Opiniones religiosas
y proyectos de Iglesia en Veracruz, 1824-1834
David Carbajal López
Universidad de París I
Panteón-Sorbona
Este artículo intenta aportar una mirada regional a los cambios en la cultura religiosa de principios del periodo independiente a partir de la prensa de Veracruz. Ésta contribuyó a la difusión de críticas de la cultura tradicional a partir de nuevos valores y modelos. En ella se perfilaba un nuevo modelo de Iglesia que insistía en la soberanía de la potestad civil y que tuvo su formalización más clara en la obra de José María Luis Mora e influyó notablemente las reformas estatales de 1833 y 1834. Los debates habidos entonces nos muestran que también los obispos de la época formulaban proyectos de renovación, basados en el principio de la soberanía eclesiástica, pero también de los “derechos de los pueblos”. Sin embargo, unos y otros coincidían en el abandono de la antigua constitución corporativa.
Palabras claves: Iglesia católica, Veracruz, liberalismo, opinión pública, cultura religiosa.
Al principio de su Discurso sobre la constitución de la Iglesia de 1857, don José Bernardo Couto, uno de los políticos veracruzanos más destacados del siglo xix, hacía notar la importancia de “las cuestiones religiosas” para la política de la época. Este siglo, lamentaba, “se ocupa en ellas, y tal vez demasiado”. En todas partes, continuaba, “el poder que le dio Jesucristo [a la Iglesia], los derechos reales o supuestos de la potestad civil en lo que mira al culto, son materia de continua y empeñada discusión”.1 Tenía razón Couto, como veremos en este artículo, pues prácticamente desde la consumación de la independencia la religión había estado en constante debate,tanto por lo que toca a sus prácticas como a su organización institucional. No era un asunto menor: durante los tres siglos del régimen virreinal la catolicidad había constituido para el imperio hispánico en su conjunto uno de los cimientos prácticamente incuestionables del régimen. Como lo ha destacado la historiografía reciente, la comunidad no se concebía sino reunida para fines que eran al mismo tiempo materiales y espirituales, por lo que toda ella no era sino un miembro del “gremio de la Santa Iglesia Católica Romana”, en el que la autoridad civil debía colaborar con la eclesiástica para garantizar la conservación de la fe unánime de todos los súbditos, así fuera por la vía de la coerción.2
El nuevo espacio de discusión que Couto criticaba, la opinión pública, había visto la luz en el mundo hispánico hacia finales del siglo XVIIIv sobre todo a principios del siglo XIX. Como lo ha mostrado también una historiografía muy importante, ésta se expande sobre todo en el marco de la crisis monárquica de 1808, cuando los mecanismos institucionales tradicionales de censura de publicaciones desaparecen y cuando la crisis misma da pie a la discusión de los principios fundamentales de la monarquía.3
El movimiento de ideas surgido entonces habría de inspirar profundamente la que sería la primera gran asamblea revolucionaria del mundo hispánico: las Cortes constituyentes reunidas en Cádiz a partir de septiembre de 1810.4
Las Cortes, sin embargo, se mostraron más bien moderadas. Los documentos fundamentales redactados por los legisladores gaditanos, comenzando por la Constitución de 1812, mantuvieron muchos de los valores del antiguo régimen, el más importante de los cuales era sin duda la religión.5
Empero, una parte significativa del episcopado, del clero y de los religiosos vieron en el primer liberalismo una obra a veces francamente demoniaca, influida por los philosophes franceses. De ahí que, al volver el rey Fernando VII en 1814, se concretara la alianza del trono y el altar que caracterizó los años siguientes, hasta 1820. Puede suponerse que fue precisamente a causa de tal vinculación que, una vez restablecido el régimen constitucional en ese año, se desató en la península ibérica una verdadera marea de opiniones religiosas, muy serias algunas, satíricas la mayoría y todas profundamente críticas de ciertas prácticas tradicionales y de la Iglesia;6 opiniones que vinieron, además, acompañadas de sendos decretos de reforma de las órdenes religiosas y proyectos que comprendían una reorganización más amplia de la Iglesia en su conjunto.7
Aquellas opiniones religiosas y aquella legislación reformadora no fueron especialmente bien recibidas en la Nueva España, donde se contaron incluso entre las causas explícitas de la independencia proclamada por el Plan de Iguala en febrero de 1821.8Empero, si la separación impidió la aplicación de algunos de los decretos de 1820, no evitó que continuara la difusión de las nuevas opiniones acerca de la religión; más aún, la construcción de la nueva nación pronto pareció ir de la mano con una renovación profunda en lo relativo a Iglesia y la religión. Sobre tales cambios y sus antecedentes en el siglo XVIII existe ya una importante historiografía en la que destacan, por ejemplo, los trabajos de Brian Connaughton y Carlos Herrejón sobre el discurso clerical,9 los de Francisco Javier Cervantes Bello sobre los ingresos eclesiásticos,10los de Anne Staples y Francisco Morales sobre las continuidades entre la política de los Borbones y los primeros gobiernos republicanos,11 además por supuesto de una amplia historia institucional de las corporaciones religiosas12 y los clérigos de la época.13 En este artículo queremos solamente insistir en un aspecto de esas transformaciones: los debates en la prensa, tanto en publicaciones periódicas como folletos, que es un tema asimismo ampliamente tratado en las últimas décadas, aunque todavía poco en la esfera local.14
La instalación de la república federal en 182415 contribuyó a la aparición de nuevos espacios para la opinión. En las capitales de las antiguas provincias del reino novohispano, convertidas ahora en “estados libres y soberanos”, vieron por entonces la luz nuevos órganos de difusión, lo mismo gubernamentales que de los grupos políticos que en adelante ritmarían la vida política local. Ya lo había visto el doctor José María Luis Mora, clérigo liberal y uno de los principales ideólogos del liberalismo de la época. Un verdadero movimiento ilustrado se pone entonces en marcha por todo el país, que propicia la apertura no sólo de nuevos periódicos, sino también de nuevas instituciones de educación, de bibliotecas, y por supuesto la extensión de la principal forma de socialización de los liberales decimonónicos, las logias masónicas.16
Aquí nos referiremos en particular a los debates habidos en uno de esos nuevos estados de la federación mexicana, el de Veracruz, a partir sobre todo de la prensa local. Nos referiremos en particular a los dos periódicos que constituyeron, cada uno en su momento, los portavoces de los hombres que controlaban el gobierno y la legislatura locales: El Oriente de Xalapa (1824-1828) y El mensagero federal, convertido luego en El procurador del pueblo, de Veracruz (1833-1834). Estudiaremos también los impresos generados por los debates que los legisladores veracruzanos tuvieron con el episcopado, especialmente en 1833-1834. En todos ellos veremos, en primer término, la crítica y las propuestas de renovación de las prácticas religiosas; en segundo lugar, los proyectos de reorganización institucional que propusieron por una parte los liberales veracruzanos, por otra los del episcopado, especialmente interesantes hacia el final del periodo. Podemos decir de antemano, siguiendo la línea de estudios que se han hecho, por ejemplo, a propósito de Buenos Aires, que incluso en el caso de los liberales se trataba de proyectos marcados ampliamente por referencias religiosas.17
Todas estas discusiones nos permitirán apreciar mejor los cambios en la cultura religiosa de las elites y su relación con la construcción de la nueva nación y de sus nuevos sujetos, los ciudadanos.
La crítica de los “verdaderos cristianos”
Un primer punto a destacar en las opiniones religiosas de los publicistas veracruzanos es la pérdida de sentido de numerosas prácticas que habían caracterizado la catolicidad durante los últimos siglos. Bendiciones, reliquias, oraciones, campanas, etcétera, que ya desde la segunda mitad del siglo XVIII las autoridades civiles y eclesiásticas intentaban moderar y controlar supuestamente para sacralizarlas mejor,18 eran ahora motivo de debates públicos. El mundo lleno de peligros de la religión protectora de la Nueva España había dejado paso a un sentimiento de seguridad cuando menos implícito,19 lo que permitía a los publicistas ridiculizar todas aquellas barrocas manifestaciones exponiéndolas desde el ángulo del absurdo. “Apenas se abre una taberna de nuevo, cuando lo primero que se busca es un padre con estola y agua bendita para que bendiga aquel lugar donde va a residir Satanás”, denunciaba por ejemplo una carta anónima fechada en la ciudad de México a finales de 1824.20 El antiguo intercambio de limosnas por oraciones o por objetos de devoción era, consecuentemente, no otra cosa que un “escandaloso comercio” con el cual los religiosos faltaban inclusive al voto de pobreza, repetían constantemente los periódicos. Había, pues, que purificar la religión de todas las “sacaliñas” heredadas de tiempos novohispanos; es decir, mortajas, escapularios, cordones, estampas, rosarios y un largo etcétera.21
La crítica alcanzaba también la impronta religiosa del paisaje que había sido hasta entonces una de las obras fundamentales de las corporaciones religiosas novohispanas. Bajo el elocuente seudónimo de El amigo del silencio apareció en 1826 en la prensa veracruzana un artículo dedicado a combatir los constantes tañidos de las campanas. Nuevamente, había una marcada diferencia de sensibilidad. Aquel sonido que debía inspirar la devoción o la alegría de los fieles, recordándoles la vanidad de la vida en los dobles fúnebres, o los beneficios del cielo con los repiques, no era entonces otra cosa que un “sonido molestísimo” cuya moderación o eliminación había que imponer a toda costa. Como era costumbre, los publicistas insistían en las preguntas irónicas y las vueltas por lo absurdo. En aquel artículo el autor se preguntaba: “si Dios se apiada a campanazos de las almas de los difuntos, ¿no se apiadará de los vivos que tenemos más riesgo del mismo modo?”22
El amigo del silencio, como otros muchos articulistas de aquellos años, ridiculizaba no sólo aquellos espectáculos sonoros, sino también a quienes eran sus destinatarios. Sobre las sonerías fúnebres para un religioso mercedario y para una monja, se preguntaba incluso “¿a qué fin incomodar a todo un vecindario con un suceso que, bien mirado, debe causar distinta sensación a sus compañeros que se ahorran de un consumidor del refectorio?”23
El catolicismo da importancia fundamental a la publicidad del buen ejemplo de los clérigos, religiosos y laicos devotos, modelos de conducta ofrecidos a los fieles para su construcción personal.24 Por eso los publicistas ponían precisamente en tela de juicio la validez de ese modelo, y ofrecían en respuesta otros nuevos, más acordes con las “luces del siglo”, pero también con la “pureza de la religión”.
Esos modelos nuevos alcanzaban inclusive la concepción de Dios mismo, como nos muestran las críticas de las oraciones por los muertos. El responso, la oración principal del oficio de difuntos, fue uno de los blancos más comunes de la crítica de los publicistas. Para la sensibilidad religiosa de los liberales no era posible concebir la necesidad constante de mediación en el juicio de las almas, siendo que “el Dios de clemencia escucha igualmente de sus hijos los hombres sus interpelaciones, y atiende a sus ruegos sin que sea necesario que sean por mano de ninguno, sino directamente”, como lo aseguraba un “arriero despreocupado” (es decir, sin prejuicios) en el propio mes de septiembre de 1824.25 Las llamas de las penas infernales y del Purgatorio resultaban completamente fuera de lugar tratándose de un Dios que los articulistas calificaban normalmente de clemente, misericordioso, pacífico y tolerante incluso.26 La imagen de Dios como juez, va sin decirlo, debía quedar en el olvido.
A ese Dios de bondad debía tributársele sin duda un “santísimo culto”, que si bien reconocían “no consiste solamente en homenaje del corazón” sino también en ceremonias exteriores, debía en cambio conservarse “en toda su pureza”, rememorando siempre en lo posible la sencillez de los primeros siglos. En ese contexto parecía sin duda absurdo el extenso despliegue festivo propio del catolicismo. Las fiestas de los santos patronos de las cofradías y parroquias, con sus grandes banquetes, sus fuegos de artificio, sus romerías, no eran sino atentados a la moral y a las costumbres, y por lo tanto ofensas a Dios mismo y a los bienaventurados ahí representados. Además, en la mirada profundamente utilitarista de los publicistas, las abundantes fiestas del calendario no hacían sino reducir los días laborables y por tanto desperdiciar recursos.27 La mejor manera de santificar las fiestas, llegaron a afirmar algunos, no era sino dedicar la jornada al trabajo honrado y al estudio. Así, la reducción de las fiestas se fundaba en el doble motivo de la espiritualización de la religión y de la mejora de la economía política. Sobre esto último no había ningún empacho en afirmar que “por el ahorro de tan cuantiosas sumas perdidas se haría rica, si lo quisieren sus legisladores, una nación nacida para la prosperidad absoluta”.28
En efecto, la reforma de las prácticas religiosas tenía consecuencias evidentes para el progreso de la nueva nación. Consecuencias económicas, pero sobre todo políticas, asociadas con la formación del “patriotismo”. Éste era un término abundantemente citado en los periódicos que estudiamos aquí, sobre todo como una forma de reconocer la obra de una persona. Un “patriota” estaba íntimamente asociado al combate de la “hidra del fanatismo” y a la difusión de las luces. Era necesario, lo decían claramente los propios publicistas, “propagar por la república la ilustración y la felicidad” y combatir así a “los preocupados, los fanáticos y los estúpidos”; había que trabajar simultáneamente “para el provecho y gloria de nuestra santa religión […] para los adelantamientos de la Patria nuestra”.29
Ahí estaban, como ejemplo, el “patriotismo y virtudes” del clero mexicano, cuyos casos más notorios eran los nuevos héroes del panteón nacional: Hidalgo, Morelos, Matamoros, salidos “del seno de la Iglesia a plantar el árbol hermoso de la libertad”,30 para ilustrar incluso a los propios clérigos decimonónicos. Ahí estaba también, tratándose de los religiosos, fray Bartolomé de las Casas, cuya memoria era entonces rescatada a un mismo tiempo como “apóstol del cristianismo, padre y defensor celoso de los americanos”.31 Y es que el patriotismo, cierto, era el rechazo de la antigua dominación española, pero no sólo la estrictamente política, sino también la cultural y religiosa. Es decir, se trataba de separarse de todo aquello que ya para entonces estaba consagrado como parte, ya que no de la España real (que por entonces vivía enfrentamientos no muy distintos), sí que de la leyenda negra sobre la península ibérica. Al respecto se hablaba siempre despectivamente de prácticas y costumbres “fanáticas” o “supersticiosas” que no podían sino haber sido introducidas por una España que en el mejor de los casos era “ciega”, y cuando no, “ignorantísima” y “caduca”.32
A ella se oponía en cambio Europa y especialmente, aunque pueda sonar paradójico, la “religiosa Francia”. En efecto, no faltó el publicista que se lanzara a preguntar “¿en qué país donde nuestro santísimo culto esté más verdaderamente y con piedad igual profesado que en esa Francia, lumbrera más resplandeciente de la culta Europa?”33 Francia ofrecía más de un ejemplo a la nueva nación en el ámbito religioso. Era, en principio, la prueba misma de que el catolicismo podía ser “racionalmente profesado”, como se argüía en la prensa cuando se publicó el discurso de Lucien Bonaparte para la aprobación del concordato de 1801.34
Y es que además de patriotismo hemos dicho virtudes. Debemos comenzar citando aquéllas indispensables para consolidar la nueva nación. Al respecto, “el ciudadano Bonaparte” como le decían los publicistas, había señalado ya que la religión era indispensable tanto para el mantenimiento de “la economía de las sociedades”, como para la “felicidad de los individuos”, toda vez que aseguraba, diríamos hoy, la moral pública y privada.35
No otra cosa pensaban en México otros destacados escritores de la época como Vicente Rocafuerte o José Joaquín Fernández de Lizardi.36 La religión estaba ahí para promover las virtudes sociales como la obediencia a la ley y el mantenimiento del orden.
Desde luego, otros ejemplos de virtudes los ofrecían también los clérigos que pasaban del púlpito a la tribuna de los congresos, estatales y nacional, para contribuir a la construcción de la nueva patria. Ahí estaba, por citar el caso más notorio entre los veracruzanos, el del doctor Francisco García Cantarines, diputado constituyente estatal, de hecho uno de los líderes de esa legislatura. En él los publicistas veían reunidas todas las virtudes posibles; cierto, cristianas, pues repetimos que se trataba de purificar la religión, no de destruirla. Un ejercicio de purificación en que las virtudes teologales, siendo válidas, podían haber cambiado un tanto su contenido. Así, del doctor Cantarines no se habla sino de su “caridad bien ordenada, que sin fomentar la ociosidad socorre la indigencia”.37 Lo repetimos: los publicistas decimonónicos tenían también puestas sus esperanzas en que la religión habría de formar no sólo hombres patriotas, sino también trabajadores capaces de construir la riqueza y la prosperidad de la patria.
Patriotismo, orden, prosperidad. Había sin duda un profundo optimismo entre los liberales de aquellos años respecto de los resultados que traería la difusión de la ilustración en materia religiosa. Optimismo fundado en una fe, en Dios sin duda, o al menos así lo declararon reiteradamente, pero también en el hombre. De ahí que cuestionaran seriamente la antropología tradicional que hemos citado, en la cual las autoridades corporativas y sobre todo los prelados eran guías indispensables para el buen régimen de las almas.38Tal vez no hubo un debate en que más se empeñaran en cuestionar dicha guía que cuando se discutieron los edictos episcopales que de vez en vez aparecían prohibiendo la lectura y difusión de ciertos libros, principalmente los de los philosophes franceses.
Cierto, esas obras fueron entonces defendidas por los liberales, pues transmitían las “luces del siglo”, es decir, la cultura de la libertad y de la futura prosperidad que tanto deseaban. Lejos de prohibirlas, decían, había que promoverlas. Pero además, se trataba de defender una religión que no debía utilizar otras armas que las estrictamente espirituales: “la enseñanza, la exhortación, la práctica de las virtudes, y en el orden penal, la separación de la Iglesia [es decir, la excomunión]” según la enumeración que hiciera uno de los grandes publicistas, clérigos y legisladores de la época, el doctor José María Luis Mora. Y si había que tolerar los “libros impíos”, otro tanto había que hacer con las “opiniones religiosas”.39 En efecto, diversos artículos insistían en justificar la tolerancia religiosa, con citas de los padres de la Iglesia, pero también bíblicas, evangélicas incluso, como la parábola del trigo y la cizaña. Y es que en las páginas de los publicistas, la religión de la nueva patria era la de un Dios, lo hemos dicho, tolerante, e incluso racional. Un Dios que había expresado en las epístolas de San Pablo que “nuestra adhesión a las verdades del cristianismo sea racional y no ciega y forzada”.40 Por todo ello, sustituían el magisterio clerical por el de la razón, que desde luego estaba más que bien expresado a través del “tribunal de la opinión” que ellos mismos formaban. Así, frente a cualquier acusación de herejía procedente de “fanáticos” o devotos, respondían con llamados entusiastas a ejercitar precisamente el raciocinio, confiados en que éste no podría sino beneficiarles. “Examinad, abrid los ojos, ved de dónde nacen esos rayos con que os quieren asustar, ved por qué los fulminan, quienes los fulminan y qué miras llevan en fulminarlos”,41 decía uno de esos entusiastas llamados al público para ejercer las que eran sus virtudes esenciales: la razón y la libertad.
Así, en las duras críticas contra los gobiernos episcopales que condenaban las obras ilustradas, contra los sermones de algunos clérigos y religiosos, y desde luego, contra los seglares devotos, “fanáticos y supersticiosos”, los publicistas liberales parecían indicar que la nueva patria requería no sólo la purificación de la religión sino sobre todo la de la Iglesia católica.
La constitución política de la Iglesia mexicana
El 19 de octubre de 1821, unas pocas semanas después de la entrada del ejército trigarante a la ciudad de México, la regencia del naciente imperio consultó con el arzobispado de la capital qué procedimiento debía usarse para proveer los beneficios eclesiásticos vacantes, “salvando la regalía del patronato”.42 Tal fue el inicio de uno de los debates más característicos del siglo XIX mexicano, hispanoamericano en general, el del “patronato nacional”. Sin pretender ser exhaustivos, recordemos brevemente algunos puntos fundamentales del debate: desde los inicios de la conquista y la evangelización, los reyes habían sido los patronos de las iglesias de los reinos de Indias, un título que les daba, entre otros, el derecho de presentar directamente para su consagración a los titulares de todos los beneficios eclesiásticos, desde las parroquias más pequeñas hasta la diócesis y arquidiócesis.43 Hasta entonces ese título y los derechos que implicaba habían tenido siempre un origen doble. Así puede apreciarse de la más elemental lectura de la primera de las Leyes de Indias que trataban la materia. El rey era patrono de las iglesias indianas, cierto, “por haberse descubierto y adquirido aquel Nuevo Mundo, edificado y dotado en él las iglesias y monasterios a nuestra costa”, pero también “por habérsenos concedido por bulas de los Sumos Pontífices de su proprio motu”.44 Puede parecer paradójico, pero el debate decimonónico no hará en realidad sino enfrentar entre sí esos dos orígenes, el de las regalías del soberano, devenidas entonces propias de la soberanía nacional, contra la soberanía de la Iglesia, especialmente del Papa.
Mas el patronato propiamente no fue entonces la única figura jurídica en cuestión. En efecto, la consulta de la regencia al arzobispado en 1821 resultó a su vez en la consulta de éste al cabildo catedral de México y a la junta de censura arzobispal, y finalmente en la reunión de una junta de representantes diocesanos a principios de 1822. En todas esas reuniones los clérigos coincidieron en declarar que el patronato no era una regalía sino un derecho otorgado por el Papa que había que solicitar para la nueva nación. Mientras tanto, decían, la provisión de beneficios deberían hacerla los propios obispos, siguiendo el derecho canónico, pero concediendo a la autoridad civil el derecho de excluir a discreción a algunos candidatos, es decir, el derecho de exclusiva.45 El primer imperio no tuvo oportunidad de aprovechar esa concesión de los altos dignatarios eclesiásticos, pero quienes sí que lo hicieron de inmediato fueron, a partir de 1824, las nacientes soberanías estatales, que incluyeron ese derecho entre las facultades de los ejecutivos locales.46
Aunque claves para entender la historia institucional del clero mexicano durante toda la primera mitad del siglo XIX, patronato y exclusiva constituían apenas, sin embargo, los elementos más visibles de un debate mucho más amplio, que tocaba, cierto, la relación entre México y la Santa Sede,47 o entre la Iglesia y el Estado,48 que es como lo ha visto de manera más frecuente la historiografía que ha tratado el tema. Más aún, se trataba de determinar la soberanía de una y de otro, e incluso su naturaleza misma, o por mejor decir, la constitución de ambas entidades. Esto es, la construcción de la nueva patria implicaba para los actores políticos del momento obviamente la construcción de un Estado, pero también y simultáneamente la renovación, de una forma o de otra, de la propia Iglesia universal.
Discutir la constitución de la Iglesia: tal era, en efecto, el nada modesto tema de muchos de los artículos de la prensa mexicana de la época. Para ello, los publicistas se lanzaron a reconstruir la historia eclesiástica desde su más remota antigüedad, pero especialmente desde la Edad Media. Hoy en día puede parecernos extraño, pero entonces muchos temas históricos tan distantes como la reforma cluniacense en el siglo XI estaban especialmente cargados de debates políticos de gran actualidad.49
Por supuesto, había un objetivo fundamental en sus textos, o por mejor decir un blanco al que apuntar: Roma.
En las páginas de los periódicos veracruzanos aparecen constantemente sendas críticas a la corte pontificia, sino es que al propio Sumo Pontífice. Y es que en los textos de los publicistas parecía que la Santa Sede era una fuente que históricamente no habría aportado sino los más terribles vicios que padecía entonces la Iglesia en su conjunto. Había, claro, temas clásicos del antirromanismo, como la “avidez” de la que se acusaba a la curia, evidente en principio en su ambición de someter a su tutela todas las naciones y convertir así la “humilde barca de Pedro” en una “monarquía universal”, una potencia extranjera contra la cual había que proteger la soberanía nacional.50 Peor aún, la ambición no era sólo de poder, sino también de dinero, como se evidenciaba en la “venta” de toda clase de beneficios espirituales, desde dispensas matrimoniales hasta bulas y beneficios, con lo cual la Santa Sede se convertía en la imagen misma de la simonía.51 A ello se sumaban referencias a la política del momento, como el apoyo pontificio a la causa de las monarquías absolutistas, o de la “tiranía” si retomamos el término de los publicistas, lo mismo en el Portugal miguelista que en la Polonia oprimida por los rusos.52
Así, con tal ferocidad ante la Sede Apostólica, se diría que por momentos la crítica liberal hubiera podido simplemente exclamar, como la Camila de Corneille, que Roma era “el único objeto de mi resentimiento”.
Y evocamos a Corneille porque de nueva cuenta era Francia la que aportaba buena parte de los textos y los ejemplos que nutrían aquellos artículos. No era difícil encontrar citas amplias de la Histoire ecclésiastique del padre Fleury, como también referencias a documentos del célebre obispo de Meaux, Bossuet, incluyendo la declaración de los cuatro artículos de la Iglesia galicana de 1686.53 Tanto el concordato napoleónico como las disputas pendulares habidas a lo largo de los siglos XVII y XVIII entre los reyes franceses y Roma a propósito de las libertades de la Iglesia francesa, y que cabe decir fueron mucho menos lineales que como se las representaban aquellos publicistas, constituían un verdadero arsenal de argumentos para purificar la Iglesia mexicana.54
En la mirada de los publicistas liberales la Iglesia no debía, pues, depender de Roma más que en el dogma. Sin embargo, ello no significaba que siguieran una línea conciliarista o episcopalista propiamente tal como fundamento de su eclesiología. En cambio, lo que más destaca en ella es la preponderancia del Estado. En efecto, todo lo que no perteneciera al culto, es decir, todo aquello que en el lenguaje de la época constituía la “disciplina eclesiástica” quedaba, en cambio, en mayor o menor medida según el autor, en manos de la autoridad civil. Y es que bajo ese término, “disciplina”, aparecieron a lo largo de la década de 1820 los más diversos temas: los nombramientos eclesiásticos, como ya se dijo, pero también lo mismo el cobro del diezmo y de las obvenciones parroquiales que las fronteras entre las diócesis y la creación de otras nuevas. Especialmente tocaba a la autoridad civil el restablecimiento de la disciplina respecto de la acumulación de bienes, para así hacer volver a la Iglesia a la evangélica pobreza original y para promover simultáneamente la riqueza pública.55 En todos esos temas, legisladores y periódicos encontraron frecuentemente apoyo en los canonistas del regalismo del siglo XVIII. Así, por citar sólo un ejemplo entre muchos, la legislatura de San Luis Potosí defendió su derecho a intervenir en la organización del cobro del diezmo fundándose en el Derecho eclesiástico universal de Van Espen y en las Instituciones canónicas de Cavallari.56 De manera tal vez un tanto inesperada, los regalistas dieciochescos que habían insistido en defender la independencia del rey frente a Roma se convertían ahora en defensores de la independencia de una Iglesia mexicana organizada ya no en torno a un monarca absoluto, sino a una soberanía nacional.
Tal vez ningún publicista del periodo que tratamos llegaría a formalizar todas esas inquietudes de manera tan clara como lo hizo el doctor José María Luis Mora en 1830, en su Disertación sobre los bienes eclesiásticos, obra retomada en los periódicos veracruzanos en 1833.57
Como no podía ser de otra forma, la disertación comienza ofreciendo una definición doble de la Iglesia que da cuenta cumplida de las inquietudes de los liberales de entonces. La Iglesia era un “cuerpo místico”, por tanto “eternamente independiente de la potestad temporal”, pero al mismo tiempo una “asociación política”, que no era sino “obra de los gobiernos civiles” y en consecuencia podía “ser alterada y modificada, y aun pueden ser abolidos los privilegios que debe al orden social, como los de cualquiera otra comunidad política”.58 Esa sola idea del autor nos deja ver la revolución que se había operado en la cultura religiosa: si antes el reino de la Nueva España no era sino un miembro del gremio de la Iglesia, ahora era la Iglesia la que hacía parte, “en lo político”, del Estado mexicano.
Más aún, la eclesiología del doctor Mora dejaba atrás por completo los fundamentos de la organización corporativa de la Iglesia. Otrora, recordémoslo, se entendía que los fieles se “incorporaban” de manera natural, y que las corporaciones por tanto precedían a los cuerpos políticos. Ahora, las “comunidades o cuerpos morales” como les denominaba Mora, eran al contrario posteriores a la sociedad que era la que les concedía el derecho a la propiedad. En cambio, sólo la propiedad individual gozaba del carácter de natural en tanto “anterior a la sociedad”. Consecuentemente, todos los bienes de las corporaciones religiosas eran en realidad civiles, lo mismo los diezmos que las obvenciones parroquiales, e incluso los capitales de las obras pías. Todos, por tanto, estaban bajo la soberanía de la autoridad civil.59
La Iglesia, pues, estaba bajo la autoridad del Estado, pero aún más, en el caso de México se había concedido a la religión la protección del gobierno. Paradójicamente, ello no significaba que el Estado debiera obligar a todos ciudadanos al ejercicio de la fe católica, pero sí en cambio que debía, como ya lo había proyectado el gobierno de Jalisco en 1824, fijar y pagar los gastos del culto.60 Con ello se entendía que la soberanía debía actuar ante una situación de desigualdad que escandalizaba a los liberales. En efecto, Mora mismo dejó así formalizadas otras críticas que abundaban también en los periódicos: las relacionadas con la irracionalidad de la organización eclesiástica, que él mismo calificó de “visiblemente monstruosa”. La Disertación incluye un repaso de todas las jerarquías de la Iglesia de la época, que evidentemente el autor conocía bien por ser él mismo clérigo, poniendo en cuestión varias de ellas bajo el criterio de utilidad que hemos visto formulado antes. La revisión fue, desde luego, implacable. De los conventos, decía Mora, “por más que se busque la utilidad […] no será fácil encontrarla”, y de los cabildos catedrales más aún: “es imposible formarse idea de una institución más inútil”.61
Construir, pues, la nueva patria mexicana significaba no sólo difundir la ilustración para renovar la cultura religiosa, sino también directamente reformar la Iglesia por medio de los instrumentos de la autoridad civil; entre ellos, por supuesto, el siempre debatido patronato nacional. Así lo entendieron especial, aunque no exclusivamente, los legisladores de la facción liberal que llegó al poder entre 1833 y 1834 tanto en el Congreso nacional como en las legislaturas estatales. Ellos emprendieron la desarticulación de las corporaciones religiosas para construir sobre ellas la nueva Iglesia mexicana. Citemos tan sólo el caso de Veracruz, donde los legisladores de 1833 y 1834, siguiendo de cerca y citando incluso la obra de Mora, trataron en efecto de construir una Iglesia bajo la tutela de la autoridad civil, financiada por ella, dedicada sólo a la atención pastoral a través de párrocos y clérigos, despojada de “instituciones inútiles”, como cabildos de canónigos y órdenes religiosas, y en la que incluso los bienes de capellanías y obras pías eran dedicados al financiamiento de objetos de “utilidad pública” como la educación.62 Desde luego, se insistió entonces más que nunca que era una reforma para la cual la soberanía de la autoridad civil estaba más que facultada, como daban ejemplo, de nueva cuenta, la Francia, incluso la revolucionaria de la Constitución civil del clero de 1791, pero más directamente las Cortes españolas, las de 1812 y más aún las de 1820.63Se diría que, para desconsuelo de algunos, la nueva cultura religiosa que la independencia en 1821 había tratado de moderar, se había extendido y profundizado precisamente a partir de la independencia hasta reaparecer ahora bajo formas nacionales.
Soberanía eclesiástica
y derechos de los pueblos
El de los publicistas liberales no era el único proyecto de Iglesia que se estaba construyendo en esa época: los clérigos, especialmente los obispos, tenían una idea algo distinta de lo que debía ser la constitución de la Iglesia mexicana; los debates de 1833 y 1834 nos permiten conocer algunas de sus líneas generales. Debemos sin duda recordar que el episcopado de la nueva nación heredado de las últimas designaciones hechas por la Corona española fue desapareciendo entre 1821 y 1829. En 1831, luego de largas negociaciones que no podemos abordar aquí, el papa Gregorio XVI preconizó seis nuevos obispos, entre ellos el de Puebla, la diócesis que comprendía la mayor parte del territorio de Veracruz, que ocupó el doctor Francisco Pablo Vázquez y Sánchez Vizcaíno.64 Debemos destacar que monseñor Vázquez participó activamente en los debates de las reformas de 1833 y 1834 y debatió, incluso ante la opinión pública, con los legisladores y con el gobernador de Veracruz.65
Frente a la eclesiología de los liberales, el obispo poblano insistió en que la Iglesia era también “independiente y soberana en las materias de su sagrado resorte”, y disponía de todos los poderes y recursos que poseían las soberanías civiles: capacidad legislativa, magistrados ejecutores y jueces (es decir, en la Iglesia había poderes legislativo, ejecutivo y judicial), financiados con su propia “hacienda o erario público”, “elementos todos indispensables que entran a constituir esencialmente la sociedad que ella forma y a sostener su inmutable soberanía”.66 Esta visión, cabe decir muy moderna, de la soberanía eclesiástica estaba sostenida en los mismos autores que utilizaban los defensores de la construcción de una Iglesia nacional. Así, en una exposición al presidente de la República, el obispo citaba también a canonistas del siglo XVIII como Febronius, o a los galicanos Bossuet y Fleury.67
La discusión, pues, tenía lugar a partir de los mismos autores, y más aún, por momentos giraba sobre el mismo modelo, el de la historia de la Iglesia galicana. Así, un panfleto anónimo que respaldaba y ampliaba las posiciones del obispo Vázquez en su debate con la legislatura de Veracruz aportó incluso referencias galicanas subrayando la fidelidad a Roma, en particular una cita de Pedro de Marca. La ambigüedad del galicanismo, que defendía ciertas libertades frente a Roma al mismo tiempo que se declaraba leal a ella, era aprovechada por ambos bandos. El folleto citó ejemplos concretos de la intervención de la autoridad del Papa en materias eclesiásticas francesas: según Fleury, Luis XV habría solicitado de Roma su aprobación para disolver una orden monástica; además el propio concordato de 1801 de Napoleón había sido negociado con el papa Pío VII.68 Pero hubo también referencias críticas al modelo galicano. Sin decirlo directamente, monseñor Vázquez comparó los decretos de los legisladores veracruzanos con la Constitución civil del clero de 1790, y por tanto con el fantasma casi unánimemente temido de la Francia revolucionaria. Citando al Sumo Pontífice de entonces, Pío VI, el obispo sentenció: “Desde el principio hasta el fin necesita de cautela y merece reprensión; todos sus sentidos se hallan tan conexos y unísonos, que apenas se verá una parte libre de sospecha de error…”69
Como testimonio de la soberanía eclesiástica y respondiendo también al uso del modelo de la Iglesia galicana, el anónimo que apoyaba al obispo poblano insistía en la existencia de un derecho de la Iglesia mexicana formado por recopilaciones de bulas y por los concilios provinciales mexicanos, y sobre todo por las decisiones de la junta de representantes diocesanos de 1822, destacada en particular por haberse celebrado tras la independencia.70 Todos esos documentos, elaborados por la propia potestad eclesiástica, servían para contestar el vacío en que los legisladores pretendían actuar frente a una Iglesia supuestamente sin disciplina ni libertades propias, como se decía en la época. Servían también para recordar a los legisladores que los cánones de Trento, con sus censuras contra los usurpadores de los bienes eclesiásticos, habían sido legítimamente recibidos y estaban plenamente en vigor en la Iglesia mexicana.
Sin embargo, la Iglesia soberana y crítica del modelo galicano no era por ello, aunque pueda parecer paradójico, menos respetuosa de la autoridad civil. Lo dirá claramente monseñor Vázquez en una carta a los curas de su diócesis durante su debate con el congreso veracruzano —citando en su apoyo, por cierto, a Febronius y a Grocio—: él reconocía que “la potestad temporal se halla bien autorizada para reconvenir seriamente sobre el abuso que se haga de los bienes eclesiásticos y para prevenir a los obispos y prelados que desde luego se corrijan las faltas o excesos que noten”.71
Ligada pues a la autoridad secular, esta Iglesia soberana no lo estaba menos a la construcción de la nación. El anónimo que respaldaba a monseñor Vázquez reaccionó con vigor especialmente frente a la evocación que los legisladores veracruzanos hacían de los precedentes españoles en materia de reforma eclesiástica. Lejos de que los decretos de las Cortes de 1820 pudiesen justificar las facultades soberanas sobre las corporaciones religiosas, eran el recordatorio del despotismo y la tiranía de las que había resultado la independencia nacional en 1821. En efecto, decía aquel impreso, “la opinión pública por la independencia recibió su última perfección del celo religioso que animó a la nación a vista de tan horribles excesos contra la autoridad de la Iglesia”.72 Se diría pues que el nuevo Estado había surgido precisamente para oponerse a lo que el autor calificaba reiteradamente de “usurpaciones”.
De hecho, tanto monseñor Vázquez como el anónimo que lo respaldó hacían una lectura en ese sentido de los documentos fundamentales del régimen federal y del estado de Veracruz. Por ello el obispo declaró al gobernador veracruzano que el decreto de reforma de los legisladores era “contrario directamente a la constitución mejicana, al sistema de gobierno que en la actualidad nos rige”.73 Es sin duda significativo que, explicando dicha sentencia, el anónimo no tuvo necesidad de fundarse sobre una legitimidad estrictamente religiosa, sino en principios cabalmente modernos, ante todo que “la nación está obligada a proteger los derechos del hombre y del ciudadano”. Entre esos derechos, el de la propiedad, que el autor apuntaba, contrariando al doctor Mora y a los legisladores veracruzanos, estaba plenamente reconocido en el artículo 112 de la Constitución federal tanto en los particulares como en las corporaciones, sin hacer distinción alguna entre unos y otras.74 El propio monseñor Vázquez arguyó al respecto en la misma línea en una carta a los párrocos de su diócesis del territorio veracruzano, remitiendo además a la obra de Nicolás Spedalieri Derechos del hombre en la sociedad civil, quien decía había rebatido tan bien los argumentos contrarios que “sorprende cómo se tiene valor para sacarlos al público” .75
Es importante decir que el obispo de Puebla no estaba solo en sus ideas, sino que las compartía con otros eclesiásticos mexicanos, en particular dentro del nuevo episcopado. Al respecto puede darnos una idea la publicación de los cuatro tomos de la Colección eclesiástica mejicana, editados por la imprenta de Galván en 1834. La colección incluía, además de las actas de la junta de diocesanos de 1822, las discusiones que a partir de 1824 habían venido sucediendo en varios estados, además de algunas cartas pastorales de los gobiernos diocesanos, tanto de los cabildos sede vacante como de los propios obispos titulares. La colección abundaba así en el argumento de la Iglesia soberana y con una disciplina propia. Lo decía con claridad la presentación del tomo primero: todos esos documentos “han empezado a formar el derecho eclesiástico nacional”, el de la naciente “Iglesia mejicana”, por decirlo con la misma ortografía de la época, cuyas autoridades habían estado “sosteniendo constante y uniformemente una misma doctrina”. Esa doctrina, desde luego, se caracterizaba por la resistencia a las intervenciones de la autoridad civil, y se distinguían los obispos y cabildos sede vacante como “ejemplos de celo, firmeza y moderación […] dignos de los tiempos de los apóstoles”.76
La soberanía de la Iglesia pasaba ampliamente por la comunión con Roma, como se aprecia sobre todo en los documentos de los obispos de Puebla, Vázquez, y de Michoacán, Juan Cayetano Gómez de Portugal. Sin embargo, ello no evitaba que este proyecto fuera también el de una Iglesia particular, de alguna forma también nacional. Es significativo al respecto que se incluyeran entre los documentos de la Colección las actas de las sesiones cuarta, quinta y sexta de la junta de diocesanos de 1822, en las cuales se habían discutido las instrucciones del enviado a Roma para la negociación de un posible concordato. Entonces los representantes de las mitras habían tratado no sólo esas instrucciones, sino también de la aplicación inmediata de otras medidas necesarias en las nuevas circunstancias. Entre ellas estuvo la confirmación de la exclusiva como medio para proveer los beneficios eclesiásticos, incluidos los obispados, ateniéndose al ejemplo de lo que el Papa había concedido a los príncipes protestantes de la Confederación germánica.77 Más aún, los representantes aceptaron inclusive la modificación del Misal romano para introducir el término “emperador” en la oración que habría de sustituir la que se decía por el rey durante el cánon de la misa, a pesar de la recomendación en sentido opuesto de los maestros de ceremonias consultados.78 Asimismo, sugirieron se solicitara tanto la unificación como la reducción de las fiestas, pues hasta entonces habían sido distintas las que obligaban a “indios” y “gente de razón”, y más aún, la celebración de un concilio nacional, presidido desde luego por un prelado designado por la Sede Apostólica, pero que atendería a la reforma en conjunto de la Iglesia mexicana.79 No es de extrañar que en la presentación de la Colección se calificara a la junta de “Quinto concilio mejicano”, pues había efectivamente sentado las bases de una vida eclesiástica en comunión con Roma, pero manteniendo un grado importante de autonomía.
Cabe subrayar que se trataba de un proyecto profundamente episcopal. Es significativo al respecto que en la Colección de 1834 no se incluyera defensa alguna de las órdenes religiosas, sino sólo de la potestad episcopal en materia de sus bienes. Contrario a los escritos publicados en 1820 ante las reformas de las Cortes españolas, en los que se defendía la utilidad de los conventos y monasterios,80 la Colección da cuenta de manera casi exclusiva de la defensa de los obispos de su potestad, la de la Iglesia soberana e independiente que proyectaban. No aparece tampoco defensa alguna de las cofradías o de las obras pías, cuyos bienes fueron simplemente citados en tanto que caían bajo la jurisdicción episcopal, o inclusive sólo como parte de una defensa del derecho de propiedad en tanto tal.
En suma, pues, en el proyecto de Iglesia que encabezaba el episcopado, la Iglesia “mejicana” había de ser una Iglesia con su particular derecho y disciplina, pero en comunión con Roma; soberana e independiente, pero siempre en colaboración con la potestad civil; protegida por ésta en tanto verdadera Iglesia, pero también en virtud de los derechos del pueblo. Era una defensa, pues, de la religión y de la Iglesia que no lo era menos de la libertad, la cual, decía monseñor Vázquez luego de la caída del régimen de los reformistas, “saliendo de la oscura prisión en que aherrojada se viera, nos mostró su rostro halagüeño, y nos colmó de alegría”.81
Ciudadanos católicos
La reforma eclesiástica emprendida por la legislatura veracruzana desencadenó un motín popular en Orizaba en abril de 1834 que tuvo por consecuencia final la caída de los poderes estatales dos meses después. El “grito” de Orizaba y la “santa revolución” que le siguió fueron desde luego celebrados por el obispo poblano. El último tomo de la Colección eclesiástica mexicana se cerraba con un edicto en que monseñor Vázquez ordenaba la celebración de un triduo de misas cantadas con procesión dedicados a la Virgen de Guadalupe en acción de gracias por la caída de los reformistas y para rogar su intercesión por el gobierno y por el futuro congreso nacional y en general por “la marcha feliz de la sociedad cristiana”.82
Al leer superficialmente dicho edicto, se diría que nada ha cambiado y que el catolicismo, incluso a mediados ya de esa tercera década del siglo XIX, seguía básicamente incólume. A fin de cuentas, se trata de un documento en que aparecen algunos de los elementos que hemos citado entre los más característicos de aquella cultura religiosa tradicional, como la mediación de los bienaventurados (en este caso de la patrona del reino y ahora de la nueva patria, la Virgen de Guadalupe), la fastuosidad propia de un culto sensible (misas, procesiones, imágenes) y la estructura corporativa evidente en la alusión que se hacía al “Seminario Palafoxiano, a las sagradas comunidades religiosas y a todas las cofradías y santas escuelas de Cristo”, todo ello en el marco de una “nación católica”. Además, en aquel año de 1833 la cultura religiosa tradicional había también dado otras muestras de su vigencia, por ejemplo para afrontar el peligro de la epidemia, global por cierto, del cólera morbo. El mundo seguía estando lleno de peligros, naturales y políticos, que sólo el recurso a la piedad del cielo permitía afrontar.
Empero, el propio edicto de monseñor Vázquez es buena prueba de que los cambios no habían sido menores. La existencia misma de la “impiedad” que tanto lamentaba se había erigido triunfante; aunque ya estaba derrotada, constituía de por sí un cambio no menos significativo que el obispo viera como necesaria la rogativa por “la religiosa unidad de los pueblos mejicanos”. Más aún, no era menos original el principio mismo de su edicto, que no comenzaba con una cita bíblica sino con una y muy extensa de “un sabio orador inglés”, escritor de “sana filosofía”, que se presentaba a los fieles como auténtico profeta de lo ocurrido en México. No era menos revolucionario que los proyectos de los radicales el encontrarnos a un obispo citando y alabando con semejantes términos a un autor protestante.
No debe pues sorprendernos la vigencia de ciertas expresiones de la cultura religiosa tradicional, toda vez que, lo hemos repetido, identificada con la religión y no deseando ninguno de los actores del momento su destrucción, sino su purificación, era de esperarse no sólo que permaneciera bien asentada en los lugares hasta donde la difusión de la nueva cultura era más difícil, sino que recibiera ocasionalmente, como en este ejemplo, el respaldo de las elites. Imposible para éstas prescindir de las expresiones emotivas, tanto de alegría como de luto, consagradas por la catolicidad, como también de las del providencialismo o de la mediación, cuyo fundamento no negaban entonces ni los más radicales de los reformadores.83
Todas esas expresiones, sin embargo, no dejarán de sufrir alteraciones en las décadas siguientes, como también el espacio sacralizado que formaban,84 en buena medida en virtud del desgaste que padecerían, de manera cada vez más evidente, las corporaciones que las sostenían. La independencia en 1821, la construcción de la nueva nación mexicana, habían implicado ya una verdadera revolución, especialmente del marco corporativo de la vida religiosa, en beneficio de la construcción de una Iglesia mexicana, ya fuese guiada según los proyectos de los publicistas liberales o según los del episcopado. Cierto, en esta materia los cortes temporales rara vez son definitivos: esa construcción era apenas un proyecto en 1834 y tardaría varias décadas en ver resultados. Mas el modelo de construcción individual de antaño, profundamente religioso, había sido sustituido entre las elites por el del ciudadano libre. El mismo edicto de monseñor Vázquez nos los demuestra: al deplorar lo sucedido entre
1833 y 1834, hablaba de los padecimientos de los obispos, pero no utilizaba ningún adjetivo religioso para definir a los seglares que se habían mostrado cercanos a ellos. Éstos no eran sino “ciudadanos beneméritos y esclarecidos”.85
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Notas:
1 Couto, Discurso sobre la constitución, pp. 5-6.
2 Lempérière, Entre Dieu et le roi, pp. 24-38; Cañeque, “Cultura vicerregia”, 2001.
3 Véase al respecto la obra clásica de Guerra, Modernidad e independencias, pp. 227-274.
4 La bibliografía sobre las Cortes es muy abundante; remitimos a la obra clásica de Artola, La España de Fernando VII.
5 Véase especialmente Garriga y Lorente, Cádiz 1812.
6 Revuelta, Política religiosa, pp. 56-100.
7 Revuelta, Política religiosa, pp. 56-100; Callahan, Iglesia, poder y sociedad, pp. 111-135.
8 Arenal, “El Plan de Iguala”.
9 Connaughton, Ideología y sociedad; Connaughton, Dimensiones; Herrejón, Del sermón.
10 Cervantes, “La piedad en la catedral angelopolitana”.
11 Staples, La Iglesia; Morales, Clero y política.
12 Por ejemplo los trabajos de Mazín, Entre dos majestades, y Jaramillo, Hacia una Iglesia beligerante, sobre el episcopado; del mismo Mazín, El cabildo catedral de Valladolid, e Ibarra, El cabildo catedral de Antequera, sobre los canónigos; de la Torre, Vicarios en entredicho, sobre los religiosos; Bazarte, Las cofradías de españoles, y García, “El privilegio de pertenecer”, sobre las cofradías, por sólo citar algunos de los más representativos.
13 En particular la obra de Taylor, Ministros de lo sagrado, sobre los curas párrocos, pero también estudios como los de Gómez, El alto clero poblano, y Tecuanhuey, “Los miembros del clero”, así como los trabajos reunidos en la tercera y cuarta partes de la obra reciente de Cervantes, Tecuanhuey y Martínez, Poder civil y catolicismo.
14 Una excepción para el caso de Veracruz son los trabajos de Del Palacio, “La independencia”.
15 Véase Vázquez, El establecimiento del federalismo.
16 Al respecto véase Lempérière, “De la república corporativa”, pp. 327-330.
17 Compárese con Di Stéfano, El púlpito y la plaza.
18 Al respecto, entre otros: Sarrailh, La España ilustrada, pp. 612 ss.; Brading, “Tridentine Catholicism”; Viqueira, ¿Relajados o reprimidos?, pp. 152-160; Taylor, Ministros de lo sagrado, vol.I, pp. 72-78, 362-384.
19 De manera general, sobre el tema de la seguridad y la distinción entre sagrado y profano, remitimos a las obras de Cabantous, Entre fêtes et clochers, y Delumeau, Rassurer et protéger.
20 El Oriente, núm. 10, Xalapa, 10 de septiembre de 1824, pp. 38-40.
21 Una crítica comenzada en el mundo hispánico ya en el siglo XVIII por periódicos como El Censor y Mercurio, véase Tomisch, El jansenismo en España, pp. 117-151; Sánchez, El absolutismo y las luces, pp. 340-349.
22 El Oriente, núm. 776, Xalapa, 5 de noviembre de 1826, p. 3196, retomado del número 28 del periódico La Palanca, de la ciudad de México. A propósito de las campanas remitimos a la obra de Corbin, Les cloches de la terre
23 El Oriente, núm. 776, Xalapa, 5 de noviembre de 1826, p. 3196
24 Lempérière, Entre Dieu et le roi, pp. 206-211.
25 El Oriente, núm. 11, Xalapa, 11 de septiembre de 1824, pp. 42-43.
26 Véanse por ejemplo los adjetivos que acompañan a Dios en la carta publicada en El Oriente, núm. 45, 15 de octubre de 1824, pp. 178-179.
27 Sobre los antecedentes de este tipo de críticas en el siglo XVIII, mucho más limitadas en su difusión, véase especialmente la obra clásica de Sarrailh, La España ilustrada, pp 612 ss. y también Taylor, Ministros de lo sagrado, vol. I, pp. 362-384.
28 El Oriente, núm. 82, Xalapa, 21 de noviembre de 1824, pp. 327-328, donde publican un dictamen de la legislatura de San Luis Potosí sobre diezmos. El procurador del pueblo, núm. 18, Veracruz, 1º. de febrero de 1834, p. 4, artículo “Festividades”.
29 El Oriente, núm. 45, Xalapa, 15 de octubre de 1824, pp. 178-179.
30 El Oriente, núm. 5, Xalapa, 5 de septiembre de 1824, p. 20. El Mensagero Federal, núm.147, Veracruz, 12 de julio de 1833, p. 4.
31 El Oriente, núm. 699, Xalapa, 20 de agosto de 1826, p. 2886.
32 El Oriente, núm. 46, Xalapa, 16 de octubre de 1824, pp. 182-184, y núm. 83, 22 de noviembre de 1824, pp. 331-332; El Mensagero Federal, núm. 329, Veracruz, 10 de enero de 1834, p. 3; El Procurador del Pueblo, núm. 12, Veracruz, 26 de enero de 1834, pp. 1-2. Todas estas críticas dejaban de lado también que el régimen constitucional mexicano estaba profundamente marcado por el régimen español de 1812, como puede verse, entre otras obras en la de Frasquet, Las caras del águila.
33 El Oriente, núm. 46, Xalapa, 16 de octubre de 1824, pp. 182-184.
34 El Oriente, núm. 780, Xalapa, 14 de noviembre de 1826, pp. 3231-3232. Sobre la publicación de impresos europeos en este periodo: Connaughton, “Voces europeas”, pp.895-946.
35 El Oriente, núm. 780, Xalapa, 14 de noviembre de 1826, pp. 3231-3232
36 Ruiz, “La libertad religiosa”, especialmente pp. 185-187.
37 El Oriente, núm. 2, Xalapa, 2 de septiembre de 1824, p. 7.
38 Cfr. Lempérière, Entre Dieu et le roi, pp. 23-34.
39 El Oriente, núms. 45-47 y 50, Xalapa, 15-17 y 20 de octubre de 1824, pp. 178-179, 182-184, 187-188 y 199-200; núm. 57-58, 27-28 de octubre de 1824, pp. 227-228 y 230-232. El discurso de Mora, a partir del núm. 98, 7 de diciembre de 1824, p. 390. También El Mensagero Federal, núms. 166 y 169, Veracruz, 31 de julio y 3 de agosto de 1833, pp. 3-4.
40 El Mensagero Federal, núm. 141, Veracruz, 6 de julio de 1833, p. 2, retomado de una nota publicada en Oaxaca. Se referían aquí a la cita clásica de la Ilustración católica del siglo XVIII, el rationabile obsequium, de la epístola de San Pablo a los Romanos. Véase Plongeron, “Combats spirituels”.
41 El Oriente, núm. 700, Xalapa, 21 de agosto de 1826, pp. 2889-2990, retomado también del periódico La Palanca.
42 “Acta de la junta de Diocesanos celebrada en Mégico el año de 1822”, en Rodríguez de San Miguel, Pandectas hispano-megicanas, t. I, p. 354.
43 Sobre el patronato véase una explicación amplia en la obra de De la Hera, Iglesia y corona.
44 Recopilación de leyes, Ley 1, Libro 1, tit. VI.
45 Véase “Acta de la junta de diocesanos”, en Rodríguez de San Miguel, Pandectas hispano-megicanas, t. I, p. 354.
46 La lista de las constituciones locales que adoptaron la exclusiva, en Vázquez, “Federalismo, reconocimiento e Iglesia”, p. 111, notas 38-41.
47 Vázquez, “Federalismo, reconocimiento e Iglesia”, y Gómez, México ante la diplomacia vaticana.
48 Staples, La Iglesia; Pérez, El episcopado y la independencia; más recientemente García, “La jerarquía católica” y “Tradición y modernidad”.
49 El Oriente, núm. 721-722, Xalapa, 11-12 septiembre de 1826, pp. 2973-2974 y 2977-2978.
50 El Mensagero Federal, núm. 180, Veracruz, 14 de agosto de 1833, pp. 2-3.
51 El Oriente, núm. 721-722, Xalapa, 11-12 septiembre de 1826, pp. 2973-2974 y 2977-2978.
52 El Procurador del Pueblo, núm. 12, Veracruz, 26 de enero de 1834, pp. 1-2.
53 Citas de Fleury, por ejemplo, en El Procurador del Pueblo, núm. 3, Veracruz, 17 de enero de 1834, pp. 2-3. La declaración de 1686 en El Oriente, núm. 792, Xalapa, 21 de noviembre de 1826, pp. 3259-3260.
54 Además de los artículos que ya hemos citado, también El Oriente, núm. 1074, Xalapa,30 de agosto de 1827, pp. 4383-4384. Sobre las disputas de la Iglesia galicana en el siglo XVIII remitimos a la síntesis de Julia, “L’affaiblissement de l’Église gallicane”, y a Maire, De la cause de Dieu.
55 Respecto de las reformas que los estados de la República promovieron en esta época: Staples, La Iglesia, y sobre todo Pérez, El episcopado y la independencia, constituyen hasta la fecha los estudios más amplios junto con Connaughton, “La Secretaría de Justicia”.
56 El Oriente, núm. 82, 21 de noviembre de 1824, pp. 327-328.
57 Fue publicada en varias entregas en El Mensagero Federal entre noviembre y diciembre de 1833.
58 Mora, “Disertación sobre la naturaleza”, p. 183.
59 Mora, “Disertación sobre la naturaleza”, pp. 222-225.
60 Mora, “Disertación sobre la naturaleza”, pp. 238-240.
61 Mora, “Disertación sobre la naturaleza”, pp. 212-221.
62 Al respecto, véase Carbajal, La política eclesiástica, capítulo IV.
63 Véase especialmente el dictamen de la legislatura veracruzana publicado en El Mensagero Federal, núm. 327, Veracruz, 8 de enero de 1834, pp. 1-2.
64 Véanse al respecto los trabajos que citamos en las notas 33 y 34.
65 Carbajal, La política eclesiástica, cap. iV. Sobre la trayectoria de monseñor Vázquez antes de llegar al episcopado: Tecuanhuey, “Francisco Pablo Vázquez”.
66 “Circular del Sr. obispo de Puebla a los curas de su diócesis comprendidos en el estado de Veracruz, acompañándoles las contestaciones habidas sobre ocupación de bienes de regulares”, en Colección eclesiástica mejicana, t. IV, pp. 186-187.
67 “Exposición del Ilmo. Sr. D. Francisco Pablo Vázquez, obispo de la Puebla, al Sr. presidente de los Estados-Unidos Mejicanos, sobre la ley del Patronato dada por el congreso general de la Unión”, en Colección eclesiástica mejicana, t. III, p. 15.
68 Crítica sobre el dictamen, pp. 14, 23-27.
69 “Circular del Sr. obispo de Puebla”, en Colección eclesiástica mejicana, t. IV, p. 183. Monseñor Vázquez citaba en concreto el breve Quod Aliquantum del 10 de marzo de 1791, condenando la Constitución civil del clero.
70 Crítica sobre el dictamen, pp. 13-18.
71 “Circular del Sr. obispo de Puebla” en Colección eclesiástica mejicana, t. IV, pp. 192-193.
72 Crítica sobre el dictamen, pp. 31-32.
73 “Circular del Sr. obispo de Puebla” en Colección eclesiástica mejicana, t. IV, pp. 183-184.
74 Crítica sobre el dictamen, pp. 11 y 28.
75 “Circular del Sr. obispo de Puebla” en Colección eclesiástica mejicana, t. IV, p. 194.
76 Colección eclesiástica mejicana, t. I, pp. VI-XIII.
77 “Actas de la Junta de Diocesanos reunida en México en el año de 1822”, sesión cuarta, en Colección eclesiástica mejicana, t. I, pp. 38-41.
78 “Actas de la Junta de Diocesanos”, sesiones cuarta y quinta, en Colección eclesiástica mejicana, t. I, pp. 42-49.
79 “Actas de la Junta de Diocesanos”, sesión sexta, en Colección eclesiástica mejicana, t.I, pp. 52-54.
80 Entre otros impresos de Alejandro Valdés en México en 1820, Defensa del instituto religioso, El amante de la religión y de la constitución y El error confundido y la verdad demostrada.
81 “Edicto del Sr. obispo de Puebla previniendo acciones de gracias”, en Colección eclesiástica mejicana, t. IV, p. 303.
82 “Edicto del Sr. obispo de Puebla previniendo acciones de gracias”, en Colección eclesiástica mejicana, t. IV, p. 303.
83 Compárese con Ruiz, “La libertad religiosa”, pp. 182-183.
84 Véase Lempérière, “De la república corporativa”, pp. 327-330.
85 “Edicto del Sr. obispo de Puebla previniendo acciones de gracias”, en Colección eclesiástica mejicana, t. IV, p. 303.