Por mano propia.
Estudio sobre las prácticas suicidas
Miguel Ángel Isais Contreras
Universidad Nacional
Autónoma de México
Diana Cohen Agrest, Por mano propia.
Estudio sobre las prácticas suicidas,
Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2007, 331 pp.
Desde el siglo XVIII el tema del suicidio comenzó a ser visto con independencia de los paradigmas propios del cristianismo, con lo que se puso en marcha una nueva generación de pensadores que lo dimensionaron bajo nuevos parámetros. Puede decirse que fue en el mismo campo de la filosofía donde el suicidio comenzó a experimentar su proceso de secularización y donde, más que reprobarlo, se hicieron nuevos esfuerzos por tratar de entenderlo y tal vez justificarlo y, más arriesgadamente, otros todavía lucharon por su legitimación.
El trabajo de Diana Cohen viene a sumarse a esa pequeña lista de investigaciones contemporáneas que para entender el suicidio se ven en la necesidad de lanzar una –o varias– miradas hacia el pasado. Georges Minois del lado de la historia, Ramón Andrés y Al Álvarez del de la literatura, Thomas Szasz desde la psiquiatría y ahora Diana Cohen del lado de la filosofía han dedicado sus esfuerzos a establecer algunas claves de un fenómeno que mantiene una fuerte presencia en la actualidad y que por lo mismo ha dejado de tener una exclusividad disciplinaria.
En Por mano propia Diana Cohen comienza por presentar cómo en la actualidad la muerte ha perdido toda sacralización conforme la institucionalidad hospitalaria ha alcanzado a mayor número de sectores sociales, y es cuando la muerte, o el moribundo específicamente, comienza a padecer su propia marginación, a ser excluido de la sociedad, incluso de su familia. En el mismo caso se encuentra el suicidio, pues de entre todas las formas de morir ha sido tachada como la menos solemne por parte del cristianismo; una tradición que, asegura Cohen, comienza con
San Agustín.
Los primeros cuatro capítulos de la obra de Cohen muestran una pasmosa erudición, pues logra sintetizar el pensamiento de los imprescindibles filósofos griegos hasta llegar a aquella generación de ilustrados dieciochescos (Voltaire, Montesquieu, David Hume, Immanuel Kant, entre otros) que pusieron en crisis la inmanencia moral del suicidio. De tal manera, detalla las posiciones a favor y en contra resaltando y dando como ejemplo aquí la inclinación moral de Kant, quien arremetió en contra del suicidio tras considerarlo un acto cargado de egoísmo que a su vez iba en detrimento de la sociedad, más aún que de la familia. Y en el otro extremo estarían Hume y Holbach, entre muchos otros, el primero apostando por su total legitimación, al grado de que la sociedad misma se liberaba de una carga, y el segundo al asumir que mientras más se entendía la naturaleza, más se perdía el miedo a la muerte; sería ahí entonces donde el suicidio y la libertad de acceder a él se volverían más asequibles, como todo derecho.
Sin embargo, en los posteriores capítulos, en concreto los que se relacionan con “los enfoques científicos”, la autora, a diferencia de las primeras páginas, pasa rápidamente sobre algunas de las disciplinas (como la medicina del siglo XVIII y el alienismo del XIX) que se encargaron de construir la morbilidad del acto suicida, hecho que a la postre situó al deseo de la muerte voluntaria como un efecto, en definitiva, irracional. Si bien señala que fue Robert Burton el primero en estructurar el vago concepto de melancolía (con el que se buscó posteriormente dar origen a los comportamientos suicidas), pareciera que deja de lado algunos comentarios en torno a la embrionaria psiquiatría del siglo XVIII, de la que distintos penalistas, sociólogos y alienistas de la siguiente centuria se nutrieron. Aquí se incluirían, por ejemplo, los célebres Émile Durkheim y Sigmund Freud, hombres que desde sus muy particulares enfoques intentaron reinterpretarlo: el primero bajo una escueta y novedosa tipología (suicidio altruista, egoísta y anómico), y el segundo llevando más allá el concepto de melancolía, al que terminó por identificar como causante de una disminución del amor propio, de un empobrecimiento del yo.
La autora ofrece también algunas generalizaciones que, aunque originadas en Estados Unidos (tal vez por ser el país donde más se han diversificado las investigaciones sobre el tema), le permiten desdibujar el perfil suicida (causas, detonantes, edades, género, etc.), datos que en realidad nos reflejan más la respuesta cultural de la sociedad estadounidense hacia el suicidio que los efectos de este fenómeno en general, pues cabe decir –de acuerdo con Otto Klineberg– que cada sociedad, conforme a sus tradiciones y propia cultura, desarrolla una respuesta peculiar ante el suicidio.
Cohen, como especialista también en bioética, se inmiscuye en un debate que, se puede casi asegurar, difícilmente llegará a ser resuelto, y esto se debe a las condiciones legales, morales y médicas (entre otras) que intervienen en el suicidio; es decir, si es adecuado todavía en la actualidad “intervenir o interferir” en la muerte. Obviamente, Cohen hace alusión ya no sólo al suicidio, sino además a otros efectos donde el deseo de muerte se manifiesta: la eutanasia y el suicidio asistido. Y como algunos especialistas en la actualidad, retoma el célebre caso de Ramón Sampedro (también llevado a la pantalla grande), un marino gallego que vivió en estado cuadrapléjico por casi treinta años, y quien para terminar con su limitada existencia consiguió, en contra de las leyes españolas, la asistencia de una amiga.
Ahora bien, ante el debate y la resistencia que actualmente se han generado en torno al suicidio asistido, debido en gran parte a los principios hipocráticos de la medicina y a que ésta desde el siglo XVIII consideró las conductas suicidas como carentes de total raciocinio, Cohen se pregunta de nuevo (utilizando el caso de Sampedro) si es todavía acertado considerar el acto suicida bajo esos términos: “¿no puede acaso la muerte voluntaria alguna vez ser racional?” Considera casi imposible este hecho al ver que aunque la medicina haya hecho la distinción entre un tipo de depresión racional –normal– y otra patológica, ambas, indistintamente, cierran la posibilidad de otorgar racionalidad al acto suicida, pues incapacitan al individuo y provocan un desequilibrio emocional que lo priva de todo agente moral. Planteado en esos términos, continua Cohen, “el individuo no tiene escapatoria y debe renunciar a decidir sobre su propia persona”.
Un aspecto que bien valdría considerar en la obra de Cohen, y que a la vez viene a ser muy propositivo para la terapéutica moderna, es la valoración que hace de los “sobrevivientes”, es decir, de todos aquellos que han vivido y atestiguado el suicidio, primordialmente de un familiar. Cohen nos dice que este “proceso de duelo” conlleva sus propias características, tanto como las tentativas y los suicidios consumados, pues desarrolla muy generalmente un proceso que se da en tres etapas: incredulidad, negación y rabia. Se trata de un aspecto que nos hace reflexionar, dado que en las instituciones de salud de países como el nuestro esta clase de consideraciones son casi inexistentes, pues para ellas el suicidio sólo encierra efectos estadísticos, con causales muy generalizadas y sobremanera estereotipadas.
En general, la obra de Cohen al final también resulta muy aleccionadora en un tema que tangencialmente ha cruzado por la mente ya no digamos de la sociedad, sino la de los profesionales de la salud pública, el derecho, la bioética, la psiquiatría o la psicología, quienes curiosamente y por tradición se han autodesignado como sus más fervientes especialistas. Así como el suicidio se comenzó a apartar de la Iglesia en el siglo XVIII, hoy en día por igual debiera, si no apartarse, sí extenderse entre otras disciplinas, y el trabajo de Cohen ofrece un claro ejemplo de ello cuando se conduce sobre varios campos, sobre todo el de la filosofía. También cabe mencionar la recomendación que hace a los historiadores, pues al ser los suicidas apartados del mundo de los vivos, también lo son del de los muertos, al desaparecer así cualquier registro de ellos: “el historiador del suicidio –nos dice– debe dirigirse, pues, a los archivos judiciales”. Y Georges Minois se ha percatado de ello, en su Histoire du suicide, dentro de la sociedad de la Europa occidental, tratando de realizar a la vez una que otra “autopsia psicológica” con el empleo de semejantes fuentes, ya que los suicidas desde el principio fueron juzgados como criminales.