Tres meninas en el laberinto de Foucault
Rafael Villegas
Universidad de Guadalajara
Sobre el presente ensayo corre una pregunta: ¿es posible aprehender la realidad a través del estudio de las imágenes? Una pregunta que, en términos más particulares, nos lleva a la cuestión de si es posible, acaso, aprehender la realidad del pasado valiéndonos de las imágenes. Usando como eje la reflexión que en Las palabras y las cosas Foucault hace sobre Las Meninas de Velázquez, este ensayo se interroga acerca del estatuto epistemológico del estudio de las imágenes.
Palabras claves: Imágenes, Foucault, epistemología, fuentes visuales, oposiciones binarias.
Nos vemos vistos por el pintor, hechos visibles a sus ojos por la misma luz que nos hace verlo.
Michel Foucault
Las palabras y las cosas, 1966
Primeras reflexiones
Me gustaría pensar, al escribir este ensayo, que el propósito de una reflexión teórica es tener una oportunidad para pensar sobre el propio lugar de producción intelectual. Saber qué lugar y qué actitud se pretende tomar en el debate es primordial si pretendemos construir un discurso historiográfico atento a las tradiciones que lo atraviesan y, además, dispuesto a abrir un camino particular, propio. Así pues, la reflexión teórica se nos presenta como la oportunidad idónea para traer al caso las discusiones que nos preceden, nos traspasan y, con toda probabilidad, nos sobrevivirán. La discusión es movimiento que nos arrastra pero sobre el cual, a la vez, somos capaces de marcar ritmos nuevos. El acento, entonces, debe estar en el trabajo propio. Hay que hablar de lo que dicen los otros para luego ser capaces de definir lo que queremos decir nosotros.
Sobre el presente ensayo corre una pregunta: ¿es posible aprehender la realidad a través del estudio de las imágenes? Una pegunta que, en términos más particulares, nos lleva a la cuestión de si es posible, acaso, aprehender la realidad del pasado valiéndonos de las imágenes. Sin duda se trata de una pregunta ambiciosa, abierta y hasta imprecisa; una pregunta que daría material suficiente no sólo para una tesis doctoral, sino para cientos de ellas, en cien universidades, por cien años. Esta naturaleza triplemente problemática de la cuestión impediría, sin duda, la formulación de una respuesta sencilla, concreta y clara. No pretendo dar respuesta a esta pregunta, ni hacer de este ensayo el principio de una reflexión subsecuente más amplia; sólo pretendo enunciar la cuestión, arrebatarla del dominio de las obviedades y convertirla, realmente, en pregunta. Por lo mismo, es importante antes que nada aclarar la naturaleza ensayística del presente texto para no propiciar falsas expectativas. El ensayo es un género siempre en el límite, a diferencia del artículo científico, regido por el delicado equilibrio entre la pregunta y su respuesta, posible o definitiva. Sucede entonces que en la ética del ensayista pueden ser más importantes las preguntas que las respuestas mismas.
Oposiciones binarias
Creo en la urgencia de construir un mapa teórico del estatuto epistemológico del estudio de las imágenes; a su vez, resulta fundamental la reflexión sobre la presencia y el uso de la imagen en los estudios históricos. La importancia de la fuente en la historia es de primer orden; a pesar de esto, hay muchas ocasiones en que se pasa de largo la discusión sobre su naturaleza. En efecto, se piensa sobre los métodos para tratar las fuentes, pero no sobre su naturaleza, que se da por hecha y entendida, en especial si las fuentes son escritas. Tal vez por la relativa juventud de los estudios históricos de fuentes no escritas es que la visualidad en la historia siempre se presta a la discusión. Se trata, desde mi perspectiva, de fuentes muy particulares que requieren abordajes igualmente peculiares. No podemos tratar la imagen como si estuviéramos frente a un papel manuscrito; lo escrito y lo visual son lenguajes distintos, un principio básico que casi siempre se pasa de largo. Así, para comprender, por ejemplo, el fenómeno cinematográfico, es necesario entender los elementos del lenguaje en el que está hecho (planos, secuencias, encuadres, movimientos de cámara, formas del montaje, etcétera), de la misma manera que para entender un vestigio escrito es necesario, antes que nada, conocer el abecedario.
He decidido proceder en este ensayo por oposiciones binarias. Me explico: la argumentación y la exposición están organizadas en una lógica de posturas extremas y opuestas del debate en torno a la pregunta lanzada. Aquí el propósito de la teoría no es presentar lo que se ha dicho sobre el tema acompañado por un comentario más o menos crítico, sino tratar de dibujar un mapa general de lo que se ha escrito. Un mapa, por supuesto, es una abstracción artificial, no lo real. El mapa nos permite, sin embargo, crearnos una imagen de la realidad. La realidad de la que trato de hacer un mapa aquí es la de algunas propuestas intelectuales (las que creo pertinentes para enriquecer este ensayo) que han tratado de resolver la pregunta que dirige esta reflexión teórica.
El modelo del mapa intelectual que trazo aquí lo he aprendido de Diego Lizarazo Arias, quien en su libro Iconos, figuraciones y sueños, nos propone pensar el debate acerca de las imágenes en función de antinomias u oposiciones binarias.1 Esto quiere decir, en otras palabras, que aquellos que han pensado en el estatuto epistemológico de las imágenes y en la relación de éstas con la realidad pueden ser colocados en dos bandos opuestos. Por supuesto, con toda probabilidad no presentaré aquí una discusión entre posturas intelectuales que, tal vez y en la realidad, ni siquiera se tenían en cuenta unas a otras. Lo que sí presento en este ensayo es una suerte de taxonomía intelectual: a partir de unos principios definidos a priori (las antinomias de Lizarazo Arias), abordo distintas maneras de pensar las imágenes por parte de algunos estudiosos que considero fundamentales.
Una vez presentada la taxonomía intelectual organizada bajo la lógica de oposiciones binarias, de apariencia irreconciliable, pretendo incorporar un tercer principio de clasificación en dicha taxonomía, una tercera vía en la que colocaré la perspectiva particular de la historia. Se trata, entonces, no tanto de una línea de reconciliaciones, pero sí de alternativas. Por supuesto que cuando hablo de incorporar mi estudio particular también hablo de dar lugar al eco de las voces de aquellos estudiosos que, me parece, han mostrado alternativas al debate. La propia voz y la de otros, lo que se traduce en una deliberación estructurada a partir de las nociones del debate y no de un listado de libros posibles.
Así las cosas, y para que funcione la propuesta de argumentación y exposición, resulta necesario presentar cuáles son las oposiciones binarias sobre las que gira el texto de Lizarazo Arias,2 oposiciones que se constituyen en respuestas extremas a la pregunta de si es posible aprehender la realidad a través del estudio de las imágenes. Las oposiciones binarias son: transparencia / opacidad; inmanencia / exmanencia; universalidad / singularidad. Iremos intentando entender de qué tratan, así como las implicaciones y posibles soluciones de cada aspecto del debate conforme se vayan presentando a lo largo del texto, en el orden en que se han nombrado en este párrafo.
Antes de continuar debo precisar que un estudio sobre el estatuto epistemológico de las imágenes no llegará lejos si las imágenes están ausentes. Por lo mismo, en este ensayo entrecruzo el ámbito de la taxonomía intelectual con el del análisis de unas imágenes y un estudio sobre un par de imágenes y un texto sobre una imagen: Las Meninas de Diego Velázquez, Las Meninas de Velázquez de Pablo Picasso y “Las Meninas”, un capítulo de Las palabras y las cosas de Michel Foucault.3 Las dos imágenes pueden ser pensadas como un motivo visual a partir del cual, desde mi punto de vista, se dio una de las más influyentes reflexiones sobre el estatuto epistemológico de las imágenes y de los signos en general: la de Foucault.
Las meninas de Foucault
Visible e invisible
En 1966 Michel Foucault publicó Las palabras y las cosas, con el subtítulo de Una arqueología de las ciencias humanas. Foucault ponía en tela de juicio la posibilidad de las ciencias humanas para conocer y, más aún, para aprehender la realidad objetiva por medio de los signos (los signos con los que pensamos, los signos con los que escribimos), y lo hacía comenzando, precisamente, con el estudio de una imagen.4 Por supuesto,
Diego Velázquez, Las Meninas, óleo sobre lienzo, 3.18 x 2.76 mts., 1656,
Museo del Prado, Madrid.
Las palabras y las cosas y su autor mismo se colocaron en el centro de una polémica intelectual que parece perseguirnos hasta hoy. Sobre esta polémica deseo ubicar mi propio estudio, considerando la seriedad de la provocación intelectual de Foucault.
Para salir del laberinto de Foucault, sin embargo, hay que conocerlo en los términos mismos de su creador. Las palabras y las cosas, después de un prefacio, comienza con un breve texto acerca de Las Meninas, el famoso óleo pintado por Diego Velázquez en 1656. Para Foucault, en Las Meninas se hacen “presentes” dos espacios: uno visible y otro invisible. Es necesario que veamos la pintura si es que queremos comprender mejor de lo que hablaba Foucault.
En una lectura fácil de la espacialidad pictórica propuesta por Foucault, pudiéramos identificar lo visible justamente con lo que podemos ver del cuadro; esto es, todo el espacio plástico limitado por un marco físico: la pintura en sí. Lo invisible será todo aquello que, estando fuera de la composición pictórica, ejerce cierta influencia y proyecta una presencia fantasmal sobre el espacio plástico: esto es, la realidad del observador y la realidad representada. Bajo esta lógica, la pintura está representando algo que no vemos, pero que está en el cuadro. Así, el signo es signo de algo, representa algo, se parece a algo. La imagen es imagen de una cierta realidad. A esto, entrando al nivel de las oposiciones binarias, se le llama transparencia.
Sin embargo, muy pronto Foucault nos hace notar la particularidad de Las Meninas. No se trata de cualquier pintura. Se trata de una pintura de otra pintura, lo que pudiéramos llamar un metadiscurso plástico y estético. Es muy obvio que en la pintura aparece el mismo autor, Diego Velázquez, haciendo su oficio: pintando. Las Meninas es una pintura donde vemos al mismo autor de Las Meninas haciendo una pintura que no pertenece al espacio de lo visible, es invisible, no se alcanza a ver. La pregunta lógica aquí sería: ¿es invisible para quién?
Así, nos percatamos de que hay alguien que sí puede ver lo que esconde ese lienzo que nos da la espalda a los observadores: el Velázquez de la pintura. Él sí es capaz de ver lo que contiene el cuadro que pinta. No sólo eso: el Velázquez de Las Meninas es capaz de ver a todo aquel que ocupe el espacio del observador. Las cosas se complican: ¿vemos nosotros a Velázquez o es él quien nos mira desde el cuadro? “En realidad el pintor fija un lugar que no cesa de cambiar de un momento a otro: cambia de contenido, de forma, de rostro, de identidad”, señala Foucault.5
Sabemos que el Velázquez de la pintura está pintando algo o a alguien que, de alguna manera, está colocado en el mismo espacio que ocupamos como observadores. Lo sabemos al seguir la línea de la mirada del Velázquez de la pintura: el lugar del observador está fijado de antemano.
¿Acaso somos los modelos de una pintura concebida hace casi tres siglos y medio? Las identidades, como en toda la filosofía de Foucault, se desmoronan: el modelo es el observador, el observador es el modelo; el modelo es uno mismo o cualquiera que se coloque en la visión del artista que, a su vez, es una imagen. Las miradas se cruzan, hiriéndose y transfigurándose constantemente y hasta el infinito. Ya no nos queda tan claro que la imagen hable de algo más, que la imagen sea representación de algo. La transparencia se comienza a manchar y la opacidad, antinomia de la transparencia, surge de un campo icónico caracterizado, paradójicamente, por la indefinición. ¿Acaso la imagen no nos habla de nada?
En el espejo no hay nada
Pero sabemos que el Velázquez de la pintura, el representado, el visible para nosotros, es una imagen del pintor real, invisible a nuestra mirada. Eso pensamos; es el lugar común. Pero el pintor real existe en función de la pintura, pues parece desempeñar el papel de bromista. El Velázquez representado, que parece dominar el juego de las miradas, es burlado por el pintor que habita fuera de la pintura, quien decide llevar el juego de las miradas más allá de la visión del Velázquez representado. Miremos de nuevo Las Meninas: a espaldas del grupo y de esta representación del artista sevillano, notamos los marcos de algunos cuadros colgados en la pared. Son cuadros apagados, negados por la iluminación de la habitación. Sin embargo, hay uno que resalta sobre los demás, justamente el más pequeño. En él podemos observar dos figuras, una masculina y otra femenina. Este pequeño cuadro parece ser un atentado contra el principio básico de la verosimilitud. ¿Acaso la luz sólo se posa en este cuadro? ¿Por qué no somos capaces de ver lo que contienen los otros cuadros, que siguen mudos?
Foucault aparece de nuevo y nos hace notar lo que tal vez ya sospechábamos: el cuadro pequeño no es un cuadro entre otros, sino un espejo. Un espejo que, como cualquier otro, tiene la función de crear un reflejo de lo real. ¡Claro!, podemos decir aliviados, el Velázquez de la pintura no nos está pintando a nosotros, sino a una pareja. Las cosas parecen volver a su orden adecuado: el observador sigue siendo real, regresa al espacio de lo invisible. Todo lo que aparece en la pintura es un Velázquez pintando a una pareja; la pareja es el modelo. La transparencia, nos parece, ha regresado.
Estamos tentados a dejar la pintura, una vez resuelto su enigma. Pero
Foucault nos llama de nuevo, nos habla acerca de los personajes del espejo:
De todos estos personajes representados, son también los más descuidados, porque nadie presta atención a ese reflejo que se desliza detrás de todo el mundo y se introduce silenciosamente por un espacio insospechado; en la medida en que son visibles, son la forma más frágil y más alejada de toda realidad. A la inversa, en la medida en que, residiendo fuera del cuadro, están retirados en una invisibilidad esencial, ordenan en torno suyo toda la representación…6
Así, Foucault nos dice que todo en Las Meninas (lo visible y lo invisible, el lienzo que se muestra y el que nos da la espalda) parece desplegarse en función de dos personajes absolutamente irreales. Dos personajes que, de nuevo, y en función de su infinita irrealidad, bien pudiéramos ser nosotros, los observadores. Y es que lo real, aquello de lo que supuestamente debe hablar el signo, no se encuentra afuera de la representación, en la zona de la invisibilidad; la paradoja escudriñada por Foucault (quién sabe si planteada con toda intención por Velázquez) reside en la visibilidad de lo real. Transforma lo real, al modelo de la representación, en parte fundamental de la composición pictórica. Atrae la realidad al espacio limitado de la representación, al que está dentro del marco físico; así, la realidad deja de serlo por efecto de su iconización.
De esta manera se concreta lo que Foucault identifica como la separación del signo y la cosa. La imagen se vuelve opaca, pues es incapaz de hablarnos de la realidad. La imagen sólo nos habla de sí misma.
Miradas heridas
Si el signo ya no nos habla de nada, más que de sí mismo, queda un solo paso para colocar todo el acento de la significación sobre la imagen. Así, la imagen se vuelve autosuficiente y, por lo tanto, se considera factible pensarla bajo sus propias reglas. A esto se le llama inmanentismo, la idea de que será la propia imagen la que proveerá al estudioso de todas las claves para su lectura. La imagen, así, se levanta completa, realizada, incapaz de aceptar complementaciones. La imagen, ya hecha, se entrega al receptor: mero decodificador del código icónico. En sentido contrario, el exmanentismo, en cuanto que éste configura una teoría de la recepción, otorga toda la responsabilidad del significado a la elaboración mental del observador. En este caso, si vamos a estudiar un signo, no será imprescindible conocer las reglas propias del mismo, sino la forma que adquiere en el proceso de recepción.
Por eso se ha llegado al lugar común de considerar que una imagen dice más que mil palabras. Se piensa que la imagen no sufre de las reelaboraciones que, por ejemplo, sí afectan a la literatura que cae en manos de un lector hábil. La imagen, se dice, no cultiva la imaginación (como la literatura), sino que fabrica una imaginación artificial.7 Una doxa que, cuando toca el espacio de las reflexiones más concienzudas, se transforma en la teoría inmanentista de la imagen, una teoría que, en muchos sentidos, está emparentada con la semiótica, que pone el acento sobre la capacidad comunicativa de los productos culturales, en especial de los artísticos.
Las miradas están heridas, por eso se considera que ya no se cruzan en una red compleja de miradas que van y vienen. Cuando se concibe la imagen como comunicación, se cuelga todo el peso de la significación del lado de la imagen en detrimento del observador, que se transforma entonces en el receptor del mensaje. No debemos, sin embargo, ser injustos con los semióticos: es necesario evitar el error de considerar que en semiótica todo es comunicación. Aunque, ciertamente, en semiótica lo más importante sí es la comunicación, como lo afirma Umberto Eco en La estructura ausente (1968):
Reducir toda la cultura a comunicación no significa reducir toda la vida material a “espíritu” o a una serie de acontecimientos mentales puros. Ver toda la cultura sub specie communicationis no quiere decir que la cultura sea solamente comunicación sino que ésta puede comprenderse mejor si se examina desde el punto de vista de la comunicación.8
La semiótica procede, entonces, por una negación consciente de todo aquello que, en el signo, escapa a su capacidad comunicativa. Se trata de una estrategia de método, y no una clara postura epistemológica. Si la semiótica pone el acento sobre el signo, lo hace en su movilidad que va de mensaje a receptor. En otras palabras, la semiótica considera la inmanencia de la imagen, pero no como algo inmóvil, sino en su naturaleza comunicativa: el signo sólo importa si comunica algo, entonces lo fundamental es el medio del mensaje, que va hacia el receptor.
De ahí que a otro estructuralista, Roland Barthes, le preocupe la posibilidad de poder estar moviéndose hacia el receptor, abandonando el significado a la intención original del autor del signo. Barthes decía que el medio del mensaje es el significante,9 aquello de lo que se habla. Como sea, aunque Barthes se sienta arrastrado hacia el receptor, sigue considerando al mensaje como su centro de análisis, un mensaje que carece de autor y de origen, un mensaje opaco aunque, paradójicamente, comunicativo. Por eso, cuando Barthes habla de la relación entre moda y literatura en sus Ensayos críticos, nos dice que los mensajes nada significan, sino que “su ser está en la significación, no en lo que es significado”.10
En el espejo de Las Meninas, la pareja parece comunicar mucho más; la pareja se vuelve mensaje y se vuelve, además, significante. Si acaso existió alguna pareja real, una pareja-significado, una pareja que habita, bajo la noción de transparencia, fuera el tema de la pintura, aquello que es representado por ésta… si acaso existió, ya nadie se acuerda.
Y Foucault, como siempre, se ríe.
Foucault, el reidor
Regresemos al cuadro de Velázquez, regresemos cada vez que sea necesario. No caigamos en el error del estudioso de las imágenes que termina hablando de palabras. El estudioso de las imágenes debe regresar siempre a las imágenes si es que desea ir más allá de ellas.
Foucault ríe porque nos ha tendido una trampa: ha hecho del salón de Las Meninas un laberinto imposible para perderse y perdernos:
No, no, no estoy donde ustedes tratan de descubrirme, sino aquí, de donde los miro, riendo. ¡Cómo! ¿Se imaginan ustedes que me tomaría tanto trabajo y tanto placer al escribir, y creen que me obstinaría, si no preparara –con mano un tanto febril– el laberinto por el cual aventurarme, con mi propósito por delante, abriéndole subterráneos, sepultándolo lejos de sí mismo, buscándole desplomes que resuman y deformen su recorrido, laberinto donde perderme y aparecer finalmente a unos ojos que nunca más volveré a encontrar? Más de uno, como yo sin duda, escriben para perder el rostro.11
La táctica de la broma de Foucault en su estudio de Las Meninas es hacernos creer que, como observadores reales, nos desdibujamos frente al reflejo de una pareja que cada vez se vuelve más visible.
Tal vez podamos regresarle la broma.
Foucault se ha encargado de eliminar la noción de transparencia, al tiempo que ha empañado la visión de todo posible lector de imágenes. La semiótica, tal vez coincidiendo con la opacidad foucaultiana de la imagen, ha decidido hablarnos de la inmanencia de la imagen comunicativa: la imagen habla, aunque sólo de sí misma, no de su autor, no del horizonte histórico-cultural en el que fue creada. Sin embargo, en ambos, en Foucault y en los semióticos,12 encontramos una posible intención común: que la imagen salga del cuadro. Esto es, una tendencia, aún no realizada, a la exmanencia.
Ya leímos a Barthes preocupado por sentirse arrastrado hacia el lector de los signos. Este signo particular, el signo icónico, la imagen, no sólo habla de sí mismo, sino que le habla a alguien… alguien que no es un signo, sino lo que entendemos por un ser real. Si hacemos caso a la invitación de Eco, de pensar el signo como comunicativo, entonces nos vemos forzados a atender una dinámica que va de la imagen hacia fuera de sí misma, más allá del laberinto proyectado por Foucault en el salón representado. Y sí, en efecto, la pareja en el espejo de Las Meninas no es una pareja cualquiera: es la pareja real, los reyes de España. Foucault ha pasado de largo algo que, con mucha posibilidad, Velázquez no pudo prever: la palabra habría de anclar el infinito vuelo de significados de Las Meninas.
Velázquez hizo esta pintura en 1656. Y cuando digo “esta pintura” lo hago con toda intención, pues ésta carecía de nombre, al menos de un nombre conocido. Tal vez Velázquez sabía que al nombrar las cosas lo que se logra es la cimentación de su espectro de significados. Así, en
1666, diez años después de ser pintada, los inventarios reales la habían nombrado La Señora Emperatriz con sus damas y una enana; muchos años después, en 1734, se le titularía como La familia del Señor Rey Phelipe Quarto, y no es sino hasta 1834 que se le llamaría, por primera vez, Las Meninas, un vocablo de origen portugués con que se designaba a las acompañantes de los niños de la familia real en el siglo XVII.
Foucault podría intentar seguir con su seria broma al recordarnos que, precisamente, la palabra es signo y, como la imagen, está divorciada para siempre de las cosas reales. Y tal vez tenga razón, pero hasta cierto punto. Para hablar de un divorcio tenemos que hablar, primero, de un matrimonio entre las palabras y las cosas que perduraría, según Foucault, hasta el siglo XVI.13 Posiblemente sobre el asunto tenga razón, aunque no sea éste, en realidad, el tema que me interesa tratar; tal vez los textos que nombran a la pintura de Velázquez no nos digan más de la realidad de lo que la propia pintura nos dice.
Sin embargo, lo que podemos notar es que Foucault equipara a las palabras y a las imágenes como signos divorciados de las cosas, tal como lo leemos en Esto no es una pipa (1973).14 ¿Residirá, acaso, en esta equiparación la salida al laberinto de Foucault? Foucault supone que las palabras y las imágenes son signos gemelos. ¿Acaso este a priori es cierto? ¿Las palabras son lo mismo que las imágenes? Podemos dudarlo, pues aunque las palabras y las imágenes comparten su carácter de signos, divergen en cuanto a ser signos de naturaleza distinta. Y es tan distinta su naturaleza que si mutilamos una imagen, por ejemplo, bien puede seguir siendo lo que, cuando estaba completa, significaba; en cambio, si mutilamos una palabra, pierde toda su significación. Una ilustración: si a la imagen de un árbol le borramos las hojas, sigue siendo un árbol… un árbol sin hojas; por el contrario, si a la palabra “árbol” le quitamos una letra, tan sólo una, deja de significar lo que significaba: á-bol, -rbol, ár-ol, árb-l, árbo-…
Tal vez Foucault ha sido burlado por su propio prejuicio. Si los títulos, siguiendo a Foucault, no nos dicen nada de la realidad representada pictóricamente, entonces debemos buscar esa realidad en la imagen misma, una vez superado el a priori de que una imagen es equivalente, en todo, a una palabra.
Las Meninas de Picasso
58 picassos
En 1957 Pablo Picasso se pondría a trabajar en una serie de reinterpretaciones de Las Meninas de Diego Velázquez. Al final fueron 58 los cuadros hechos por Picasso con el motivo pictórico de Las Meninas, los cuales fueron donados, once años después, al Museo Picasso en Barcelona.
Como lo podemos constatar en el que quizá sea el cuadro más conocido de la serie,15 Picasso no se limitó a reinterpretar a Velázquez, sino que se tomó algunas licencias creativas: introdujo algunos elementos nuevos (como palomas) y transformó la disposición del cuadro (de vertical a horizontal), lo que se traduce en un formato más narrativo. Sin embargo, uno se queda con la sensación de que, aunque Picasso no se hubiera tomado estas licencias creativas, definitivamente el cuadro habría sido muy distinto al de Velázquez. Aquí podemos formular una pregunta de apariencia ociosa: ¿por qué es el cuadro de Picasso distinto al de Velázquez? Después de todo, el contenido está prácticamente intacto: las figuras, los personajes, los espacios, las luces… el espejo. Pero el cuadro de Picasso parece exigirnos su diferenciación del de Velázquez.
Sabemos que Las Meninas de Velázquez y Las Meninas de Velázquez de Picasso son distintas no sólo por sus títulos; olvidémonos de las palabras por un momento: son distintas porque fueron hechas en presentes distintos, porque están constituidas en su propia historicidad, porque fueron hechas por autores diferentes, porque se dirigen a observadores peculiares, porque Picasso puede observar a Velázquez y Velázquez no es capaz, atrapado en su temporalidad limitada, de observar a Picasso. La imagen, atendiendo a esta distinción, significa, primero que nada, en su presente: es singular, no universal, la tercera oposición binaria. Ante esto, podemos preguntarnos: ¿si la imagen es singular, entonces sólo tiene sentido en su presente de producción?
Pablo Picasso,
Las Meninas de Velázquez, óleo sobre lienzo,
1.94 x 2.60 mts., 1957,
Museo Picasso, Barcelona.
Aquí es fundamental pensar sobre la imagen de intenciones estéticas, ya que esta especie de imagen parece resistirse, al parecer más que cualquier otro sistema de significados, a convertirse en vestigio o fuente. Esto es algo fundamental para el historiador de las imágenes, pues, a diferencia de la mayoría de los vestigios comunes (no estéticos), el sistema estético sobrevive con mayor facilidad a su horizonte histórico-cultural de producción. Ilustremos esto: un sistema netamente funcional o comunicativo, como una señal de tránsito o un instructivo de uso de un electrodoméstico, sufrirá de un vaciamiento de significado conforme el mensaje que intenta comunicar pierda sentido para los usuarios.16 Por el contrario, un sistema estético, como la imagen de Las Meninas, experimenta un proceso inverso al vaciamiento, una suerte de acumulación de significados conforme sobreviva físicamente en el tiempo y en cada uno de sus encuentros (con estudiosos, con artistas, con observadores, con lectores, etcétera).
Tener siempre en cuenta lo anterior es importante cuando se usa la imagen estética como fuente para el estudio de la historia, pues nos pone alertas respecto de la naturaleza misma de esta fuente, lo que nos impedirá tratarla como cualquier otra. Se trata de un principio básico del saber histórico: cada vestigio, dada su naturaleza peculiar, debe ser abordado con métodos distintos. Estamos acostumbrados a tratar con vestigios escritos que nos resultan más o menos sencillos de traducir al lenguaje escrito del ensayo histórico. La naturaleza del vestigio escrito y del texto histórico son semejantes; pero escribir sobre el lenguaje audiovisual, por ejemplo, supone una distancia que es necesario superar entre el lenguaje del vestigio y el de la historia escrita, tan distintos entre sí. De ahí que haya quienes opinen que la historia escrita es siempre insuficiente para hablar de las imágenes del pasado; lo que lleva a pensar la propuesta de la historia audiovisual, construida bajo la lógica del lenguaje de las imágenes y los sonidos, no con la de las palabras.17
La imagen estética, entonces, se recarga de sentido a la vez que sobrevive a muchos presentes a través del tiempo.18 La imagen estética, en resumen, se presta a ser resignificada conforme abandona su horizonte histórico de producción. ¿Estoy afirmando, de esta manera, que la imagen estética es más universal que singular? No me atrevería a sostenerlo, pues correría el riesgo de asignar a la imagen un valor inmanente que, en este ensayo, no considero conveniente. Propongo, más bien, una tercera vía entre la singularidad y la universalidad: la imagen, al menos la estética, no es singular, pues siempre está en reconfiguración de sus sentidos a partir de los horizontes históricos (espaciales y temporales) en que sobrevive; por la misma razón, la imagen estética no puede ser universal: cada una de sus recargas de sentido se realizan en un horizonte histórico y cultural particular. En este punto es donde puedo incorporar la idea de que desde los estudios históricos pueden ser propuestas algunas alternativas a los problemas (oposiciones binarias) planteados por las imágenes.
¿Acaso el historiador de las imágenes debe buscar el sentido original o la intención del autor? Un iconólogo clásico como Erwin Panofsky podría respondernos, en sus Estudios sobre iconología (1962), con una afirmación;19 en Imágenes simbólicas (1972), un iconólogo posterior como E. H. Gombrich nos invitaría a que, más que hablar de intención, hablemos de implicación.20 Esta idea tiene que ver con reconocer que, aunque en su presente de origen la imagen se pensó con cierta pretensión y dirigida a cierto observador ideal, en presentes posteriores, en su devenir histórico, la imagen puede sufrir distintas implicaciones o resignificaciones dependiendo del observador. Debemos cuidarnos, sin embargo, de traducir esto como un relativismo del significado; es preferible pensar que la imagen, en su momento de creación, salió de sí misma para encontrarse con los observadores de su presente y su lugar, pero que, con el tiempo y la difusión en el espacio, la imagen llega a participar de distintos encuentros, complicándose el juego de las miradas.
Ya Foucault suponía una implicación del autor de Las Meninas cuando nos hablaba de la definición del lugar del observador. Esto es, Velázquez, el pintor, proyectó intencionalmente un lugar exacto para el observador-observado. Lo que nos habla, con independencia de quién o qué sea el observador-observado, de que hay una implicación de significado en Las Meninas, además de la presuposición de un espectador que entendiera, en su presente de producción, el código icónico del juego de las miradas propuesto por Velázquez. El hecho de que Velázquez tenga en cuenta a un observador, por más indefinido que éste sea, nos habla de que la obra fue pensada para fluir hacia afuera, y este afuera es el mundo real, el mundo del observador-observado que se distingue de la pareja real que habita el espejo y se presenta como el pilar de la broma de Foucault.
Encuentros
La palabra encuentro, en cuestión de imagen, nos indica la confluencia de dos o más miradas en algún punto intermedio, que nunca es inmóvil. Picasso se encontró con la mirada lanzada en el tiempo por Velázquez. De ese encuentro surgen nuevas miradas que crean espacios de encuentros en cada espacio y tiempo que se cruzan.
Así como Las Meninas de Velázquez y de Picasso son distintas, también son semejantes: más que por representar cosas distintas (transparencia) o por no representar nada (opacidad); más que por explicarse a sí mismas (inmanencia) o por depender de la reelaboración simbólica del observador (exmanencia); más que por significar obsesiones humanas permanentes (universalidad)21 o por estar atrapadas en su propio horizonte histórico de producción y observación (singularidad)… Más allá de toda esta discusión extrema y de apariencia insalvable, Picasso y Velázquez se vuelven semejantes en su propio espacio y lugar de encuentro.
Ante la transparencia u opacidad de la imagen, buscar un lugar de encuentro nos permite darnos cuenta de que ningún signo (icónico o lingüístico) puede aprehender la realidad pasada o presente tal cual, lo que no quiere decir que no podamos aprehender la realidad de alguna manera (en el siguiente apartado hablaremos de una de esas maneras de aprehender la realidad por medio del signo). Si no nos ubicamos en medio de la segunda oposición binaria, inmanencia y exmanencia, si nos quedamos con la inmanencia, ahogaremos el análisis en el nivel formal de la imagen, y lo único que lograremos será perdernos para siempre en el laberinto de opacidad de Foucault. Sin embargo, escapar hacia una teoría absoluta de la recepción nos colocará en una posición desde la cual no seremos capaces de conocer las estrategias que la forma establece para comunicar u ocultar significados. En otras palabras, no considerar la inmanencia de la imagen podría traducirse, por una parte, en una ingenuidad epistemológica ante el signo y, por otra, en una relativización de los significados, al ignorar la especificidad de los códigos inscritos en la imagen. Finalmente, al hablar de especificidad traemos a colación el debate entre universalidad y singularidad. Si hablamos de universalidad pudiéramos meternos en el embrollo de olvidar que los deseos o miedos latentes del inconsciente sufren de una dosis de historicidad que les otorga su singularidad. Puede ser que el subconsciente se manifieste siempre sin atender a la temporalidad; sí, se manifiesta siempre, pero de diferentes maneras.22 En esta diferencia radica la historicidad de la imagen. Lo cual nos regresa al motivo visual de Las Meninas. Observemos las pinturas de nuevo.
Ante estos salones de techos altos y achaparrados, de ventanas cerradas y abiertas, de perros realistas y abstractos, de pintores normalizados y agigantados… en fin, ante la singularidad de la diferencia histórica y estilística, y la universalidad de motivos y temas inconscientes, hay un punto de encuentro en el que los extremos parecen encontrar una tregua: el espejo y, más que el espejo, la luz que ilumina a quienes se reflejan en él. Ya nos lo advertía Foucault en el epígrafe de este ensayo, como dándonos el hilo de Ariadna para escapar de su juego terrible: “Nos vemos vistos por el pintor, hechos visibles a sus ojos por la misma luz que nos hace verlo”.23 El espejo, el más visible y el menos notado, el más iluminado y, a la vez, el más escondido a las miradas: ahí está la clave.
Las Meninas del historiador
En el camino de las huellas
Una clave es un acceso, una llave. La lógica de uso de la llave es abrir lo cerrado, revelar lo oculto, crear un ámbito de encuentro para dos espacios antes divididos, ensimismados, autosuficientes. Sería pertinente preguntarnos si un espejo puede ser una puerta y, en caso de serlo, si una llave nos ayudaría a pasar al otro lado.
Será necesario reflexionar acerca de la historicidad de las imágenes. Y es que cuando una imagen sobrevive al presente de creación, cuando ya han nacido observadores distintos de aquéllos hacia los que la imagen fluyó en el momento de su nacimiento, cuando el autor de la imagen ha perdido su poder de intención creativa sobre la imagen particular, entonces podemos decir que la imagen adquiere, en plenitud, una historicidad. Recordando la metáfora propuesta por Picasso, se trata de la misma imagen atravesando planos distintos; planos que, a su vez (y esto no lo dice Picasso), ejercen una influencia sobre el significado de la imagen, haciéndola siempre otra. Así, la historicidad de la imagen contempla su identidad en el tiempo, y su diferencia en el encuentro de las miradas.
Si algo es vigente en el giro lingüístico es su invitación a no ser ingenuos ante los signos. Hay que reconocer que, como la palabra, la imagen no es un dato de la realidad, sino un acto de ésta, tal como nos lo dice Georges Didi-Huberman en Imágenes pese a todo: “creyeron, sin duda, estar preservando el documento (el resultado visible, la información clara). Pero suprimían de [las imágenes] la fenomenología, todo lo que hacía de ellas un acontecimiento (un proceso, un trabajo, un cuerpo a cuerpo)”.24 Y es que Didi-Huberman nos presenta algunas fotografías tomadas en Auschwitz en agosto de 1944. Pero también nos presenta la manera en que, para ser publicadas en 1993 y hacerlas más sencillas, concretas, claras e informativas, fueron reencuadradas y mejor enfocadas. Este acto, para Didi-Huberman, es una especie de atentado contra el testimonio, pues las imágenes originales, irregulares, mal encuadradas, movidas, nos hablaban del acto mismo de tomar una fotografía en condiciones de terror (escondido, temblando, corriendo…). Las imágenes “mejoradas” nos presentan información, pero no nos transmiten la vida de presentes que ya se han ido. Aquí muestro un ejemplo de este proceso de mutilación del testimonio:25
Izquierda: incineración de los cuerpos gaseados en fosas al aire libre, delante de la cámara de gas del crematorio v de Auschwitz, agosto, 1944. Derecha: detalle reencuadrado de la figura de la izquierda
¿Qué es lo que sucede aquí? Se trata de eliminar justamente lo que resulta más visible y, paradójicamente, lo más estorboso para una supuesta comprensión cabal del acto representado en la imagen. Se limpia la imagen
de sus posibles irrupciones; se libera a la comunicación de la amenaza de interferencia de alguna señal extraña que impida la claridad del mensaje, tal como lo buscaba la semiología (semiótica) de Barthes al desmitificar los signos en sus Mitologías.26 Foucault, pese a todo, no parece tener humor para atreverse a borrar completamente la interferencia presente en Las Meninas; es parte de su juego: “no es un reflejo probable, sino una irrupción”.27 El espejo y la pareja reflejada son una irrupción en el sistema de miradas de la pintura de Velázquez; así lo reconoce Foucault, intuye su peligrosidad. ¿Y cuál es la mejor manera de esconder lo que no queremos que sea visible? Pues haciéndolo extremadamente visible, tan obvio que nos pase de largo. Por eso es que Foucault juega, con toda conciencia, a opacar al espejo, al tiempo que nos lo hace notar una y otra vez: “será necesario pretender que no sabemos quién se refleja en el fondo del espejo”.28
Pretender es jugar a hacer algo, hacer algo como si… hacer las cosas de una manera, siguiendo un camino que, se reconoce, no es el único posible.
En el espacio del encuentro, propuesto en este ensayo como espacio para el estudio de las imágenes, podemos reconocer el espejo como una irrupción, pero no por ello darle la vuelta u opacarlo, sino enfrentarlo con toda conciencia. El espejo no refleja la realidad, pero permite un acceso indirecto a una parte de ella; el espejo se vuelve una suerte de portal, un punto privilegiado para acceder a la realidad, que no es lo mismo que acceder a la verdad. Resulta necesario reconocer en él a un indicio, esa resquebrajadura en el orden del sistema de signos. Por ahí se hace posible trazar un bosquejo de la realidad, nunca la realidad misma. Aunque tal forma de conocer el mundo puede resultar poco satisfactoria para muchos, ciertamente se trata de una forma fundamental en la que el conocimiento de lo humano ha aprehendido la realidad. Esto lo hemos aprendido de Carlo Ginzburg, quien nos dice en su influyente ensayo “Huellas. Raíces de un paradigma indiciario” que “tras este paradigma indiciario o adivinatorio se entrevé el gesto tal vez más antiguo de la historia intelectual del género humano: el del cazador agazapado en el fango que escruta las huellas de la presa”.29
Entender la imagen como señal de algo nos permite llevar la reflexión hacia ese algo, nos permite ir más allá de la trampa de Foucault. De esta manera no habría lugar para la resistencia de algunos historiadores al abordaje semiótico del pasado,330 un abordaje al que se ha acusado de ser demasiado estructuralista y alejado de las particularidades-acontecimientos de la historia. Si bien es cierto que “la mirada del historiador no es la del semiólogo”,31 también es cierto que hay lugar para lo que pudiéramos llamar una semiótica indiciaria, posible redundancia que puede funcionar aquí para distinguirla de la semiótica estructuralista. Carlo Ginzburg, a través de su obra intelectual e historiográfica, nos enseña que esta semiótica nos permite el ingreso a las minucias descuidadas por los historiadores enfocados en los procesos (grandes o pequeños, de larga o de corta duración), los modelos, las explicaciones propias del paradigma galileo de la ciencia. Así, cuando “toda la semiótica se revela indiciaria”,32 es que tenemos oportunidad de abordar la historia en los desgarres mismos de los vestigios, esos signos que han sobrevivido a quienes los crearon. La semiótica, entendida así, desentraña la huella en su mismísimo talón de Aquiles: en el indicio, lugar privilegiado para mirar los misterios del pasado y hacer conjeturas (“adivinaciones”, dice Ginzburg) sobre los habitantes de ese misterio.
Y es que, me parece, no aplicar el análisis semiótico indiciario a las imágenes podría provocar más pérdidas que ganancias en la comprensión de la representación. Quisiera considerar, como ejemplo particular para el cine, a la manera de Julia Tuñón (contradictoria con su propia afirmación anteriormente citada), que la semiótica es “fundamental para la concepción del cine como construcción simbólica, pues permite superar la idea de construcción ingenua de la realidad”.33 Estudiar las imágenes como sistemas de significados en sí mismas no significa considerarlas a la manera de “las lecturas estructuralistas o semióticas [no indiciarias] que relacionaban el sentido de la obra sólo con el funcionamiento automático e impersonal del lenguaje”.34 Por el contrario, la imagen tiene sentido completo sólo en su interacción con su exterioridad. Y, a la vez, dicha exterioridad sólo adquiere una dimensión integral cuando interpela la interioridad icónica.
En resumen, estudiar las imágenes en su significación interna no tiene por qué dejar de lado los acontecimientos, ideologías, influencias culturales… que las hacen posibles. No es necesario decidir entre estructura y acontecimiento si somos capaces de entender la imagen-vestigio como un punto de encuentro atravesado por infinidad de elementos externos y, además, dotado de sentido propio, en sí mismo. El sistema de significados redimensiona su propia exterioridad, mientras la exterioridad otorga nuevos sentidos al sistema de significados, que nunca está cerrado. La clave de análisis es preguntarnos: ¿en qué horizontes históricos son posibles ciertos sistemas de significados? y ¿de qué forma inciden ciertos sistemas de significados en la construcción de horizontes históricos particulares?
De nuevo, el espacio del encuentro nos permite encontrar, como estudiosos de las imágenes, un mejor lugar en el juego de las miradas.
Dos mundos se encuentran
¿Es posible aprehender la realidad a través del estudio de las imágenes? Tal vez sí, aunque precisando que no podemos acceder a la realidad tal cual mediante las imágenes, sino que sólo la podemos conocer de manera indirecta. Lo cual coloca a las imágenes en la misma circunstancia que el resto de los vestigios utilizados por el historiador para producir saberes sobre presentes desaparecidos. El conocimiento histórico, como el médico, es necesariamente indiciario o conjetural. De ahí que sea válido preguntarnos, de nuevo, qué tan pertinente es para el historiador intentar conocer las intenciones originales de los creadores de imágenes o, por el contrario, descubrir, bajo la lógica de la comunicación, las formas en que las imágenes son recibidas por los observadores. El historiador tendría que buscar en mayor medida ahí donde es más difícil buscar: en los momentos y los espacios de los encuentros; no en la producción por sí misma, no en la recepción pura.
Sería muy provechoso que el historiador, al problematizar su relación con las imágenes, considere todos los elementos que hacen posible la iconicidad y, en última instancia, una cultura de lo visual, un juego específico de las miradas. Es decir, y ejemplificando, que cuando el historiador interpreta una imagen no está intentando dilucidar qué quiso decir con ella y en ella el autor, el significado original. Tampoco podemos saber con exactitud cómo fue entendida por los observadores cierta imagen. Lo que sí podemos hacer como historiadores es conjeturar sobre posibles recepciones e intenciones a partir de unos vestigios específicos. Los historiadores contamos solamente con los síntomas, pero nunca con las enfermedades en sí mismas. Nuestras pruebas son las señales de que algo pasó por ahí; podemos discernir ese algo, mas nunca observarlo en el sentido de la ciencia galileana. Podemos decir qué pudo haber pasado por ahí, mas no qué pasó por ahí. Lo importante para el historiador de las imágenes, en pocas palabras, es construir un posible horizonte en el que fue posible que se encontraran el mundo de la representación y el mundo del observador.
Esto nos acerca, definitivamente, a una historia cultural de las imágenes que pone el acento sobre la noción de representación. Roger Chartier, en su ensayo “El mundo como representación”,35 ya nos habla de la posibilidad de plantear, desde el estudio de la cultura, interpretaciones generales de la sociedad. De hecho, la obra intelectual de Chartier es fundamental para pensar, sobre todo, las articulaciones entre las representaciones y las sociedades. La noción de representación nos indica, ante todo, una vinculación entre una ausencia y una presencia. En el acto de representar se coloca una cosa por otra. Hay un objeto o una acción presente o visible que nos señala un mundo ausente o invisible. Lo que nos hace regresar a Las Meninas, las de Velázquez, las de Picasso y las de Foucault.
En el apartado anterior se señalaba que Foucault pretende hacer creer a sus lectores que el espejo no refleja nada, sino que es una irrupción, una anomalía del sistema de significados. Por ser una suerte de error, el espejo no nos habla de una realidad, sino que acentúa el encierro sin posibilidad de salidas del salón-laberinto pictórico. Pero ya se argumentó también que esto no es más que una pretensión de Foucault: “será necesario pretender que no sabemos quién se refleja en el fondo del espejo”.36
Foucault juega a invertir la relación básica de toda representación: la presencia no está en lugar de la ausencia, sino que la ausencia ha sido atraída hacia la pintura, mientras que la presencia ha sido expulsada de ella. La pintura, en la broma de Foucault, no representa nada. En otras palabras, Foucault niega cualquier posibilidad de encuentro entre el mundo de la representación y el mundo social.
Mientras Foucault vuelve opaca la imagen y, por ende, el mundo real, Ginzburg prefiere decirnos que “si la realidad es opaca, existen ciertos puntos privilegiados –señales, indicios– que nos permiten descifrarla”.37
Estos indicios son, precisamente, los puntos en que se encuentran el mundo de las representaciones y el mundo social de los que nos habla Chartier. Foucault tiene razón en algo: el espejo de Las Meninas es una irrupción, una resquebrajadura que el mismo Foucault trata de resanar, ya que sabe bien que no es otra cosa que un indicio de realidad, un punto de encuentro de dos mundos, una salida a su laberinto, el aguafiestas de su broma. Por eso Chartier señala que si bien las obras son
producidas en un orden específico, se liberan de él y existen por las significaciones que sus distintos públicos les han atribuido, a veces durante largos periodos. Lo que debe pensarse, entonces, es la articulación paradójica entre una diferencia –aquélla mediante la cual todas las sociedades, en modalidades variables, han separado una esfera particular de producciones, experiencias y placeres– y varias dependencias –aquellas que hacen posible e inteligible la invención estética o intelectual al inscribirla en el mundo social y en el sistema simbólico de sus lectores o espectadores–.38
Así, la relación entre el mundo de la representación y el mundo social tiende, a la vez, a separar y a unir. Se entiende que la presencia (las impresiones rojas y negras de unas manos sobre las paredes de una cueva o la hostia) no son lo mismo que una ausencia (una comunidad prehistórica o el cuerpo de Cristo). Hay una diferencia que es necesario conocer para poder vivir bajo las normas de las sociedades. Sin embargo, como seres sociales dependemos de las presencias, las pinturas rupestres y las hostias para comprender el mundo, al representárnoslo.
Las Meninas de Velázquez
Hace algunos años tuve la oportunidad de entrar al salón central del Museo del Prado, en Madrid… y ahí estaba: Las Meninas de Velázquez. Las oleadas de visitantes preferían mirar la pintura a un metro de distancia; además, eran tantos los turistas que no encontré espacio libre entre ellos. Me vi obligado a ver Las Meninas desde una distancia más considerable. Miraba la pintura y, de pronto, me pareció que me encontraba justo en el espacio del observador-observado proyectado por Velázquez algunos siglos antes. Si no fuera por Foucault, no me hubiera dado cuenta de que estaba participando de un juego de miradas que atravesaba espacios y tiempos que no podía comprender, ni entonces ni ahora. Mi experiencia estética frente a Velázquez estaba mediada por la lectura de Foucault. Se trataba de un encuentro particular, irrepetible, atravesado por lecturas, saberes, experiencias, ignorancias y posibilidades afectivas, estéticas, materiales… Para un futuro historiador de las imágenes, quien lee este ensayo y yo seremos personajes conjeturales, construidos, de manera indirecta, a partir del juego de las miradas planteado en una pintura del siglo XVII.
Las imágenes, como cualquier otra forma de representación, se caracterizan por una doble tendencia: se alejan del mundo social en la misma medida en que tienden a regresar a él. Para salir del laberinto de Foucault es necesario entender Las Meninas bajo esta doble tendencia. Foucault trata de encerrarnos al decirnos que el signo no habla más que de sí mismo. Nosotros sabemos, sin embargo, que en el espejo está la pareja real, que el pintor representado es el mismísimo Velázquez, que son enanos los que acompañan a la infanta… lo sabemos porque pertenecemos a una determinada comunidad de interpretación (para seguir en la línea de reflexión de Chartier). Es sobre el lugar del encuentro entre una comunidad de interpretación y una imagen, entre el mundo de lo representado y el mundo social, donde el historiador de lo cultural puede moverse.
Este lugar de encuentro no se entiende en un sentido espacial, sino como horizonte de posibilidad, un horizonte histórico. Un horizonte en el que es posible crear ciertas imágenes, así como construir formas específicas de mirar. Para descifrar este horizonte de las miradas, los historiadores contamos, de manera fundamental, con vestigios icónicos. Así, la posibilidad de aprehender cierta realidad por medio de imágenes tiene sentido; el estatuto epistemológico de la imagen como fuente para la historia parece tener buenos argumentos a favor. Con todo, como cualquier asunto del saber, estamos hablando de simples posibilidades, ni más ni menos. Y las preguntas, como las meninas, se multiplican.
Fuentes iconográficas
Anónimo (miembro del Sonderkommando de Auschwitz), Incineración de los cuerpos gaseados en fosas al aire libre, delante de la cámara de gas del crematorio v de Auschwitz, agosto, 1944, Museo del Estado de Auschwitz-Birkenau, Oswiecim (negativo núm. 278).
Picasso, Pablo, Las Meninas de Velázquez, óleo sobre lienzo, 1.94 x 2.60 mts., 1957, Museo Picasso, Barcelona.
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Notas:
1 Lizarazo Arias, Iconos, figuraciones, sueños, pp. 189-196.
2 Hay, sin embargo, una oposición binaria propuesta por Lizarazo Arias que prefiero dejar fuera de la discusión. Se trata de la antinomia sustancialismo / vaciedad que, en pocas palabras, es el enfrentamiento entre el nihilismo más radical y el espiritualismo más exacerbado. No parece haber punto de acuerdo ni alternativas posibles entre ambas nociones. Así, no considero adecuado incluir esta oposición en la discusión por su misma naturaleza antideliberativa.
3 Foucault, Las palabras y las cosas.
4 Aunque Foucault comienza su libro con el estudio de una imagen, no resulta fundamental para su lectura entender la pertinencia y la importancia que las imágenes podían tener dentro de la mutación epistemológica que se estaba operando en Francia a finales de la década de 1960. Sin duda el tema es importante, pero no en Las palabras y las cosas, donde la imagen sirve como uno de los pretextos para pensar el surgimiento del “no-lugar del lenguaje” (p. 2), del resquebrajamiento de la relación entre el signo y lo que designa. Para pensar este rompimiento, Foucault recurre por igual a la pintura de Velázquez que a un cuento de Borges. La imagen no está en el centro de la reflexión de Foucault.
5 Foucault, Las palabras y las cosas, p. 15.
6 Foucault, Las palabras y las cosas, p. 23. Las cursivas son mías.
7 De ahí que incluso la Iglesia católica tome cartas en el asunto. En 1957, en su Carta encíclica sobre la cinematografía, la radio y la televisión, el papa Pío XII hacía “énfasis en la importancia de la imagen que ‘penetra en el alma con placer y sin fatiga’, capaz de llegar al alma, ‘aun la más tosca y primitiva’, sin necesidad de hacer ningún esfuerzo de abstracción o deducción implícito en un razonamiento intelectual”. Citado en Torres Septién, “Los fantasmas de la Iglesia”, pp. 113-114.
8 Eco, La estructura ausente, p. 30.
9 Beuchot, La semiótica, p. 165.
10 Barthes, Ensayos críticos, p. 189.
11 Foucault, L’ archéologie du savoir, p. 28, citado en Certeau, Historia y psicoanálisis, p. 39.
12 A los que no quisiera caracterizar rígidamente, pues ni Eco es Barthes, ni Foucault es… Foucault.
13 Foucault, Las palabras y las cosas, p. 42.
14 Foucault, Esto no es una pipa. Una obra donde cabría preguntarse cuál es el título del libro: la frase o la imagen de la portada.
15 Picasso, Las Meninas de Velázquez.
16 No hablo aquí de que un sistema funcional o comunicativo no pueda ser reanimado por nuevos significados impuestos por quienes los estudian, quienes los incorporan a nuevos sistemas estéticos o quienes los convierten, por ejemplo, en detonadores de nostalgia. Lo que digo es que, en su cotidianidad, estos sistemas pierden sentido, ya no se usan.
17 Rosenstone, “Historia en imágenes, historia en palabras”.
18 Así, el mismo Picasso, al hablar de su arte en 1923, decía que cuando oía “hablar de la evolución de un artista, [le parecía] que la consideran como si estuviera entre dos espejos paralelos que reproducen su imagen un número infinito de veces, y que contempla las imágenes sucesivas de uno de los espejos como si fuera su pasado y las del otro espejo como su futuro, mientras que la imagen real la ve como su presente, sin pensar que todas ellas son la misma imagen en diferentes planos”. Picasso, “El arte es una mentira”, pp. 453-456.
19 Panofsky, Estudios sobre iconología.
20 Gombrich, Imágenes simbólicas, p. 16.
21 Que aquí podemos relacionar con el enfoque psicoanalítico del estudio de las imágenes. Ver Lizarazo Arias, Iconos, figuraciones, sueños, pp. 105-150.
22 Al estudiar los Cuentos de Mamá Oca, Robert Darnton propone superar las explicaciones psicoanalíticas de los sistemas de significados para ser capaces de estudiarlos en su singularidad, en el momento y contexto mismo de su origen. Darnton, La gran matanza de gatos, pp. 15-80. El universalismo del psicoanálisis, al buscar en cada sistema de significados no su historicidad sino motivos inconscientes, se hace evidente en Bettelheim, Psicoanálisis.
23 Foucault, Las palabras y las cosas, p. 16.
24 Didi-Huberman, Imágenes pese a todo, pp. 63-64.
25 Izquierda: anónimo (miembro del Sonderkommando de Auschwitz), Incineración de los cuerpos gaseados. Derecha: detalle reencuadrado de la ilustración de la izquierda, según Swiebocka y otros (editores), Auschwitz, p. 174.
26 Barthes, Mitologías, p. 253.
27 Foucault, Las palabras y las cosas, p. 20.
28 Foucault, Las palabras y las cosas, p. 19. Las cursivas son mías.
29 Aunque este ensayo había sido publicado parcialmente en 1978, en la Revista di storia contemporánea, núm. 7, una versión más completa (en la cual se basa la traducción que he leído) fue publicada en 1979 como “Spie. Radici di un paradigma indiziario”, en Crisi della ragione, libro que estuvo al cuidado de A. Gargani, y editado por Einaudi en Turín. Ginzburg, “Huellas”, p. 112.
30 Como Tuñón, “Torciéndole el cuello al filme”.
31 Tuñón, “Torciéndole el cuello al filme”, p. 346.
32 Ricoeur, La memoria, p. 227.
33 Tuñón, Mujeres de luz y sombra, p. 33.
34 Chartier, El presente del pasado, p. 26.
35 Publicado originalmente en Annales ESC, noviembre-diciembre, 1989. Consultado en Chartier, El mundo como representación.
36 Foucault, Las palabras y las cosas, p. 19. Las cursivas son mías.
37 Ginzburg, “Huellas”, p. 151.
38 Chartier, El presente del pasado, pp. 28-29.