Por un uso reflexivo de las fuentes en la historia y en la sociología

Guillermo  Zermeño Padilla
El Colegio de México

Patricia  Torres San Martín (coord.) Uso y construcción de las fuentes  orales, escritas  e iconográficas, Guadalajara, Universidad de Guadalajara,  2007, ISBN 978-970-27-1230-5.

Oralidad, escritura e iconografía son los tres términos que dan forma a este libro.  Tres fuentes  diversas productoras de sentido coexistentes en nuestro  siglo. A la escritura clásica, material  privilegiado de la historiografía,  se  han  sumado  la cultura  oral y la de la imagen. Se trata de un retorno de éstas después de su expulsión y subordinación a la escritura,  un regreso mediado  por las nuevas tecnologías  de comunicación electrónicas. Así, vuelven  lo oral y lo visual  ya no en su forma simple,  sino en otra más compleja,  distante de la comunicación cuerpo a cuerpo. En primer  lugar, se debe a la introducción y comercialización del tape recorder o cinta grabadora,  capaz de almacenar y reproducir el sonido, fuente privilegiada de la llamada “historia  oral”; en segundo  término,  al cine y la televisión, prolongación de la máquina  fotográfica, pero con capacidad  para conservar  y reproducir el movimiento de los cuerpos al mismo tiempo  que el sonido. Medios audio-visuales de comunicación que exigen del espectador el desarrollo  de otras  competencias  “lingüísticas” no contempladas durante  el periodo de la alfabetización masiva. La revolución de la escritura y su difusión a partir del siglo XIX se relacionaron  con el desarrollo de la  lectografía, que exige la atención del ojo sobre los signos desplegados en un papel; las siguientes revoluciones fijan sobre todo la atención en el oído y en la vista, bien en forma separada o bien de manera integral y simultánea.
Vistas  desde la perspectiva del analista,  estas tres formas requieren ser aisladas para observar y codificar su funcionamiento. La escritura,  en particular, debe ser pensada de nuevo a la luz de la irrupción de estas tecnologías,  y éstas merecen ser valoradas  a fin de calibrar  su impacto en la formación  de las culturas  contemporáneas. Se pueden  analizar  en forma aislada, pero al mismo tiempo  en conjunto  para observar sus múltiples  hibridaciones y combinaciones. Y esto significa plantearse  todo un programa  de investigación que rodea y circunscribe el funcionamiento actual  de las ciencias  sociales y las humanidades, ya que no se puede perder de vista las alteraciones  sociales que se han dado en relación con la temporalidad, asunto que en principio tiene que ver con lo propio de la historia. En fin, con sólo fijarse en la portada de este libro se abre un programa de análisis  y de investigación para entender  cómo las sociedades contemporáneas recuerdan y dan sentido a su funcionamiento.
La escritura,  como se dijo, es la forma más antigua  de las tres, y eso se nota en el libro: acaba por dominar a las otras dos. Incluso los artículos dedicados  al análisis  de la imagen  y la expresión  oral terminan en sendos reportes  escritos.  Redondean por escrito lo que se experimenta en otros ámbitos comunicativos. Después de internase en el libro se advierte también  que actualmente la práctica  de la historia y disciplinas afines se divide  entre quienes usan instrumentalmente todavía las fuentes para informar de algo a otros (lo cual no deja de tener un valor relativo  en una sociedad saturada  de información) y quienes intentan establecer una relación comunicativa con la información recibida,  con los múltiples signos (fuentes) que circulan en las sociedades contemporáneas. Sin desconocer que no es lo mismo un saber de algo que un conocer algo, debido  a que la ciencia y la comunicación está conformada  por una tríada en la que la información es sólo uno de sus elementos. Bajo el impacto y la ampliación de los medios  de comunicación, reto asumido  en esta publicación, este libro  puede verse como la  manifestación de un estado de tránsito entre una operación cognitiva cifrada en la relación significante/significado, propia  de la escritura,  y otra epistemología más compleja ajustada  a las nuevas condiciones  de comunicación.
Si se siguiera  una  secuencia  cronológica  es posible  que  el ordenamiento  de los textos  fuera  diferente. Podría haber  ir ido de la práctica más antigua  culminada en el siglo  XIX  (la historiográfica) a la más moderna o reciente  (la de los llamados estudios culturales), de la escritura a la oralidad,  al cine y televisión. Porque es verdad  que los espacios de comunicación recientes  se siguen asentando sobre su base precedente  o arqueológica. Se sirven  del escrito al mismo tiempo  que lo ocultan,  y es posible que eso explique que los ensayos menos reflexivos sean los de historia fundados  en la circularidad que comienza en pliegos  o pedazos de papel abandonados y termina en los pliegos de papel de este libro: escrituras que producen  más escrituras sin detenerse demasiado  a reflexionar en las mediaciones  que hacen posible esa circularidad y lo que producen.  Pues es cierto también  que el tiempo  que toma leer un escrito no es el mismo que se requiere para escuchar una voz y apreciar una cinta cinematográfica o un noticiero televisivo. Cada producto  exige del usuario ritmos  y velocidades  distintas; por lo mismo,  las competencias  para seguir  el hilo de la comunicación son distintas; mientras en unas se exigen formas simples y rápidas para reproducirse, la escritura se constituye todavía  en las sociedades  contemporáneas en un medio  idóneo  para la reflexión y para dar cuenta de la complejidad en que viven las sociedades afectadas  por múltiples medios  de comunicación ya no exclusivamente circunscritos a las relaciones de oralidad  y escritura primarias o clásicas.
En efecto, la oralidad  del siglo XX  ya no es la misma que aquélla  con la que Herodoto  produjo  sus historias, cuyo sentido  original en griego designa  el hecho de investigar y reportar.  Es verdad  que Herodoto  es contemporáneo de los historiadores orales actuales  porque  recurre  a la entrevista: el acto de informarse de algo por medio de un cuestionario impuesto al informante. Pero la unidad de almacenamiento y procesamiento de la información ha cambiado:  entre el griego  y los contemporáneos se interpone un pequeño  artefacto  o prótesis  auditiva. Al  oído natural  se interpone el oído ambulante. Una extensión del oído capaz de conservar y reproducir al gusto lo escuchado. Entre Herodoto  y sus sucesores por lo menos hasta el siglo XVIII  y los historiadores actuales se interpone en la entrevista la grabadora  o memoria  oral portátil. Se introduce así en el siglo XX  una modalidad  que permite repensar el orden de temporalidad y del saber instaurado a partir del régimen  del escrito.  A diferencia de lo que se señala y suele postularse,  la historia oral no proporciona datos más fidedignos de la realidad o testimonios más próximos y vivos, ni sirve como correctivo  de la historia oficial  basada en el escrito.  Puede producir incluso  otra clase de “memoria oficial”. Esta conciencia crítica  está presente,  atinada  y en forma elocuente, en “Las  historias de vida en las fuentes  orales” de Ana María de la O Castellanos  y en “La  memoria  del cine mexicano en las voces de la su audiencia  tapatía” de Patricia Torres San Martín. Se construyen otras memorias  cuyo sentido  se circunscribe al ámbito de la “realidad” de los hablantes. No por ello se puede decir que dominen  la subjetividad a su antojo.
0 Esta clase de discurso bañado de oralidad  deja a un lado la escritura, no  depende  ya directamente de ella, y suele nutrirse más de imágenes espaciales  que propiamente temporales.  Las propias  del recordar.  Pero a su vez, después de estar en el reino de la oralidad  grabada  se puede regresar al imperio  de la escritura  para narrar lo narrado. La oralidad  no regresa en estado puro, no es lo mismo el sonido en la escucha que el rumor mudo y silencioso del escrito. Al final, como se muestra en el libro, el escrito coloniza la voz audible  y la imagen visible.  La escritura acaba por dominar  dos tipos de lenguaje contrapuestos.
No se cuenta  aún con una teoría  general  que permita observar  las conexiones, los préstamos y múltiples combinaciones  entre la forma más antigua  utilizada, la escritura,  y las modernas  o más recientes.  Según algunos especialistas sólo hasta mediados del siglo XX se desarrolla  esta teoría de la comunicación que viene a modificar  y alterar  los modelos de comprensión de lo social cifrados anteriormente alrededor de la escritura. En el texto  presentado  sólo se alude tangencialmente a las contribuciones de la “teoría de la acción comunicativa” desarrollada  por el sociólogo alemán  Jürgen  Habermas.  Demasiado  poco para la dimensión del problema teórico implicado. Insuficiente para comprender  el funcionamiento de las sociedades complejas del siglo XX y también  de las pasadas, cuya comprensión sólo es posible mínimamente a partir de la distinción entre lo oral y lo escrito, así como entre lo icónico y lo verbal.
Lo interesante en este libro  es apreciar  estos retos desde el título  y la organización de las diferentes contribuciones. Ver, por ejemplo, en los tres ensayos iniciales  articulados alrededor de la práctica de la entrevista –como fuente para el análisis social– una misma preocupación epistemológica, aunque resuelta de diferente modo. Se trata de historias y reflexiones que arrancan en el cara a cara de la entrevista, mediadas por el oído y la memoria  artificial de la grabación,  y concluyen  en el reporte  escrito a la vista del lector. Destaca en los dedicados al ciclista  Zapopan Romero y a la audiencia  cinéfila  de Guadalajara  el ofrecimiento no del “relato verdadero”, sino de un relato de relatos, de historias que muestran  cómo se constituye la identidad de un sujeto particular o de una audiencia  colectiva.  Las investigadoras se cuidan de no caer en la mistificación de lo oral y la presunta  inmediatez de la experiencia relatada,  de ahí su originalidad.  De los tres, el primero,  “Testimonios autobiográficos y conocimiento histórico”, de María Gracia Castillo Ramírez, es el más arriesgado epistemológicamente. Entiendo  y simpatizo con el intento y su ambición teórica. Pero no comparto  su estrategia metodológica condicionada fuertemente  todavía  por la problemática y las reflexiones cifradas  alrededor de las fuentes escritas. Por eso sus referencias a Ginzburg y otros autores no acaban de funcionar,  pues están pensando  el problema  de lo real a partir de una práctica  que no contempla  en primera  instancia la oralidad secundaria  como productora de lo real.
Es la historia oral un método de construcción de fuentes que permite contrarrestar el poder del escrito? Planteada así la cuestión,  se evita preguntarse por la lógica misma inscrita en la práctica de la oralidad, aunque pueda examinarse  coexistiendo con la lógica del escrito e incluso atravesada por ésta. No se trata de una o la otra, de una mejor que la otra, sino de prácticas  comunicativas diversas, generadoras  de diferentes sentidos de lo real. ¿En qué puede  consistir  el establecimiento de una memoria legítima? ¿Cuándo podemos saber qué se ha construido y con qué alcances? No es que no sea posible,  pero para ello hace falta disponer  de los artificios metodológicos adecuados. Recurrir  a Ginzburg es inapropiado al no ofrecer más que los elementos de una historia conjetural cuya problemática nos lanza otra vez a los inicios  de la historiografía científica, cuando historiadores como Berthold Niehbur se resistían  a aceptar  que la historia fuera meramente  conjetural. ¿De qué le sirve a la sociedad una historia así conformada? ¿Que la oralidad permite trazar una relación más próxima  a lo real? ¿Qué significa eso? Sobre todo si se profundiza en el hecho de la distancia existente –lo cual se apunta al principio en el texto– entre la voz pronunciada y la voz registrada, debido al velo de la tradición instaurada o “cultura”. Esta clase de “realismo” queda desmontado  en el ensayo vecino suscrito  por Ana María de la O Castellanos.  Tengo la impresión de que en el ensayo de María Gracia Castillo que abre este primer apartado  sólo se sobrevuela  el problema  sin asumir  en primera  persona la problemática. Se acude a diversos  historiógrafos como Ginzburg para enfrentar problemas  epistemológicos serios, tales como los que se enuncian sobre lo conjetural en la historia, las relaciones entre subjetividad y objetividad, entre estructura y acontecimiento, y terminar con consideraciones generales sobre el gran problema  de la historia: la temporalidad. Y todo ello enmarcado por el problema  central del libro sobre la construcción de la memoria social en el siglo XX. Hay en ese sentido más bien una apropiación de lo que otros autores  han pensado y que funcionan más como “autoridades” que como detonadores  del pensamiento de uno. De ahí que en su lectura no sea fácil seguir el orden argumental.
El segundo apartado, sobre las fuentes escritas,  contiene cuatro ensayos. Los dos primeros se centran alrededor de dos instituciones de beneficencia, una mexicana y otra argentina, la Casa de Caridad y Misericordia fundada  por el obispo Cabañas, y el Hospicio  de Huérfanos  y Expósitos de Rosario, fundado  en 1869 por las Damas de Caridad.  Se trata  de dos momentos y dos regiones distintas. Aquí  no aparece el grado de reflexividad  exhibido en el grupo  anterior. Domina  el archivo  como punto  de partida y llegada, como fuente de información para construir una historia jurídico-institucional más o menos tradicional sobre el cuidado  y la protección del débil y su educación. No deja de tener interés  por el cuidado puesto en el trabajo  y la presentación del archivo.  Pero es probable  que debido al peso y la seducción propia de las fuentes escritas –ya construidas– sus formas exteriores  más evidentes acaben por imponer  su ley al investigador, inhibiéndole  la capacidad  de indagación sobre las reglas no escritas que subyacen su producción y el sentido que las engloba. De esa ausencia emergen relatos  lineales,  sin relieves,  dictados  más por la voluntad de informar que por el deseo de comprender  lo que ahí ya no se ve o ha dejado de verse.
Un ejemplo  de ello se encuentra  en la p. 94, al abordar  la obra del “obispo ilustrado” Cabañas y su diagnóstico “crítico” de 1795 acerca de la necesidad  de construir escuelas en bien  de la “humanidad” y de la construcción de un “mundo político,  pío y religioso”. Desde el siglo XIX se ha atribuido a Cabañas la calidad de amante del progreso y por ello se le ha inscrito como precursor de la obra educativa y filantrópica del Estado liberal  moderno, un a priori  historiográfico que no coincide  completamente con la trama en la que se inscribe  el momento fechado como 1795, cuando los intereses de la “Religión y el Estado” de la monarquía española estaban siendo seriamente desafiados por el clima de terror  e “impiedad”, representados por la vertiente jacobina  de la revolución francesa (supuesta portadora  de los valores de la Ilustración y el progreso). En ese sentido  la obra del obispo Cabañas es más creíblemente el resultado  de una reacción contrailustrada.
En el texto de Gabriela Dalla Corte, “Las  mujeres y el orden social en la construcción del Estado Nacional argentino. Reflexiones acerca de los vestigios culturales de los sectores  populares”, inscrito en una problemática mayor –la construcción del Estado argentino–, no se observa una explotación analítica explícita –probablemente se encuentre  en el trabajo de tesis– del archivo de señales de la institución tratada,  “señales” que funcionan como inscripciones dejadas  a la posteridad de cara al futuro de esos infantes  abandonados a la puerta del hospicio, que recuerda una práctica  más antigua  y que sobrevive  en la modernidad del siglo XIX. Es indudable que dicho conjunto  de papeles y objetos religiosos  y políticos “constituye hoy una fuente  inestimable para entender  el funcionamiento social” (p. 143). Se enuncia  el programa,  pero más señales sobre las señales no se encuentran en la lectura  del artículo.  No es suficiente reproducir algunas de sus fotografías.  Dominan en la relación más bien las macroexplicaciones (la guerra de la Triple  Alianza)  o la presentación de un listado de nombres de los firmantes. No hay ninguna alusión a la práctica y la construcción de dichas señales y dichos materiales; sólo se nos dice:  es un material  que nos informa  sobre las creencias religiosas  y la demografía  local. Son inscripciones, por tanto,  utilizadas para una estadística social, pero resultan  poco para ofrecer al lector elementos para la comprensión del fenómeno analizado.

 

El tercer ensayo de este conjunto se enfoca a mostrar la aparición de

grupos de opinión y su relación con la cultura. “Sociabilidad y cultura en Guadalajara a mediados del siglo XIX” de Celia del Palacio Montiel se centra en el análisis de impresos periódicos durante la época en que según la autora se gesta “la esfera pública literaria” (p. 167), noción inspirada en el multicitado Habermas. El escrito se encamina luego, no obstante, hacia la enumeración de los múltiples “lugares de sociabilidad” en la ciudad de Guadalajara,  para detenerse finalmente en dos o tres personajes de la localidad: fray Manuel de San Juan Crisóstomo Nájera, Miguel Cruz-Aedo, Emeterio Robles Gil y otros (p. 175-7). El término sociabilidad funciona para todo. Pero no hay un momento en el que se reflexione sobre el uso y la construcción de tales fuentes escritas. Sólo se sobrevuela  la cuestión a tratar sin entrar propiamente en el problema de investigación propuesto.
Al cuarto ensayo (Rebeca García Corzo, “¿Cómo acercarse a la historia sociocultural de las ciencias desde una perspectiva local? Una propuesta metodológica”) le sucede algo similar.  Situado en la historia de la ciencia, pone su atención  en dos fuentes  escritas  en particular: los testamentos de personas interesadas  en la ciencia y los libros  de texto.  Su objetivo: usarlas para observar el trasfondo  sociocultural de la evolución  científica en Guadalajara. Las primeras  líneas (p. 187), sin embargo, no nos aclaran con precisión  el problema  de investigación. Se nos dice: “contribuir a incrementar  las vías de aproximación a la historia sociocultural desde una perspectiva local”.  Los autores a los que se hace referencia  y que funcionan como autoridad, como Peter Burke, aparecen como figuras  postizas (p. 193). Sólo cuando se llega a las páginas 206-221 se entra en el tema y en el análisis de los testamentos y libros de texto. Y al final nos quedamos sin identificar su contribución a la historia de la ciencia en México,  aun tratándose  sólo de Guadalajara.
Aquí termina  el segundo apartado, dedicado al uso y construcción de las fuentes  escritas.  Aparecen  cuatro  usuarias  de diversos materiales, todos de interés,  pero poco se dice cómo fueron  construidos, punto  de partida de lo que se conoce actualmente como “nueva historia cultural”.
¿Cómo de-lo-ya-construido es posible generar nuevas construcciones? En particular, al no haber un conocimiento más preciso sobre la naturaleza de los materiales  con los que se escribe la historia, la arquitectura de los ensayos en general se ve un tanto defectuosa.
El tercer apartado está dedicado al uso y la construcción de las fuentes iconográficas. A primera vista se podría pensar en fuentes relacionadas con la pintura, la fotografía o el grabado, pero se trata más bien de otra clase de imágenes: aquéllas producidas por el cinematógrafo y la televisión, imágenes en movimiento que transitan dentro de una secuencia temporal.
En suma, lo audiovisual funcionando sincrónica y diacrónicamente. Así, después del recorrido  a través  de los vestigios del pasado, volvemos  al siglo XX y sus revoluciones en el campo de las comunicaciones.
El primer  trabajo  discurre  sobre las representaciones de las familias mexicanas en el cine reciente  (1995-2001). “Familia y cine mexicano: Estado, globalización y representación. Fuentes para un estudio”, de Carmen Elisa Gómez Gómez, tiene la forma de un proyecto  o reporte  de investigación. Se pretende usar material fílmico para hacer una sociología de los cambios ocurridos  en la familia  mexicana  en la globalización. Las películas  buscan  ser leídas  como textos  que proporcionan información sobre los cambios ocurridos  en la sociedad contemporánea. Este análisis presupone  el conocimiento del funcionamiento del medio  productor de la información. Ahí existe  un problema  metodológico compartido con la escritura de la historia cuando se quiere comprender  un mundo distante temporalmente, o reciente  como en el caso de este artículo,  pues entrar en contacto  con ese otro mundo  implica asumir  que la comunicación se conforma  no sólo de información, como bien lo anota la autora al distinguir  entre el análisis “formal-estético” de las películas  y lo que denomina análisis  “discursivo-ideológico”. Casi hubiera  bastado una sola cinta cinematográfica para dejar ver los resultados  de dichos  análisis.  De tal modo que al final poco se sabe de los cambios en la representación de la familia; a cambio,  se tienen  algunos  preámbulos  para la investigación. Es frecuente  que en esta clase de estudios  tan “contemporáneos” falte la consideración de la dimensión temporal.  Se olvida  la historia del medio utilizado, o se parte de lugares  comunes más o menos trivializados aunque “autorizados”. Poco se dice del funcionamiento del cine y lo que produce socialmente. Es posible que existan otros medios más aptos para describir el fenómeno examinado,  como las series estadísticas  o la televisión, tema del siguiente ensayo.
El texto  “Los  efectos de la televisión en el niño.  Cuestiones  de método”, de Ramón Gil Olivo, un informe  de investigación resultado  de un trabajo de campo, me pareció interesante como una manera de contrastar los efectos que pueden darse en una sociedad al introducirse la cultura escrita  en una cultura  sin escritura,  y también  los efectos que  tiene  en ella la cultura audiovisual contemporánea. Se trata  de un ejercicio,  por otro lado, que parece rebasar los límites  propuestos  para esta compilación, en la medida en que el ensayo se corresponde  propiamente con un campo más vasto de especialistas en cuestiones  de psicología,  cultura  y educación.  ¿Cómo interviene o interfiere la  televisión en la transmisión de la cultura propia? ¿Qué sucede en el cerebro del niño? ¿Cómo afecta la interacción dentro  de la comunidad tradicional? Uno podría decir que se

 

desarticula la cultura tradicional tanto como se rearticula de otra manera.

El poder de las tecnologías  comunicativas tiende  a socavar el poder omnímodo de la lengua  materna,  pero tampoco significa que quede anulada: sólo entra en competencia,  y tiende a enriquecerla al intervenir otros lenguajes en el proceso de socialización. Además, quizá con la ventaja de hacerlo sin tener que pasar por el ejercicio  arduo y no siempre  evidente de la comprensión de un texto.
En resumen,  se tiene  a la mano un libro  con un título  muy  amplio que no se refleja en el carácter  de todos los ensayos. Se recurre  a fuentes diversas  que van desde la entrevista, vinculada con la denominada “historia oral”, hasta el uso de archivos históricos convencionales y otras fuentes más específicas del siglo XX como el cine y la televisión. En el libro se entrecruzan intereses cognitivos muy diversos sin contar de por medio con una base teórica común que les permita dialogar  entre sí; intereses históricos (construcción de la memoria)  y sociológicos  (descripción de la sociedad contemporánea a través del cine y la televisión). A algunos, los menos, los vincula  la reflexividad; a la mayoría, el uso de fuentes disímiles como repositorios de información para saber más sobre el pasado o el presente.  Pero conocer es una operación  más compleja. No se ven los hilos que conectan al presente  con el pasado, salvo en los ensayos más reflexivos.  En ese sentido,  el libro refleja una conexión bastante  artificial entre disciplinas a través del uso reiterado  de términos y autores que no acaban de funcionar  como instrumentos analíticos.  Se requiere  refinar las técnicas de análisis.  Ya no es suficiente la coartada de remitirse a la hermenéutica textual tradicional para calibrar  y entender  lo que sucede en los mass media. El término  interdisciplinariedad sólo sirve de coarta- da para esquivar  el problema  actual de las ciencias sociales y humanas: no tanto  el de la conectividad entre  unas y otras, sino el de la ausencia de modelos teóricos transdisciplinarios que arrojen luz sobre sociedades atravesadas  por lenguajes  y tiempos  diversos, coexistentes y funcionando en simultaneidad, que activan,  como se constata  en este libro,  diversos sentidos del organismo  humano (oralidad,  escritura, iconografía)  y detonan  diversos sentidos  de temporalidad. Son retos que están presentes en este trabajo editorial y que invitan a asumirlos con responsabilidad y rigor intelectual, lo propio de los espacios académicos y universitarios. Hace falta que los “cuerpos académicos”  se transformen en auténticos laboratorios de investigación.