasado, pp. 28-29.