El trabajo analiza la formación de pueblos durante el siglo XVIII como parte de un proyecto colonizador común para las fronteras norte y sur americanas. Se seleccionaron dos circunscripciones territoriales en México (Chihuahua) y Argentina (Buenos Aires) debido a que compartían algunos aspectos comunes que los hacen comparables: estaban desguarnecidos y sometidos a los embates indígenas y, también, desprovistos de población estable y “laboriosa”. Así, en el último cuarto del siglo XVIII la Corona española reorganizó los territorios de ultramar y los dotó de una defensa más efectiva a partir de un reordenamiento general. El análisis parte de la hipótesis que procesos aparentemente lejanos tuvieron -por momentos y en determinadas circunstancias- más elementos comunes entre sí que con los centros coloniales con los que fueron tradicionalmente asociados.
The work analyzes the formation of villages during the 18th century as part of a common colonizing project for the North and South American borders. Two territorial districts in Mexico (Chihuahua) and Argentina (Buenos Aires) were selected because they shared some common aspects that make them comparable: they were deprived and subjected to indigenous attacks, and also devoid of stable population and “laborious”. Thus, in the last quarter of the 18th century the Spanish Crown project reorganize overseas territories and provide these areas with a more effective defense from a general rearrangement. Our analysis is based on the hypothesis that apparently distant processes had -at times and in certain circumstances- more common elements among themselves than with the colonial centers with which they were traditionally associated.
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- siglos XVIII y XIX;
- pueblos;
- colonización;
- historia agraria;
- presidios;
- fuertes.
- borders;
- 18th and 19th centuries;
- towns;
- colonization;
- agrarian history;
- presidios;
- forts.
Introducción
La historia comparada supone un reto para los historiadores por diversas razones, fundamentalmente porque intenta investigaciones complejas donde las especificaciones y los detalles de lo que se estudia deben, si no subordinarse, ocupar un lugar diferente en el relato. Como consecuencia de esto, aparece el peligro de las generalizaciones o las analogías superficiales que ponen en riesgo el cotejo, cuestión que ha sido materia de crítica en varios ensayos sobre el tema.1 Sin embargo, teniendo en cuenta estas cuestiones, se considera que los trabajos comparativos ofrecen la posibilidad de trazar líneas de reflexión que intentan responder, primero, a preguntas generales de procesos que a priori presentan ciertas analogías para, luego, contrastarlos enfocándose en las particularidades y las diferencias. (Bloch, 1999). En este sentido, nuestro propósito no es trabajar con conexiones en término de historias conectadas;2 aunque hay aspectos que pueden ser abordados desde esta perspectiva o incluso desde la llamada historia global,3 sino analizar similitudes y diferencias concretas en la aplicación de una serie de ideas específicas sobre poblamiento y colonización. Buscamos la comparación para hallar los contrastes que generan la “singularidad” de cada caso, “…aquello que no se repite en otros escenarios, que le es propio” (Elliott, 1999a y b).
Este enfoque también presupone repensar, como ya se viene haciendo desde hace un tiempo, los recortes espaciales sin los límites que impone el marco de los estado-nación y teniendo más en cuenta la reconstrucción de las dinámicas espaciales coloniales y decimonónicas donde se acercan y superponen -como en pliegos- naciones, territorios y fronteras económica, social y culturalmente diversas.
En el trabajo comparativo es necesario tener lo más claro posible qué problemática general se está sometiendo a análisis para que luego el resto de las preguntas puedan subordinarse al interrogante principal. En este caso, cuál fue el peso de las políticas oficiales borbónicas durante el proceso colonizador en las fronteras norte y sur de Hispanoamérica. Así, con base en trabajos propios y a la bibliografía existente, se estudiará la política de formación de pueblos y presidios como agentes civilizatorios contra la llamada “barbarie del desierto”. Se hacen las siguientes preguntas: ¿cómo fue la aplicación de la política de fronteras en cada una de estas regiones? ¿Qué circunstancias y particularidades propias de esos territorios y de su población condicionaron su accionar? ¿Cuáles fueron sus resultados a corto y mediano plazo?
Analizaré comparativamente dos circunscripciones territoriales de Nueva España-México y del Virreinato del Río de la Plata-Argentina, concretamente, parte de lo que terminarán constituyendo el estado de Chihuahua y la provincia de Buenos Aires, fronteras norte y sur del imperio español en América. Ya desde hace un tiempo trabajos clásicos como los de David Weber (2000, 2007) señalaron cómo espacios fronterizos diversos y lejanos tuvieron -por momentos- más elementos en común entre sí que con los centros coloniales con los que fueron tradicionalmente asociados, sin embargo, trabajos comparativos de esta naturaleza no abundan.4
Los actuales estados/provincias de Chihuahua y Buenos Aires eran territorios que no solo estaban desguarnecidos y sometidos a los embates indígenas, sino también, y más directamente en el caso mexicano, estaba amenazado por la expansión que se producía desde más al norte. Estas tierras que para la Corona eran lejanas y “desérticas”, de población estable y laboriosa, constituían un problema y, fundamentalmente, una fuente de gastos. Con la llegada de los borbones al trono de España, pero sobre todo en el último cuarto del siglo XVIII, se intentó reorganizar los territorios de ultramar y, entre otras cosas, dotar a estas zonas de una defensa más efectiva. Si bien el fuerte-presidio, el poblado defensivo, la misión y las tropas regulares ya habían sido implantados en América desde el siglo XVI, desde el último cuarto del siglo XVIII el énfasis estuvo puesto en el establecimiento de población capaz de sostener la defensa militar. A esta altura de la descripción debemos adelantarnos a señalar que todos estos procesos “oficiales” estuvieron acompañados de movimientos “espontáneos” de pobladores sin tierras que adelantaban la frontera sin planificación a partir del contacto directo con el mundo indígena.
Para el caso del sur de Buenos Aires, hasta mediados del siglo XIX la colonización oficial fue posterior al movimiento de población proveniente de diferentes regiones -e incluso de extranjeros- cuya impronta cultural fue relevante en su interacción con la sociedad hispano-criolla e indígena local (Banzato y Lanteri, 2007, p. 439).5 A su vez la forma de ocupación productiva preponderante no fue la reunión en pueblos sino el establecimiento en estancias más dispersas. En el caso del norte mexicano, la ocupación oficial estuvo también precedida por un poblamiento no organizado protagonizado por mineros, hacendados y cazadores pero luego las misiones comenzaron a reunir a la población de modo más temprano (Cramaussel, 2006).6
Volviendo a la política del estado colonial en América, durante este periodo se puso énfasis en un sistema que incluía el objetivo de la “defensa territorial”, pero incorporaba el de “colonización” bajo el espíritu de lo proyectado para Sierra Morena en Andalucía. En línea de pensar conexiones trasatlánticas, este plan no se implementó en América como un ensayo de nuevas experiencias sino que se ejecutó casi paralelamente en ambas fronteras y fue la figura de José de Gálvez el nexo fundamental (Sambricio, 2014). En Hispanoamérica los proyectos de colonización se terminaron implementando de manera diferente a lo proyectado originalmente pues aquí existían amplios territorios con comparativamente poca densidad de población, peligro de incursiones indígenas por parte de tribus con mucha movilidad territorial y, principalmente, poca o nula presencia estatal en las órbitas administrativas, de justicia y de coerción. En este sentido, tanto la frontera de Buenos Aires como la de Chihuahua compartían una geografía caracterizada por grandes extensiones con relativamente poca población, de acuerdo a los cálculos de los contemporáneos españoles. Aunque es importante aclarar aquí que, si bien las dos regiones eran vistas como un desierto, Buenos Aires tenía comparativamente muchísima menos población.7
El trabajo se organiza a partir de contextualizar y contrastar los casos de Chihuahua y Buenos Aires, situándolos en un horizonte espacio-temporal común (América a fines del periodo colonial y principios del siglo XIX) y en medio de un proceso histórico concreto (la formación de pueblos en la frontera).
Las fronteras coloniales y el proyecto borbónico
Durante el siglo XVIII ensayistas españoles como Campomanes y Jovellanos relacionaron las crisis económicas con el despoblamiento de vastas zonas de la península y, como consecuencia de esta mirada, surgieron los proyectos de poblar o repoblar los campos para activar la generación de riqueza.8 Los planes incluyeron la fundación de ciudades y aldeas, reactivación o creación de puertos, construcción de caminos, canales y establecimiento de colonias militares. Quizás el proyecto más ambicioso de colonización fue el de Carlos III, quien en 1767 formuló el Fuero de Poblaciones con las instrucciones precisas para llevar adelante la repoblación de las zonas baldías de Sierra Morena y Andalucía. Este plan se proponía reformar la agricultura a partir del otorgamiento a los campesinos de terrenos enfitéuticos. Los labradores debían desmontar y cercar las suertes, edificar sus casas en el mismo predio y prestar algunos servicios al Estado.
Si bien se establecieron algunas pocas casas en aldeas, se potenció más la construcción de viviendas en cada una de las suertes otorgadas. Se crearon también centros como La Carlota y La Carolina que debían funcionar como cabeceras regionales, allí se establecerían las actividades artesanales o industriales siendo además el lugar donde residirían las autoridades. El objetivo era generar un poblamiento rural equilibrado en términos espaciales como sociales. En España estos proyectos fueron más prósperos cuando se implementaron “espacios vacíos” que cuando se intentaron poblar tierras ya apropiadas (Robledo, 1993, p. 23). Esta experiencia de reorganización territorial para la Península Ibérica se intentó implementar también en las zonas fronterizas de América siendo los casos más emblemáticos California, las Pampas y la Patagonia (De Paula, 2000; Sambricio, 2014; Aliata, 2016).
Como se muestra en los párrafos siguientes, la llegada a América de José de Gálvez, nombrado en 1765 Visitador del Virreinato de Nueva España, fue sustancial en la modificación de la política fronteriza del norte y sur de Hispanoamérica; especialmente porque desde el Consejo de Indias modificó la estructura administrativa existente con la consiguiente reorganización de los territorios y de sus poblaciones. Según Sambricio (2014, p. 97) cotejando las ordenanzas para Nueva España (1786) con las aprobadas para el Virreinato de Buenos Aires (1882), se observa cómo Gálvez buscó unificar las administraciones, disminuir las competencias de los virreyes, potenciar la figura del intendente y replantear los conceptos de territorio, región o frontera. Para el presente caso, Buenos Aires y Chihuahua comparten el hecho de haber tenido una colonización más tardía que el resto de los territorios de las naciones que a futuro integrarían.
Chihuahua
En el norte de Nueva España la colonización oficial fue mucho más lenta debido a las rebeliones indígenas que allí se desplegaron. A finales del siglo XVI, conforme fueron descubiertas las nuevas vetas de plata desde Zacatecas hasta Santa Bárbara, se había formado la provincia de la Nueva Vizcaya. Si bien los yacimientos mineros fueron los responsables de favorecer la fundación de reales de minas en la región, las haciendas las terminaron cobrando protagonismo como proveedoras de alimentos para las poblaciones indígenas que por allí circulaban.9 Estos grupos habían podido eludir el contacto con la sociedad española durante mucho tiempo -reducirlos generó un estado de guerra intermitente- pero, con la encomienda y la caza de esclavos, a largo plazo terminaron sirviendo en las minas, las haciendas y los ranchos ganaderos neovizcaínos (Gerhard, 1996; Ortelli, 2011; Domínguez Rascón, 2017).
En Chihuahua, la corona española había contrarrestado esta oposición mediante la creación de pueblos de misión a cargo de las órdenes franciscana y jesuita pero también con estrategias de guerra para las cuales se establecieron los presidios (Moorehead, 1991). Éstos funcionaban porque “abrían el campo” e intentaban proteger las misiones y los reales mineros, aunque también se convirtieron en centros de abasto sobre los cuales se nucleaba la población (Arnal, 2006).10 Más allá de esta planificación, la situación era bastante endeble y las incursiones indígenas amenazaban el dominio del territorio. Hacia 1760 las hostilidades indígenas recrudecieron debido a los levantamientos de indios seris en Sonora y nuevos movimientos apaches.11 Cabe señalar que la bibliografía especializada señala cierta magnificación de la situación de guerra permanente en la frontera. De acuerdo a esta postura, las denuncias de violencia casi permanente reportaban ventajas -impositivas- para parte de los sectores poderosos de la frontera que se hacían de beneficios que manejaban con bastante autonomía respecto del poder central (Aboites, 1991; Ortelli, 2005).
Exageradas o no, debido a las alarmas por incursiones indígenas, en este periodo la atención de la corona estuvo puesta en la reorganización militar con el objetivo de combatir a los indios rebeldes y “pacificar” la frontera. Se creó una Inspección de presidios con sede en la Villa de Chihuahua a cargo de Bernardo de Gálvez y, a partir de ella, la situación de la región fue revisada. Una de las cuestiones que se modificó fue la ubicación de los presidios para que pudieran estar más cerca de los poblados y protegerlos más eficazmente.12
Finalmente, en 1776 se creó la Comandancia General de las Provincias Internas para afianzar el control y organización de estos territorios. Dicha jurisdicción era independiente de Nueva España y fue gobernada por un comandante con autoridad similar a un virrey (Navarro García, 1964). La entidad político-administrativa incluyó originalmente a las provincias de Sonora-Sinaloa, Californias, Nuevo México, Coahuila, Texas y Nueva Vizcaya. En esta última se encontraba Chihuahua.
José de Gálvez pensó para la Comandancia un programa ilustrado en el que estaba muy presente la militarización fronteriza junto con el tema de la formación de pueblos. Según sus cálculos, para fortalecer el estado español mediante la colonización civil y la secularización de la sociedad del Septentrión Novohispano, era necesario descartar las misiones y reducir los gastos de los presidios con el establecimiento de colonias que se sostuvieran con recursos de la misma frontera. No obstante, como el proceso no era automático y hasta tanto se pudiera convertir a los colonos en milicianos, la primera medida fue trasladar los presidios cerca de los pueblos para obtener mercados cautivos y seguros (Domínguez Rascón, 2017).
El mando de la Comandancia General quedó en manos de Teodoro de Croix, sobrino del Virrey, marqués de Croix, y parte del grupo de poder Gálvez-Croix en España (Navarro García, 1964). Croix, antes de establecerse, realizó una expedición por la frontera para dar cuenta del estado de presidios y pueblos, la misma duró más de lo esperado y convirtió a Chihuahua en la región estratégica del proyecto colonizador porque su ubicación permitía controlar la parte septentrional de Nueva Vizcaya (Domínguez Rascón, 2017).
Avanzar la colonización centrándola en Chihuahua mediante la modificación de la línea de presidios y la fundación y/o refundación de cinco pueblos en el noroeste de la entidad fueron los principales objetivos. La constitución de estas poblaciones se hizo bajo la experiencia de lo que se había realizado en Sierra Morena y de las acciones concretas que Gálvez había efectuado en Sonora-Sinaloa y California. Los lugares seleccionados fueron Cruces, Namiquipa, Casas Grandes, Janos y Galeana (Arnal, 2006). Es interesante llamar la atención sobre las diferencias con las fundaciones anteriores pues Croix, sin perder la mirada ilustrada, aplicó en mayor medida la legislación indiana y el criterio propio. Ejemplo de esto último fue la formación de villas, aunque la legislación de Indias marcaba que ni los virreyes, audiencias o ministros podían dar títulos de ciudad o villa a cualquier pueblo antes de que éstos se formaran o consolidaran, Croix las constituyó en villas. Sobre esto último, Canedo (2016) analizó para Buenos Aires algunas solicitudes de pueblos para convertirse en villas que no fueron exitosas. Sostiene que a diferencia de las poblaciones ya fundadas como villas que tenían prerrogativas determinadas, en estos pueblos el privilegio se logró recién durante el siglo XIX y después de haber obtenido el reconocimiento del terreno para el asentamiento o la aprobación del plano correspondiente junto con la constancia de ocupación estable.
En cuanto al plan defensivo, Croix contempló el establecimiento de dos líneas de defensa, la primera como avanzada de presidios apoyada por una segunda de pueblos. Finalmente terminaron proyectándose tres (Domínguez Rascón, 2017). Sobre la conflictividad con el mundo indígena, la presión militar in situ y una serie de negociaciones pacificas -que incluían entrega de raciones a cambio de lealtad- habrían permitido la pacificación alrededor de 1790. Este acuerdo no fue, sin embargo, definitivo. En este sentido, algunos autores plantean que las relaciones comerciales y reciprocidades previas dentro de esta particular sociedad fronteriza habrían sido tanto o más importantes que a la reforma militar y administrativa para alcanzar cierta estabilidad en la frontera (Weber, 2000; Ortelli, 2007, p. 166). Cuestión similar ocurrió en la última década del siglo XVIII en la frontera sur ya que concomitantemente al avance de los fuertes y fortines, alrededor de los cuales se fueron nucleando pobladores que cooperaron con las tropas en la defensa (Néspolo, 2012), las aceitadas relaciones comerciales con los grupos indígenas produjeron el relajamiento de la situación bélica, tanto en el Septentrión como en el Río de La Plata. Esto se debió a las nuevas necesidades de los grupos hostiles ahora más interesados en adquirir bienes provenientes de Europa (Ortelli, 2007; Mandrini, 2009).
Buenos Aires
La jurisdicción de Buenos Aires data del siglo XVI cuando la expedición de Pedro de Mendoza en 1536 fundó el puerto de Santa María del Buen Aire y construyó un fuerte de vida efímera, pues fue abandonado luego de sufrir un largo hostigamiento indígena. Décadas después se realizó una nueva expedición al mando de Juan de Garay, que en 1580 logró refundar la ciudad bajo el nombre de Santísima Trinidad y Puerto de Santa María del Buen Ayre. La supervivencia de esta “pequeña aldea” y de su hinterland se debió a la función central que terminó desempeñando Buenos Aires dentro del “espacio peruano” al convertirse en la ruta de paso hacía el centro minero de Potosí y en articuladora de las actividades mercantiles con Asunción, Chile y Brasil (González Lebrero, 2002). En 1618 Buenos Aires adquirió otro estatuto al convertirse en cabecera de una gobernación y en sede de un obispado dependiente del Virreinato del Perú. Para 1680 su importancia aumentó cuando los portugueses fundaron, en el otro margen del río de La Plata, la Nova Colonia do Santíssimo Sacramento, cuestión que incrementó la tensión entre las coronas española y portuguesa. Esta situación generó, como consecuencia inmediata, un nuevo impulso colonizador que derivó en la fundación de Montevideo, aunque dicha ciudad rápidamente mantuvo un gobierno separado del Cabildo de Buenos Aires (Fradkin, 2012). Para mediados del siglo XVIII, el enfrentamiento con los portugueses alcanzó su máxima expresión y provocaba, entre otras cosas, la creación del Virreinato del Río de la Plata (1776), fruto de la propuesta que hizo José de Gálvez al Rey desde su cargo de Ministro de Indias.
En la última etapa del dominio colonial, se dio un crecimiento mercantil y poblacional en Buenos Aires y Montevideo. En la futura capital uruguaya, la expansión se generó a raíz de la llegada de grupos ibéricos y migrantes portugueses provenientes de Brasil (Reitano, 2010). También llegó gente de Tucumán, Cuyo, Chile, esclavos africanos e indios reducidos a encomiendas. No obstante, fue con la creación del Virreinato que la población comenzó a crecer decididamente, puesto que ciudad y campaña pasaron de alrededor de 10.000 habitantes a casi 70.000 en el curso de un siglo (Fradkin y Garavaglia, 2009). Esta localidad se asentó sobre un territorio relativamente dominado que tenía una extensión de menos de 90 km² para fines del siglo XVIII.13 Fuera de allí, el extenso “desierto” se prolongaba hacia “tierra adentro” y avanzaba hacia el sur más lejano de la Pampa-Patagonia convirtiéndose en un espacio inabarcable para el dominio estatal colonial.
Con vaivenes y expensas del mundo indígena, entre 1740 y 1770 se produjo la ocupación oficial de la frontera mediante el establecimiento de una línea de fuertes de función similar a la relatada para el caso del norte novohispano. Sin embargo, la sociedad fronteriza no puede entenderse solo a través de esta línea porque lo que realmente la caracterizó fue la interacción y la alternancia de épocas de paz con periodos de lucha. Durante los periodos de distención se establecían relaciones comerciales e intercambios culturales que se articulaban en torno a los fuertes. No obstante, la presencia hispano-criolla era resistida cuando amenazaba la dinámica territorial y el usufructo de los recursos, a mediados de siglo XVIII recrudecieron los enfrentamientos cuestión que impuso límites reales al poblamiento oficial de las regiones ubicadas más allá del río Salado. Los malones, sobre todo el desatado sobre Luján, obligaron a reorganizar el plan de defensa a partir de una nueva estrategia que consistió en emplazar tres escuadrones en los puntos que ofrecían mayor peligro (Magdalena, Matanza y Arrecifes) y planificar la formación de compañías armadas para la frontera. Los Blandengues de la Frontera (1752) fueron originalmente fuerzas milicianas pero se transformaron luego en regulares con asiento en fuertes. En la misma línea de lo relatado por Arnal (2006) en relación a la frontera norte: se combinaba el establecimiento en fuertes con el uso de compañías volantes que pudieran avanzar para vislumbrar el peligro y volver.
En estos años la política colonial con respecto a la frontera sur no estuvo exenta de contradicciones. Al año siguiente de la creación de los blandengues, los gravámenes impuestos para solventar los gastos que ocasionaba la guerra fueron desaprobados.14 Para esa época, la frontera estaba nuevamente descuidada y los fuertes sobrevivían en deplorable estado. Al iniciar la década de 1770 la urgencia era aún mayor por las noticias de posibles incursiones indígenas y, como en las Provincias Internas, se planificaron poblaciones que alejaran a los indígenas y no sólo adelantar los fuertes.
Aquí los reformadores borbónicos se propusieron llevar a cabo un plan defensivo y colonizador más eficiente que el que existía hasta el momento. Las opciones fueron: 1) adelantar la frontera sur hasta la zona de sierras, 2) solo hasta la otra margen del río principal “el Salado”, o 3) no expandir los fuertes pero si reforzarlos. Mientras ese debate se producía en el Septentrión, las tierras de Buenos Aires no eran centrales para los hacendados de la época, los reales de minas y misiones ya habían avanzado la ocupación de la frontera norte.
En esta parte del virreinato del Río de La Plata los borbones realizaron inspecciones y proyectaron diversos poblamientos que no se ejecutaron hasta que, en 1777, el virrey Ceballos retomó el tema aunque conviene no magnificar esta actuación pues solo sumó dos fuertes con orientación norte.15 Con la llegada de Vértiz y luego de la inspección del astillero Francisco de Betbezé para conocer con certeza el estado de los fuertes, se abandonó la política ofensiva y prevaleció la opción de fortalecer la línea defensiva existente.16 Para ello se trasladó el fuerte del Zanjón a la laguna de Chascomús y se creó el de Ranchos mientras que el resto de los fuertes fueron reparados. Así desde 1779 estos fuertes, junto a los de Monte, Luján, Salto, Rojas, y los fortines de Lobos, Mercedes (hoy Colón), Navarro, Areco y Melincué, conformaron la línea de frontera oficial impulsada por la Corona17 (Tabossi, 1989, p. 101; Mayo y Latrubesse, 1993; Banzato, 2005; Andreucci, 2011; Garavaglia, 2009; Aliata, 2010 Néspolo, 2012). Según Néspolo, quien estudió el caso de la Frontera de Luján durante la década del setenta, los gastos de Buenos Aires para la defensa y las expediciones fueron insignificantes en comparación con lo que aportaban los lugareños, quienes pagaban el servicio miliciano, aportaban hombres, ganado y demás requerimientos (2012, p. 394).
En sus inicios el reforzamiento de la frontera generó un clima de animosidad entre los nativos e inauguró una ola de malones sobre los pueblos que finalizó a mediados de 1780. Luego de esto, se produjo el restablecimiento de las relaciones pacíficas y los contactos comerciales entre hispano-criollos tanto por causa/consecuencia de la política de tratados con los caciques como por la consolidación de los fuertes con presencia militar y miliciana (Nacuzzi, 2014, pp. 103-139).
En cuanto al poblamiento, las misiones no tuvieron aquí peso, puesto que los intentos jesuitas de conformarlas fracasaron; no así las migraciones, provenientes del interior del virreinato y fueron espontáneas o propiciadas por los propietarios de tierras, los comandantes de los fuertes y la Corona. Esta colonización comenzó a tener mayor intensidad en el último cuarto del siglo XVIII. Ejemplo de ello es que el 3 de octubre de 1780 se dictó un bando en el cual se obligaba a los pobladores a mudarse cerca de los fuertes, “a una distancia no mayor del alcance de un tiro de cañón, so pena de muerte”.18 Relata Banzato (2005) que sargentos de la compañía del pueblo de Chascomús debieron recorrer la campaña y reclutar forzosamente familias sin tierra propia para trasladarlas a los fuertes. También se destinaron contingentes de inmigrantes españoles que tenían como destino original poblar la región Patagónica. A pesar de que las promesas de entrega de terrenos no se cumplieron, desde la fundación de las guardias de frontera la llegada de familias a la frontera fue continua y creciente. Las mismas se nuclearon en torno a los fuertes pero en otros casos las parroquias fueron centrales en la congregación de la población y posterior formación de pueblos (Fradkin y Barral, 2005; Garavaglia, 2009). Entonces la dinámica relatada generó un poblamiento bastante espontáneo aunque difícil de sostener fuera de este amparo. Las familias, al poner en producción la tierra, otorgaban a la región un perfil productivo que combinaba agricultura/horticultura en las tierras de pan llevar y agricultura/ganadería en las estancias coloniales. A su vez, existían fuertes contactos interétnicos que provocaban la mercantilización de la frontera. Los informes de los jefes militares a los comandantes de fronteras dan cuenta de la situación, gracias a ellos conocemos la cantidad de personas que residían o estaban inmediatas a los fuertes como la producción existente.19 Conviene, sin embargo, no magnificar las características de esta ocupación ya que los pobladores sobrevivían en condiciones materiales sumamente frágiles.
En 1796 el virrey Meló comisionó a Félix de Azara para un reconocimiento de la línea de frontera existente, las conclusiones del viaje marcaron un cambio de perspectiva ya que Azara incluyó la necesidad de propiciar la formación de centros poblados protegidos por asentamientos militares pero más adelantados y cercanos entre sí.20 Para el comisionado, la ocupación de estas tierras debía estar protagonizada por familias de blandengues y por campesinos a los que debía otorgarse terrenos. Sin embargo, la escasez de fondos, y la urgencia de la guerra, provocaron que estos planes no se llevaran a cabo. Como plantean Aliata (2010 y 2016) y Barcos (2012, 2013a, 2013b), la acción virreinal encontró fuertes límites para practicar las tareas proyectadas de avanzar “tierra adentro” y al iniciarse el siglo XIX se habían trazado en la frontera solo unos pocos pueblos y casi ningún ejido. Estos proyectos recién fueron retomados parcialmente por Pedro Andrés García, funcionario de la Corona y del posterior gobierno independiente, a partir de 1810.
Pueblos, colonias y guardias para la frontera
En el presente apartado analizaré las disposiciones específicas en torno al asentamiento de la población en pueblos o colonias de las fronteras norte y sur, tratando de discriminar lo particular de los casos de Chihuahua y Buenos Aires. En principio y como se adelantó, las cronologías son diferentes puesto que en Buenos Aires, si bien existían pueblos desde la colonia, la aplicación de proyectos para los pueblos de frontera fue plasmada en el siglo XIX.
Para analizar el caso del Septentrión Novohispano tomaré los estudios de Domínguez Rascón porque son los que permiten utilizar patrones comunes de indagación. De acuerdo al autor, para ser candidato a colono en las nuevas poblaciones no se hacían distinciones raciales pues se incentivó el mestizaje y el proyecto de construir jefes de familia con estatuto de propietario agrícola-miliciano avecindado. En este sentido, los pobladores podían portar armas, integrar un piquete y estaban obligados a defender los emplazamientos contra las incursiones apaches (2017). Las propuestas de Pedro Andrés García incorporaron la conversión del soldado en vecino y propietario luego del cumplimiento de su servicio.
En cuanto a las tierras disponibles para cada población, Croix se basó en la Recopilación de Indias. De igual modo, los proyectos de Pedro A. García en Buenos Aires reelaboraron el conjunto de normas sobre pueblos y poblaciones presentes en la legislación indiana para que fueran aplicables grosso modo al contexto pampeano (Gelman, 1997; Aliata, 2010; Barcos, 2012 y 2013). Para las poblaciones proyectadas por Croix, las leyes de indias ordenaron la dotación de cuatro leguas de territorio “en quadro” para la formación de pueblos de españoles que debían distar cinco leguas de cualquier ciudad, villa o lugar de españoles. Sin embargo, en el bando Croix expresó “quatro leguas por viento”. Mientras cuatro leguas en cuadro significaban 16 leguas cuadradas, cuatro leguas por viento significaban 64 leguas, una enorme diferencia de territorio. Como se puede observar en trabajos propios, esto sucedió en Buenos Aires cuando se ordenó la traza de pueblos utilizando de modelo la legislación de indias. A algunos pueblos se les dio 16 leguas para ejido y a otros 64, cuestión que la legislación de la segunda mitad del siglo XIX tuvo que rectificar. En Buenos Aires la confusión radicó en que estos primeros otorgamientos se hicieron a los fuertes y luego se trazaron los pueblos de acuerdo a la reglamentación de 4 leguas cuadradas (Barcos, 2012).
Volviendo al norte novohispano, en el bando de Croix no se especificó el tamaño de las suertes y solo se mencionó la orden de repartir a los colonos solares, tierras y aguas por partes iguales teniendo en cuenta la que la población pudiera cultivar. Sí se ordenó señalar ejidos y dehesas comunes, tarea que probablemente estuvo encomendada a los capitanes encargados de proteger a cada colonia (Domínguez Rascón, 2017).21 Para la formación de pueblos en Buenos Aires, García insistió en la necesidad de reunir a los habitantes dispersos de la campaña, distribuirles tierras, poner término a los pastos y aguadas, deslindar las propiedades y establecer diferenciadamente los terrenos de pan llevar de los de estancias.22 Si bien aún pensaba otorgar, al menos en parte, un carácter común a los ejidos, ya consideraba necesario, en consonancia con la mirada ilustrada, ponerles coto. Esta idea prevalecerá en la legislación independiente de los gobiernos de Buenos Aires que despojó al término del carácter comunal que llevaba implícito históricamente y denominó ejido a las tierras que rodeaban a los pueblos destinadas exclusivamente a establecer población y cultivo, divididas en solares, quintas y chacras (Barcos, 2013).
Al igual que en las poblaciones de Andalucía, Croix ordenó la delimitación de las propiedades y el establecimiento de mojones para marcar las 4 leguas por viento. Los colonos eran responsables de delimitar su suerte, el procedimiento habitual era utilizar zanjas, mojoneras y plantar árboles en los lindes. Las suertes otorgadas eran indivisibles y no se podían fraccionar por mecanismos de herencia ni enajenar en manos muertas. En el norte de Chihuahua primero se otorgaron títulos a la corporación civil sobre la totalidad del terreno y luego, descontando ejidos y dehesas comunes, se entregó a cada poblador su solar, suerte y cuota de riego. Estas adjudicaciones se asentaban en un libro y se entregaba al colono una copia provisional que solo se convertiría en definitiva cuando se cumpliesen las condiciones de población. En la práctica, las propiedades fueron fraccionadas y transferidas de modo informal, además, muchos de los pobladores originales no obtuvieron sus títulos (Lloyd, 2001, p. 10).
Un procedimiento similar se estipuló para marcar los lindes de las suertes en los pueblos de Buenos Aires pero no se fijó ninguna prohibición para dividir o enajenar la tierra luego del año de posesión. En cuento al asentamiento en libros, las primeras adjudicaciones fueron hechas de modo verbal por los comandantes de frontera y luego por “las comisiones de solares”.23 Estas últimas debían dejar asentado por escrito los otorgamientos. Sin embargo, aquí también el reconocimiento de la propiedad fue un asunto plagado de complicaciones (Barcos, 2013b y 2018).
El gobierno de estas colonias en Chihuahua quedaba a cargo de los capitanes de los presidios y comandantes de piquetes hasta que fuera propicio establecer el gobierno civil. En la frontera bonaerense sucedió lo mismo, los Comandantes de Frontera fueron los encargados de realizar los otorgamientos de terrenos y de reglar el procedimiento hasta el establecimiento de los jueces de paz. A partir de la segunda década del siglo XIX, al calor de una nueva expansión fronteriza, estos funcionarios se convertirán en la autoridad más importante en las zonas rurales.
Del mismo modo que en Sierra Morena, el bando de Croix tenía aspectos asistencialistas puesto que se ofrecían desde el día de su arribo, y por el término de un año, dos reales diarios por familia. Estaban, además, exentos del pago del diezmo por las semillas y ganados producto de los terrenos incultos y también de los tributos, derechos de alcabalas y canon enfitéutico a la real hacienda. A cambio, eran obligados a trabajar la tierra y permanecer en la colonia por el término de diez años. Hasta tanto el estado construyera sus casas, los colonos se alojarían en barracas o jacales. Por último, los habitantes serían reclutados de los pueblos ya creados y para ello se nombraban emisarios que se ocuparán también de ayudar en el traslado. Otorgar instrumentos de labranza y semillas fue usual en Buenos Aires como también brindar ventajas impositivas que variaron de acuerdo al periodo de establecimiento del pueblo (diezmos, contribución directa, canon de arrendamiento). Si bien se movilizó población de un lugar a otro, quizás el caso de Patagones sea el más representativo para fines del siglo XVIII. Durante el siglo XIX la campaña bonaerense recibió importantes contingentes migratorios provenientes del interior del ex Virreinato que cooperaron en el aumento de población de los pueblos, sobre todo en los del oeste (Barcos, 2013).
En cambio, en la frontera norte la escasez de población y oposición de los grandes terratenientes a ceder tierras a los colonos era un problema. Si bien la población española no había dejado de crecer, era escasa para cubrir la inmensidad del territorio a poblar. Sumado a esto, la hostilidad indígena hacía que las familias se reconcentraran en las villas más seguras. Como la colonización con gente de otras latitudes representaba una tarea imposible, la solución se encontró redistribuyendo la población ya existente. En el caso de Chihuahua se reclutaron familias que no tenían casa ni modo de ganarse la vida de los valles de Basuchil y San Buenaventura (Domínguez Rascón, 2017).
En 1780 Croix informaba su plan general para las Provincias Internas, cuyo objetivo era establecer veintiocho poblaciones y dos nuevos presidios. Daba por establecidas las poblaciones de Casas Grandes y San Juan Nepomuceno y contaba con los vecindarios que se iban formando junto a los presidios de El Carrizal y San Elizario. El balance indicaba también que los presidios de San Buenaventura y Janos estaban bien provistos. José de Gálvez respondió al informe de Croix declarando la complacencia del rey con las noticias y lo instó a intentar llevar más pobladores al resto de los presidios24 (Domínguez Rascón, 2017; Arnal, 2006).
Para finalizar me referiré a las trazas de los pueblos. Si bien existían las directrices que habían estipulado los borbones, éstas estaban pensadas para modelos de poblamiento diferente, como el efectuado en “La Carolina”, imposible trasladar al contexto pampeano o al norte novohispano.25 En cuanto al caso mexicano, no sabemos con exactitud qué tipo de sistema se utilizó y sí se realizaron mensuras. El texto de Arnal (2006) plantea la refundación de pueblos a partir de los presidios que obligó a modificar la traza de los poblados, rehaciendo sus plazas y contornos.26 Campos Reyes (2016) relata que en 1800 se reubicó la misión franciscana que había sido fundada en 1662 en las cercanías de Namiquipa de modo que misión y presidio conformaron un mismo asentamiento en el siglo XIX. En Buenos Aires el modelo tuvo finalmente un carácter expansivo y abierto al que se agregó un proyecto de régimen de organización de la propiedad de la tierra y de la ocupación del suelo más dinámico; así el sistema indiano, más allá del uso rígido de la cuadrícula, formulaba una zonificación igualmente radiocéntrica pero con otras connotaciones como la colonización ejidal. A diferencia del cuidadoso planteo “autosustentable” de Olavide, las plantas fundacionales fueron mucho más extensas que la población disponible para ocuparlas y permanentemente se produjeron modificaciones en el uso de los terrenos (Aliata, 2010). En algunos casos los terrenos ejidales fueron usados colectivamente pero ya en las trazas del siglo XIX el ejido fue parcelado y otorgado en forma individual.
Reflexiones finales
A lo largo de este trabajo se pueden observar los elementos en común que tuvieron las fronteras sur y norte del imperio español en América. Destacan los vaivenes en las relaciones con el mundo indígena producto del contacto permanente, la lejanía de los centros de poder y la fragilidad de las instituciones de gobierno y control. En estas regiones, el proceso de poblamiento se llevó a cabo a través de diferentes vías: misiones, real de minas, presidios/fuertes y precedidas por movimientos espontáneos que generaron diferente formas de apropiación del espacio.
Para la Corona, estas regiones fueron materia de preocupación debido a las permanentes señales de alarma que provocaban las incursiones indígenas y la amenaza extranjera. La inmensidad del “desierto” y la escasez de población, incluso el desconocimiento del territorio, impedían -a pesar de existir ocupación- un dominio efectivo y eficaz. Las respuestas oficiales que se encontraron a este problema fueron de carácter militar y tanto en las Provincias Internas como en Buenos Aires los proyectos en torno al adelantamiento de los presidios, fuertes y/o fortines fueron importantes. Los mismos, a su vez, generaron reacciones encontradas entre los grupos poderosos que habitaban allí. En el norte novohispano, la exaltación de la guerra fue el modo que tuvieron estos grupos de obtener prerrogativas pero, a su vez, la consecuente presencia estatal socavaba parte del margen de libertad con el que estaban acostumbrados a manejarse. Los hacendados de Buenos Aires tenían más interés en la Banda Oriental, donde se encontraban las tierras más rentables, que en la frontera sur.
Así, para la segunda mitad del siglo XVIII, y en ambas fronteras, la solución de adelantar los fuertes parecía no ser totalmente exitosa y también encontró detractores dentro de la administración española. Las distancias eran infranqueables y los gastos de manutención, infraestructura y defensa erosionaban los presupuestos disponibles. Por otra parte las relaciones socioeconómicas que se establecían entre las poblaciones hispano-criollas e indígenas trascendían el ámbito de control del Estado colonial. Así, con el correr de los años, estos emplazamientos se pensaron como elementos defensa y como parte de una política de poblamiento que tendría como objetivo reemplazarlos. Esta cuestión no fue novedosa, pues muchas veces el poblamiento se daba de manera espontánea aunque ahora, la política oficial no solo se intentaba reunir a la población dispersa, sino convertir a cada vecino en propietario y miliciano. El ritmo de implementación de estas políticas varió ya que parece haber sido más temprana en el norte novohispano que en Buenos Aires. Esta última frontera sufrió un crecimiento exponencial luego del proceso revolucionario cuando, al calor del crecimiento exportador ganadero y el aumento del interés del capital comercial por la tierra, se adelantó la frontera militar más allá del rio Salado. Proceso que tuvo como correlato el interés por los reconocimientos topográficos y la traza de pueblos.
Tras comparar los planes que se ejecutaron en el noreste de Chihuahua con los de la llamada “línea de Vértiz” en Buenos Aires, es factible reconocer que en el primer caso se establecieron pueblos cercanos a los presidios a medio camino entre una colonia y un pueblo de españoles pero compuestos de población mestiza. Si bien prevaleció la costumbre de otorgar ejidos y dehesas comunes, e incluso una milpa de la comunidad, los otorgamientos fueron individuales y las tierras se parcelaron tanto los solares como las suertes. De esta manera, parece que estos pueblos se asemejaron más a los bonaerenses que a los del centro de México. Esta similitud es apenas cercana porque en Buenos Aires se modificó el uso que se les daba por costumbre a los ejidos y durante el siglo XIX pasaron a ser los lugares destinados a establecer población y cultivo dividido en solares, quintas y chacras.
En cuanto a la forma de los otorgamientos y las condiciones que se fijaban para los pobladores, también hubo similitudes. Las donaciones de terrenos fueron efectuadas por los comandantes de frontera primero y por comisiones de vecinos después y estuvieron sujetas, por lo menos desde lo normativo, a la absoluta delimitación de la propiedad. También a la obligación de edificar, producir y permanecer con ocupación efectiva de manera ininterrumpida. En el caso novohispano se agregaron cláusulas que prohibían la enajenación y la división de los terrenos.
En suma, en Buenos Aires, la región abierta para la colonización rural que se consolidó a fines del periodo colonial con la reorganización de los fuertes, creció en la segunda década del siglo XIX con el avance hacía el río Salado. Esto estimuló el crecimiento poblacional y productivo con el desarrollo de la ganadería vacuna y, en algunos de los pueblos de frontera, con una agricultura de escala local/regional basada fundamentalmente en el trigo. Este desarrollo paulatino, y no exento de dificultades, fue producto tanto del movimiento planificado como, y sobre todo, del espontáneo de hombres y mujeres que decidieron asentarse en la frontera. También de la política oficial que combinó las campañas militares con el negocio pacifico para combatir a los indígenas (Banzato y Lanteri, 2007). En el caso de las Provincias Internas, la etapa que siguió a la aplicación del programa ilustrado Borbón y hasta 1820 fue de relativa paz con los indios, prosperidad y crecimiento económico. Los viejos y nuevos pueblos pudieron consolidarse y la población creció. Todo esto permitió la expansión de la ganadería, la agricultura y la explotación minera. Con el colapso del sistema colonial, el norte sufrió un abandono por parte del gobierno independiente inmerso en la desorganización política y las penurias financieras,27 lo cual fue aprovechado por los norteamericanos -léase comerciantes, contrabandistas, abigeos y ejército invasor. No obstante, la crisis no devino el colapso, la población siguió creciendo y las actividades económicas no se detuvieron (Ortelli, 2007; Aboites, 2008, p. 275).
Finalmente, tanto en el sur como en el norte, la forma de ocupación efectiva fue diferente a la proyectada por la metrópoli para las zonas despobladas de la Península Ibérica, puesto que en los dominios americanos la reunión de la población en torno a pueblos fue paralela al establecimiento disperso de la población en las estancias y en los márgenes que entre estos establecimientos había. Además, la traza de esos mismos pueblos, en los casos en que ésta se realizó, adaptó las normativas españolas -borbónicas pero sobre todo indianas- a las características específicas de estos territorios y sociedades.
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1
Diluir el análisis en función de explotar la comparación es un riesgo. Para Gorelik un problema que es necesario sortear es “…La sensación es que el comparatismo nos coloca siempre un paso más atrás de lo alcanzado por nuestras historiografías respectivas” (Gorelik, 2004, p. 122). Otras críticas comunes son las que postulan que la comparación en historia se hecho con patrones eurocéntricos o para desarrollar tipologías generales. Ver los análisis de, por ejemplo, Sartori, 1994; Kocka, 2002; Coelho Prado, 2012; Devoto, 2004.
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2
La expresión “historias conectadas” fue propuesta por Sanjay Subrahmanyam como una perspectiva alternativa al eurocentrismo y a las explicaciones que suponen un polo activo que emana influencias sobre otros polos de recepción subordinada. En cuanto a la “historia transnacional”, ésta supone -sobre todo- una mirada de enfocar los problemas: la centralidad está puesta en observar los movimientos y circulaciones (Coelho Prado, 2012). De todas maneras, consideramos que estos acercamientos suponen invariablemente un previo acercamiento comparativo.
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3
La historia global como paradigma historiográfico es otro acercamiento que intenta no sólo trascender las fronteras naciones, sino incorporar un marco global donde se estudien las interrelaciones entre todos los fenómenos globales. Ver, por ejemplo: Conrad, 2016.
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4
Las investigaciones que intentan dar cuenta de los logros y avances sobre el estudio de “las fronteras” señalan que es relativamente reciente incluir la problemática fronteriza en la explicación del proceso histórico, por lo menos en Hispanoamérica (Schroter, 2000). No obstante, desde ya varios años se ha avanzado sobre miradas que dan cuenta que las fronteras “son regiones con multiplicidad de relaciones y de conexiones solapadas, de interacción-fricción definidas metafóricamente como una “membrana” (Taylor, 2007, p. 235). La frontera ya no puede ser vista como un límite territorial solamente, es también “un espacio geográfico donde todavía el Estado está incorporando los territorios y configurando los procesos de producción y estructuración institucional y social, procesos que presuponen el choque, la interrelación, en síntesis, la vinculación dinámica de sociedades distintas, área de contacto de formaciones sociales diversas” (Areces, 1999, p. 25). En este sentido, considero factible buscar nuevas comparaciones que aporten y complejicen aún más el espacio fronterizo “siempre permeable y en donde todo está en movimiento y sujeto a constante reformulación”. (Ortelli, 2007, pp. 79-94)
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5
Ver, entre otros: Canedo (2000) y Garavaglia (2009) para la región norte. Néspolo (2011) y Barcos (2013a) para el oeste y Banzato (2005) para la región sur.
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En la historiografía del norte se denomina “caza de esclavos” a las incursiones de grupos de españoles armados a territorio indígena para apresar a sus habitantes y llevarlos a trabajar en las minas, ranchos y haciendas.
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Decimos esto porque a mediados del siglo XVIII Nueva Vizcaya (que incluía Chihuahua y Durango) era la provincia norteña más rica y poblada con 124.400 habitantes. Hacia 1778 todo el virreinato del Río de la Plata contaba 230.000 habitantes aunque no están computados los indígenas chaqueños y pampeano-patagónicos (Ortelli, 2014 con datos de Garavaglia, 1999).
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Según Robledo el énfasis de Campomanes por evitar el despoblamiento en la España rural -en un momento en el cual la misma iniciaba un despegue demográfico- se relacionaba con una actitud más bien defensiva en contraposición al industrialismo, pero también por la urgencia en incrementar los ingresos de Hacienda. En este sentido las políticas de población se pensaban para “vecinos útiles” que generaran ingresos (1993, pp. 20-21).
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9
El real de minas, alude a un establecimiento temporal en tierra de guerra, creado a partir del descubrimiento de minas, las cuales por lo general se hallaban en lugares montañosos y poco aptos para el poblamiento. El real de minas era el sitio donde se concentraban los mineros, sus trabajadores y los comerciantes con sus tiendas para “aviarlos”, por lo que les convenía que estuviera lo más cerca de las minas. Esa era la razón por la que en muchas ocasiones se establecieron reales en lugares poco aptos para dar lugar a una villa con las formalidades requeridas, entre ellas la del establecimiento de cabildos (Medina Bustos, 2008, p. 251).
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Los presidios del siglo XVII y principios del XVIII eran más bien un grupo de casas de soldados alrededor de las cuales se limitaba una plaza de armas no muy grande, con el área de corrales anexa, con una capilla pequeña y casa para el capitán -a veces en su interior y otras afuera-, y que con el tiempo fue siendo un atractivo y seguridad para nuevos pobladores, indios y mestizos, que hicieron sus casas y huertos en las inmediaciones, iniciando un pequeño poblado con el tiempo (Moorehead, 1991; Arnal, 2006).
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En torno a las incursiones indígenas relacionadas con el robo de ganado, Ortelli analiza la diversidad de agentes que participaron en esta actividad, en Nueva Vizcaya las bandas eran de heterogénea composición étnica y social. Tanto grupos indígenas no reducidos, entre los que se encontraban los apaches como los denominados cuatreros o abigeos (2010, p. 25).
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12
Janos, San Buenaventura, Carrizal, San Elizario, Príncipe, Paso del Norte, San Carlos y San Sabá.
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Sus límites se pueden hoy estimarse en el arroyo del Medio hacía el norte y cercanos al río Salado al sur. Más allá se encontraba la frontera indígena.
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Seis años después se restablecieron pero en ese momento ya se pautó el otorgamiento de terrenos cultivables puesto que se comenzaba a privilegiar la formación de pueblos.
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Melincué y Rojas.
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Betbezé, luego de reconocer los 1.000 km de terreno, concluía en su informe que era imposible adelantar los fuertes y solo se podía reacondicionarlos. Por otra parte, como las aguadas eran buenas y los terrenos a retaguardia estaban desocupados para su poblamiento, no era necesario buscar más tierra.
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Se diferenciaban por ámbito y finalidad. El fuerte era el alojamiento o cuartel de las compañías de blandengues, de construcción más sólida y amplia. Su finalidad era el sostener a los fortines y preparar las acciones contra el indio. Los fortines eran puestos de avanzada de milicianos, eran desplazables y de construcción más reducida y precaria. Su finalidad era estrechar las avenidas por donde se desplazaban los indios y facilitar el reconocimiento del campo (Tabossi, 1989, p. 100) Néspolo (2006) plantea que los fortines y guardias se diferencian fundamentalmente en la dotación de la fuerza defensiva, es decir, son los vecinos en armas, las milicias, quienes lo componen y lo sustentan.
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18
Documentos, tomo I. El 11 de marzo de 1781 se ordenó a los sargentos mayores de la campaña que obligaran a los individuos sin ocupación conocida o agregados en las estancias a formar población (en Banzato, 2005, p. 49).
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19
En 1783 había en el Fuerte San Juan Bautista de Chascomús 335 individuos, en el de San Miguel del Monte 259, San José de Luján albergaba a 447 personas, San Antonio de Salto 524, San Francisco de Rojas 347, Nuestra Señora del Pilar de los Ranchos 196, Melincué 157 y el Fortín de Areco 124. Estos números son aproximados porque seguramente había más población que no fue relevada por encontrarse dispersa (Mayo y Fernández, 1991).
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20
Félix de Azara, “Diario de una reconocimiento de las guardias y fortines que guarnecen la línea de frontera de Buenos Aires”. En Angelis, 1972.
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21
Lloyd (2001) postula que la dotación para los pueblos de Las Cruces, Namiquipa, Galeana, Casas Grandes y Janos fue de 112.359 hectáreas cada uno. Se reconocía la personalidad individual pero dentro de los límites de una organización corporativa. Esta forma de pequeña propiedad rural convivía con formas de propiedad y explotación colectiva ya que pastos y bosques se disfrutaban en común solo por miembros de la comunidad. Obligados a sembrar y cultivar una “milpa grande de comunidad” cuyos frutos se destinaban a un fondo de reserva para malos momentos y para gastos municipales
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22
Antología de Pedro A. García, 6 de septiembre de 1810. En Gelman, 1997, p. 57.
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23
Estas últimas constituidas por el juez de paz y dos vecinos de reconocido prestigio.
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24
En enero de 1782 por Real Orden se lo autorizó a mover presidios, arreglar o reducir caballadas y erigir poblaciones.
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25
Allí la estructura espacial de la colonización es radial puesto que la población principal es el centro de una circunferencia en la que se encuentran los núcleos dependientes de ella, entrelazados, además, por estructuras geométricas más complejas (Aliata, 2010) Tanto en las aldeas como en el centro comarcal, el objetivo parece ser la necesidad de poner límites, en función de las posibilidades de sustentabilidad económica del proyecto. En efecto, la aldea proyectada es un centro de intercambio dentro de un territorio mayor donde se ha producido una división regular al modo romano que implica la división en lotes rurales rectangulares y la construcción de una vivienda por cada parcela asignada. Si bien se trata de una retícula, la rígida cuadrícula de los planteos indianos no aparece aquí. Justamente, las trazas efectivas de los emprendimientos de Olavide distan bastante de la imagen idealizada de los levantamientos de José Ampudia y Valdés de fines del siglo XVIII. En ese sentido, tenemos que tener en cuenta que las operaciones de nuevas poblaciones debían realizarse en un contexto adverso, la existencia de la Mesta que poseía vastas dehesas de mayorazgos y manos muertas, así como muchos baldíos municipales eran un obstáculo para cualquier intento de reformas.
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26
De la primera línea defensiva del plan de Croix, Janos tenía ya en 1788 un total de 142 habitantes; San Buenaventura (Velarde) se reubicó en el río Santa María y terminó en pueblo, para 1788 tenía 718 habitantes. Este presidio se trasladó a un nuevo emplazamiento (presidio de la Princesa, anexo a él empezó a crecer el pueblo de San Juan Nepomuceno (Galeana, en Chihuahua). El presidio del Carrizal tuvo misión y siempre funcionó como un establecimiento militar, pero a su alrededor crecieron muchas rancherías y campos de labor (Arnal, 2006).
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27
En algunos aspectos los problemas venían desde antes, la indefinición y desorganización político-administrativa del septentrión se acentúo con el fin del dominio del clan Gálvez-Croix y con el establecimiento del régimen de Intendencias.
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- » Recibido: 30/11/2018
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