El texto analiza la visión sobre el origen del hombre americano de tres cronistas del siglo XVII: un indígena, un fraile dominico y un cronista mayor de Indias. Cada uno, combinó las tradiciones bíblica, grecorromana y prehispánica, lo que dio como resultado peculiares explicaciones con las que aspiraban a lograr la credibilidad eclipsada por los cronistas del siglo XVI. Su historiografía tenía como objetivo la inserción del hombre americano en la historia cristiana, desde sus orígenes hasta su presente, pues en ello se cifraba su salvación. El objetivo del artículo es contribuir con más elementos de análisis al conocimiento de la construcción narrativa y de la historiografía de los cronistas del siglo XVII.
This paper analizes the vision of the origin of man in the work of three seventeenth-century chroniclers: an indian, a Dominican monk and a major chronicler of the Indies. Each one of them combined, the biblical, Greek-Roman and Prehispanic tradition, resulting in peculiar explanations they aspired to get credibility with, which was eclipsed by the sixteenth-century chroniclers. The historiography of every one of them was aimed to get the American man into the Christian history, from its origin to its present, as well it meant his Christian salvation. The article contributes with more elements for analysis to know the construction of narrative and historiography of the seventeenth-century chroniclers.
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Introducción
La investigación se centra en las obras de Domingo Francisco de San Antón Muñón Chimalpáhin Quauhtlehuanitzin, Francisco de Burgoa y Antonio de Herrera y Tordesillas. Cada uno de ellos representa concepciones del mundo diferentes debido a su procedencia y formación: el primero, un natural de Amecameca perteneciente a la nobleza chalca; el segundo, un criollo dominico de Antequera (hoy Oaxaca), y el último, español originario de Segovia y Cronista Mayor de Indias. Si bien no necesariamente consideramos a estos tres cronistas como modelos o representantes de su generación o grupo social, lo cierto es que en sus obras se encuentran plasmados intereses y visiones notoriamente compartidos entre sus iguales. Además, partimos de la premisa de que los tres autores vivieron en una época en que se buscaba el esclarecimiento del origen y la naturaleza del continente americano, así como de sus pueblos y la cultura desplegada por ellos.
Si bien no se trataba de una inquietud nueva -los cronistas del siglo precedente habían mostrado aspiraciones similares-, lo cierto es que los aquí elegidos, para dar respuesta a tales interrogantes, entremezclaron en su discurso nociones mitológicas prehispánicas, grecorromanas y judeocristianas de una manera que podríamos considerar peculiar. Nuestro análisis se propone destacar elementos comunes en sus obras, pese a sus enormes diferencias, así como identificar la intencionalidad que subyace lo expresado en su narrativa. De la amplia temática que los autores desarrollan en sus respectivas obras hemos seleccionado el tema sobre el origen del hombre (principalmente del hombre americano), debido a que es en este elemento en el que pretenden fincar la legitimidad de un origen de la mano de Dios, lo que a su vez sustenta el propio devenir histórico y su paso por el continente americano, el descubrimiento, la conquista y la evangelización, así como la visión teleológica en la larga línea del tiempo cristiano. Según estos autores, el origen y el final de los pueblos coinciden en tanto que ambos momentos corresponden a la esfera del tiempo divino, y en su proceso histórico, la salvación se convierte en la misión esencial y fundamental. La historia de los pueblos es, pues, la historia de su salvación. Y si de Dios han nacido, a él tendrán que regresar. Para comprender este complejo proceso es menester empezar, como es natural, por el origen.
Referencias biográficas indispensables
Domingo Francisco de San Antón Muñón Chimalpáhin Cuauhtlehuanitzin
Fue un historiador indígena nacido en mayo de 1579 en Tzacualtitlan Tenanco, segunda cabecera de Amaquemecan Chalco (Tena, 1998, t. I, p. 11). Si bien son pocos los datos biográficos que de él se conocen, destaca que fue quien se encargó de proporcionarlos de manera dosificada en su propia obra, principalmente en la Séptima relación, en la que describe la historia de los nonohualcas y otros sucesos ocurridos entre 1275 y 1591. Incluye su narración el día, mes y año de su nacimiento, y señala además que fue hijo de Juan Agustín Ixpitzin y de María Jerónima Xiuhtotzin, “principales de los antiguos chichimecas de Tzacualtitlan Tenanco Amaquemecan Chalco” (Chimalpáhin, 1998, p. 249).1 Era nieto, en noveno grado, del “grande y valeroso chichimeca Cuahutzatzin Tlailotlacteuctli, quien era caudillo y tlatohuani de los tenancascuixcocas […] cuando éstos llegaron acá por primera vez” (Chimalpáhin, 1998, p. 149). Con estas citas de su texto se pueden entrever algunos de sus intereses y objetivos al escribir sus Relaciones, por ejemplo, destacar su origen noble dentro de la dinastía de los gobernantes de Chalco Amaquemecan.
Por otra parte, se desconocen los detalles de sus primeros años y formación, pero, se supone que desde niño recibió instrucción en su casa paterna, o bien en el convento franciscano de su ciudad natal (después a cargo de los dominicos), donde debió aprender las primeras letras, historia prehispánica y la lectura de antiguos códices, pero sobre todo los preceptos de la fe católica (Romero, 2011, p. 331).
Se ignora en qué momento llegó a la ciudad de México, pero hay indicios que fue el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco la primera institución que lo acogió, para luego pasar a la ermita de San Antonio Abad, en 1593, según él mismo lo expresa en su Diario (Chimalpáhin, 2001, p. 51).2 El apellido Muñón se debe al maestreescuela de la catedral de México, Sancho Sánchez Muñón, uno de los principales protectores de la ermita y de Chimalpáhin, junto con Diego de Muñón (Romero, 2011, pp. 333-334). En esta ermita pasó el resto de su vida, y fue ahí donde escribió a partir de 1607, aproximadamente, la totalidad de su obra conocida.
Francisco de Burgoa
De familia prominente y estirpe de conquistadores, Francisco de Burgoa recibió una educación privilegiada que, junto a sus grandes dotes para el estudio, le hizo pensar en la Universidad de México como destino. No obstante, pudo más su orientación religiosa, por no decir dominica, que pesó fuertemente en su ánimo desde la infancia, al creerse curado por el Santo Patriarca de la orden cuando fue encomendado a él en momentos muy críticos de salud. Así, convencido de su vocación, ingresó al convento oaxaqueño a los quince años de edad (Burgoa, 1989, p. 529). Tras la toma de hábito y un año de noviciado, profesó en 1620 y culminó sus estudios sacerdotales con excelencia, en 1627. A sus 23 años recibió el título de Lector, habiendo ya pasado por la responsabilidad de ser instructor de novicios.
Recién ordenado, fue enviado como doctrinero a Guajolotitlán. Su primera experiencia como guía espiritual de los indios en un escenario de extrema pobreza, pero ejemplar generosidad, impresionó su mente juvenil (Ibarra, 2012, pp. 1082-1083). Pasó de la Mixteca a la región Zapoteca y aprendió ambas lenguas, habilidades que le devolvieron a Antequera como formador de novicios, hasta su nombramiento como prior en 1644. La labor de Burgoa fue reconocida favorablemente por sus hermanos de religión y autoridades de la metrópoli, que durante los siguientes años lo eligieron para ocupar cargos como prior en Yanhuitlán, prior y vicario en Teozapotlán (Zaachila), dos veces provincial de la Provincia de San Hipólito Mártir de Oaxaca, vicario general, calificador y comisario del Santo Oficio, así como revisor de libros y visitador de las bibliotecas de la Nueva España (Ibarra, 2012, pp. 1084-1087).
Como responsable máximo de su orden en tierras oaxaqueñas, fray Francisco de Burgoa recorrió la provincia en repetidas ocasiones, lo que le permitió adquirir documentos, testimonios y sobre todo la experiencia directa del estado de cosas que predominaba en la región. Se enfrentó a dificultades de diversa índole, desde la pobreza de los campos yermos, la inconstancia de los naturales en los progresos de su evangelización y sus controvertidas prácticas sincréticas, los abusos de los españoles, la relajación de algunos predicadores, entre otras adversidades. Pero quizás el conflicto que le exigió mayores esfuerzos fue el que sostuvo con el obispo Bartolomé de la Cerda. Recordemos que el antagonismo entre el clero regular y el secular comenzó a finales del siglo XVI pero se acrecentó en la segunda mitad del XVII. El episcopado pretendía restar poder a los mendicantes convirtiendo las doctrinas en parroquias bajo su jurisdicción, medida que, en el caso de los dominicos de San Hipólito Mártir, logró ser contenida gracias a Burgoa. El provincial emprendió una campaña europea que lo llevó a Roma, donde consiguió que se devolvieran a la orden de Santo Domingo las parroquias en pugna, para conservarlas por una centuria más (Arroyo, 1954, pp. 84-85). Ya veremos cómo tan grave disputa dejó entre líneas su impronta en los textos de Burgoa.
Antonio de Herrera y Tordesillas
Fue uno de los españoles, que al igual que Francisco López de Gómara, nunca puso pie en el Nuevo Mundo, lo que no le impediría escribir acerca de él ni llegar a posicionarse como uno de los clásicos de la literatura de Indias. En su obra abordó temas como la exploración y conquista militar de tierras americanas, cuando aún permanecían vivos muchos de los actores involucrados en esos sucesos, teniendo así la oportunidad de convivir y obtener información directamente de ellos. Mediante su crónica pretendió la inclusión del Nuevo Mundo dentro de la historia general occidental, a través de un discurso moralizador, en una etapa de transición entre el feudalismo y el Renacimiento. Con una pluma infatigable, consecuente con su cargo de Cronista Mayor de Indias y sus obligaciones dentro de la corte española, Herrera dejó plasmado en su obra no sólo su ideario, sino el de su época.
Herrera nació en la villa de Cuéllar, Segovia, en el año de 1559 y estudió Lengua Latina en la Universidad de Salamanca. De carácter sociable, amable y culto, fue ampliando su círculo de amistades, y se vinculó con el virrey de Sabbioneta, Vespasiano I Gonzaga, quien lo introdujo a la corte de Felipe II. A los 35 años de edad fue nombrado por el rey Cronista General de Indias, cargo que ocuparía también durante el reinado de Felipe III y parte del de Felipe IV. En 1598, año de la muerte de Felipe II, Herrera alcanzó a entregarle la mitad de la que sería su mayor obra: la Historia general de los hechos de los castellanos en las Islas y Tierra firme de la Mar Océano,3 dedicada al príncipe de Asturias, futuro Felipe III (Escandón, 2012, pp. 307-321). Le tocó vivir una época de creciente descontento y crítica de los europeos por la conducta de los españoles en el Nuevo Mundo, denunciada por Las Casas, al mismo tiempo en que el humanismo español estaba buscando explicaciones ya no tanto de la presencia del nuevo continente, sino más bien de sus habitantes. Herrera perteneció a esta generación literaria de la que Solodkow (2009) señala:
se vio forzada a buscar en su propia tradición hermenéutica-escatológica y mesiánica la manera de organizar nuevos esquemas genealógicos. Para ello se construyeron algunas teorías derivadas de la interpretación bíblica cuyo objetivo era despejar la incógnita teológico-antropológica de la presencia del indígena americano y subsanar simultáneamente el horror vacui de la historia y del plan providencial (pp.78 y 79).
Por su parte, Cañizares sostiene que
a Herrera le interesaba más describir la conquista militar de las Indias y los intentos de la Corona por llevar la ley y la justicia a la nueva frontera que analizar el pasado amerindio. Entre las fuentes de Herrera se encontraban tanto crónicas inéditas, como El señorío de los incas, de Cieza de León, del cual copió muchos detalles, como documentos oficiales inéditos. Sin embargo, en lo que respecta a la historia de los incas y aztecas, Herrera no agregó mucha más información que López de Gómara y Acosta (Cañizares, 2007, p. 153).
Cabe entonces reflexionar que, aun cuando sus intereses no eran conocer el pasado de los indios, Herrera sí incluyó una explicación breve sobre el origen del hombre americano, recurriendo preferentemente a la tradición grecorromana. Es decir, es una visión por demás oficialista, pero que además podría considerarse como una irrupción o excepción en la manera de entender las fuentes nativas americanas, a las que no da mayor crédito, pues sus “intereses políticos” eran otros.
Las crónicas y su construcción historiográfica
El origen del hombre en la obra de Chimalpáhin
La gran cantidad de manuscritos de Chimalpáhin se puede integrar en tres obras que son fundamentales: primero, las llamadas Ocho relaciones y el Memorial de Colhuacán,4 que corresponden al manuscrito número 74, en 272 folios escritos en lengua náhuatl, resguardado en la Biblioteca Nacional de Francia (BNF). En estas Relaciones se narra la historia de gran parte de la región de Chalco y del valle de México, además de algunas anotaciones sobre “las cuatro partes del mundo” (pp. 67-71).5 Ésta, como el resto de su obra, fue escrita entre 1607 y 1637.
Otro de sus trabajos es el Diario, que constituye el manuscrito número 220 de la BNF, compuesto por 282 folios. Dicho texto relata sucesos de la ciudad de México desde 1598 hasta octubre de 1615, además de diversas noticias del mundo, como la muerte de algunos religiosos en tierras lejanas de la China, en su labor evangelizadora (2001, pp. 71-73).
La tercera obra de Chimalpáhin fue publicada por Rafael Tena (2012) bajo el desconcertante título de Tres crónicas mexicanas (Chimalpáhin, 2012). La obra original es una colección de alrededor de 40 documentos contenidos en el volumen III del manuscrito 374 de la British and Foreign Bible Society (BFBS). Los volúmenes I y II contienen obras de otros dos historiadores indígenas, Alva Ixtlixóchitl y Alvarado Tezozómoc, y los tres volúmenes en conjunto conforman el llamado Códice Chimalpáhin.6 Estas Tres crónicas mexicanas, editadas por Rafael Tena, del manuscrito 374 (374-III BFBS), son una selección de seis documentos (de la cuarentena que lo componen) y constituyen una especie de miscelánea con diversas noticias históricas y genealógicas de los señores de Colhuacan, Tenochtitlan, Tlacopan y Texcoco, que abarca desde el año 1064 hasta 1569, aproximadamente. Dicha obra fue escrita por la década de 1620.
Sin poseer mayores datos, suponemos que Chimalpáhin murió hacia mediados del siglo XVII, dejando sus manuscritos sin ser publicados.
Podemos señalar que estas tres obras citadas (Ocho relaciones, Diario y Tres crónicas) son las más importantes de su producción, y principalmente retomaremos lo consignado en ellas sobre el origen del hombre y la manera como Chimalpáhin construyó su relato partiendo de la impronta recibida de las dos culturas con las que creció: la católica hispánica y la indígena.
Más allá del sinfín de contradicciones detectadas en la historia cristiana sobre el origen de los primeros pobladores, Adán y Eva,7 interesa destacar cómo Chimalpáhin resolvió en su narrativa las marcadas diferencias y semejanzas entre las dos cosmogonías que tenía como modelo. Al encontrar esa resolución tendremos la posibilidad de saber más sobre el propio autor que de lo que contó, y por extensión, conoceremos mejor la realidad y el contexto en que vivió, propios del periodo entre siglos del XVI-XVII (Manrique, 1971, p. 106).
En su Primera relación cuenta que la primera pareja de humanos, Adán y Eva, fue creada “sólo una vez” (p. 29), expresión sumamente sugerente pues de manera implícita la contrapone a las diversas versiones de la tradición indígena que narran las creaciones sucesivas de los hombres (hechos primero de roca, de madera, etc.), que debido a su desobediencia y a los “pecados que habían cometido contra los dioses” fueron repetidamente destruidos por agua, por fuego, “por bestias salvajes” o “por tempestades” (Anónimo, 1965, pp. 103-104). Chimalpáhin presenta, pues, esta creación de Adán y Eva como única, con lo que parece mostrar el triunfo del credo católico sobre las antiguas creencias de sus ancestros, a quienes en esta Primera relación los nombra como “gentiles e idólatras” (pp. 29-35), para luego abandonar gradualmente esos calificativos.
Otra de las claras insistencias es la referida a la creación de todo lo existente como producto de la “virtud del Dios único” (Chimalpáhin, 1998, p. 30).8 Un “Dios único” crea por única vez al hombre y a la mujer para que ellos se encarguen de poblar la tierra. Momento fundacional. Es por demás sabido que en la antigua cosmogonía el panteón mexica estaba habitado por una considerable multitud de entidades divinas que formaban un complejo sistema jerárquico de dioses, según León Portilla (1991, pp. 151-165).9 Para el historiador chalca tal explicación, cargada de un abrumador politeísmo, había sido desplazada por la exégesis lineal del libro del Génesis, y aquellos antiguos “gentiles e idólatras” (quienes vivían “engañados por el demonio”) convertidos en fieles cristianos eran clara muestra de la imposición de una “nueva lectura de la historia del mundo” (Ragón, 1997, p. 17).
Parecería hasta aquí que Chimalpáhin estaba más preocupado por desacreditar la tradición mitológica indígena que en destacar su permanencia. En realidad no es del todo así, aunque tenemos que aclarar que tampoco pretendió reivindicar las viejas prácticas y tradiciones religiosas de sus ancestros. Un elemento nativo que incorpora en su narración es que la primera generación humana fue hecha con “tierra y barro”, factor presente también en la narrativa autóctona (Chimalpáhin, 1998, pp. 29, 31).10 En la narración anónima de la Historia de México se cuenta que el hombre fue hecho de un trozo de hueso y de “ceniza de difuntos” de dioses localizadas en el “inframundo” (Anónimo, 1965, pp. 105-106).11 Esta narración es contada de diferentes maneras (La leyenda de los Soles, 1992, pp. 120-121), pero por ahora nos interesa destacar la constitución de una masa que finalmente se vuelve homogénea y da origen al hombre y su materialidad. Por su parte, es evidente que Chimalpáhin abrevó también del Génesis donde se establece que el hombre fue creado “del polvo de la tierra, y [Dios] alentó en su nariz soplo de vida” (1998, p. 31).12 De este modo, la materialidad y el soporte del cuerpo de los primeros hombres consisten en la misma sustancia de sus antecesores divinos y de la propia tierra que pisan: huesos, ceniza y cabellos de dioses difuntos y sangre de los dioses vivos, en el caso de la mitología prehispánica,13 todo ello modelado en forma humana por los dioses. Estar hecho de la “tierra y barro”, en el mundo indígena, significa ser hijo de la tierra, producto y alimento de ella, pues si de ella se es creado, a ella se volverá a la hora de la muerte, lo que el cristianismo resume en la expresión “polvo eres y en polvo te convertirás”. Dios es el origen y el fin último: “todas las creaturas [tienden igualmente hacia él]”, sostiene Chimalpáhin (1998, p. 31).14
Se nota que el historiador nativo reúne y sintetiza en su obra la tradición indígena y cristiana sobre la materialidad de los primeros seres humanos. La sacralidad del cuerpo humano radica precisamente en que su origen fue producto de la acción divina; fue el más antiguo y primigenio contacto del hombre con la divinidad, cuando le fue depositada en su ser la esencia, el alma, el tonalli, el ihíyotl, es decir, las entidades anímicas por las que vino a existir y a través de las cuales prolongaría su dinastía sobre la tierra (López Austin, 1996, pp. 223-225 y 257-260). Los primeros seres son también los padres de los ancestros del historiador chalca, como más adelante se insistirá.
Chimalpáhin inicia sus Relaciones con la presencia de Dios, en primer lugar, y su principal obra después: la creación del hombre. Destaca que antes así lo hicieron otros “escritores antiguos”, cuyas obras repasa. Diógenes Laercio, “al explicar los fundamentos de la filosofía”, destacó que Dios era el origen de toda ciencia divina. Lactancio Firmiano también comienza “en nombre de Dios” su De las divinas instituciones, del mismo modo en que lo había hecho san Agustín al escribir La ciudad de Dios y sus Confesiones. Bautista Ignacio y Antonio Sabélico también escribieron su libro “Ejemplos, donde puede verse que lo comenzaron con Dios” (Chimalpáhin, 1998, p. 35).
La importancia dada a la presencia de Dios al principio de sus escritos no sólo es muestra de obediencia o temor reverente (o de alguna especie de autorización a la manera en que lo hacía la censura del Santo Oficio), sino también del cumplimiento de un designio divino que asumían principalmente los historiadores o cronistas, que era, literalmente, “escribir cómo el mundo, su creatura, era [también] su libro escrito” (Chimalpáhin, 1998, pp. 35-36). Una muestra de ello fue el propio profeta Moisés, el cronista de Dios y a quien le había ordenado la “descripción del mundo”.15 De ahí que Chimalpáhin expresara que él mismo también debía “comenzar con Dios Nuestro Señor” e incluso dirigir todo a él. La impronta y misión de todos los pensadores que antes que él sostuvieron el ejemplo y la tarea de guardar la memoria, Chimalpáhin las asume con un papel que será clave para su propia concepción de la historia.
La Primera relación es un documento incompleto. Lamentablemente se encuentra interrumpida la descripción sobre la creación del cielo “y los ángeles que lo habitan”. Chimalpáhin introduce la explicación sobre la existencia del cielo, y de un infierno (mictlan) al que fueron arrojados los “ángeles malos y perversos” (1998, p. 51). Esta división inicial (cielo-infierno) es la pauta para empezar a narrar sobre las regiones y particiones del mundo y del cosmos, según lo anuncia antes de la interrupción del texto. Lo que debemos destacar aquí es la mención que hace de un elemento que tradicionalmente ha sido considerado de concepción prehispánica, como es la idea de los
cielos que se sobreponen, los que están arriba y los que están abajo, pues están dispuestos como una gran cebolla, y se hallan [todos] juntos [como] dentro de una cáscara; mas a pesar de hallarse juntos, no se sabe cuántas leguas hay de distancia entre [cada uno de] los varios cielos sobrepuestos; esto nadie puede saberlo, sino sólo Dios Nuestro Señor (p. 51).16
En la tradición mítica prehispánica se contempla la división vertical y horizontal del cosmos. Las cuatro regiones del mundo, o los cuatro rumbos cardinales (plano horizontal), forman a su vez un quinto rumbo considerado el centro u “ombligo del cosmos”,17 esquema que se repetía, incluso, en el diseño de las casas y las ciudades (Morante, 2000, pp. 34-35). En su división vertical, se considera que por encima del nivel terrestre existen “trece cielos”, y en su nivel más alto se encuentra la pareja divina, Ometecuhtli y Omecihuatl, y de manera gradual descendente, en el resto de los cielos se encuentran distribuidos los astros, estrellas, cometas, el sol, hasta llegar al nivel donde sucede la lluvia, los rayos, el granizo, etc., y finalmente la tierra, donde vive el humano (Caso, 1996, p. 85; León-Portilla, 2017, pp. 159-164; López Austin, 1996, pp. 60-75 ). El tema de la estratificación del cosmos mesoamericano en trece cielos superiores y nueve inferiores es ampliamente debatido tanto por la arqueología como por la filosofía, la antropología y la historia (Nielsen y Sellner, 2015, pp. 25-64). Aunque se conocen trabajos arqueológicos que subrayan la existencia y representación del cosmos estratificado, en Teotihuacan, Tenochtitlan y Palenque, por mencionar algunos (Nielsen y Sellner, 2015, p. 32; León-Portilla, 2017, pp. 162-164), estudios recientes han propuesto que esta idea llegó a América a través de los frailes franciscanos y dominicos, debido a que se trataba de una “visión del mundo [que] gozaba de una amplia aceptación en el sur de Europa en tiempos de la conquista” (Nielsen y Sellner, 2015, p. 26), y que incluso dicha aceptación pudo haber sido por influencia de la obra de Dante Alighieri, La Divina Comedia (Nielsen y Sellner, 2009, pp. 399-340; Nielsen y Sellner, 2015, pp. 45-50).
Este debate, por demás valioso, incluye la discusión del número de cielos superiores o inferiores (Nielsen y Sellner, 2015, p. 41), pero los objetivos del presente texto van en otra dirección, pues partimos de la total certeza (otorgada por la propia certeza de Chimalpáhin) de que nuestro autor conoció estas narraciones míticas sobre el origen del cosmos y del hombre por boca de sus propios padres y abuelos, además de leer y analizar algunos códices prehispánicos y coloniales que los había traducido “palabra por palabra al alfabeto romano, tanto en náhuatl como en español” (Cañizares, 2007, p. 124). Incluso el historiador Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, contemporáneo de Chimalpáhin, sostuvo la idea de que “los historiadores y los sistemas nahuas para llevar archivos históricos (códices, canciones y discursos retóricos) estaban entre los más fiables y precisos del mundo” (Cañizares, 2007, p. 124).18 En la Dedicatoria de su Sumaria relación de la historia general de esta Nueva España…, declara que “las cosas acaecidas en este Nuevo Mundo” fueron tan valiosas e importantes como las historias de los “romanos, griegos, medos y otras repúblicas que tuvieron fama en el universo” y que para narrarlas tuvo que “juntar las pinturas de las historias y anales, y los cantos con que las observaban…” (Alva Ixtlilxóchitl, 1997, I, p. 525). Por su parte, Chimalpáhin en reiteradas ocasiones a lo largo de su obra deja en claro que en su narración sigue los anales que “compusieron los antiguos chichimecas” y “según lo dejaron pintado algunos antiguos” (Chimalpáhin, 1998, pp. 77, 79, 83).
Este reconocimiento y la autoridad concedida a las fuentes de sus propios ancestros revela el conocimiento que tenían de los antiguos códices pictográficos, y además coincide con la autoridad que otros autores europeos también concedieron a los libros pictóricos mesoamericanos, como en 1626 lo hizo Lorenzo Pignoria (1571-1631) cuando comparó las “pinturas” del Códice Vaticano-Ríos (o Códice Vaticano 3738) con jeroglíficos egipcios para probar que los egipcios habían poblado Europa y además habían creado las culturas “hindú, china, japonesa y mesoamericana”, del mismo modo en que lo había planteado el erudito jesuita Athanasius Kircher (1602-1654), uno de los sabios de mayor reconocimiento del siglo XVII (Cañizares, 2007, pp. 177-178; Brading, 1991, p. 397). Los documentos pictóricos indígenas, tanto los prehispánicos como los del periodo virreinal, insistimos en que gozaron de importante autoridad durante los siglos XVI y XVII, y fue sólo a partir del último tercio del XVII cuando dicha autoridad fue severamente cuestionada, al igual, incluso, que la de los textos bíblicos.19
El mencionado Códice Vaticano 3738, de manufactura indígena aunque elaborado en la segunda mitad del siglo XVI, contiene en sus primeras páginas la estratificación del cosmos en la visión mesoamericana (Díaz, 2009),20 del mismo modo en que lo expone Chimalpáhin en su obra, con algunas variantes mínimas, como sostener que hay once cielos, y no trece: “los sabios que se nombran astrólogos saben que hay por todos once cielos sobrepuestos, y que en cada uno de siete cielos diferentes están las siete estrellas que rigen los destinos de la gente y que se llaman planetas…” (Chimalpáhin, 1998, p. 51). El documento de la Primera relación está trunco justo en esta parte, pero es clara la alusión que hace a la mitología náhuatl sobre la distribución del espacio no sólo al momento de la creación sino en la propia existencia de los pueblos. Los “cielos que están abajo” que menciona Chimalpáhin son los nueve niveles inferiores del inframundo o infierno, que en su lengua náhuatl lo nombra mictlan o mictlampa, lugar del reposo (p. 51). Es una verdadera lástima no contar con la totalidad de esta Primera relación, pero lo que destacamos es la insistencia de Chimalpáhin en crear en su relato su propia verdad, a partir de la “verdad” de quienes le antecedieron, sean indígenas o españoles. Este hecho responde más a los intereses de su presente como recuperar el esplendor de su linaje, con lo que a su vez logrará sobreponerse a una crisis tanto moral como económica, de la que muchos cronistas de su época dan noticia (Manrique, 1971, pp. 106-112).
Si el historiador francés Serge Gruzinski considera que Chimalpáhin puede representar al indio “moderno” de los siglos XVI y XVII por preocuparse e interpretar a su manera lo sucedido en el mundo conocido de aquel entonces, nosotros le agregamos, como rasgo de modernidad, construir una narrativa a manera de anales en la que reúne de manera creativa los preceptos de la fe cristiana con las antiguas narraciones indígenas que explican tal vez de manera más racional el origen del hombre, de los pueblos y los linajes, como aquél del que él mismo formaba parte al ser descendiente de los antiguos nobles gobernantes chalcas.
Por último, otro elemento indígena introducido por Chimalpáhin en su narración fundacional es la correlación calendárica entre la cuenta gregoriana y la indígena. A partir de la Segunda relación, el historiador empieza a registrar los sucesos en ambos calendarios y considera que el año 1-Tochtli (1-Conejo) corresponde al año 3 A.C. En el año siguiente (2-Acatl o 2 A.C.), dice Chimalpáhin, “por primera vez se ataron nuestros años” (p. 59).21 Al referirse a “nuestros años” asume que se trata de una práctica ritual propia de su cosmovisión indígena. Esta correlación calendárica le permite registrar el nacimiento de Jesucristo en el año 4-Calli (4-Casa), que según el Martirologio romano nació a los 5199 años de la creación del mundo, y a los 2957 del Diluvio universal. Destaca que sus ancestros chichimecas descienden de Adán y de Noé22 y que, provenientes del Viejo Mundo,23 desembarcaron en la isla de Aztlán en el año 1-Tochtli, es decir, 18 años después de la muerte de Jesucristo y veinte antes de la destrucción de Jerusalén por Vespasiano. Posteriormente, en 1064, partieron de Aztlán a Chicomóztoc y después al lago de Texcoco para fundar la ciudad de México-Tenochtitlan (Chimalpáhin, 1998, pp. 311-313).24 Más allá de las discordancias entre la cronología bíblica y la mesoamericana (Ragon, 1997, pp. 21-23), interesa destacar la preocupación de Chimalpáhin por dejar en claro en este breve pasaje que sus ancestros no provenían de una de las trece tribus judías que huyeron de Jerusalén luego de su destrucción en el año 73, sino directamente de los bautizados en tiempos de Jesucristo, marcando con ello, por una parte, un deslinde de las tribus israelitas, y por otra, una continuidad entre la historia del Antiguo y el Nuevo Testamento y la historia de los pueblos americanos (Solodkow, 2009, pp. 87-90).25
Su postura iba contra la de otros cronistas como fray Diego Durán, quien había sostenido años antes que los indios americanos eran judíos y “gente hebrea… si considerado su modo de vivir, sus ceremonias, sus ritos y supersticiones, sus agüeros y hipocresías, tan emparentadas y propias de las de los judíos, que en ninguna cosa difieren…” (Durán, 1995, p. 53). Chimalpáhin sostenía que quien “afirmare tal cosa estará mintiendo” (313).26
Librar a su pueblo ancestral del estigma impuesto al pueblo judío, para Chimalpáhin significaba incluir a su estirpe en la historia de la salvación de la humanidad, salvación a la que aspiraba a través de dos vías de orden intelectual: profesar la fe cristiana, a la que había entregado ya su vida, y su concepción de la historia, a la que consideraba como un antiguo discurso señorial, verdadero, sin fábula y “bien dispuesto”. Este discurso era un mandato de los tlahtoque, sus ancestros, para registrar la historia “de la ciudad y el linaje señorial” (Romero, 2011, p. 345), con el fin de que nunca se olvide, pues “los hijos y los nietos que ahora crecen y se crían y los que van naciendo no lo saben; porque aquí podrán saber, ver y comprender… cómo principió la sangre, el rojo y el negro27 de los tzacualtitlantenancas28 que vinieron a vivir en esta tierra” (Chimalpáhin, 1998, p. 295).
La obra historiográfica. El origen mítico de los pueblos de Oaxaca en la crónica de fray Francisco de Burgoa
En la historiografía mexicana, fray Francisco de Burgoa ha recibido el tratamiento de “primer historiador oaxaqueño”, no por serlo cronológicamente sino por la temática, erudición y amplitud de sus escritos, porque “se puede decir que son las dos primeras obras que narran la apreciación del espacio y del tiempo oaxaqueños” (Dalton, 1987, p. 25), que “ninguna de las crónicas de la Provincia de Santiago se compara con sus complejos textos” (Rubial, 2002, p. 357) y “que describe, a veces con excesivo detalle, las costumbres populares... de diversos pueblos cuya cultura mestiza... encontró en Burgoa al único observador atento, respetuoso e interesado en consignarla” (Ibarra, 2012, p. 1095).
Burgoa comenzó a reunir información para cumplir con el mandato de Roma, emanado del Capítulo General de 1644, y elaborar la crónica del convento a su cargo, aunque más tarde extendería su tarea a toda la provincia. No presentó su trabajo sino hasta treinta y tres años después, en el Capítulo Provincial de 1677, con el título de Palestra historial de virtudes y ejemplares apostólicos fundada del celo de insignes héroes de la Sagrada Orden de Predicadores en este Nuevo Mundo de la América en las Indias occidentales. En algún momento del proceso de redacción Burgoa concibió su obra en dos grandes partes, para ello preparó la segunda -a su vez, en dos tomos completados en 1669 y 1670, respectivamente-, intitulada Geográfica descripción de la parte septentrional del Polo Ártico de la América, y Nueva Iglesia de las Indias Occidentales, y Sitio astronómico de esta provincia de Predicadores de Antequera, Valle de Oaxaca. A diferencia, quizá, de la mayoría de las obras de su género, la del eminente dominico no sólo no quedó inédita, sino que fue publicada con todas las licencias requeridas y en vida del autor, quien falleció en 1681. Así pues, apareció la primera edición de la Palestra en 1670 y la de Geográfica descripción en 1674.29
La Palestra historial trata de la actividad de los primeros dominicos en Oaxaca y su organización, así como de los arduos trabajos de 31 predicadores que dedicaron su vida a la evangelización de las regiones mixteca y zapoteca por más de un siglo. A lo largo del texto, son escasas las referencias temporales, como constantes son las alusiones bíblicas y teológicas; los juicios recios contra la maldad del demonio y las imperfecciones de los hombres como las rebuscadas formas y alegorías propias del estilo escritural barroco.
En la Geográfica descripción Burgoa aborda el mundo natural y cultural de la provincia. En ella retoma la vida de algunos hermanos egregios, pero se dedica principalmente a describir con detalle las 37 fundaciones dominicas en la Mixteca y Zapoteca: su pasado prehispánico, entorno geográfico, vida cotidiana y actividades económicas. Es en esta obra donde se puede encontrar mención de los mitos originarios mixtecos y zapotecos, a través por supuesto de los ojos de un hombre nacido en la Nueva España pero formado en la tradición europea y que volcó toda su vida a los ideales de perfección religiosa del cristianismo.
Tras el encuentro con el hombre americano, el europeo fue superando distintos estadios en el esclarecimiento de la existencia “del otro”: desde el reconocimiento de su posesión de un alma inmortal a la afirmación de su calidad de humano e hijo de Dios, con una interpretación providencialista, mesiánica, o incluso con un “principio ideológico evolucionista” (Solodkow, 1999, pp. 78-79), que miraba la otredad tras el cristal de un eurocentrismo insalvable.30
En sus textos, Francisco de Burgoa no deja de lado la discusión de la posible condición de criatura diabólica o de ser mitad humano y mitad bestia del americano, hasta llegar a la confirmación de su suficiencia intelectual e incluso su admiración por algunas manifestaciones de talentos especiales y buena disposición para vivir con honda religiosidad. Si bien tal proceso “civilizante” fue interpretación común de los autores del XVI, aún en los tiempos de Burgoa el Nuevo Mundo y sus ocupantes continuaban requiriendo profundas disquisiciones. Una de las cuestiones no resueltas por los hombres de fe -ni por los de ciencia- era la del origen de los pueblos americanos. Si bien quedaba claro que como hermanos en Dios procedían del mismo génesis31 -de igual Padre Divino e iguales padres terrenales, Adán y Eva-, lo que no creaba concierto era la pertenencia o no al pueblo hebraico,32 su aparición en el continente americano33 y el “olvido” de su raíz (y fe) allende el mar. Todos estos asuntos se hacían presentes en mayor o menor medida en las crónicas de religiosos, y la de Francisco de Burgoa no fue la excepción.
En el capítulo XXIII de la Geográfica descripción, que trata sobre la nación mixteca, sus ministros, iglesias y temperamentos, Burgoa deja en claro la pertenencia del pueblo mixteco a la descendencia de las tribus de Jacob, con sustento en el libro de Josué, afirmando que “No vacó de Providencia Divina la repartición de estos reinos, y provincias de las Indias, en tanta diversidad de naciones”. A pesar de tal origen, les compara con los egipcios y babilonios, que tras siglos de vivir como gentiles han cubierto con un “velo de vanas y mentirosas historias... sin dejarles ojos para descubrir, ni por resquicios, la lumbre del legítimo conocimiento del Autor de la Vida”, ni conocer cómo principiaron o fundaron los reinos y provincias de las que se enorgullecían. Las concepciones de los mixtecos no le convencen al dominico “porque las noticias más comunes son tan bárbaras, y llenas de supersticiones, y errores soñados... observaciones tan ridículas, como describen sus antiguos historiadores” (1934, p. 274).34 Ahora bien, ¿cómo se explica Burgoa el grave olvido de la Paternidad Divina? Descargando las imperfecciones de los naturales -como lo hace repetidamente en toda su obra- en la confusión que sembró con éxito el “príncipe de la mentira”:35
pretendió confundir envidioso el Autor de la Malicia, persuadiendo a tantas naciones los mentidos orígenes de su ascendencia, creyendo deslumbrados que de piedras insensibles, de árboles silvestres, de fuentes inanimadas procedían, para que no llegasen al conocimiento de su primera causa... y no fue la que menos ciega duró en este barbarismo la Mixteca, cuyo origen atribuían a dos árboles altivos de soberbios, y ufanos de ramas que deshojaba el viento a los márgenes de un río, de la soledad retirada de Apoala entre montes de lo que después fue población; este río nace del encañado de dos montes, que hacen en medio calle, como si fueran cortados a tajo abierto, y al pie del uno hace boca una oquedad, o cueva por donde respira violento el río, que aunque no es caudaloso es bastante para un molino, y riega a un valle de sembrados, y al pueblo que llaman solariego, por primitivo de sus antiguallas, con las venas de este río crecieron los árboles, que produjeron los primeros caciques, varón, y hembra, que fingen sus ilusorios sueños, y de aquí por generación se aumentaron, y extendieron poblando un dilatado reino (p. 274).
El mito originario del pueblo mixteco arriba descrito, y el del zapoteco, que se presenta a continuación, así como la interpretación de Burgoa de ambos, guardan grandes similitudes:
no se le halla origen, ni ascendencia, ni en qué tiempo se aposesionó de este valle, porque son tantos los desatinos de sus historias y pinturas que el demonio les persuadía, que es indecente referirlas, porque ni los egipcios, ni caldeos, fueron tan ciegos en estas vanidades, como éstos, ya por preciarse de valientes, se hacían hijos de leones, y fieras, silvestres, si grandes señores, y antiguos, producidos de árboles descollados y sombríos (p. 412).
El vínculo entre el árbol y el linaje de los hombres es tan importante que se encuentra prácticamente en la tradición de los pueblos de toda Mesoamérica, desde Michoacán (De la Serna, 1953) y el Altiplano (Anónimo, 1965), hasta Oaxaca y la región maya (Durán, 1995; León-Portilla, 1986).
Es posible conocer la representación gráfica del árbol mítico de los mixtecos en el códice Vindobonensis (Heyden, 1993, p. 202). En el Selden, además del árbol, aparece el río Apoala o Yuta-tnho, es decir, el río de linajes (González, 2009, p. 58). La fuerte huella del árbol originario quedó también plasmada por escrito gracias a un antecesor de Burgoa, su hermano de religión fray Antonio de los Reyes, en cuya crónica de 1593 identifica el mito del árbol como instrumento de legitimación de una dinastía guerrera gobernante. De la misma habla Burgoa, pero sin darle el peso suficiente, ya que no pretende desviar su discurso: el enemigo a vencer es la falta de memoria del pueblo que por engaño del demonio no recuerda ni reconoce su origen veterotestamentario.
La alternativa que pretende reforzar Burgoa en el imaginario del natural, para sustituir este apego al árbol mesoamericano que da vida al hombre, es el madero de la Santa Cruz o árbol que da nueva vida al cristiano. En un pasaje titulado “De las circunstancias milagrosas con que se descubrió el lábaro y sacrosanto guión de la Cruz antigua del Puerto de Guatulco” (Burgoa, 1934, p. 209) se narra el encuentro en dicho lugar del corsario inglés Tomás Cambric (sic) y “una muy descollada y hermosa cruz de más de mil y quinientos años de antigüedad” (Burgoa, 1934, p. 209), que presuntamente obsequió uno de los apóstoles de Jesucristo a los mixtecos. Burgoa cuenta cómo el hereje inglés trató de destruir por todos los medios al mayor símbolo de la fe cristiana, por supuesto sin lograrlo. Una lectura simple del capítulo que comentamos arrojaría la evidente intención de dejar en mal lugar a los enemigos de la Corona española. Sin embargo, otra hipótesis se genera al notar que la mayor parte del texto se dedica a repasar la historia del Árbol Sagrado: desde Abel y Set, hijos de Adán; el rey Salomón, cuando fue visitado por Nicaula de Saba; en la Pasión según San Juan, ya convertido el árbol en la Cruz del Salvador; mediante la conversión de Constantino y la búsqueda de su madre, Santa Elena; hasta llegar a Guatulco como Vera Cruz resguardada por los mixtecos y más tarde trasladada por los frailes dominicos a su convento de Antequera, para regocijo y bendición de todos los oaxaqueños. Así, se hace patente el privilegio de haber sido pueblo elegido por Dios para abrazar -en sustitución del idolátrico- a “este verdadero Árbol de la vida y Paraíso de la Gracia” (Burgoa, 1934, p. 310).36
Todos los esfuerzos de los “ejemplares evangelizadores” que consigna Burgoa en su Palestra historial se veían amenazados ante la aparente inconstancia de los naturales, que por relajación o ausencia de doctrineros recaían en sus prácticas idolátricas. Entonces, ¿cómo mantener en el camino de la fe a los pueblos mixteco y zapoteco? La respuesta la ofrece Burgoa, sencillamente fundamentada en el Evangelio:
y para que les amaneciese esta luz a los gentiles, vino al mundo la que lo es por esencia, como dice San Joan, a destruir estas tinieblas, sustituyendo sus rayos en los apóstoles, y de ellos en los ministros evangélicos, que pasando a estas lóbregas regiones, que con tantos errores pasaban los siglos encandilados (p. 274).
Así pues, sólo investidos del Espíritu Santo que en Pentecostés se concedió a los apóstoles37 brindándoles el valor necesario para la predicación entre paganos, y como herederos de aquéllos a los mendicantes evangelizadores, se podían vencer las tinieblas del engaño en que vivían los pueblos idólatras de Oaxaca. Por ello, era fundamental que los dominicos no fueran sustituidos por sacerdotes seculares -como pretendían las autoridades episcopales-, ya que a riesgo de perder el fruto de aquellos primeros predicadores, debían continuar presentes en el territorio de la Provincia de San Hipólito Mártir, siendo guías de los hijos antaño perdidos y después encontrados por su mediación y ejemplar testimonio de vida.
La cosmogonía en las Décadas de Herrera
Al contrario de Durán, quien privilegió la documentación amerindia para poder construir su crónica (Cañizares, 2007, p. 116), Herrera y Tordesillas logró tejer el imaginario mítico americano con el grecolatino, privilegiando a este último, como demostraremos. Una de las preocupaciones plasmadas en la obra de Herrera -que puede ser considerada como uno de sus ejes transversales- es la de entender e incluir dentro del ideario europeo la aparición de un nuevo continente allende el Mar Océano.38 Desde el título de la obra podemos encontrar la influencia de una tradición aún vigente en Europa que se potencializó desde principios del siglo XVI, la grecorromana. Si nos remontamos a la mitología griega y romana, encontramos que uno de los dioses griegos principales era Océano, esposo de Tetis y bisabuelo de Júpiter, de quien se toma el nombre para bautizar aquel espacio por él regido y que conservaría su nomenclatura, aun cuando Neptuno fue entronizado como nuevo emperador de los mares tras la victoria olímpica en la Titanomaquia.39
Resulta interesante cómo dentro de su obra Herrera entreteje consciente o inconscientemente la tradición bíblica y mitológica para poder justificar el espacio de los hombres recién “descubiertos” que irrumpen en la mentalidad occidental, cuando en teoría ese espacio no tenía siquiera por qué existir. Es en la Década primera donde se busca esta justificación, que podría calificarse como obsesiva por parte del autor. Ello es comprensible porque fue sobre esa base que construyó su narrativa posterior. Así, Herrera recurre a los clásicos y en especial a Platón y la narración que éste hace del diálogo entre Sócrates, Timeo y Critias.40 Para el Cronista de Indias, el Nuevo Mundo era el conjunto de islas llenas de ríos y riqueza natural, pero únicamente pobladas por fieras, que Platón identificaba más allá del continente de la Atlántida: Barlovento y Sotavento. Junta toda esa masa de tierra (Atlántida, Barlovento y Sotavento) equivalía al tamaño de Eurasia y África (Herrera, 1730, p. 2). Para nutrir su discurso, Herrera se apoyó en Séneca y en San Gregorio, quienes también habían insinuado la existencia de aquellas tierras, a su vez, basándose en el “Critias” de Platón (Herrera, p. 13), texto considerado en la época como pagano y profano (Platón, 2007, pp. VII-XIII). Sin embargo, Herrera logró unificar tal tradición pagana con la bíblica, mediante una cita del capítulo 28 del libro de Job:41“Se lee en el capítulo 28 de Job, que parece que Dios Nuestro Señor tenía este nuevo mundo (el Barlovento y el Sotavento) encubierto a los hombres, hasta que por sus divinos y secretos juicios fue servido en darle a la nación castellana” (Herrera, 1730, p. 2). Se puede observar en esta cita cómo Herrera logra solucionar varios problemas: por una parte, se apoya en una narración pagana para justificar la existencia física de las Indias -el Barlovento y el Sotavento platónicos- que asimismo son insinuadas por Job como ricas tierras incógnitas y ocultas por Dios, que por sus misterios decidió finalmente mostrar a la humanidad, aunque no a cualquier pueblo. Así pues, fueron otorgadas a Castilla, única tierra merecedora de este trofeo por su fidelidad a la fe cristiana durante la reconquista de los Reyes Católicos.
Cabe destacar que Herrera no sería el único en recurrir a la mitología grecolatina para justificar acciones españolas en América. David Brading en Orbe Indiano señala que Cristóbal Colón argumentó ante los Reyes Católicos también desde la mitología y la literatura clásica a través de la Divina Comedia de Alighieri, donde se presenta a un Ulises “lanzándose a su último viaje, movido por un deseo de experiencia de todas las tierras que sean y de la naturaleza del hombre, sea buena o mala”, por lo que acompañado por un pequeño grupo de fieles seguidores “el héroe griego pasa navegando ante Sevilla y Ceuta, por las Columnas de Hércules hasta las aguas del océano de occidente, para encontrar allí, después de muchos días de navegación, una gran montaña en una isla” identificada por Dante como el “Monte Purgatorio” y donde un terrible remolino lanzó al Argos al fondo del lecho marino. Así mismo se contaba para la época de Colón con los escritos de Séneca, quien había profetizado que “después de muchos años, llegará una época en que el océano soltará finalmente las cadenas de las cosas, y quedará revelada una inmensa tierra, cuando Tetris descubrirá nuevos mundos y Thule ya no será última” (Brading, 1991, p. 23). En cuestión de temporalidad y cronología, Colón tomó como referencia a San Agustín y a Pierre d’Ailly, calculando que de los 6000 años que duraría el mundo, solo quedaban 155, periodo apenas suficiente para llevar el Evangelio a todas las naciones del mundo, convertir la humanidad a la fe cristiana y liberar los Santos Lugares (Brading, 1991, p. 27).
Podemos observar entonces que, desde dos generaciones anteriores a Herrera, aún se conservaba la tradición cartográfica y cronológica ptolemaica, lo cual también se presenta en sus escritos. A mediados del siglo XVI, “hemisferio” era todo aquello ubicado a los costados de lo que ahora es el meridiano de Greenwich, y los polos se consideraban los actuales hemisferios norte y sur, no sólo la pequeña porción con la que ahora se identifican el Ártico y la Antártida (Herrera, 1730, p. 3). Sin embargo, estos polos no llegaban hasta el ecuador, sino que encontraban su fin en los trópicos de Cáncer y Capricornio. El espacio comprendido entre ambos trópicos era conocido como “tórrida zona”,42 en la que se consideraba imposible la existencia y proliferación de civilización alguna debido a la furia de los rayos solares. Solamente África y parte de la India eran las regiones conocidas que se ubicaban en tal zona y que eran habitables. Cabe señalar que sólo los libios vivían al norte del trópico de Cáncer, ya que las principales ciudades indias se ubicaban justo junto al Indu Kush, fuera del trópico.
Por Libia era entendida toda la actual África.43 Sus habitantes eran llamados libios por los antiguos griegos, como consta en el relato de Hesíodo sobre el nacimiento de la diosa Minerva de la cabeza de Júpiter, a un costado del lago Tritonis en Libia (Hesíodo, 2013, p. 94). Herrera también utiliza “Libia” como sinónimo de África, y lo mostró en el estudio de las causas que llevarían a Colón a descubrir nuevas tierras (Herrera, 1730 p. 22). Cuando los españoles encontraron civilizaciones ubicadas dentro de la zona tórrida -como la mexica, inca y tlaxcalteca, entre otras- no sólo se tuvo que explicar la existencia de “otro mundo”, sino también de sus habitantes en una zona que se creía inhabitable, y que además demostraría ser sumamente rica en recursos naturales, al contrario de los desiertos africanos o a la zona de la India que hasta entonces se creía inhabitada. Se enfrentó, pues, un dilema epistemológico e histórico sin igual: ¿qué hay de los habitantes de este Nuevo Mundo?
Herrera pretende solucionar esta encrucijada epistemológica en una época donde aún se tenía la necesidad de insertar en el ideario occidental la existencia de la gente de Indias. Así, en el capítulo VI de su Década primera profundiza en ese tema después de explicar y justificar el espacio. Hace un recuento de las cosmogonías de distintos pueblos, como los incas, los del valle de Jauja y otros, que en común tienen presente un ojo de agua en sus mitos de creación. El autor califica todas esas narraciones como “patrañas”, porque según él, realmente descendían de Adán y Eva. Empero, él mismo se reconoce incapaz de explicar el tránsito humano de Asia a América:
Muchos han deseado saber de dónde pasaron los primeros habitadores del otro hemisferio, y no hay duda sino que pasaron del nuestro, pues nunca hubo más que una arca de Noé, y los indios no entraron en el Perú con navegación ordenada y de propósito, y los antiguos no alcanzaron la destreza de navegar ni uso de la piedra imán, y sin aguja es imposible navegar el Mar Océano, la cual cerca del año de mil trescientos halló Flavio, natural de la costa de Amalfi, en el reino de Nápoles. Los del valle de Jauja, en el Perú, dicen que oyeron a sus antiguos que descendían de un hombre y una mujer que salieron de la fuente de Guaribalia. Los del valle de Andabaila dicen que salieron del lago Socdococa. Los del Cuzco, de la laguna Titicaca; otros dicen que después de un diluvio restauraron el género humano seis personas que salieron de una cueva. Y dejando éstas y otras muchas ignorancias que dicen, descendiendo todos de Adán y Eva, consecuencia clara es que ellos descienden de nosotros, y lo que para esto nos da más luz es la vecindad de las tierras, pero tenemos tan poca noticia de la extremidad de la tierra, que no se pudiese afirmar más (Herrera, 1730, p. 9).
En la cita podemos identificar múltiples elementos de la cosmogonía precolombina con paralelismos en la tradición grecorromana. Para ejemplificar, podemos mencionar la leyenda ancestral del valle de Jauja en Perú, en la que se creía que la humanidad descendía de un hombre y una mujer que surgieron de un lago; también retoma el tema del diluvio universal presente tanto en la tradición judeocristiana como grecolatina. De Noé y su arca, el mismo Herrera hace referencia sin percatarse de que las leyendas americanas se asemejaban más a la mitología griega, como sí lo apuntarían Sahagún y Durán.
Otro ejemplo es el de Júpiter encolerizado por los excesos de la humanidad a la que decide poner fin. La llamada “raza de oro” se había degenerado, y mediante un diluvio se ahogaría toda la tierra, excepto Deucalión y su esposa, pareja reconocida como valiosa por su virtud, a la que ordenó construir un bote para salvarse de la destrucción. Júpiter hizo llover durante cuarenta días y cuarenta noches de manera constante y furiosa, después de los cuales la pareja de humanos logró atracar en una playa, que era la cima del monte Ida. Júpiter mandó a su hijo Mercurio, el mensajero de los dioses, con una rama de olivo que le regaló a Deucalión, comentándoles la encomienda que tenía de su padre: debían ponerse de espaldas a la cueva que había asomado tras bajar el nivel del mar, y lanzar piedras sobre sus hombros de manera que llegaran a lo más profundo de la cueva. Las piedras que lanzó Deucalión se convirtieron en hombres y las de Pirra en mujeres, con lo que se regeneró la humanidad y dio principio la quinta raza de hombres de hierro, que es la vigente al día de hoy, según la antigua religión griega. Cabe señalar que Herrera, al igual que Chimalpáhin y Burgoa, enfatiza que todos los pobladores de América son hijos de Adán y Eva (Sodolkow, 2009, pp. 78-80). En cuanto a la llegada del hombre allí, lo atribuye a la vecindad de los continentes, sin profundizar más en el tema.44
Herrera cuenta que después de la migración, los nuevos pobladores vivieron bárbaros y alejados de la doctrina cristiana, perdidos y sin civilización, hasta que algunos de sus cabecillas impusieron y lograron un orden incipiente que difícilmente podría llamarse “civilizado”, estadio que únicamente llegaría junto con la salvación de sus almas gracias a los españoles, instrumentos de Dios (Herrera, 1730, pp. 26-28). Su narrativa nos remonta y hace recordar a los griegos antes y después de la llegada de los dioses a cultivar a esta humanidad creada por Deucalión y Pirra. El sevillano utiliza, incluso, la denominación de “bárbaros” como sinónimo de “chichimecas”, así como Apolonio de Rodas hizo sinónimo de barbarie al pueblo de los “pelasgos” (Rodas, 2007, p. 223), nómadas sin religión y sin lengua griega que fueron finalmente civilizados por los dioses, deviniendo en los pueblos helenos clásicos (Platón, 2007, pp. 377-391). Para Herrera, el parteaguas cultural de las Indias sería la llegada de los castellanos, mientras que para los pelasgos sería, según Apolonio de Rodas y los sacerdotes del templo de Neith en Sais, la incursión de los dioses en la vida humana.
Conclusiones
Para el historiador aborigen Domingo Francisco de San Antón Muñón Chimalpáhin Quauhtlehuanitzin, escribir la memoria significaba no sólo cumplir con un mandato divino sino con el mandato de su propio linaje. Y si bien es sabido que la otrora grandeza y poderío de sus antepasados, gobernantes de señorío de Chalco, durante el siglo XVI vino a menos a raíz de la traumática conquista (conservando sólo algunos privilegios dignos de mención), durante los años del historiador (siglo XVII) aquel prestigio y nobleza se habían perdido casi por completo.
Por otro lado, una visión de conjunto sobre lo expuesto por el historiador chalca nos lleva a considerar que el objetivo final de su obra está mucho más allá de la información que puntualmente nos ofrece. En la lectura que proponemos de lo expuesto por Chimalpáhin (delimitado a la creación del hombre, en su aspecto narrativo) resulta sumamente revelador que el autor proporcione más información sobre su propio mundo y la condición de su presente que de los sucesos que está narrando (Manrique, 1971, p. 106). Su presente (siglo XVII) no gozaba del prestigio que gozaba el siglo anterior, con las grandes obras sobre historia prehispánica y las hazañas de conquista, pero hacer la historia de su pueblo ancestral, heroico y forjador de un pasado glorioso le permitió participar de la gran historia universal y recuperar con ello parte de la gloria perdida.
Se puede concluir que las obras de fray Francisco de Burgoa tenían al menos tres finalidades claras. En el sentido profundo religioso, cumplía con mantener viva la memoria de los virtuosos varones dominicos que en la “edad dorada” de la primera evangelización lograron la conversión de pueblos que necesitaban salir de la noche de los tiempos. El conocimiento de las entregadas vidas de aquellos hombres además fortalecería la fe de los lectores y serviría como ejemplo a seguir en la incesante búsqueda personal de salvación.
Otro objetivo, por mucho el más loable, era denunciar las injusticias de los españoles que continuaban abusando de los indios. La tradición humanista fundada por Francisco de Vitoria en Salamanca, que defendía los derechos de los naturales en el papel y la implementación de tales principios en la práctica valiente de predicadores como Antón de Montesinos o Bartolomé de las Casas, fue una constante que distinguió a la orden de predicadores.
Por último, ante el desafío de mantener sus fundaciones frente al embate de los obispos, el fin inmediato o meramente pragmático de sus escritos era justificar su trabajo con los indios y fortalecer las victorias logradas en las gestiones que como Provincial realizó en Roma para mantener íntegra la Provincia de San Hipólito Mártir.
Para todo lo anterior, Burgoa consideró que los indios y pueblos de su provincia debían formar parte de la historia judeocristiana. Por ello, rescató y reinterpretó las narraciones mitológicas mixtecas y zapotecas y las integró a la gran historia de la salvación.
Los buenos tiempos de las órdenes mendicantes en Nueva España habían pasado ya. Pero con Burgoa a la cabeza y como feroces canes de Dios, no serían fácilmente abatidos, seguirían peleando por restablecer aquella edad dorada de Ortiz, Betanzos, Las Casas y demás insignes hijos de Santo Domingo.
La obra de Herrera es muestra de la necesidad de explicar y entender la existencia del continente americano en una época en que el descubrimiento rompería con viejos paradigmas y dogmas vigentes durante miles de años, y que generó una crisis en el ámbito cultural e incluso de fe. La obra del Cronista Mayor de Felipe II mostró claramente esta necesidad y urgencia; sin embargo, no logró desligarse de tradiciones paganas que -con el paso de 1600 años- lograron incorporarse en el ideario católico y se mezclaron con la tradición judeocristiana, patente cuando se intenta explicar, en un primer momento, la nueva espacialidad (América), y en un segundo momento, la población que habitaba ese nuevo espacio (cultura). Siempre con la cruz por delante, Herrera trató de dar respuesta a muchas preguntas durante los siete capítulos iniciales de su Década primera, sin lograr desembarazarse aparentemente de manera inconsciente de las culturas de Roma y de Grecia.
Realizar este análisis arroja un mundo de ideas interesantes para su época, imbuida aún por reminiscencias clásicas y tradiciones cambiantes. Así, Herrera y Tordesillas apelarían a las sagradas escrituras de una manera diferente que San Agustín, quien en La ciudad de Dios se enfrentó también a una coyuntura de su época: la caída de Roma después de 70 años de haber abrazado oficialmente el cristianismo y las dudas naturales que sugirieron a la fe. Herrera hace uso de los clásicos al igual que San Agustín, pero no en el sentido filosófico, sino para rastrear en ellos ciertas pistas de la existencia de América, sin duda en un paralelismo abismal de intenciones. Platón, Séneca, Tito Livio y demás autores aparecen para fortalecer el discurso herreriano, sin dejar de lado las narraciones bíblicas pero sí retomando las paganas para entender la existencia de América y el hombre americano. Aun cuando termina inclinándose por la idea de Adán y Eva, se consignan ejemplos de la cosmogonía precolombina, vinculada a su vez con la grecolatina. Éste es un ejemplo de cómo el ejercicio de análisis historiográfico nos permite adentrarnos más en el pensamiento del autor de las obras, y así entender su contexto y la tradición con la que escribía.
Hemos intentado una lectura no sólo entre líneas de los autores citados, sino palpando también de manera frontal los recursos narrativos e intelectuales con los que consolidaron sus historias. Como bien lo sostuviera Manrique: ser historiador en el siglo XVII, en el “siglo olvidado” y caído en descrédito de muchos historiadores actuales, ponía a estos autores en situación poco ventajosa, de hecho desfavorable. Como materia para historiar: el mundo prehispánico en plenitud, así como las grandes hazañas de descubrimiento y la conquista habían dejado de ser tan heroicos como en el siglo XVI (“la edad dorada”), y por ende, estos cronistas no fueron testigos de lo que narraban, razón por lo que la historiografía los consideró tan sólo como “repetidores” de lo que otros habían dicho ya (Manrique, 1971, pp. 105-106). Es por ello que esta generación de cronistas experimentó una de las primeras crisis morales y económicas, consecuencia del impacto inicial del proceso de conquista. Había que reforzar su propia veracidad y la originalidad de lo escrito, y para ello apelaron a la incorporación de su presente. Las visiones indígena, eclesiástica y civil sobre el pasado americano, y particularmente sobre el origen del hombre, más allá de las enormes diferencias, parecen coincidir en la construcción de una gran historia universal en la que se integraban todos los pueblos del orbe, incluyendo los no cristianos, que pronto tendrían que ser puestos bajo el dogma de “la verdadera fe”. Tanto la visión indígena (perfectamente conocida por Chimalpáhin) como la grecorromana (representada en este caso por Herrera) parecían diluirse o fusionarse en una visión cristiana (Burgoa) que se presentaba como un referente de lo acontecido no sólo en el pasado de nuestros autores, sino en su propio presente: el triunfo del catolicismo en expansión, encabezado, más que por el papado, por la monarquía española que había asumido la milenaria misión de dirigir y lograr la salvación del mundo a través del Evangelio. Como bien lo ha sostenido Solodkow (2009),
Mientras el origen de los indígenas americanos, su genealogía antropológica, permaneció durante todo el siglo XVI en el campo de las más disputadas hipótesis geo-teológicas y etno-bíblicas […] por su parte, la comprobación de la dirección teleológica de la historia de occidente y la justificación religiosa de la presencia europea en el Nuevo Mundo fueron menos discutidos (p. 99).
Resultaba imposible librarse del fuerte presentismo que invadió a una generación de historiadores que cargó con un profundo sentimiento de orfandad, subsanado solamente con la reescritura de la historia de su glorioso pasado, común a la historia bíblica e insertándola en esa gran historia de la humanidad, judeocristiana y grecorromana, de movimiento “rectilíneo y progresivo”, que partía de Dios y se dirigía hacia Dios, y tenía, además, a Cristo en su centro (Vizuete, 2002, p. 259). La escritura de la historia formaba parte de un proceso de búsqueda, de “definición en términos de conciencia”, en la que participaban tanto la Vieja como la Nueva España del siglo XVII. El origen y el final coincidían y parecían corresponderse con el pasado, presente y futuro de la humanidad.
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1
En adelante, las Relaciones citadas serán de la edición de Rafael Tena, a menos que se especifique lo contrario.
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En adelante, las referencias al Diario serán de la edición de Rafael Tena, a menos que se especifique lo contrario.
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La obra de Antonio de Herrera y Tordesillas Historia general de los hechos de los castellanos en las Islas y Tierra Firme del Mar Océano está compuesta por cuatro volúmenes, que a su vez se encuentran subdivididos en dos partes cada uno, llamadas Décadas. La Década primera (1492-1514) aborda los descubrimientos y exploraciones de Colón, Juan de la Cosa y A. Vespucio; la política de los Reyes Católicos; descripciones geográficas de las Indias y la legislación y gobierno de los nuevos territorios. La Década segunda (1515- 1520) describe los descubrimientos y exploraciones en el sur del continente, la llegada a Nueva España y el comienzo de la conquista de México. En la Década tercera (1521-1526) aborda a Fray Bartolomé de las Casas, las labores de los franciscanos en el Nuevo Mundo, la religión y costumbres de los indios de Nueva España, las exploraciones en Centroamérica y el Mar del Sur y la organización administrativa de la Nueva España. La Década cuarta (1527-1531) incluye temas como el viaje de Cortés a España, la expedición de Nuño de Guzmán al occidente, el establecimiento de la primera y segunda Audiencias en México y las expediciones a la Florida. La Década quinta (1532-1536) toca los temas de la conquista del Perú, las expediciones por Centroamérica y el funcionamiento de la Segunda Audiencia. La Década sexta (1536-1541) se refiere a la llegada del primer virrey de la Nueva España, la navegación del Amazonas y los conflictos entre Almagro y Pizarro. La Década séptima (1541-1546) aborda la conquista de Chile, la travesía de Álvar Núñez Cabeza de Vaca, el gobierno de Antonio de Mendoza y las Leyes Nuevas. L Década octava (1546-1554) toca los temas de los levantamientos y encomiendas en el Perú, el descubrimiento del Potosí, el gobierno de Luis de Velasco y la audiencia de Nueva Galicia. Para el cometido de la presente investigación se retomará únicamente la Década primera, en la que se aborda el tema del origen del continente americano y de sus habitantes, por lo que en lo sucesivo será citada como Década primera.
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4
Para el presente trabajo hemos utilizado la mencionada edición de Rafael Tena (2001). A manera de aclaración debemos señalar que esta obra (y las otras de Chimalpáhin) han sido publicadas por diversos autores en diferentes épocas y con distintos nombres: Distintas historias originales; Memorial acerca de la fundación de la ciudad de Culhuacan…, además de las ediciones hechas de cada una de las Relaciones por separado (Romero Galván, 2011, p. 334).
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5
Véase también Gruzinsky (2010). Para el autor, el hecho de que Chimalpáhin se preocupe por lo que pasa en otras latitudes del planeta, como lo sucedido en Francia, Italia, Roma o las Filipinas, entre otras cosas, lo convierte en un indio letrado moderno (p. 30).
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6
En 2014 fue recuperado por el gobierno mexicano y digitalizado para su consulta en línea. Consultado el 16 de septiembre de 2016. Véase también la breve y concisa nota sobre la recuperación del manuscrito: “El gobierno de México recupera el Códice Chimalpáhin”, en http://www.inah.gob.mx/es/boletines/3555-el-gobierno-de-mexico-recupera-el-codice-chimalpahin (consultado el 16 de septiembre de 2016).
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7
Frazer [1918] destaca la inconsistencia entre lo dicho en el primero y segundo capítulos del Génesis: en el primero se indica que el hombre fue “el último de los seres vivos de la tierra en ser creado”, mientras que en el segundo se señala que “Dios creó primero al hombre, a los animales inferiores a continuación, y por último a la mujer” (2004, p. 9). Véase también Génesis, 1:27 y 2:21-22.
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Las cursivas son nuestras.
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9
Véase también la valiosa y breve descripción de Alfonso Caso (1996, p. 37).
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Véase en el apartado sobre Herrera y Tordesillas, en este mismo trabajo, las referencias al origen de los americanos por medio del agua (lago) y la tierra (cueva).
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Del mismo modo, a manera de referencia podemos señalar el texto maya del Chilam Balam que narra el momento de la creación, en la fecha 13-Akbal, en que tomó “agua, humedeció la tierra y modeló el cuerpo del hombre” (León-Portilla, 1991, p. 155). Se debe considerar que estas semejanzas en las narraciones míticas en los diferentes pueblos mesoamericanos no son sólo coincidencias, y por lo tanto deben ser estudiadas en conjunto para descubrir sus múltiples relaciones y “equivalencias semióticas”, pues constituyen una eficaz herramienta para el conocimiento de las antiguas cosmogonías, sobre todo cuando parecen señalar un origen común de diferentes “formas expresivas” (Camacho, 2012). Las representaciones iconográficas atestiguan una importante uniformidad (en pueblos diversos como maya, otomí, mixteco o nahua) tanto de elementos astronómicos como geográficos, además de filosóficos e históricos (Díaz, 2009, p. 11). Sobre el tema de la mitología se ha escrito una considerable cantidad de obras; en la bibliografía final ofrecemos una amplia relación de autores; por ahora sólo nos referimos a algunas obras que son claves para el estudio de la mitología en su conjunto: López Austin (2009); Bernabé y Pérez de Tudela (2010); Eliade (2000); Campbell (2000).
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Génesis, 2:7.
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López Austin considera que los “huesos y las cenizas” con los que fueron hechos los humanos eran también de “hombres pasados”, de “los muertos”; destaca las múltiples contradicciones en las que incurren las fuentes sobre este punto, pero además las que implica en sí la construcción de una historia genealógica fundacional (1996, p. 36). Más allá de estas contradicciones, Chimalpáhin tenía en claro lo que había recibido como herencia ancestral sobre el origen de los hombres, y con ello, el de su propio linaje.
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Corchetes en el original.
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15
La tradición señala que Moisés, como cronista del pueblo judío, fue el autor del Pentateuco (los cinco primeros libros de la Biblia: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio). Hacia la segunda mitad del siglo XVII algunos autores empezaron a poner en duda dicha autoría del Pentateuco, argumentando que había sido escrito por “múltiples escribas en diversas épocas”, de manera que se sugirió una nueva forma de leer la “Biblia no como un libro sagrado sino como los archivos mítico-históricos de los judíos, un mero pueblo provinciano” (Cañizares, 2007, p. 179).
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Corchetes en el original. Las cursivas son nuestras.
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17
Como puede notarse en el esquema de la primera página del Códice Fejervary-Mayer y en las páginas 75-76 del Códice Madrid (León-Portilla, 1986, pp. 64-66).
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18
Citando a Alva Ixtlilxóchitl (1997, I, p. 527).
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Cañizares sostiene que fueron los “escépticos librepensadores” quienes desafiaron la autoridad y “veracidad de la Biblia como historia universal”, y cita el caso de Richard Simon quien sostuvo que el Pentateuco no había sido escrito por Moisés, como ya se dijo (2007, p. 179).
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20
Para un análisis de las primeras láminas del Códice en las que se contiene precisamente la estratificación de los cielos, véase Díaz Álvarez (2009).
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La atadura de años -ceremonia del Fuego Nuevo- se realizaba cada 52 años, cuando coincidían los dos calendarios prehispánicos que se utilizaban: el Tonalpohualli -cuenta de los destinos: 260 días- y el Xiuhpohualli -cuenta de los años: 360 días- (León-Portilla, 1998, pp. 57-60).
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22
Véase la importante discusión presentada en Solodkow, 2009, pp. 87-90. En este mismo trabajo, en el apartado sobre Herrera y Tordesillas, puede verse la tajante determinación del autor sobre el origen de la humanidad en Adán y Eva, ante la imposibilidad de vincular narrativamente lo sostenido por las tradiciones indígenas.
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23
En el apartado dedicado a Burgoa, en este mismo trabajo, se observa la relación entre la antigua tribu bíblica de Jacob y el origen del pueblo mixteco, así como la vinculación de su antiguo árbol de la vida con la cruz en la que murió Jesús.
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24
Véase también Chimalpáhin (2012, p. 161). El autor sostiene que los antiguos mexicas salieron de Aztlán a “Chicomóztoc, Siete Cuevas”, en el año 1064 DC, año 1-Tecpatl (1-Pedernal).
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Por su parte, algunos cronistas como Motolinía creyeron haber encontrado en la pirámide de Cholula la torre de Babel, con lo que también parecían establecer un vínculo de continuidad entre la historia bíblica y la de los pueblos americanos (Ragon, 1997, p. 21).Varios cronistas desde el siglo XVI, como Mendieta, Sahagún y fray Andrés de Olmos, por citar algunos, vieron en los relatos mitológicos indios fuertes semejanzas con pasajes bíblicos, desde la creación del hombre, la caída de los “ángeles malos” al inframundo, y las sucesivas creaciones del hombre autóctono relacionadas con el pasaje bíblico del diluvio, en el afán de depurar a la humanidad. Hay que destacar que lo que hace diferentes a los cronistas del temprano siglo XVI y del XVII, son las motivaciones e intereses que los impulsaron a escribir de la forma en que lo hicieron.
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26
El propio Motolinía estaba convencido de que los indígenas no eran originarios de América, sino que podían provenir de los judíos, moros o cartagineses (Solodkow, 2009, pp. 86-87).
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“El rojo y negro” simbolizan el conocimiento plasmado en los códices, en sus pinturas, es decir, el conocimiento escrito, de ahí que la alusión sea a la historia escrita de su pueblo. Véase la referencia a “lo rojo y lo negro” en el Códice Matritense de la Real Academia de Historia, citado en León-Portilla (1998, p. 52). Igualmente valioso, un trabajo más reciente es el de Boone (2010).
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Originarios de Tzacualtitlan y de Tenanco Chiconcócuac.
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Ambas impresas en México por Juan Ruiz. La segunda edición, a cargo del Archivo General de la Nación, data de 1934. Esa misma versión apareció como tercera edición en 1989, a cargo de la editorial Porrúa. En 1997 se presentó el facsímil de la edición princeps en una coedición de la UNAM, la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca, CONACULTA, el Gobierno de Oaxaca y Miguel Ángel Porrúa.
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30
Se recomienda la lectura de Rivera Pagán (1997).
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“Estamos frente a una concepción coherente de la historia de la humanidad, a la cual se intenta integrar a los habitantes del Nuevo Mundo, reabsorbiendo su novedad en una verdad, si no ya elucidada, al menos revelada desde hace mucho por la Escritura” (Lafaye citado por Solodkow, 1999, p. 79).
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32
En el debate del origen judío o no de las gentes del Nuevo Mundo se involucraron sinnúmero de cronistas, con versiones tan diversas como apunta Gerónimo de Mendieta: “El dicho P. [Andrés de] Olmos tuvo opinión que en uno de tres tiempos, o de una de tres partes, vinieron los pasados de quienes descienden estos indios; o que vinieron de tierra de Babilonia, cuando la división de las lenguas sobre la torre que edificaban los hijos de Noé; o que vinieron después, de tierra de Fichen en tiempo de Jacob, cuando dieron a huir algunos y dejaron la tierra; o en el tiempo que los hijos de Israel entraron en la tierra de promisión y la develaron y echaron de ella a los cananeos, amorreos y jebuseos. También podrían decir otros, que vinieron en las cautividades y dispersiones que tuvieron los hijos de Israel, o cuando la última vez fue destruida Jerusalén en tiempo de Tito y Vespasiano, emperadores romanos” (Mendieta citado por Soldkow, 1999, p. 99). En el mismo tenor, en este artículo véase la posición de Chimalpáhin.
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Para una explicación alternativa del paso del Viejo Mundo al continente americano por parte de los pueblos mesoamericanos, véase a Herrera en la tercera parte del presente artículo.
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34
Aunque Burgoa no hace diferencia entre fuentes indígenas orales y escritas, la poca credibilidad y aprecio que les concede va con el contexto intelectual de su época. Si bien la opinión acerca de la fiabilidad de dichas fuentes entre los cronistas de los siglos XVI y XVII estuvo dividida, al acercarse el XVIII fueron cayendo en el descrédito ante el predominio racionalista (Cañizares, 1997, pp. 115-140).
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Burgoa no fue el único que culpó la mediación demoniaca del engaño que llevó a la idolatría a los pueblos americanos; véase a Chimalpáhin en el primer apartado de este artículo. Sin embargo, hay que dejar claro que el papel del maligno en el siglo XVII ya se había limitado al de mero embaucador, superando la construcción del “congénere” de los naturales, como en los primeros años del contacto: “El demonio era para la etnografía evangélica una fuerza exterior no voluntaria que poseía y engañaba a los indígenas. Es por ello que hablamos de influencia diabólica y no de naturaleza diabólica” (Solodkow, 1999, p. 336).
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36
Las itálicas son nuestras.
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Burgoa se refería al primer pasaje del Evangelio según San Juan: “En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios. Y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio junto a Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada. Lo que se hizo en ella era la vida, era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron… La palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre, viniendo a este mundo”, Juan, 1:1-5, 9. Pero también de Juan se puede tomar su exégesis del Pentecostés para explicar el paso de la luz de la Palabra a la predicación: “Cuando venga el Paráclito, que os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de verdad que procede del Padre, Él dará testimonio acerca de mí: y vosotros también daréis testimonio, pues habéis estado conmigo desde el principio”, Juan, 15:26-27; “Y cuando venga él, el Espíritu de la verdad, los introducirá a la verdad total”, Juan, 16:13.
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Así era conocido el océano Atlántico hasta finales del siglo XVIII y principios del XIX.
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Según Hesíodo, tras la victoria de los dioses olímpicos contra su padre Saturno, los tres hermanos varones se repartieron el mundo. Júpiter sería el líder supremo de dioses y hombres y regiría en el cielo, Neptuno en los mares y Plutón en el inframundo (Hesíodo, 2013, pp.1-25).
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40
Uno de los diálogos más desconcertantes de Platón es precisamente el entablado entre Sócrates, Timeo y Critias, donde se narra cómo Sócrates, por medio de Solón, conoció la existencia de una civilización y un continente desaparecidos para su época. Solón, en sus viajes de juventud para conocer el mundo, llegó a Sais en Egipto, donde fue recibido como un hermano por los sacerdotes del templo de la diosa Neith, quienes le explicaron que Atenas y Sais podrían considerarse como hermanas ya que fue la misma diosa la que fundó una y otra ciudad, sólo que era conocida con nombres diferentes de un lado y otro del Mediterráneo. Sería en el templo de Sais que se resguardarían los archivos y las leyes civiles y morales dictadas por esta divinidad, archivos que Solón pudo tocar y conocer y que estaban en un idioma ilegible pero parecido al griego y al egipcio. Según los sacerdotes, en estos archivos se narraba, entre otras cosas, una de las victorias atenienses más importantes que tuviera resonancia en el mundo conocido 12 000 años atrás, en la que el pueblo de Atenas comandado por Palas Atenea, su diosa tutelar (Neith para los egipcios y Minerva para Roma) logró derrotar a la flota armada más temible de la época, proveniente de un continente más allá de los pilares de Hércules (Gibraltar), la fuerza naval de la Atlántida. Poco después de la victoria de la diosa Palas Atenea y de Atenas sobre los atlantes, los dioses se reunieron en la cima del Olimpo y decidieron castigar los excesos de los atlantes, quienes habían degenerado las leyes de Neptuno, su primer rey, por lo que la isla fue destruida por la ira de Júpiter. El relato es interrumpido abruptamente hacia la parte final debido a que fueron extraviados los documentos originales (Platón, 2007, pp. 377-391).
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Libro de Job, 28: “Ciertamente la plata tiene sus veneros, Y el oro lugar donde se refina. 28:2 El hierro se saca del polvo, Y de la piedra se funde el cobre. 28:3 A las tinieblas ponen término, Y examinan todo a la perfección, Las piedras que hay en oscuridad y en sombra de muerte. 28:4 Abren minas lejos de lo habitado, En lugares olvidados, donde el pie no pasa. Son suspendidos y balanceados, lejos de los demás hombres. 28:5 De la tierra nace el pan, Y debajo de ella está como convertida en fuego. 28:6 Lugar hay cuyas piedras son zafiro, Y sus polvos de oro. 28:7 Senda que nunca la conoció ave, Ni ojo de buitre la vio; 28:8 Nunca la pisaron animales fieros, Ni león pasó por ella. 28:9 En el pedernal puso su mano, Y trastornó de raíz los montes. 28:10 De los peñascos cortó ríos, Y sus ojos vieron todo lo preciado. 28:11 Detuvo los ríos en su nacimiento, E hizo salir a luz lo escondido. 28:12 Mas ¿dónde se hallará la sabiduría? ¿Dónde está el lugar de la inteligencia? 28:13 No conoce su valor el hombre, Ni se halla en la tierra de los vivientes. 28:14 El abismo dice: No está en mí; Y el mar dijo: Ni conmigo. 28:15 No se dará por oro, Ni su precio será a peso de plata. 28:16 No puede ser apreciada con oro de Ofir, Ni con ónice precioso, ni con zafiro. 28:17 El oro no se le igualará, ni el diamante, Ni se cambiará por alhajas de oro fino. 28:18 No se hará mención de coral ni de perlas; La sabiduría es mejor que las piedras preciosas. 28:19 No se igualará con ella topacio de Etiopía; No se podrá apreciar con oro fino. 28:20 ¿De dónde, pues, vendrá la sabiduría? ¿Y dónde está el lugar de la inteligencia? 28:21 Porque encubierta está a los ojos de todo viviente, Y a toda ave del cielo es oculta. 28:22 El Abadón y la muerte dijeron: Su fama hemos oído con nuestros oídos. 28:23 Dios entiende el camino de ella, Y conoce su lugar. 28:24 Porque él mira hasta los fines de la tierra, Y ve cuanto hay bajo los cielos. 28:25 Al dar peso al viento, Y poner las aguas por medida; 28:26 Cuando él dio ley a la lluvia, Y camino al relámpago de los truenos, 28:27 Entonces la veía él, y la manifestaba; La preparó y la descubrió también. 28:28 Y dijo al hombre: He aquí que el temor del Señor es la sabiduría, Y el apartarse del mal, la inteligencia”.
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“Y tenemos que el sol gasta siete días en atravesar el polo norte hasta llegar al trópico de Cancro”, dice en el cap. V: “De la diferencia del Nuestro hemisferio al otro, y de sus cualidades” (Herrera, 1730, p. 8).
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Para Chimalpáhin por ejemplo, Libia es sólo una de las cinco partes en que se divide África. Para este caso véase el apartado de Chimalpáhin y las relaciones de Chalco Amaquemecan de este mismo artículo.
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Un análisis amplio sobre el tema del Diluvio en la cultura griega, incluyendo sus implicaciones históricas, puede verse en Frazer (2004, pp. 91-104). Y el mismo suceso en la mitología mesoamericana (pp. 141-169).
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- » Recibido: 12/01/2017
- » Aceptado: 09/05/2018
- » Publición impresa: 09/2018