El artículo analiza aquí la irrupción del movimiento de guerrilla urbana en la ciudad de Monterrey durante la primera mitad de la década de los setenta del siglo XX. El objetivo principal es identificar aquellos espacios públicos que tuvieron un papel crucial en la articulación y adopción de la violencia armada como referente posible de cambio político radical en el país. También se examinan las dinámicas culturales que propiciaron el auge del “espíritu rebelde”. Por último, es importante también reflexionar sobre la forma en que tales espacios fueron vigilados e infiltrados por los aparatos de inteligencia del sistema político mexicano y las posteriores consecuencias e implicaciones para el movimiento armado.
This paper analyzes the irrupcion of urban guerrilla warfare in the city of Monterrey, in the first half of the 1970s. The primary objective is to identify those public spaces that had a crucial role in the joint and adoption of the armed violence as possible modality of radical political change in the country. We examine the cultural dynamics that propitiated the rise of the “rebellious spirit”. Ultimately it is also important to analyze and to reflect on how these spaces were monitored and infiltrated by the security and intelligence services of the mexican political system, and the subsequent consequences and implications for the armed movement.
- guerrilla urbana;
- espacio subversivo;
- vigilancia;
- mutación cultural.
- urban guerrilla warfare;
- subversive space;
- surveillance;
- cultural mutation..
Introducción
El movimiento guerrillero en la ciudad de Monterrey durante la primera parte de la década de los setentas del siglo XX se expresó a través de cuatro organizaciones político-militares: las Fuerzas de Liberación Nacional (FLN), la Liga de Comunistas Armados (LCA) y algunos grupos como los Macías (provenientes de una escisión del Movimiento Espartaquista Revolucionario) y los Procesos.1 Estas dos últimas agrupaciones integraron una parte importante del núcleo de la Liga Comunista 23 de Septiembre. De este crisol subversivo, las FLN y los Procesos fueron las que mayor impacto tuvieron en el movimiento armado; la primera por su considerable periodo de vida operativa y la segunda por iniciar el proceso de la “liquidez de la dispersión” para “ligar” a los distintos grupos armados que operaban en el país y crear una organización de mayor amplitud, que se concretó el 15 de marzo de 1973.
Un hecho interesante radica en que, antes de emprender una ofensiva frontal o un trabajo de masas, ambas sufrieron embates de las fuerzas de seguridad del Estado; no así sus contrapartes, tanto la LCA como los Macías, que tuvieron un relativo éxito en no ser detectadas. En mayor o menor grado, las diversas agrupaciones guerrilleras no lograron superar la fase de organización, consolidación y preservación. Con altibajos y algunos reveses, sólo las FLN y los Procesos pudieron pasar al ciclo de expansión progresiva, aunque de manera limitada. Sin embargo, como afirma Hobsbawm (2010), “la auténtica fuerza de las guerrillas no reside en su capacidad para convertirse en ejércitos regulares capaces de derrotar a otras fuerzas convencionales, sino en su poderío político” (p. 241).
De esta manera, durante la primera etapa de conformación dentro de estos grupos, a excepción de las FLN, estuvo latente una postura militarista que nunca llegó a una guerra de posiciones. No obstante, estas agrupaciones armadas se trazaron como directriz principal emprender la lucha guerrillera para comenzar el proceso revolucionario con miras a la transformación radical del sistema político, económico, social y cultural del país.
El presente estudio tomó en cuenta fuentes de primera mano contenidas y resguardadas en el Archivo General de la Nación. Al ser fuentes oficiales, posibilitan entrever y analizar algunos de los más espectaculares movimientos rebeldes del entorno, aunque a partir de reportes policiacos (en algunos casos contradictorios). Evidentemente tales “huellas” contienen estigmas y estereotipos (la visión de los encargados de la represión) que comúnmente las autoridades aplicaban indistintamente a cualquier “sedicioso”. De igual manera, las declaraciones de los detenidos por la DFS tienen sus limitantes. La información contenida en muchas ocasiones fue redactada por las mismas corporaciones policiacas con datos que habían sido arrancados bajo torturas o bien era llenada con referencias que ya poseían y se obligaba al acusado a firmarlas. Pretender que este tipo de testimonios tenga un fin “neutro” es imposible; de manera explícita, su contenido se orientaba fundamentalmente a exponer de forma clara la “conducta delictiva” de los personajes, que no siempre servía para garantizar su estadía en la cárcel. Existen casos como los de Ignacio Salas Obregón (Procesos), Salvador Corral (los Macías), Ignacio Olivares (LC23S), Arturo Vives Chapa (FLN), entre cientos, quienes fueron capturados por la DFS y rindieron su declaración, pero fueron asesinados cuando no desaparecidos.
Para el caso regiomontano, los mecanismos de resistencia y combate que desplegó la guerrilla urbana tomaron diversos y muy variados rumbos: desde la clandestinidad y silencio como norma, el reclutamiento selectivo, el establecimiento de cuotas para mantener la infraestructura, hasta el asalto a bancos (denominado “expropiaciones”), robos, espectaculares secuestros de aviones y destrucción de bienes materiales. Fundamentalmente se gestaron dos modelos revolucionarios. Por un lado, las FLN tenían predilección por el área rural y la utilización de redes urbanas de mantenimiento. Su concepción estribó en una “larga lucha silenciosa” que descartó las medidas más inmediatas, como las “expropiaciones” y los secuestros, en pro del reclutamiento y la profesionalización de sus militantes. La dirección de la organización no idealizaba la figura del proletariado como sujeto histórico por antonomasia. Por el contrario, “el Pueblo” en abstracto asumió ese papel; fue la imagen de mayor preponderancia en sus discursos, y a la vez intentaron personificarse como “sus defensores”.2 Esta particular agrupación fue de carácter nacionalista-libertador, más que esbozar una preponderancia marxista tendiente a implementar la dictadura del proletariado. Incluso no es difícil imaginar que el mismo movimiento fuera concebido como un segundo proceso emancipador de independencia (Cedillo, 2008, p. 229).
Por otro lado están las tres organizaciones restantes -LCA, los Macías y los Procesos-, las cuales, a diferencia de la anterior, privilegiaban el área urbana sobre el campo. Sus incursiones en la escena local (principalmente “expropiaciones”), además de quedar enmarcadas dentro de una “ética revolucionaria” necesaria para la causa, servían para preparar a sus militantes. En tales actividades subyacía un mismo patrón coherente: hostigar al enemigo, particularmente el ataque a instituciones bancarias, importantes símbolos del orden imperante. Además de la repercusión tácita de adquirir recursos para el movimiento, muestra que los actores guerrilleros reconocían perfectamente los pilares de los “secuaces” en que se apoyaba el statu quo dominante. En tales actividades, el concepto de “guerra revolucionaria” radicó en perturbar la red bancaria regiomontana, por lo que sus acciones militares adquieren una dimensión política dentro de una estrategia de mayor alcance. Sin embargo, ambos prototipos comparten ciertos rasgos afines. En mayor o menor medida se asumen como “vanguardias”. Coincidieron en cuanto a la necesidad de núcleos o comandos armados que desplegaran acción directa contra el enemigo. Fundamentalmente subyacía la premisa latente de alcanzar, en algún momento, una organización superior que permitiera establecer una guerra de posiciones contra el Estado.
Estas distintas agrupaciones guerrilleras tomaron como base de operaciones la ciudad de Monterrey (y algunas otras como Saltillo y Nuevo Laredo) para desplegar sus actividades y durante su vida operativa existió una determinación, por parte del sistema político, en señalar sus acciones como expresiones “terroristas” en los referentes mentales de la población local y del país. Así, la configuración hegemónica del Estado mexicano los ubicó fuera de la ley. De acuerdo con Espósito (2005),
lo que amenaza al derecho no es la violencia, sino su “afuera”. El hecho de que exista un fuera-del-derecho. Que el derecho no abarque todo; que algo escape a su alcance. Desde este punto de vista, la expresión habitual de que la violencia se haya “fuera de la ley” debe ser entendida en el sentido absolutamente literal (p. 47).
Por lo anterior, se articuló una visión en la cual se relegaba a los guerrilleros como criminales y/o terroristas, lo que permitía al régimen desplegar su acción y así justificar sus excesos represivos contra los grupos armados. Sin embargo, también habría que considerar los efectos e implicaciones de la violencia revolucionaria que desplegó el movimiento armado cuyas dinámicas intrínsecas, revestidas de “ética revolucionaria”, oscilaban sobre la tenue línea de la criminalidad.
Algunos antecedentes: de las protestas estudiantiles al movimiento guerrillero
Sin embargo, cómo se puede esclarecer que en un entorno como la ciudad de Monterrey, caracterizado por una poderosa cúpula industrial (Grupo Monterrey) de corte conservador, durante la década de los setentas del siglo XX haya dado lugar a la irrupción de grupos de guerrilla urbana. Bajo este panorama, ¿cómo explicar que el entorno regiomontano haya sido semillero de agrupaciones guerrilleras?
Para poder abordar y responder la cuestión es necesario considerar que la irrupción de movimientos de guerrilla urbana en Monterrey fue antecedida por movimientos de protesta pacíficos en los cuales intervinieron actores que reclamaban un nuevo espacio en la participación política: los jóvenes, cuyas ideas y acciones se contraponían con los cambios que se estaban articulando en sectores juveniles que mediante distintos movimientos estudiantiles, de acuerdo con Pozas Horcasitas (2001) fueron “la puerta de entrada a la segunda mitad del siglo XX” (pp. 169-191).
Sus ideas y discursos contestatarios se convirtieron en símbolo que trazó su identidad y distinción frente al poder dominante y su modo de ordenar el mundo. A grandes rasgos, estos sujetos, que provenían de clases medias, habían tenido acceso a una educación superior, representaban una postura crítica y alternativa al panorama del Estado mexicano. Sus demandas abarcaron desde una mayor participación política hasta asumir posturas como mostrar la simulación del sistema democrático en el país.
Para el caso regiomontano, el movimiento estudiantil -enmarcado en un conflicto de protesta y autonomía universitaria- desbordó lo meramente académico y la problemática universitaria se llevó a las calles de la ciudad a través de toma de autobuses y edificios, mítines relámpago y manifestaciones. Tales expresiones del movimiento estudiantil, que cuestionaban y desafiaban la legitimidad del sistema político, fueron vigiladas muy de cerca por la policía política y después probaron por la represión sangrienta el núcleo autoritario del régimen (Aguilar, 1990, p. 196).
Resulta muy útil considerar este periodo coyuntural, ya que comienzan a manifestarse expresiones rebeldes más claras en las urbes del país abanderadas por núcleos juveniles que cuestionaron la severidad del régimen y utilizaron las armas para combatir la represión sistemática de éste. Si bien sería reduccionista señalar una relación causa-efecto entre el autoritarismo del Estado mexicano y la eclosión guerrillera, sí podemos manifestar que la exacerbación de la violencia oficial (desplegada en acontecimientos como el 2 de octubre de 1968 y el Jueves de Corpus el 10 de junio de 1971, ambos en la ciudad de México) erosionó aún más su legitimidad entre amplios sectores de la clase media, lo que en gran medida catalizó los mecanismos de resistencia principalmente entre jóvenes universitarios.
De tal forma, la fractura del pacto social constituyó el soporte que permitía a los rebeldes no sólo expresar su descontento sino orientar el movimiento “sedicioso” a transformar las estructuras del sistema. A su vez posibilitó la irrupción de grupos armados, los cuales lograron poner en jaque en más de una ocasión al Estado mexicano; además de buscar crear un desequilibrio y una ruptura para renovarlo a partir de la doctrina marxista-leninista como horizonte cultural estratégico y eje que nutría ideológicamente a la “subversión” al mismo tiempo que le otorgaba legitimidad. Para quienes decidieron integrarse a las diversas organizaciones político-militares la resolución era contundente. La lucha a través de la violencia había llegado a ser el único medio posible para plasmar las necesidades y los anhelos de modificación de una realidad que, de acuerdo con Benjamín Palacios (2009), exmilitante de la LC23s, en la “conciencia ética, pero también teórica e ideológica de los actores, se revelaba como intolerable” (p. 38).
Por tanto, tratar de explicar el salto de movimientos y protestas sociales a la lucha guerrillera en automático, como mecanismo simplista de causa-efecto, en primera instancia no explica per se la irrupción armada. Por consiguiente, en este trabajo ponemos a consideración elementos de índole cultural que ayuden a abordar, desde un nuevo ámbito, el enigma. El argumento central sostiene que en Monterrey durante la década de los sesenta se formaron distintos espacios públicos que aportaron el fermento ideológico y, ante el contexto político inmediato del régimen autoritario mexicano, estos lugares propiciaron una mutación cultural hacia la adopción de la vía armada. De acuerdo con François-Xavier Guerra (1992), las mutaciones culturales aluden a la
transformación del universo simbólico que influye en el sentido y la significación de las experiencias cotidianas de los actores sociales. Representan modificaciones en los referentes mentales, al igual que en las ideas, en el imaginario, en los valores, en los comportamientos, en las prácticas políticas, pero también en los lenguajes que los expresan […] nuevos lenguajes que manifiestan una nueva visión del hombre y de la sociedad. Ejes centrales de nuevos sistemas de referencias (pp. 23-31).
Por ello, habría que considerar el papel que desempeñaron esos espacios y las dinámicas que activaron. Aunque también habría que tomar en cuenta el impacto de la Guerra Fría (en el país y en la localidad), al igual que la influencia que habían alcanzado tanto la revolución cubana como las actividades de grupos guerrilleros en Latinoamérica. Desde el plano nacional es también muy significativo el asalto realizado al cuartel del ejército mexicano en Ciudad Madera, Chihuahua, el 23 de septiembre de 1965, por la organización llamada Grupo Popular Guerrillero (GPG), encabezada por Arturo Gámiz. Bajo estos parámetros, asumir la lucha guerrillera como paradigma de acción, en su horizonte de expectativas, era una opción “viable” para iniciar el proceso insurreccional al postularla como alternativa política radical. De esta manera, es pertinente identificar los lugares que contribuyeron a ello y señalar algunas pistas sobre el cambio en el imaginario social de estos actores.
Monterrey: semillero de rebeldes
Las diversas transformaciones sociales y económicas que experimentó la ciudad de Monterrey a lo largo del siglo XX, en términos generales, ofrecen una explicación acerca del entorno y los espacios que convirtieron esta urbe en un semillero de rebeldes. Como punto de partida, habría que considerar que durante la primera mitad del siglo XX en Monterrey se dio un auge sin precedentes en la industria, que a la larga cambió el entorno de un medio principalmente rural en uno cada vez más urbano y dinamitó la metropolización de la zona. De igual manera, la construcción de espacios urbanos a raíz del proceso histórico denominado “milagro mexicano” y la forma en que influyó éste en el pulso de la prosperidad económica posicionó a la “Sultana del Norte” como una de las tres ciudades más importantes del país, configurando una “región dinámica” (Polese y Pérez Mendoza, 1995, p. 135) por un lado, aunque también desarrolló un proceso de pauperización social, por el otro.
Para la segunda mitad del siglo XX, a la par del desbordante desarrollo industrial y el crecimiento del sector obrero asalariado, comenzaron a proliferar tendencias de izquierda cuyas posturas enmarcaron un crisol de movimientos y organizaciones políticas ni por poco homogéneas. El espectro político de la izquierda comprendía agrupaciones como el Partido Comunista Mexicano (PCM), sus ramificaciones como la Juventud Comunista, además del Partido Popular Socialista (PPS), grupos espartaquistas (MER) y el Movimiento de Liberación Nacional (MLN), que tuvieron un papel de considerable importancia en la formación de intensos activistas en el ámbito local. También existía toda una gama de escenarios que posibilitaron una mutación cultural, principalmente en los estudiantes, que llevó a la formación del “espíritu rebelde”, al punto de considerar que sin ellos en la ecuación es imposible explicar la eclosión social armada. La capital regiomontana contaba con toda una infraestructura de espacios públicos y centros culturales de difusión que estimularon activamente el desarrollo de tendencias radicales. Estos recintos abarcaron no sólo las universidades, que como veremos tuvieron un papel destacado, sino también lugares que contribuyeron a configurar un repertorio disidente. Entre ellos destacaron la Obra Cultural Universitaria (OCU) y el Café Universitario fundado por los jesuitas; los Círculos de Estudio, estimulados activamente por el Movimiento Espartaquista Revolucionario (MER); las sociedades secretas como las logias masónicas; el Instituto de Intercambio Cultural México-Ruso (IICMR); la Sociedad de Amigos de China Popular y el Instituto México-Cubano de Relaciones Culturales (IMCRC).
Espacios subversivos
En primer lugar, en el entorno regiomontano las dos universidades con que contaba el estado, la Universidad de Nuevo León (después Autónoma en 1971, UANL) y el Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Monterrey (ITESM) tuvieron un papel muy importante. Ambas instituciones operaron como lugares que posibilitaron la radicalización de estudiantes. Para los alumnos de la UANL, la radicalidad apunta a la modificación de los planes de estudio e inclusión de problemáticas sociales y económicas bajo el enfoque marxista, con lo que se buscaba abandonar el papel puramente pasivo que tradicionalmente había desempeñado el estudiante.3 Además habría que considerar que algunos miembros eran integrantes claves de las Juventudes Comunistas de México, como Raúl Ramos Zavala (líder de los Procesos), que por su activismo político fue vigilado de cerca por la policía política. Entre las principales carreras que aportaron integrantes a las filas guerrilleras destacaban las facultades de Economía, Derecho, Filosofía y Medicina.
El espacio universitario permitió estructurar círculos de estudio que se abocaban a discutir “nada secreto, las bases fundamentales del marxismo-leninismo y posteriormente el análisis de México como preocupación central”. La dinámica de tales espacios era muy elemental: “casas particulares de estudiantes donde se reunían a discutir, comentar y estudiar textos marxistas, con fines de concientizar a la clase obrera” (S. Iglesias, comunicación personal, 21 de mayo de 2014). Incluso algunos individuos que se integraron a la lucha armada también habían organizado y participado activamente en mesas redondas, conferencias y exhibición de películas o edición de revistas, incluso algunos otros habían participado en programas de televisión. El objetivo apuntaba a tratar de concientizar al estudiantado sobre la izquierda como alternativa.4
Por su parte, los estudiantes del ITESM también experimentaron un proceso de politización aunque con matices muy peculiares proyectados en el plano religioso. La institución privada de educación superior abrió sus puertas en 1943 y representa un paradigma de la acción de la industria regiomontana en ese campo. Nació por la iniciativa de Eugenio Garza Sada y un grupo de empresarios mexicanos, entre los que destacan prominentes industriales (Mendirichaga, 1982, p. 37).
Sin embargo, para la década de los sesenta el grupo empresarial decidió “blindar” su casa de estudios. Para ello, incorporó sacerdotes jesuitas con el fin de contener la infiltración comunista que -según ellos- padecía el estado, para que ésta no contaminara a sus estudiantes.5 Al llegar con planes de instalarse definitivamente en Monterrey, a la Compañía de Jesús se le proporcionó una casa valuada en dos millones de pesos, patrocinada por el grupo industrial Garza Sada.6
Antes de la aparición de los jesuitas, los clérigos adoctrinaban a los estudiantes en principios sociales cristianos: se les hablaba de pecado y matrimonio; con la incorporación de la Compañía de Jesús la directriz de la explicación de la doctrina cristiana cambió radicalmente,7 y a través de diversas conferencias y seminarios aquellos desmovilizados estudiantes de las universidades privadas comenzaron a despertar. Desde esta nueva óptica los jóvenes eran adoctrinados en una mentalidad progresista dentro del ramo del cristianismo. Siempre hacían destacar la personalidad de Jesucristo como el primer hombre que incitó al reparto de los bienes equitativamente entre los seres humanos; lo proyectaban en realidad como el primer comunista del mundo (Gamiño, 2006, p. 247). En gran medida este cambio obedecía a que los sacerdotes de la Compañía de Jesús, encabezados por Javier de Obeso y Manuel Salvador Rábago, postulaban la Teología de la Liberación, que de acuerdo con Concha (1999) hace hincapié en
la compasión por la dramática situación de miseria en la que vive la mayor parte del pueblo, la indignación ética ante el hecho y un nuevo encuentro espiritual con Jesucristo en la historia, a través de los pobres al confrontar el Evangelio con la vida y acción sobre todo social (p. 1157).
Aunadas a lo anterior, las actividades de los jesuitas fueron más allá de las aulas y crearon organismos como la Obra Cultural Universitaria (ocu). Según agentes de la policía política, ese organismo estuvo financiada por Eugenio Garza Sada a través de un patronato para mantenerlo. En un primer momento “contó con el absoluto respaldo del clero y del sector empresarial, quienes nombraron a los jesuitas como guías para mantener la fe apostólica en los grupos estudiantiles”.8 Gracias a ello, los jesuitas lograron establecer nexos entre los miembros de agrupaciones conservadoras y de extrema izquierda; no había distinción entre sus militantes. Las actividades de este grupo eran primordialmente de orientación cultural; se trataban asuntos filosóficos, de teología y problemáticas actuales relacionados con cuestiones morales (como control de la natalidad) y desde luego la problemática universitaria.9 Uno de los espacios más interesantes que desplegó esta asociación creada por los jesuitas fue el Café Universitario. En ese espacio, el 29 de julio de 1968 se despotricó con insultos al régimen y al ejército nacional. Las injurias contra el presidente Díaz Ordaz en dicha ocasión llegaron a oídos de Eugenio Garza Sada, quien desautorizó la ayuda a los sacerdotes que dirigían al estudiantado en movimientos políticos en lugar de darles conferencias apostólicas.10 Por lo tanto, lo que inició como una medida para controlar a la izquierda terminó politizando a la derecha.
No obstante, también existieron otros lugares que fueron claves en la mutación cultural de los actores que se incorporarían a la lucha guerrillera. En primer lugar destacaron las sociedades secretas, como las logias masónicas de la ciudad de Monterrey. Las reuniones en dichos espacios, y de manera particular en la logia Vicente Guerrero, eran muy peculiares. Ahí
se desarrollaban estudios marxistas-leninistas, se dedicaban a analizar y estudiar los diferentes sistemas políticos existentes del mundo, comparando el sistema capitalista con el sistema socialista [...] llegando a la conclusión de que el comunismo era el mejor sistema político para gobernar al pueblo.11
Además, habría que considerar otros dos espacios importantes: el Instituto de Intercambio Cultural México-Ruso (IICMR) y el Instituto México-Cubano de Relaciones Culturales (IMCRC). El primero fue uno de los más tempranos recintos “subversivos” en Monterrey. Inaugurado oficialmente en 1952, fue formado por profesionistas e intelectuales de extrema izquierda afiliados al PCM, Partido Obrero Campesino Mexicano y Partido Popular. El sostenimiento del Instituto se daba en función de cuotas asignadas a sus integrantes. Esta organización ofrecía becas para estudios de capacitación en Rusia y Checoslovaquia. Se ubicaba en un local en el centro de la ciudad, el cual contaba con una “bien surtida biblioteca” que contenía literatura rusa y otras clases de libros de tendencia comunista. En este espacio cada semana se exhibían películas soviéticas a sus afiliados y todos los viernes se organizaban conferencias de temas literarios, con oradores que eran abogados, profesores, doctores e ingenieros. Además, como centro de difusión cultural, el Instituto México-Ruso impartía clases de ruso y contaba con actividades artísticas y musicales.12
Por su parte, el Instituto de Relaciones Culturales México-Cuba (IMCRC) fue un lugar con profundas implicaciones que logró agrupar a considerables y destacados participantes del posterior movimiento guerrillero regiomontano. Inició sus actividades en enero de 1967 en una casa de campo propiedad de Eduardo Aguirre, ubicada en las canteras del Cerro de la Huasteca, en el municipio de Santa Catarina. En el mes de febrero del mismo año se solicitó ayuda económica al embajador de Cuba en México, Joaquín Hernández Armas, para sostener una organización procubana en el estado de Nuevo León. La respuesta fue positiva. Para agosto de 1968 el Instituto se instaló definitivamente en la calle Padre Mier 845 poniente.13 Las actividades de este particular centro de difusión cultural no se limitaron exclusivamente al interior del recinto; fue una de las pocas organizaciones que desplegó sus actividades en lugares abiertos, y así se apoderó del espacio público a través de veladas, conferencias, presentaciones musicales y de poesía, discursos políticos, semblanzas, venta de libros, exhibición de películas y festivales culturales. Ese ámbito posibilitó la interacción de la disidencia y fue un entorno donde el discurso oculto de aquellos jóvenes se hacía presente. Según James Scott (2000), el discurso oculto refiere a la conducta “fuera de escena, más allá de la observación directa de los detentadores del poder” (p. 28), y señala que su elaboración “depende no sólo de la conquista de espacios físicos y de un tiempo libre relativamente independientes, sino también de los agentes humanos que lo crean y diseminan” (p. 153). Por ejemplo, tras la muerte de Ernesto Guevara en Bolivia, el 9 de octubre de 1967, se organizó una velada luctuosa. En ella, con una concurrencia de aproximadamente 180 personas, César Yáñez Muñoz (líder de las posteriores fln) pronunció un discurso en el cual “exhortó a los presentes a imitar al desaparecido, tomando las armas contra la violencia, y que no era alejado el día en que México se sacudiera el yugo del Régimen”.14
De esta manera los espacios sociales del discurso oculto, como menciona Scott (2000), son
aquellos lugares donde ya no es necesario callarse las réplicas, reprimir la cólera, morderse la lengua y donde, fuera de las relaciones de dominación, se puede hablar con vehemencia, con todas las palabras. Por lo tanto, el discurso oculto aparecerá completamente desinhibido si se cumplen dos condiciones: la primera es que se enuncie en un espacio social apartado donde no alcancen a llegar el control, ni la vigilancia, ni la represión de los dominadores; la segunda, que ese ambiente social apartado esté integrado por confidentes cercanos que compartan experiencias similares de dominación. La primera condición es lo que permite que los subordinados hablen simplemente con libertad; la segunda permite que tengan, en su compartida subordinación, algo de qué hablar (p. 149).
Por último, sería pertinente señalar otro elemento característico de quienes decidieron optar por la guerrilla urbana en sus diferentes organizaciones. El denominador común, que puede documentarse en al menos dos de los cuatro grupos guerrilleros que operaron en la ciudad, fue la sensibilidad social de sus militantes. Existen indicios que apuntan a considerar esta perspectiva en tanto que integrantes de las FLN como César Yáñez, Carlos Vives Chapas y Alfredo Mora, quienes se abocaron a orientar organizaciones independientes como la de vendedores ambulantes en la ciudad de Monterrey, visitar ejidos para asesorar campesinos15 o bien realizaron servicio social en poblados marginales (Cedillo, 2008, p.459), p.; en los Procesos, tanto Raúl Ramos Zavala como José Luis Rhi Sausi se dedicaron a la promoción de trabajo asistencial en ejidos pobres,16 mientras que Ignacio Salas Obregón y José Luis Sierra Villareal, imbuidos de una perspectiva católica, se dedicaron a alfabetizar personas y desarrollar una particular labor social.17 Los espacios que abarcaron dichas actividades se desplegaron en Nuevo León y su área metropolitana, hasta zonas marginales de Veracruz y el estado de México.
De igual manera, un hecho en que coincidieron las cuatro organizaciones político-militares desarrolladas en Monterrey, en mayor o menor grado, fueron las secuelas tanto del 68 como del 71, que las asumieron como afrentas personales. Además fueron el formato retórico más apto para crear un sujeto de combate. El panorama parecía claro: no existía otra opción para cambiar al sistema que la vía armada.
En gran medida, los escenarios antes descritos contribuyeron a difundir el pensamiento marxista en la ciudad. Además casi todos los participantes del movimiento armado muestran la pertenencia a algún ámbito de los mencionados. Evidentemente las actividades que se desarrollaban dentro de los entornos descritos implicaban funciones políticas que se desplegaban bajo la apariencia de actividades culturales. Pero también esos espacios funcionaron como centros de instrucción y preparación ideológica de sus activistas y constituyeron un poderoso elemento de sociabilización. El denominador común y punto de trascendencia de esos espacios públicos radica en que fueron precisamente esos entornos donde los insurrectos convivieron y se formaron. Dichas zonas fungieron como centros de aprendizaje, ahí comenzaron a involucrarse los participantes con las problemáticas del momento.
Al mismo tiempo operaban como escuelas de adiestramiento ideológico; las profundas discusiones y los debates que se producían permitían enunciar una multiplicidad de discursos ocultos que en el plano oficial no tenían cabida. Por ejemplo, tras la realización de un mítin en Monterrey por el aniversario de la Revolución cubana en 1967, un obrero fue remitido al Ministerio Público. Se le acusó de haber lanzado insultos a las autoridades y al Presidente de la República. Por su parte, el implicado, Rodolfo Mata, fue consignado por haber expresado durante el referido acto que “era necesaria una revolución armada”, aunque desde luego “no se refería a México sino a otros países de Latinoamérica”.18
Así, estas áreas fueron el punto de encuentro de los rebeldes, la cotidianidad permitió estrechar lazos que posteriormente se pondrían a prueba y que los llevarían a estar hombro con hombro, en primera línea, combatiendo al régimen. Por tanto, estos centros en conexión con la misma experiencia de los sujetos que poseían altos niveles de escolaridad y que destacaban considerablemente en diversas contiendas de activismo político nos dan un referente para comprender la radicalización de las protestas hasta la conformación de expresiones totalmente insurrectas como las guerrillas urbanas.
La policía política: control, infiltración y vigilancia de la “subversión”
En este apartado mostraremos la forma en que los espacios mencionados fueron vigilados, registrados e infiltrados por la policía política. Ciertamente recibieron un tratamiento especial, aunque habría que señalar que el proceso de vigilancia era más amplio. Según Scott (2000), “la prueba más fuerte de la vital importancia que tienen los espacios sociales autónomos en la generación del discurso oculto es el denodado esfuerzo de los grupos dominantes para eliminar o controlar dichos espacios” (p. 154). Sergio Aguayo (2001)menciona que los gobiernos “siempre han tenido instituciones encargadas de recabar, con el mayor secreto posible, información oportuna y veraz sobre determinados sucesos y personas para evaluarla, analizarla y entregarla […] a los gobernantes (p. 35). Así, para el México del siglo xx los servicios de inteligencia se remontan al año de 1918, cuando Venustiano Carranza ordenó al secretario de Gobernación que estableciera dentro de esa dependencia un “servicio de agentes de investigación” (pp. 36-37). Para 1920, según Alberto Álvarez (2009), los servicios de inteligencia de la Secretaría de Gobernación
ya se habían constituido formalmente como Departamento Confidencial, nombre que mantuvieron hasta 1934 con la creación de la Oficina de Información Política y Social, que en agosto de 1941 cambió su denominación a Departamento de Investigaciones Políticas y Sociales. En 1948, el Departamento dio lugar a la Dirección homónima que en julio de ese mismo año adquirió su nombre definitivo (p. 206).
No obstante, en el marco de la Guerra Fría, “por sugerencia del gobierno estadounidense los servicios de inteligencia mexicanos se modernizaron” (Cedillo, 2008, p. 68) y se creó la Dirección Federal de Seguridad hacia fines de 1946 o principios de 1947 (Aguayo, 2001, p. 62). En un primer momento, el nuevo aparato de inteligencia dependía directamente del presidente y fue adherida a la secretaría de gobernación en el sexenio siguiente. Entre las funciones que tenía en ese momento la dfs estaban las de
proteger al presidente y a los mandatarios que visitaban el país, investigar asuntos delicados (o aquellos considerados como tales por sus jefes), analizar la información obtenida y realizar operativos especiales contra los enemigos del régimen […] los agentes dedicaban la mayor parte del tiempo al espionaje político de los opositores del régimen y de los enemigos que tenía el jefe del Poder Ejecutivo en el interior del Partido Revolucionario Institucional (Aguayo, 2001, pp. 67- 68).
Por consiguiente, la documentación que elaboraron los aparatos de vigilancia del Estado -a través de agentes de la DFS- sobre las prácticas sociales que se desarrollaban en los espacios antes enunciados en Monterrey fue muy meticulosa. Se registraba, de manera obsesiva y con lujo de detalles, gran parte de las actividades que tenían lugar, se obtenían “volantes de propaganda” en las invitaciones a actos públicos que se celebraban en esos lugares y fundamentalmente los comentarios “sediciosos”, tanto aquellos que criticaban al país (por ende al régimen) como aquellos que, expresados en un entorno aparentemente autónomo, de manera velada o abiertamente hacían alusión a la lucha armada.
Uno de los primeros reportes de infiltración alude al Instituto México Ruso (IICMR). En el documento se señala que en los asuntos relacionados con los obreros, al presentarse alguna situación de agitación debido a problemas sindicales o conflictos laborales como el de los ferrocarrileros o mineros, el Instituto buscaba películas u organizaba conferencias “dando a conocer cómo resolver los casos”. También prestaba ayuda económica a líderes para sostener alguna agitación. No existen fotografías de este lugar, sin embargo los reportes afirmaban que la organización estaba perfectamente controlada, “conociendo la mayor parte de sus movimientos, por tener una persona que se encuentra en el Comité Ejecutivo”.19
Un elemento distintivo e importante de las actividades que desarrolló la policía política lo representa el registro gráfico que fue una poderosa herramienta que permitió identificar a los principales líderes, trazar relaciones de parentesco con otros miembros e indagar los posibles nexos entre individuos, al igual que documentar acontecimientos “subversivos”. En las fotografías que resguardan los archivos de la policía política se pueden notar aspectos de la vida cotidiana de sujetos, particularmente estudiantes, que concurrían a estos espacios, al igual que de aquellos personajes que participaban en manifestaciones, protestas, mítines relámpago y proyectos de difusión cultural. El escenario principal es el ambiente urbano de la metrópoli regiomontana, donde el común denominador estriba en la participación de jóvenes en diversas actividades que desde el punto de vista de las fuerzas de seguridad eran subversivas.
Ejemplo de ello se puede considerar la Imagen 1, tomada por agentes de la DFS el día 19 de julio de 1968. La imagen muestra una protesta por la mala aplicación del reglamento de limpia del municipio de Monterrey, donde se aprecia a Raúl Ramos Zavala (quien fue el líder del grupo guerrillero los Procesos), que según la policía política “encabezó la concentración” y era el “Primer Secretario del Presidium del Comité Estatal de la Juventud Comunista de México, mismo que es señalado con una equis (X)”.20
Para la década de los setenta, distintos medios de comunicación, tanto en la localidad como a escala nacional, comenzaron a denunciar a los centros de enseñanza superior como “instituciones de adoctrinamiento marxista” y “temidas fortalezas guerrilleras” donde se creaban agitadores y destructores profesionales.21 Por su parte, la policía política comenzó a desplegar unidades de vigilancia como patrullas y agentes que se dedicaron a fotografiar tales espacios cerca de las zonas del centro de la ciudad, donde existían preparatorias como el Colegio Civil, punto frecuente de reunión de jóvenes que la denominaban “la Plaza Roja”. Incluso para el caso de los centros de educación superior privados como el ITESM, en los archivos policiales se encuentra un directorio con nombres, teléfonos y domicilios de sus estudiantes.
La activa y destacable participación en distintas disputas pacíficas y movimientos sociales de protesta en la localidad (como fue la lucha por la autonomía universitaria) por parte de algunos individuos que se sumaron a la guerrilla les resultó contraproducente. La vigilancia y el control que instrumentó la policía política generó efectos adversos a la praxis guerrillera que, ante ello, postuló un nuevo espacio más allá de los marcos instituidos por el Estado para la construcción de su proyecto contra-hegemónico: la clandestinidad como arma para operar desde las sombras. Este espacio permitía “la construcción de la nueva comunidad humana en contextos de lucha armada” (Montalvo, 2014, p. 13). Según Zamora (2014),
fue dentro de ese espacio invisible, el de la clandestinidad -una zona hermética y cambiante-, que la acción de la guerrilla intentó desactivar la acción hegemónica del Estado. Fue en esa parte de la confrontación que se produjeron una serie de resistencias políticas y culturales orientadas a la formación de otro tipo de espacio hegemónico (p. 47).
Una organización que rápido se dio cuenta de ello fue las FLN, para quienes la participación en luchas abiertas y democráticas entre sus militantes “no sólo eran inútiles sino perjudiciales”; los resultados eran “la vigilancia policíaca cuando no la cárcel o la muerte”.22
No obstante, un espacio cultural como el Instituto México-Cubano (IMCRC) muestra un rasgo interesante, al igual que las logias masónicas. Para ambos casos se retoman dos declaraciones judiciales de sus participantes.23 En el primero, Eugenio Peña Garza, colaborador del Instituto, mencionó que ahí “se celebraban periódicamente diversos actos de carácter cultural, los cuales tenían como finalidad realizar labor de proselitismo y difundir sus ideas usando además el local oficial de la organización para verificar reuniones en las cuales planificaban actos de agitación que llevaban a cabo en el medio estudiantil”.24 En el segundo caso, de acuerdo con Carlos Vives Chapas (militante de las FLN y desaparecido en 1974), las logias “era más bien un viaducto disfrazado donde podrían reunirse todos los jóvenes de ideas izquierdistas radicales para planificar en un futuro el cambio de sistema político mexicano”.25
En las Imágenes 2 y 3, por ejemplo, se puede apreciar a los participantes y principales organizadores del Instituto México-Cubano. Las fotografías contenidas en los acervos documentales de la dfs fueron utilizadas por la policía política para identificar perfectamente a quienes integraron las Fuerzas de Liberación Nacional. Además, las distintas actividades culturales que desplegó el Instituto, como la venta de libros, fueron capturadas en fotografías.
De igual manera, los círculos de estudio llamaban poderosamente la atención de la policía política. De manera particular los que realizaba el Movimiento Espartaquista Revolucionario (MER), pues según la DFS tenía vínculos estrechos con las clases trabajadora, intelectual y obrera. Su peligrosidad radicaba en orientar e incitar a la resolución de los problemas como el charrismo sindical, entre otros, con el uso de la violencia, al punto que la policía política los clasificó como “la secta de teóricos en el clandestinaje urbano”.26
Una mención especial alude al caso de los jesuitas y sus actividades. La Federal de Seguridad les atribuía todo un cúmulo de acciones encaminadas a la sedición. En un primer momento, la presencia de la Compañía de Jesús se vinculó con la politización de los sectores estudiantiles representados en su mayoría por “jóvenes con un alto grado de preparación superior al promedio”, lo que a largo plazo podría devenir en un serio “peligro a la estabilidad política del país”. Tras su expulsión del campus universitario en 1971, la policía política ubicó el nuevo campo de “agitación” en Monterrey: los sectores obreros de la ciudad, al punto de señalar que su presencia se manifestaba como obreros de Fundidora, en la infiltración de sindicatos y colonias paupérrimas “con el expreso fin de crear focos de agitación en dichas áreas”.27
Sin embargo, su intervención en dichas actividades no era tan enérgica. Aunque sí tuvieron injerencia durante algunas luchas sindicales, como la de la fábrica Medalla de Oro, su participaron consistió en observar o asesorar el movimiento. Uno de los principales “instigadores” de esta corriente, de acuerdo con estos reportes, fue el sacerdote Javier de Obeso. Sin embargo, al salir de la ciudad de Monterrey, algunos estudiantes expulsados del ITESM como Ignacio Salas Obregón y José Luis Sierra Villarreal se concentraron en un nuevo campo de acción: la ciudad de Nezahualcóyotl, en el estado de México. Ahí se generó una dinámica en la que se pueden apreciar más nítidamente las actividades de aquellos jóvenes. El epicentro de los acontecimientos fue la iglesia del Refugio, donde realizaron campañas de alfabetización.
Tales actividades no sólo fueron monitoreadas por la DFS, también se recurrió a la infiltración para la recolección de información y se detectó una “conspiración del clero”. En sus reportes se señala que el grupo de jesuitas, encabezado por el sacerdote Martín de la Rosa, se había abocado al “control masivo de obreros, campesinos y pueblo con el pretexto de redimirlos como paso previo al control político”.28 Contamos con algunos indicios que permiten adentrarnos un poco en las diversas dinámicas de “agitación que eran disfrazados de trabajos asistenciales”. En el centro de alfabetización, los estudiantes miembros de la corporación,
con el pretexto de realizar labor social, promueven distintas actividades. Para los varones organizan círculos de oratoria, de periodismo, a las mujeres imparten cursos de taquigrafía, mecanografía, economía doméstica [...] En los cursos de oratoria motivan a los participantes con fotografías en las que aparecen un niño en el lodo, en otra se ve a una mujer con una cubeta implorando agua, [...] con el deliberado propósito de incitar expresiones en contra del Gobierno, al que responsabilizan de todos los males.29
El elemento de mayor consideración en los trabajos por parte de los jesuitas, según la DFS, era la cooptación de prospectos para una eventual profesionalización como miembros en activo de la disidencia. Tal procedimiento se llevaba a cabo a través de un proceso de selección en tres niveles:
PRIMERO. Los trabajos se hacen públicamente y seguros de haber captado la voluntad de varios participantes, los seleccionan. SEGUNDO los miembros se reúnen reservadamente en domicilios particulares de la propia ciudad Netzahualcóyotl. Reciben cursos de capacitación, promueven discusiones sobre temas sociales siempre contra el Gobierno. Se imparten conferencias a los obreros sobre Ley Federal del Trabajo, humanización, y editan periódicos pequeños que venden en los templos de esta área. Tienen formados varios grupos de obreros que inicialmente son de 10 miembros y con posterioridad integraron otros. Siempre de 10 miembros cada uno. Sus reuniones son presididas por cualquiera de los jesuitas o de los dos colaboradores: SIERRA Y SALAS y los llaman coordinadores. Transcurrido algún tiempo seleccionan a los mejores elementos de estos grupos, los que pasan al tercero, estos grupos se convierten en secretos. En ellos se adoctrina a los miembros sobre subversión, tácticas guerrilleras y la misión que se les asigna es la toma del poder.30
No obstante, lo cierto es que el impacto de los jesuitas y su participación en la escena regiomontana, más allá de las, en ocasiones, exageradas informaciones acerca de su participación en la politización y agitación estudiantil, tuvo profundas raíces en los actores sociales del posterior movimiento armado.31 De igual manera, la estrecha vigilancia e infiltración que desplegó la policía política en los distintos espacios “subversivos” nos advierte del control que tenían sobre ellos. Así, con la irrupción de los guerrilleros urbanos en el entorno regiomontano se genera la fuerte impresión de que, más allá de la peligrosidad inminente de la “conjura comunista internacional”, los aparatos de seguridad del Estado tenían cierta identificación de los principales participantes ya sea en registros escritos o fotográficos.
Conclusiones
El estudio del caso de la guerrilla en Monterrey permite concluir que en la irrupción de las agrupaciones guerrilleras durante la primera mitad de la década de los setenta del siglo xx fue fundamental el papel que desempeñaron determinados espacios como las universidades, la Obra Cultural incentivada por jesuitas, las logias masónicas, los centros de intercambio cultural México-Ruso y México-Cuba, al igual que los círculos de estudios de literatura marxista. Estos lugares posibilitaron la integración de militantes; además, representaron entornos esenciales y vitales para la preparación político-ideológica de quienes asumieron la perspectiva armada y se enrolaron en las filas guerrilleras. Por tanto, su papel en la transmisión de una cultura “subversiva” fue fundamental. Incluso propiciaron profundos cambios en los referentes mentales de los actores: la viabilidad del proyecto socialista dependía del uso de la violencia armada, que se volvió inexorable, apremiante y necesario para emprender el sendero revolucionario. Tanto las prácticas como los discursos que ahí se generaban aportaron las herramientas de legitimidad política en los imaginarios colectivos de los actores sociales que posteriormente formarán parte trascendental de la lucha guerrillera urbana en México. Por último, se ha examinado la manera en que esos espacios fueron vigilados, infiltrados y controlados por la policía política.
Acervos consultados
AGENL. Archivo General del Estado de Nuevo León
AGN. Archivo General de la Nación, Galerías 1 y 2.
Fuentes hemerográficas
El Norte
El Ciudadano
La Tribuna de Monterrey
El Porvenir
El Sol de México
El Heraldo de México
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1
Según Laura Castellanos, deben su nombre al documento titulado “Proceso Revolucionario”, difundido meses antes de la ruptura definitiva entre Ramos Zavala y el PCM durante el III Congreso Nacional de las Juventudes Comunistas, efectuado en Monterrey en diciembre de 1970, en el cual se tachaba a la dirección del PC de burguesa y burocrática, en contraposición a una “fuerza auténticamente revolucionaria y crítica” a la que se exhortaba a tomar la vía armada (2007, p. 184).
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2
Archivo General de la Nación (en adelante AGN), Dirección Federal de Seguridad (en adelante DFS), Fondo Fuerzas de Liberación Nacional, “Informe Confidencial Exclusivo de las FLN”, marzo de 1970, pp. 14-15.
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3
AGN, Dirección de Investigaciones Políticas y Sociales (en adelante DIPS), caja 1203, legajo 2, pp. 188-195.
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4
AGN, DFS, Fondo José Luis Sierra Villarreal, 18 enero de 1972, p. 6.
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5
AGN, DFS, Fondo Gobierno del Estado N. L., Legajo: 3, p. 165.
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6
AGN, DIPS, caja 0478, legajo 1, pp. 660-662.
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7
AGN, DIPS, caja 0478, legajo 1, pp. 660-662.
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8
AGN, DFS, Fondo Gobierno del Estado N.L., legajo 5, pp. 93-94.
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9
AGN, DIPS, Caja: 1501-A, legajo 2, pp. 167-168.
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10
AGN, DFS, Fondo Gobierno del Estado N.L., legajo 5, p. 94.
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11
AGN, DFS, Fondo Fuerzas de Liberación Nacional, 22 marzo de 1974, p. 217.
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12
AGN, DFS, Fondo Instituto México-Ruso, exp. 100-17-3, legajo 2, p. 47 y legajo 4, p. 145.
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13
AGN, DFS, Fondo Instituto México-Cubano de Relaciones Culturales en Monterrey, legajo 1, pp. 121-124.
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14
AGN, DFS, Fondo Cesar Yáñez, 6 febrero de 1969, p. 14.
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15
AGN, DFS, Fondo Fuerzas de Liberación Nacional, p. 220.
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16
AGN, DFS, Fondo José Luis Sierra Villarreal, 18 enero de 1972, p. 5.
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17
AGN, DFS, Fondo José Luis Sierra Villarreal, 18 enero de 1972, p. 29.
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18
AGN, DIPS, Caja 1501-A, legajo 1, 30 julio de 1967, pp. 193-194.
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19
AGN, DFS, Fondo Instituto México-Ruso, exp. 100-17-3, legajo 1, 5 agosto de 1959, p. 290.
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20
AGN, DIPS, Caja: 1501A, legajo 1, pp. 182-187.
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21
“Adoctrinamiento a estudiantes para que instauren el marxismo en México”, El Norte, 31 octubre de 1971, p. 1-B.
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22
AGN, DFS, Fondo Fuerzas de Liberación Nacional, marzo de 1970, p. 9.
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23
Las declaraciones de los implicados en casos relativos a la guerrilla urbana por lo regular fueron declaraciones redactadas de antemano. En ellas impera la visión de la autoridad, y en muchos casos se recurrió a la intimidación y la tortura para que el acusado firmara tales documentos que, en ocasiones, operaban para sustentar lo que la policía política aparentemente ya sabía. Sin embargo la cuestión radica en cómo utilizarlas y hasta qué punto pueden permitir adentrarnos en la “versión de los vencidos” o distinguir aquello que las autoridades deseaban “escuchar” de los acusados.
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24
AGN, DFS, Fondo Fuerzas de Liberación Nacional, 23 julio de 1971, p. 138.
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25
AGN, DFS, Fondo Fuerzas de Liberación Nacional, 23 julio de 1971, p. 217.
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26
AGN, DFS, Fondo Liga Leninista Espartaco, 6 diciembre de 1970 y 17 noviembre de 1979, pp. 111, 211.
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27
AGN, DFS, Fondo Javier de Obeso, exp. 12-11-73, Legajo: 1, julio de 1973, p. 41.
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28
AGN, DIPS, caja 1508-A, exp. 2, p. 5.
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29
AGN, DIPS, caja 1508-A, exp. 2, p. 5.
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30
AGN, DIPS, caja 1508-A, exp. 2, p. 5.
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31
Juan Carlos Flores Olivo, militante capturado por la DFS, en su declaración el 16 mayo de 1974 manifestó que “dentro del movimiento Estudiantil Profesional (MEP) de Monterrey, N.L., cultivó relaciones con el sacerdote Javier Obeso, del que considera influyó determinadamente en su fundamentación ideológica comunista”. AGN, DFS, Fondo Javier de Obeso, exp. 11-235-74, legajo 14, p. 235.
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- » Recibido: 17/04/2017
- » Aceptado: 25/07/2017
- » Publición impresa: 09/2018