Tiempo y contingencia: las producciones de sentido en los discursos históricos
Time and contingency: the productions of meaning in historiographic practice
Matteo Arias Díaz
Prolongación Paseo de la Reforma
880, Álvaro Obregón, 01219, Ciudad de México
ORCID: 0000-0001-7626-5345
Fecha de recepción: 29 de julio
del 2021
Fecha de aceptación: 1 de diciembre
del 2021
DOI: https://doi.org/10.31836/lh.25.7334
Resumen: Dentro de la práctica historiográfica se pueden identificar sentidos asignados en
el proceso de escritura puesto que, en respuesta a la necesidad de aprehender y
comprender la realidad, los seres humanos construimos sentidos epistemológicamente
a través de la lógica de los sistemas sociales. El objetivo de este texto, a
manera de reflexión teórica posmoderna, estriba en analizar estas producciones
de sentido dentro de la historiografía y describir por qué la historia como
disciplina debe atender al llamado de la incertidumbre, explicada a partir de
los conceptos de contingencia y de observación.
Palabras claves: contingencia, tiempo, incertidumbre, observación, historiografía.
Abstract: It is possible to identify assigned meanings in the writing process within
historiographical practice because, in response to the need of apprehending and
understanding reality, human beings construct meaning epistemologically through
the logic of social systems. The aim of this text is to analyze, as a
postmodern theoretical reflection, meaning construction within historiographical
practice and to describe why history as a discipline must heed the call of
uncertainty, explained by the concepts of contingency and observation.
Key Words: contingency, time, uncertainty, observation, historiography.
Es un grave error manejar las cosas de este mundo en
forma indiscriminada y en general aplicando, por así decirlo, fórmulas de
validez universal; porque todas presentan diferencias y excepciones por la
diversidad de sus circunstancias. (Guicciardini, 1996,
p. 91)
Como Niklas Luhmann nos ha mostrado por medio del estudio de la
modernidad europea, los seres humanos somos incapaces de lidiar con la
incertidumbre (Luhmann, 1997, pp. 87–119).
Simplemente no toleramos no poder comprender lo que ocurre a nuestro alrededor.
Esto significa que, de manera inevitable, recurrimos a explicaciones que llenan
ese vacío de sentido hasta que surge una nueva significación que remplaza a la
anterior. Todo ello a través de una serie de prácticas sistémicas. Estas
prácticas son manifestaciones de una incesante producción de sentido que
estabiliza la contingencia intrínseca a todo cuanto existe. El propósito de
este escrito es realizar una reflexión teórica sobre las producciones de
sentido dentro de la práctica historiográfica y describir por qué la historia,
como disciplina, debe atender al llamado de la incertidumbre, explicada a
partir del concepto de contingencia, en la elaboración de los discursos, y del
acto de observar. Así, haremos un recorrido por el pensamiento del sociólogo Niklas Luhmann, la historiografía
según Alfonso Mendiola, así como por la fenomenología de Edmund Husserl para
entender las ventajas que suponen la teoría de sistemas, el giro
historiográfico y la noción de tiempo vivencial en la labor historiográfica. Básicamente,
hablamos de tres apartados: el de ‘Epistemología observacional’ que recupera
la teoría de sistemas de Niklas Luhmann
y su valor para el pensamiento historiográfico; el segmento ‘La historicidad de
la historia’ que busca razonar la historia sistémica e historiográficamente,
con los postulados de Alfonso Mendiola; y ‘El tiempo en las producciones de
sentido’ que enriquece la discusión con el concepto de tiempo según
Edmund Husserl. Asimismo, aclaro que nutriré el análisis incorporando a otros historiadores
como Guillermo Zermeño, Martín Morales, Reinhart Koselleck, François Hartog,
Edmundo O’Gorman, entre otros. Por último, las conclusiones
son una reflexión personal de lo presentado.
Vale la pena aclarar
que este es un artículo que tiene por objetivo ser una meditación teórica acerca
de la labor historiográfica actual y, al mismo tiempo, ser una invitación para
repensar algunas de las formas en las que seguimos escribiendo la historia. No
niego que este tema, de alguna u otra forma, ya se haya discutido en los
últimos años; aunque, sigue habiendo vacíos sobre el tema. Por tanto, nunca
está de más retomar y ampliar la discusión.
Epistemología observacional: producciones de sentido
Cuando hablamos del mundo, complejo como es, hay que
apropiarnos de las palabras de Alfonso Mendiola: “toda realidad es realidad
observada” (2003, p. 96). A partir de aquí, inauguramos el diálogo con la
teoría de sistemas sociales de Niklas Luhmann. Como base, consideremos que no existen las cosas
por sí mismas (a priori, en-sí), sino que dependen de un sujeto
cognoscente que les confiere un significado a posteriori. Ahora bien,
este sujeto que mira[2] es el
encargado de producir sentido – que se origina de una operación
insertada en un sistema comunicativo[3] – mediante las esquematizaciones de la
realidad que lleva a cabo por medio de la observación. Esta observación,
entendida como acción,[4] es la encargada de ordenar u organizar la realidad
de tal forma que responda a las funciones de un sistema específico: el del
sujeto cognoscente. Y es, precisamente, a través de la observación como operan
los sistemas luhmannianos que, con sus esquematizaciones,
productoras de sentido,[5] definen sus funciones. Esto último se denomina diferenciación
funcional, que es la lógica bajo la cual los sistemas emprenden sus operaciones
– i.e., tareas específicas – y actos comunicativos que los llevan a
su autorreproducción (Becker y Reinhardt
Becker, 2016, p. 34).
Antes de proseguir, es
importante aclarar la diferencia entre Luhmann y
otros grandes teóricos del concepto de sentido,
pues sus perspectivas son excluyentes. De lo contrario, será difícil continuar
de forma sólida hacia nuestra reflexión sobre el discurso historiográfico. Si
bien, por ejemplo, Anthony Giddens, Jürgen Habermas, Niklas Luhmann y Pierre Bourdieu
entienden el sentido desde una lógica social que combate la contingencia, hay
claros matices entre ellos. Giddens describe el
sentido como un saber mutuo tácito en una sociedad humana, donde intervienen
estructuras externas y ciertos agentes. Pierre Bourdieu conceptualiza el
sentido más como una práctica colectiva, ligada a un kairós,
a la manera de un ‘juego social’ que orienta a los individuos en sus opciones,
o sea, es un sentido práctico en una doble connotación. Habermas,
por otro lado, lo explica como un horizonte comunicativo, fruto de acciones intersubjetivas
que generan consenso, dirigido hacia la comprensión, con base en criterios
considerados de validez universal, de los problemas a los que hacen frente los
individuos. En cambio, para Luhmann el sentido es el
medio, que emerge por la contingencia, para el funcionamiento de los sistemas
sociales. Es lo que asegura la continuación de sus operaciones, pues hay
diferenciaciones continuas que determinan las funciones a futuro (Bialakowsky, 2017, pp. 11–22).
Y esto último es vital
porque, sin la noción de sistemas enlazados de manera comunicativa, es
complicado entrar a la reflexión historiográfica que propongo. Esto es, la
noción del observador social inscrito en una lógica sistémica es el centro de
la tesis de este texto; sin estos elementos, no se visibiliza lo que pretendo desarrollar.
La teoría de sistemas sociales luhmanniana es muy apta para la perspectiva histórica (Farías
y Ossandón, 2010, pp. 6–8) e historiográfica. De
ahí que me haya decantado especialmente por Luhmann.[6]
Finalizada esta
pequeña digresión, podemos reanudar nuestra discusión. Para Niklas
Luhmann, en otras palabras, el sistema es capaz de
producir sentidos a través de sus observaciones. Pero, ¿qué es observar?, y,
aún más importante, ¿para qué sirve el acto de observar dentro de la
historiografía?
Pues bien, en primer
lugar, xx significa partir en dos a través de una distinción y elegir uno de
los lados. Esto significa que observar se compone de dos acciones simultáneas que
consisten en, primero, distinguir[7] y,
luego, indicar o elegir para poder asignar un orden al mundo, a la realidad (Luhmann, 1998, p. 123). Toda observación y su subsecuente
descripción ya comunicada se corresponden con un otro-excluido; es decir, el
sentido se construye a partir de lo que indica, pero también a partir de lo que
aparta – la referencia de la observación, el punto ciego.[8] Luhmann, recuperando el
concepto de forma de Spencer-Brown, afirma que hay una tensión entre lo
observado y lo excluido, que queda implícito en lo indicado, o sea, la forma
(Farías y Ossandón, 2010, p. 13–14).[9]
Como praxis del
sentido, la comunicación también se ve obligada a hacer distinciones para
señalar uno de los lados y proveerlo con enlaces. Con eso se continúa la ‘autopoiesis’ del sistema.[10] Pero ¿qué sucede con el otro lado? Queda sin
señalarse y, por lo mismo, no necesita controlarse su consistencia; ni tampoco
se necesita ahí prestar atención a los enlaces. Por eso pronto se olvida de qué
se distingue aquello que ha sido señalado: si del unmarked
space, si de contraconceptos
que en las siguientes operaciones ya no vienen al caso. Aunque siempre se
arrastra el otro lado porque de otra manera no se generaría ninguna distinción
(Luhmann, 2006a, p. 49).
Si lo trasladamos,
siguiendo con la lógica luhmanniana, al sistema ‘historia’
y, en concreto, al subsistema ‘historiografía’ – la cual entiendo como el
estudio de la historia y de la escritura de la historia; es decir, es la
historia estudiándose a sí misma, de manera autorreferencial – podemos
afirmar que el acontecimiento, como forma, es lo que es gracias a que es
distinguido, en la acción de observar, de otros eventos, de otras versiones del
acontecimiento. Aquellas otredades son el unmarked
space; esto posteriormente nos permitirá entender
que el registro del acontecimiento sea polisémico.
En segundo lugar, el
proceso de observación se compone de otro nivel: la observación de segundo
orden,[11] de la cual hay varios aspectos que merecen la pena
ser descritos. Esta observación de segundo grado tiene por objetivo principal
analizar cómo y por qué se asignó ese determinado significado en la observación
de primer orden – la que engendró la forma. Dicho de otra manera,
distingue la distinción empleada previamente. Como veíamos, toda distinción
engendra un punto ciego para el cual, si se desea describirlo, hallar sus límites,
se vuelve necesaria otra distinción, un segundo nivel cognitivo, un ‘metanivel’ (Becker y Reinhardt-Becker,
2016, p. 61). En otras palabras, la observación de segundo grado analiza de qué
manera se distinguió en el proceso previo para ver la realidad de una forma y
no de otra.
Por lo que la
observación de segundo orden en el trabajo historiográfico desvela la
contingencia,[12] la multiplicidad
de posibilidades, al mostrarnos qué es lo que dejó pasar el observador de
primer orden, el historiador en cuestión, al momento de distinguir e indicar.[13] El mundo es complejo en la medida en que se
presenta ante el observador la multiplicidad de opciones sobre las cuales puede
trazar distinciones, según cada momento. “En el momento siguiente otros pueden
observar de otra manera porque dentro de la dimensión objetual del sentido son
temporalmente movibles” (Luhmann, 2006a, p. 35).
Martín Morales lo resume de la siguiente manera:
esta observación de observaciones es funcional a la descripción del marco cognitivo al ayudar a describir la fuente documental, es decir, tanto la materia prima con la que trabaja el historiador, no como una simple percepción de un ego individual sino como comunicaciones que se intercambian dentro de un sistema dado […], con una retórica específica y con una semántica siempre histórica a su vez. Las observaciones que nos ofrecen los documentos […] son observaciones hechas desde la sociedad y, por tanto, deben atribuirse al sistema social y no al individuo como tal (Morales, 2019).
De modo que el sentido es, en consecuencia, el
resultado de una serie de operaciones sistémicas. El sentido es y vive en el
sistema que lo fabrica, por medio de comunicaciones. Por ende, no hay un
sentido transhistórico, pues este irá cambiando de
sistema en sistema. El punto es el siguiente: considerando que las producciones
de sentido que llevan a cabo los sistemas comunicativos luhmannianos
tienen por fundamento principal la exclusión, la diferencia, o sea, la
distinción dentro del proceso observacional, ya sea de primer o de segundo
orden, como tal, no hay cosas-en-sí, sino que se trata de una mediación
comunicativa engendrada por la experiencia del observador social interpelado
por su mundo: “ya no se habla de objetos sino de distinciones” (Luhmann, 2006a, p. 40). Cuando hablamos del pasado, en
términos historiográficos, nos referimos a productos del historiador, como
observador inscrito en un sistema.
En el quehacer
historiográfico, una observación de segundo grado consiste en observar a los
sistemas y cómo producen significados: analizar el vínculo entre las
estructuras sociales o las instituciones y sus correspondientes semánticas (Luhmann, 1998, p. 97), tomando en consideración que los
enunciados nunca están aislados. En pocas palabras, el historiador enfoca su
atención en los contextos de producción de los documentos y estudia la
pluralidad de significados dados a los entes.[14] Entendiendo esto último como la vinculación de los
conceptos al sistema social que les dio vida. Es decir, más que hablar de
entes, es, más bien, trabajar sobre conceptos.[15]
Por consiguiente, las
semánticas que asignamos al mundo – a través de los conceptos – son
históricas, plurales – como consecuencia de la contingencia implícita en
ellos al ser fruto de distinciones – y sociales, nunca individuales. Por
eso, la sección central del análisis que propongo – desde la teoría de
sistemas, como epistemología cognitiva, y de la historiografía según Alfonso
Mendiola en conjunto con Guillermo Zermeño – es la producción de sentido:
pasar “de la sociedad como cosa a la sociedad como sentido” (1995, p. 254).
Como tal, no estamos analizando los hechos-en-sí ni los entes-en-sí, sino las
comunicaciones polisémicas-históricas de estos.
Véase el siguiente
ejemplo: el entorno social es visto por el sistema político de forma distinta a
lo que el sistema económico, que cuenta con un horizonte de sentido diferente,
considera relevante al momento de aproximarse reflexivamente: cada sistema
concibe el entorno – surgido de una distinción sistema/entorno – de
forma propia. Por ello, tomando en cuenta la diversidad de diferenciaciones
entre sistemas y entornos, “los eventos y los problemas obtienen una
multiplicidad de significados en diferentes perspectivas” (Luhmann,
1998, p. 51).[16]
Así como los sistemas
sociales generan sus comunicaciones ante la emergencia de la contingencia, los
conceptos a los que se acerca el historiador son un reflejo de las funciones
operativas de dichos sistemas, y, si se presentan cambios estructurales en ellos,
el sentido también se modifica: de ahí que los conceptos terminen siendo
históricos y cambien con el tiempo.[17] Por consiguiente, la realidad no existe
independientemente del observador; toda realidad es realidad observada. ¿Qué
nos asegura que aspiramos a entender las palabras profesadas por Platón en sus Diálogos
si no contextualizamos cada concepto, si no situamos sistémica e históricamente
sus ideas?
Recapitulando, esta
aproximación epistemológica postula que “ya no hablamos de objetos [ideales,
inmutables, absolutos], sino únicamente de distinciones” (Morales, 2019), expresadas
mediante conceptos. Si se entiende la historia desde la forma historiográfica
que este artículo postula, hay que estudiar la producción de sentido emprendida
por los sistemas sociales, pero también introducir la reflexividad en la
fundamentación del conocimiento histórico con la observación de observaciones.
Podemos estudiar la historicidad, la contingencia de nuestras propias
observaciones;[18] justamente esto es el giro historiográfico que
ocurrió en la segunda mitad del siglo XX (Mendiola, 2000, pp. 181–208):
los historiadores reconocieron la historicidad de sus propias afirmaciones.
Se trata de comprender
las lógicas de sentido articuladas dentro de las sociedades, incluyendo a nuestro
sistema como tal; el historiador, como un observador de segundo orden, estudia
esas lógicas. Claro que el lector podría inquirir que, si los historiadores
realizan sus análisis a través de la observación de observaciones de los
distintos documentos, textos de cultura – que, a su vez, son observaciones–
¿es acaso posible acceder al pasado? Si por pasado nos referimos a una
estructura óntica o metafísica, entonces la respuesta
es no (Mendiola y Zermeño, 1995, p. 251). Más adelante ahondaré en ello. Eso
sí, ya es llamativo ver cómo pensar la historia desde la historiografía
incrementa notablemente la complejidad: el historiador opera describiendo
observaciones y observaciones de observaciones.
En resumen, los
historiadores debemos preguntarnos por cómo conocemos y distinguimos una
sociedad, la nuestra y la pasada que observamos. Para ello, es vital pensar la
diferencia y romper la univocidad del mundo: volver múltiple lo supuestamente
unitario.[19] De ahí que Martín Morales (2019) describa el
trabajo historiográfico como “una observación que siempre se hace en el
presente”,[20] nuestro presente.
Alfonso Mendiola (2003)
nos proporciona un ejemplo en su obra Retórica, comunicación y realidad.
Las crónicas de la conquista elaboradas en el siglo XVI no responden a los
individuos, a los cronistas como egos particulares que las escribieron,
sino al sistema comunicativo en el cual estaban inmersos dichos autores: los
manuales de retórica, la teología como sistema de saber reinante, las novelas
de caballería y los cantares de gesta, los valores cristianos de la época, los
remanentes de la escritura manuscrita, etc. Para comprender estos textos no se
debe hacer desde las percepciones individuales de los cronistas, pues estas son
irrecuperables; por el contrario, hay que observarlas como las comunicaciones de
aquel sistema social, es decir, estudiar “los sistemas de comunicación de la
sociedad española del siglo XVI” (p. 45). Si tal cronista dice algo, no hay que
pensar en eso que expresa, sino en por qué lo dice y cómo es que lo hace.
El análisis
historiográfico parte del texto de historia entendido como enunciado emitido en
un contexto determinado. El objetivo de la investigación historiográfica es
reconstruir ese proceso comunicativo en el que se inserta el texto analizado.
Para llevar a cabo esta reconstrucción hay que ir de la estructura inmanente
del texto a su funcionamiento en la sociedad en que se produjo. (Mendiola y
Zermeño, 1995, p. 258)
La historicidad de la historia
Lo que he venido describiendo se reduce a dislocar
los esencialismos del pensamiento ontológico para dirigirse hacia la
proliferación: observar los desequilibrios, las rupturas, los disensos, las
diferencias implícitas en los diferentes sentidos de los conceptos. Los
sentidos elaborados son históricos; cambian, no sólo a lo largo del tiempo,
sino que también de una sociedad a otra.[21] En consecuencia, es vital rechazar la existencia de
las cosas como hechos ajenos al ser humano.
El historiador-observador
no debe pensar desde la unidad, ya que las sociedades, según la teoría de
sistemas, no se entienden de esa forma. Es a través de la diferencia que se
generan las esquematizaciones de los diferentes entramados sociales (Luhmann, 1998, p. 8). Ergo, no se trata de intentar
generar una explicación universal de las cosas puesto que, como señala Guicciardini en el epígrafe, eso francamente nos supera. Es
imposible llegar a una versión infalible del relato histórico; no podemos
englobar la totalidad de un acontecimiento. Es, entonces, el pasado no un
objeto que el historiador describe ‘objetivamente’, no es una cosa-en-sí, sino el
fruto de la mirada de un presente cognoscente hacia un pasado producido.
La historia – entendida
para los fines de este escrito como el conocimiento del pasado – por
ende, se constituye como una práctica – de escritura en la mayoría de los
casos – emprendida en un lugar social que interpreta, que elabora
representaciones del pasado siempre desde un tiempo presente. El conocimiento
que se tiene del pasado emerge y se actualiza de manera continua para
desembocar en cambiantes significados. Por supuesto que aquí tiene mucho que
ver la experiencia del tiempo histórico. Tanto Reinhart
Koselleck como François Hartog
profundizan en esta cuestión con maestría. El lector disculpará que me desvíe
ligeramente, pero describir a grandes rasgos sus tesis principales será muy
útil para las páginas sucesivas.
Por un lado, los
regímenes de historicidad que postula Hartog son las
expresiones que ordenan la experiencia que los seres humanos tienen del tiempo.
Esto es, al haber diferentes maneras de relacionarse con el tiempo – lo
que se denomina ‘historicidad’ – se aprehende el pasado, el presente y el
futuro con una pluralidad de semánticas (Hartog,
2007, pp. 28–39). Esto permite concebir que la manera en que se visualiza
el porvenir o lo pasado es radicalmente diferente a como las sociedades
premodernas, por poner ese caso, lo realizaron. Y son estos órdenes del tiempo
los que condicionan los regímenes historiográficos (Mudrovcic,
2013, p 15),[22] pues la escritura de la historia no puede eludir
esta historicidad latente, inconsciente.
Por otro lado, Koselleck, con sus categorías metahistóricas-antropológicas
de espacio de experiencia – pasado hecho presente – y horizonte de
expectativas – futuro hecho presente – (1993, p. 334–36, 338),
problematiza cómo la relación temporal es una condición humana forzosa. La
experiencia y la expectativa, articuladas en el presente que vive el tiempo,
van cambiando a lo largo de la historia. Así, el tiempo histórico koselleckiano es una continua examinación de la relación
que establecemos con el ámbito temporal. En este punto, las tesis de Hartog y Koselleck comulgan en
cuanto a que los modos en que el tiempo nos afecta son históricos y siempre se
perciben de forma distinta. De hecho, el propio historiador francés recupera a Koselleck al enunciar que el tiempo histórico es justamente
la tensión asimétrica de las experiencias y las expectativas: el régimen de
historicidad es la expresión par excellence de
dicha tensión (Hartog, 2007, p. 39).
Ahora, al hablar de la
acción de pensar históricamente, hay que tomar en cuenta que el historiador
debe trabajar el pasado desde una mirada muy específica, una histórica. Pero
¿cómo se conforma una mirada histórica? Pues bien, la historia se hace a partir
de un pasado rehabilitado por un presente; presente que observa,[23] produce y otorga sentidos al acontecimiento al que
le da vida,[24] como se ha expuesto aquí. La historia recoge, pues,
las comunicaciones de los acontecimientos, el sentido dado; pero nunca el
hecho-en-sí. Esto significa que la historia recopila y re-construye redes de
sentido plurales que están sujetas a constantes cambios y recodificaciones
conceptuales – algo que podríamos llamar desacoplamientos.[25] Por ende, se debe hablar de realidades observadas, porque
son varias las observaciones que están en juego; el historiador jamás podrá
llevar a cabo una observación última que abarque en su totalidad todas las
observaciones hechas, todo el conocimiento que se tiene del pasado.
Pensemos el pasado,
ocupando los términos luhmannianos, como una
alteridad – entorno – para el presente – sistema
– que distingue, pero esta distinción contiene una mediación: una
reapropiación que depende de aquel que asigna el sentido al pasado, del “ojo
constructor” del observador (Morales, 2007, p. 17). Esta lógica sistémica de
producción de sentidos acerca de la realidad se lleva a cabo debido a que, como
señalé al inicio, los sistemas necesitan mitigar la contingencia (asegurar el
mundo), pues no toleramos la incertidumbre, nuestra incapacidad de asir lo que
nos rodea.
Para decirlo de otra
manera, hablamos de un pasado cambiante, inestable, dinámico, múltiple, puesto
que la realidad se constituye como un río semántico que fluye de manera
continua – de acuerdo con los cambios autopoiéticos
de los sistemas comunicativos.[26] Y llamo así a este río debido a que, como tal,
nunca se habla de ‘realidad’ estrictamente, sino de sus significaciones, de contenidos
semánticos (Flores, 2010, p. 137).
En suma, los
significados impuestos a la alteridad del pasado nunca son estáticos, sino que
todo el tiempo se diversifican, como si estuvieran vivos. De ahí que pueda aseverar
que pensar históricamente requiere pensar la contingencia del acontecimiento, su
polisemia. Para contar con una mirada histórica, hay que tratar con la
posibilidad de la resignificación de lo que damos por
hecho y por verdadero. De esta manera, me tomo la libertad de afirmar que es
ingenuo pensar que el historiador puede alcanzar la verdad debido a que sería
caer en un equívoco.[27] No se puede pretender alcanzar algún tipo de ‘significado
primigenio’ de los acontecimientos, pues, en el momento en que se intenta, ya
se está fabricando una nueva capa de sentido.[28]
Ahora bien, eso no
significa para el historiador perder el compromiso ético de su quehacer; el
punto es que lo contenido en la narración histórica de ningún modo es definitivo
ni cuenta con un valor absoluto o universal.[29] Su verosimilitud radica en la mirada teórica, su
corpus de fuentes y, por supuesto, su modelo racional y moral característico
del presente del que forma parte. Es crucial enfatizar esta puntualización: la
idea de una verdad histórica en constante cambio no debe ser interpretada como
la posibilidad de perder el rigor dentro de la investigación histórica ni de precipitarse
en las sombras del relativismo caótico. Al contrario, conciliar con la
contingencia y aceptar nuestras propias limitaciones nos permite mantener vivo
el debate crítico, azuzar el fuego del rigor y nunca renunciar a la posibilidad
de reescribir el pasado. Como señala Ivan Jablonka: “la historia no es (y no será jamás) ficción,
fábula, delirio, falsificación” (2016, p. 23). Si pudiera alcanzarse la ‘verdad’
de los hechos, la disciplina de la historia estaría sepultada desde hace mucho
tiempo, pues ya no tendría sentido seguir problematizando un pasado ya
descrito. Es más, no habría siquiera posibilidad de problematizarla; se diría
lo que es y ya.
La ‘verdad’, en el
discurso histórico, opera como el resultado de una producción, no arbitraria,
pues el trabajo del historiador se basa en fuentes que respaldan las
afirmaciones, pero sí transitiva en tanto que esta verdad depende de la
autorización del lugar social y está sujeta a continuas resignificaciones.
Por eso es por lo que “la historia, más que abalanzarse desesperada hacia los
orígenes, debe estar dispuesta a plantear problemas en el presente” (Morales,
2007, p. 55). Además, el quehacer historiográfico no puede permitirse perder de
vista su propia historicidad dentro de sus aproximaciones teóricas: “cuando la
historiografía crítica reconoce la historicidad de su propio quehacer y de los
fundamentos teóricos de éste, se observa a sí misma en la relación entre
pasados y presentes, y entre planteamientos teóricos, prácticas de
investigación y procesos de significación y construcción de conocimiento
sobre el pasado” (Pappe, 2001, p. 16).
En este punto, el
lector se preguntará por la forma en que el historiador puede acercarse al
pasado según la perspectiva que he venido trazando. Es decir, considerando que
estas producciones de sentido ampliamente contingentes repercuten en la forma
en que problematizamos el mundo, ¿cómo debe proceder el historiador? ¿Vale la
pena hablar del pasado aun sabiendo que nuestra versión no es la definitiva? La
respuesta es sí. Para ello, el historiador debe observar los discursos y la
manera en que estos operan dentro de las prácticas sociales de los sistemas
funcionalmente diferenciados. Esto es, se trata de llevar a cabo una
observación de segundo orden de las operaciones desarrolladas por los sistemas
comunicativos; de ahí que me decante por el término de ‘historiador-observador’.
Por ende, si el
historiador quiere describir de manera satisfactoria los acontecimientos, debe
entender que los sistemas sociales reproducen el sentido por medio de la
comunicación y, consecuentemente, debe analizar dichas formas de comunicación.[30] Y, así como estos sentidos son cambiantes, los
sistemas sociales, incluyendo los contemporáneos, que los engendran también lo
son: “la sociedad no es una estructura petrificada, sino una operación de
distinción que se propicia en la comunicación” (Torres, 1992, p. 15).[31] De tal modo que el conocimiento histórico no puede
perder de vista que el pasado se recupera “desde y para el presente que lo
re-construye” (Pappe, 2001, p. 16) de acuerdo con la
experiencia del tiempo histórico.
El tiempo en las producciones de sentido
Este mundo de sentidos dinámicos que conforma a los
sistemas sociales como sistemas vivos puede ser visto desde una perspectiva aún
más interesante si introducimos la fenomenología husserliana
en consonancia con la teoría luhmanniana y nuestro
diálogo historiográfico. La fenomenología es la corriente filosófica que
estudia el mundo desde el conjunto de manifestaciones y cambios que constituyen
a los entes. Esto es, para el pensamiento fenomenológico, no hay esencias
inmutables, sino que los entes conforman su ser a partir de los fenómenos en
los que estos se desenvuelven. Para esta corriente, la esencia de las cosas se
desarrolla con su existencia.
Continuando con la
línea de nuestro texto, los dinamismos de sentido son creados por la mediación
del observador frente al mundo según, aquí entramos con el pensador alemán
Edmund Husserl, su experiencia del tiempo. Por cierto, este tiempo husserliano no debe ser entendido desde la perspectiva
tradicional, la del tiempo de Krónos:[32] por el contrario, se debe comprender como el tiempo
de la experiencia (Acosta, 2014, pp. 214–16). El tiempo, ya
introducido en la producción historiográfica, no se mide cronológicamente, sino
vivencialmente, como una categoría histórica-cualitativa (Zermeño, 2008, p.
117): depende de la conciencia constituyente del sentido (Acosta, 2014, p. 215).
El tiempo se entiende como el resultado de una experiencia, como ya vimos con Hartog y Koselleck. De esta
manera, Husserl aseguraría que el flujo del tiempo que experimentamos es el
responsable de la producción de sentido a la par que asignamos un sentido a
este tiempo vivido – curioso binomio.
El sentido del
tiempo es estipulado por los observadores mientras el tiempo influye en el
sentido que los observadores componen: si
nuestra afectación del tiempo cambia, el sentido también lo hace. Y, si nuestras
sociedades, como unidades sistémicas, transmutan, las lecturas que hacemos del
pasado, como actos comunicativos, también se modifican. Esto es, nuestra
historicidad condiciona nuestra historiografía. A nuevas lecturas, nuevas
historias. Sobre esto, asevera Luhmann:
los conceptos
sobre el tiempo no tienen un objeto independiente de la observación. Tomados
como observaciones y descripciones de las relaciones temporales, no son más que
observaciones y descripciones temporales. De allí que se puede concluir que
estos conceptos dependen de la sociedad que se comunica sobre el tiempo y que
con este fin desarrolla las formas semánticas adecuadas (Luhmann,
2006b, p. 79).
El tiempo, para los propósitos e intereses de la historiografía,
no debe ser visto como una abstracción o un objeto positivo; más bien, debemos
considerar la conciencia del tiempo en cada una de nuestras vivencias (Acosta,
2014, p. 216). Razón por la cual el tiempo también es resultado de un proceso
distintivo emprendido por las estructuras sistémicas. El sistema funcionalmente
diferenciado recurre a distinciones para la constitución de un sentido, en este
caso, sobre el tiempo,[33] pero, a su vez, esta distinción se emprende estando
inscrita en un marco de experiencia temporal, en una historicidad específica.
Ya dijimos que la práctica
historiográfica es un conjunto de observaciones que construyen pasados a partir
de sus distinciones sui generis. Y estos pasados sólo se comprenden
cuando son pensados como el resultado de una vivencia en función del tiempo que
condiciona el ojo constructor del observador. Expresándolo de otra manera, el
presente dirige las sensaciones sobre los acontecimientos ocurridos y, de ahí,
le asigna un sentido al pasado. Sin embargo, esas mismas sensaciones están
condicionadas en términos temporales. De modo que el acontecimiento se produce
(pasado-constructo) y se presenta de diversas formas según la intencionalidad
de la conciencia histórica. Con esto último me refiero, continuando con las
ideas del fenomenólogo alemán, que pensar de manera histórica la realidad
conlleva pensar el sentido dado como reflejo de una intencionalidad, la del
sujeto social cognoscente.
La intencionalidad
para Husserl no es otra cosa que el resultado de la experiencia-expectativa de
un observador que, al experimentar el tiempo desde su presente articula una
forma de visualizar el pasado (devenir) o su propio presente (sobrevenir) con
miras a un advenir. Es decir, la intencionalidad remite a una relación del
observador con su tiempo y con el mundo según la conciencia que tiene de estos.
Por lo que el sentido es intencional, presenta un propósito, responde a una
ideología (Flores, 2010, pp. 150–58). “Se trata de vislumbrar
fundamentalmente el modo como se origina el sentido en cada una de nuestras
vivencias, a partir del operar de la intencionalidad en curso que está
constituyendo” (Acosta, 2014, p. 216). De tal manera que, volviendo a nuestra
meditación, puedo presentar la ecuación: múltiples presentes equivalen a
múltiples sentidos.
En resumen, el sentido
se produce en un discurso que depende del sistema comunicativo y del devenir
del tiempo fenoménico-vivencial que interpela la intencionalidad del observador
del presente que, a su vez, está sumergido en un flujo temporal. El hecho-en-sí
se pierde al volverse pasado (deja de existir como tal) y lo único que
permanece es la comunicación de este; comunicación que se elabora en la medida
en que un sistema, igualmente temporalizado (Bialakowsky,
2017, p. 29),[34] proyecta sus modelos de comprensión sobre las
observaciones de los sujetos sociales.
Además del lugar
social, el tiempo influye en la intencionalidad del observador y, por tanto, la
producción del sentido dentro de la historiografía se realiza, precisamente,
desde la experiencia del historiador-observador inscrita en el tiempo. Esto es,
hay que entender la escritura de la historia como “una práctica y un discurso
que es específico del contexto, lugar y periodo en que toma forma ‘el hacer
historia’” (Sebastiani, 2011, p. 205).
Con Edmundo O’Gorman se vuelve mucho más sencillo elucidar estos
argumentos. Para el historiador mexicano, heredero de la tradición
heideggeriana, el ente es un ser-para-sí cuya descripción recae en la ausencia
misma de una ‘de-finición’ (O’Gorman, 2016, pp. 60–71).[35] Esto es, razonar históricamente conlleva entender
la realidad como el producto de un ejercicio interpretativo: se le adjudica un
ser a partir del sistema de pensamiento propio de un lugar de enunciación (Mendiola,
2005, pp. 90–104). Es decir, retomando la discusión, la verdad histórica es,
más bien, una representación,[36] un constructo[37] colectivo-sistémico que muta sucesivamente, se
actualiza, en cada época dentro de las diferentes prácticas discursivas de los
sistemas comunicativos. No tenemos los hechos per se, sino las descripciones
de los acontecimientos (Mendiola y Zermeño, 1995, p. 255).[38]
Todo esto conlleva
inevitablemente una conversación infinita con el pasado, pues nunca vamos a
poder aprehenderlo y esquematizarlo en su totalidad. ¿Es esto un problema? El
hecho de que la investigación histórica haga frente, a partir de las
observaciones de segundo grado, a un sinfín de comunicaciones contingentes
sujetas a la experiencia del observador del presente sobre el pasado hace de la
historia una disciplina en constante transformación; la historia se mantiene
viva en tanto que se reorienta a las necesidades que manifiestan los
observadores sociales (Luhmann, 2006a, p. 106). Así
que la respuesta es no.
La incertidumbre que
genera todo esto no debe ser entendida como una puerta que se cierra, sino como
una condición de posibilidad para abrir más discursos, más escrituras de la
historia. Es esta polisemia la que permite re-escribir los acontecimientos
retomando la pluralidad, lo impensado, lo olvidado, lo oculto. El valor de la
historia reside en su posibilidad creativa de cara al acontecimiento.[39]
El observador, que
padece su propio tiempo, necesita aprender a convivir con el desbordamiento de
la complejidad del mundo inmanente a la diversidad de sentidos dentro de los
sistemas comunicativos: la contingencia es la manera de la sociedad (Torres,
1999, p. 16). Asegura Immanuel Wallerstein:
si consideramos
la incertidumbre como la piedra angular para construir nuestros sistemas de
saber, quizá podamos construir concepciones de la realidad que, aunque sean por
naturaleza aproximativas y nunca deterministas, serían herramientas heurísticas
útiles para analizar las alternativas históricas que nos ofrece el presente en
el que vivimos (2005, p. 12).
Conclusiones: una historia de las cosas vivas
El historiador no es un anticuario; todo lo
contrario, es un enamorado de las cosas vivas (Mendiola y Zermeño, 1995, p.
249). El paradigma actual de la historia es su paradójica ausencia de paradigma,
es decir, que adolece de un método único: una historia viva que se actualiza de
manera sucesiva, justo como lo hacen los sistemas comunicativos.[40] Lo dice Jörn Rüsen:
la relación con
el pasado básicamente se establece cargado de sentido de modo que el pasado
esté vivo afectando a los procesos vivenciales del presente como fuerza de la
orientación cultural. De manera elemental y cultural, el recuerdo y la memoria
son prácticas de orientación vivenciales, y así aparecen como el fuego acogedor
del sentido histórico (2013, p. 52).
Concluyo exhortando al historiador-observador a
conseguir una nueva forma de darle sentido no ya a una historia universal-totalizadora,
sino a la pluralidad de acontecimientos. Y a asimilar tal situación. Como las
estructuras de sentido son contingentes, no podemos hacer historia hoy en día —una
historia que produzca conocimiento— si antes no nos detenemos a describir
la sociedad que observa y produce sentidos (Luhmann,
1998, p. 52), y su correspondiente experiencia del tiempo histórico. El
historiador-observador debe ser consciente de la figura del sujeto social e
introducir la reflexividad incluso en su propio quehacer.
Un pensamiento que
asume por completo la historicidad es aquel que, primero, se caracteriza por
preguntarse por la diferencia (Torres, 1999, pp. 9–11), y, segundo, que contiene
una mirada reflexiva, que reconoce sus limitaciones. Respecto a lo primero,
basta con decir que investigar y problematizar es aprender a plantear preguntas
que consideren las condiciones de posibilidad de los acontecimientos, su
contingencia sujeta al tiempo. A su vez, es cuestionar las recodificaciones
conceptuales que alteran las semánticas dentro de los discursos sociales; observar
cómo se conforma la realidad a través de la rearticulación de nuevas
distinciones con nuevos sentidos (Torres, 1999, p. 18). En cuanto a lo segundo,
la mirada reflexiva, consiste en que el historiador no pierda de vista el cómo
y el porqué de las cosas comunicadas por él al tiempo en que analiza los
discursos de las sociedades que estudia.
La exhortación a la
reflexividad en el campo de estudio de la historia lleva a una constante resignificación, desde la teoría principalmente, justo como
los horizontes de sentido se acoplan y desacoplan a lo largo del tiempo.[41] Pensar históricamente implica, además, asumir la
historicidad de nuestra escritura, lo cual potencia nuestro propio campo de
visión.
Retomando la figura
del río semántico, esta forma de problematizar el tiempo histórico, cargado de re-significaciones
sistémicas, no implica una historia algorítmica nomotética con una aproximación
simplificada hacia el ‘hecho’; todo lo contrario, el historiador-observador
critica los estatutos de objetividad y valores absolutos porque sabe que debe
describir la singularidad de los sucesos; una descripción totalmente alejada de
las fórmulas de validez universal.
La idea de verdad
estática, inamovible e inalterable sólo es otra forma de sentido en un sistema
que así lo interpreta; es una certidumbre autoproducida
(Luhmann, 2006a, pp. 94–95). En cambio, la
historia viva trabaja con redes de sentido dinámicas cuya comprensión estriba
en el lugar de enunciación que resignifica los pasados plurales. Por lo tanto,
si el discurso histórico asume la historicidad, inevitablemente se sumerge en
una brecha epistemológica como consecuencia de su inminente renuncia al
pensamiento esencialista y ontológico en el que anteriormente se había basado
(Betancourt, 2010, pp. 91–100). En pocas palabras, la pregunta no es si
debemos hacerlo, sino cómo abandonar las aproximaciones objetivistas/ahistóricas de la realidad.[42] Y la respuesta recae en entender la realidad como una
vivencia (Mendiola, 2005, p. 93). La realidad estriba sobre un fundamento
tripartito de sentido: histórico, sistémico-comunicativo y temporal.
Cierro con las siguientes
palabras que Carlos Pereyra dedicó a la obra bernaldiana:
“el acontecimiento relatado no existe para nosotros sino a través del ojo que
lo ve, del temperamento que lo siente, del espíritu que lo interpreta y de la
imaginación que lo reconstruye” (1955, p. XXII). Para mí, esta cita resume a la
perfección la reflexión a la que hemos arribado.
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[1] Dedicado a mi madre y mi
abuela que me acompañan siempre. Agradezco infinitamente el apoyo, especialmente
a mi profesora Marisol Ochoa por la orientación recibida en la redacción de
este producto.
[2] Hago énfasis en la palabra sujeto
porque no se trata de un individuo per se. Hablamos de un observador
inscrito en una lógica comunicativa: el lugar de enunciación del que forma
parte, o sea, su sistema social. No observa por sí mismo, sino a través de la episteme,
los valores y el horizonte cultural del sistema al que pertenece. Hablamos de
un individuo socializado (Mendiola, 2003, p. 45).
[3] Tomando por sistema a aquello
que se compone de elementos correlacionados al interior de una unidad que se
distingue de un entorno – todo lo que no forma parte del sistema (Becker
y Reinhardt-Becker, 2016, pp. 21–23). Ahora, lo pongo como comunicativo
ya que, para Luhmann, son las comunicaciones, y no las acciones de los seres
humanos, las que conforman a los sistemas sociales. Sin el acto de la
comunicación, el sistema no puede mantener sus elementos correlacionados ni
tampoco sostener sus funciones. Dicha comunicación consiste en la recepción de
información; véase cómo no es el intercambio o la emisión, sino la
recepción-comprensión de la información inscrita en el horizonte de sentido
específico del sistema (Becker y Reinhardt-Becker, 2016, pp. 29–45). Este
fenómeno consiste en la doble contingencia que Luhmann retomó de la teoría
parsoniana. Para Parsons, la doble contingencia es “una situación interactiva
en la que dos interlocutores (ego y álter) disponen de alternativas de acción,
las cuales son contingentes en relación con las acciones del otro” (Gonnet,
2018, p. 52).
[4] Ya que no es pasiva: produce
sentidos.
[5] El sentido es la referencia
de los actos comunicativos de cada sistema social. Este es la condición de
posibilidad de lo que ocurre al interior de un sistema; sin el sentido, las
operaciones, emprendidas desde las distinciones y las comunicaciones, no pueden
desarrollarse. A su vez, es el sentido producido por el sistema el que
posibilita la distinción sistema/entorno (Becker y Reinhardt-Becker, 2016, pp.
43–47). Esto último se lleva a cabo gracias a la observación. Se producen
sentidos debido a que los sistemas buscan reducir la complejidad del mundo; es
decir, la multiplicidad de opciones a elegir que los desbordan, con el fin de
disminuir la contingencia. “Si el sistema quiere subsistir (mantener su
diferencia [con el entorno]), ha de ser capaz de manejar de algún modo esta
complejidad, o sea ha de estar en condiciones de determinar
(observacionalmente) los aspectos del ambiente que son relevantes para sus
propias observaciones [fruto de una continua autorreferencialidad] y, a través
de estas, para la constitución de sus propios elementos”(Luhmann, 1998, p. 7).
Atención: la complejidad para Luhmann se refiere al grado de interrelaciones
entre los elementos que conforman a un sistema. Entre más elevado sea este
número, aumenta la complejidad del sistema. Cuando hay complejidad, hablamos de
multiplicidad de elementos en juego. Va de la mano con la contingencia, pero no
es lo mismo (Becker y Reinhardt-Becker, 2016, p. 25).
[6] No niego que su teoría tenga
algunos obstáculos epistemológicos que impiden pensar la estratificación social
o el espacio en cuanto tal, como han señalado varios críticos, como Jorge
Galindo. También, se suele achacar la inoperancia de pensar todo fenómeno social
como comunicativo (Farías y Ossandón, 2010, pp.15–16). No obstante, para
la propuesta que desarrollo en este escrito, no nos dará mayores complicaciones,
ya que no busco generar ninguna explicación sociológica, sino una de orden
historiográfico, para lo cual, pensar los sistemas como enlaces comunicativos
es fundamental. Lo que sí tienen en común los teóricos nombrados es que, uno,
el sentido es uno de los ejes centrales de su propuesta sociológica; dos, que
este nunca se presenta como algo que preexiste, sino que actúa en conjunto con
lo que sea que le dé vida (Bialakowsky, 2017, pp. 17–19), y, tres, la
dimensión temporal está íntimamente enlazada con la contingencia (Bialakowsky,
2017, pp. 30–38).
[7] “Diferencia significa algo
como disimilitud o distinción. Cada comunicación, así argumenta Luhmann, radica
en las diferencias entre lo que se dice, se hace, se ordena, y lo que no se
dice, no se hace, no se ordena. Nunca se pueden entender los actos
comunicativos de forma aislada […]. La comunicación siempre gana su identidad
solamente por representar la negación de algo diferente” (Becker y
Reinhardt-Becker, 2016, p. 40). En resumen, observar conlleva una indicación
distintiva. Las observaciones indican uno de los lados, presuponiendo que hay
otro. Cabe añadir que este otro, si bien queda separado de lo que es
designado, está correlacionado con su antítesis, y ambos son codependientes.
[8] “Para todo sentido es válido
que sólo puede designarse a través de una distinción, la cual carga con algo
no-designado como el otro lado de la distinción” (Luhmann, 2006a, p. 37).
[9] Por ejemplo, el cristianismo
tardorromano y medieval es lo que es gracias a que se distingue de un ‘otro’,
la herejía (Farías y Ossandón, 2010, p.14), el paganismo, o la idolatría.
[10] “Los sistemas autopoiéticos
son aquellos que por sí mismos producen no sólo sus estructuras, sino también
los elementos de los que están constituidos” (Luhmann, 2006a, p. 44). El
sistema produce para sí mismo lo que necesita para mantenerse en funciones,
para autorreproducirse. En consecuencia, las comunicaciones del sistema, que
son la base para el sostenimiento de este, se generan autopoiéticamente, y son
estas las que desarrollan formas de sentido (Luhmann, 2006a, pp. 48–49).
[11] U observación de
observaciones. Consiste en buscar el cómo se dice; i.e., la enunciación de la
forma.
[12] “La contingencia es todo lo
que no es necesario ni imposible” (Luhmann, 1997, p. 89). Significa que la
contingencia es la negación de lo que es único, absoluto, necesario. Es aquello
que se escapa a las conceptualizaciones, que desborda a los sistemas generando
multiplicidad de opciones a elegir. La contingencia, si queremos definirla, se
entiende como posibilidad, incertidumbre.
[13] Cabe aclarar que, a su vez,
estas observaciones de segundo orden son empleadas por los sistemas sociales
para saber si sus esquemas de la realidad son adecuados para seguir funcionando
correctamente. El sistema se diagnostica, se autoobserva, para mantener con vida dichas
esquematizaciones. En caso de ser necesario, el sistema producirá los elementos
que requiera para actualizarse a las nuevas circunstancias – viz., autopoiesis.
La historiografía es un muy buen ejemplo. El sistema ‘historia’ se autoobserva,
diagnostica su teoría, sus postulados, sus métodos, etc., para evaluar si su
epistemología sigue siendo funcional.
[14] Todo esto implica que, si
queremos comprender, por ejemplo, el concepto de ‘novedad’ en la temprana
modernidad, primero hay que remitirnos a estudiar las estructuras de los
sistemas sociales – i.e., política, economía y teología principalmente)
para poder comprender el sentido que las sociedades europeas de los siglos XVI
y XVII asignaban a esa palabra.
[15] Entendidos como aquellos
términos inscritos en un entramado particular, en un lugar de enunciación
singular. Son el resultado de redistribuciones recurrentes de sentido debido a
que están condicionados por los efectos sociales y los problemas estructurales
de los sistemas. Cuando un historiador observa un concepto, debe tener en mente
cómo opera en su sistema: ver cómo la moral y el modelo racional trabajan en
él. Son signos con significados cambiantes. Sobre esto, asegura Luhmann: “debemos
preguntarnos, entonces: ¿cuál es la forma de este concepto, cuál es la
distinción que lo constituye?” (Luhmann, 2006a, p. 101).
[16] La sociedad moderna opera por
medio de múltiples discursos comunicados, contingentes a su tiempo y espacio –
a su sistema – que se generan gracias a las continuas distinciones que
lleva a cabo el sistema de manera autopoiética y autorreferencial. De modo que,
hay un interminable número de posibilidades – viz., contingencia – como
consecuencia de las diferenciaciones ad infinitum que se realizan.
Tenemos ante nosotros un mundo infinito (Luhmann, 1998, p. 51).
[17] Por eso es que hacemos una
historia de las sociedades (sus instituciones, cuadros de saber, valores, etc.),
y sus correspondientes comunicaciones, y no de los individuos. Los individuos
nunca están aislados; las interacciones sujeto-sistema conforman parte
importante de la lógica de sentido. Además, las percepciones de este, que
apelan a su sistema psíquico, no le interesan al historiador porque nunca podrá
acceder a ellas. En cambio, cuando la percepción es comunicada, transformándose
en descripción, presenta la mediación social. Observar es una acción social y
todo observador es un sujeto social.
[18] Esta frase en particular me
parece muy ilustrativa: “Nosotros, desde el presente, con nuestras preguntas y
cuestionamientos, éramos quienes, por el contrario, afectábamos el pasado”.
Esto es, “no hay conocimiento del pasado que no tenga que ver con el presente” (Mendiola
y Zermeño, 1995, p. 249–50).
[19] “Pensar históricamente
significa descubrir lo múltiple en la aparente unidad” (Mendiola, 2002, p. 12).
[20] La percepción y el acto de
pensar están inscritos en la lógica operacional de un sistema concreto; vemos y
pensamos desde la sociedad que nos lo permite: la escritura, lectura e
interpretación de un texto están mediadas por el lugar de enunciación del que
forma parte el observador. Por eso es que el modo en que se comprenden las
comunicaciones de los sistemas es el modo en que se entiende la sociedad y a
sus observadores. “Indicar cualquier cambio en la semántica podría ser una
forma de identificar las fases evolutivas de la estructura social” (Mendiola,
2003, p. 60).
[21] Y, por lo mismo, también
podríamos decir que espaciales, puesto que eso igualmente influye. No obstante,
aquello ya es tema para otro artículo.
[22] “Un régimen historiográfico
tendría que expresar el régimen de historicidad dominante. Es decir, la
historia en tanto práctica social que trabaja con el tiempo debería reflejar el
régimen de historicidad dominante en el que se inscribe”.
[23] El presente se explica por
medio de una afectación del observador social. “El presente debe entenderse
como el punto de vista del observador [la posición de mirada desde la que
parte] que observa el tiempo con ayuda de la distinción entre pasado y futuro y
que, precisamente por eso, tiene que tratar su propia observación como el
tercero excluido” (Luhmann, 2006, p. 88).
[24] Muy importante tomar en
cuenta la connotación de vida en el acontecimiento: no se trata de un hecho
atemporal, a la manera de un valor absoluto y acabado, sino que razono el
acontecimiento como el resultado de una producción de sentido sometida a la
reapropiación de sucesivos presentes que observen y reapalabren el acontecimiento
en cuestión. Por ejemplo, hay una pluralidad de Nueva Españas en tanto las
observaciones que se han hecho de ella. No hay una única Nueva España en
sentido estricto. Al menos no en el análisis histórico.
[25] Básicamente, discontinuidades
discursivas.
[26] Recordando el πάντα ῥεῖ
| pánta rei (todo fluye) que postula la idea del cambio continuo. El
sentido se traduce en cambio constante.
[27] Es por eso que una historia
que reconoce sus limitaciones “desilusiona a quienes creen en la posibilidad de
que la historia sea una especie de viaje por el túnel del tiempo donde el
incauto pasajero podrá bajarse en los orígenes incontaminados para beber de la
fuente original y originante” (Morales, 2007, p. 54).
[28] “En la medida en que las
recursiones remiten a algo pasado (al sentido ya conocido, ya probado), remiten
únicamente a operaciones contingentes cuyos resultados están disponibles en la
actualidad; no remiten, por consiguiente, a orígenes fundantes” (Luhmann, 2006,
p. 30). Derrida llama a ese fenómeno ‘palimpsesto’.
[29] Lo que afirma Neil Gaiman en
el prólogo que dedica a Fahrenheit 451 nos permite recapitular muy bien:
“las historias tratan sobre muchos asuntos distintos. Tratan sobre su autor.
Tratan sobre el mundo que ve el autor, el mundo con el que tiene que lidiar, el
mundo en el que vive. Tratan sobre la elección de palabras y la manera como se
usan esas palabras” (2020, p. 21).
[30] “La sociedad es, por
consiguiente, pura comunicación” (Torres, 1992, p. 12). Esta se revela a través
del lenguaje.
[31] En palabras de Luhmann: “las
concepciones del mundo varían a lo largo del tiempo de acuerdo con la creciente
diferenciación sistémica” (Luhmann, 1998, p. 52).
[32] “Para el caso específico del
origen del tiempo, la fenomenología parte de la síntesis temporal de la
experiencia en cada ahora de primicia, por ello tiene que partir de la
suspensión del tiempo objetivo” (Acosta, 2014, p. 215). Las cursivas son mías.
Suspender el tiempo objetivo implica suprimir la idea del tiempo como un objeto
ideal ajeno al cambio. Nuestras sensaciones con respecto al tiempo histórico
mutan sucesivamente.
[33]“Todos los conceptos
temporales requieren de distinciones” (Luhmann, 2016b, pp. 82–83). De ahí
se erigen múltiples y contingentes semánticas que versan sobre el tiempo.
[34] “De este modo, la
temporalidad se convierte en una dimensión fundamental para el análisis de la
sociedad moderna diferenciada funcionalmente. Ésta se autoconsidera
temporalizada, radicalmente histórica y, por tanto, contingente” (Bialakowsky,
2017, p. 30). El autor lo entiende de esta manera porque, al estar
temporalizados los sistemas, su condición misma de ser es cambiante,
contingente.
[35] Del latín definire:
marcar límites, delimitar. Por decirlo así, predicar sobre algo a través del
lenguaje es concederle el grado de ser: el lenguaje tiene un importe
existencial. Por consiguiente, si cada época condiciona lo que puede ser dicho
y, por ende, observado, entonces nos enfrentamos a una inevitable contingencia
del orden del mundo: los objetos pudieran ser unos, pero también pudieran ser
otros completamente distintos: la cuestión radica en el lenguaje que crea el
mundo. Siguiendo a Michel Foucault, el criminal, el loco, el anormal no existen
por sí mismos; nosotros los inventamos. Los discursos dan vida a sus objetos
(Foucault, 2003, pp. 68–81).
[36] El concepto de representación
hace referencia a los estudios de Frank Ankersmit, según el cual, la
historiografía trabaja con capas que constituyen interpretaciones narrativas
del pasado. Mediante el lenguaje, el pasado es presentificado en una
representación (Bolaños, 2011, pp. 272–74).
[37] Utilizo el concepto ‘constructo’
por dos razones: 1. El constructivismo es el que mejor se adapta a mi lectura
de la teoría de sistemas en conjunto con el giro historiográfico debido a que
el relativismo o el subjetivismo chocan con los sistemas sociales. 2. “El
constructivismo afirma que los historiadores basan sus investigaciones y su
conocimiento de la realidad pasada en todas aquellas huellas que el pasado nos
ha dejado, pero estas huellas son las fuentes de la historiografía y no el
pasado en sí mismo […]. Para dicha corriente, la historiografía es
entendida como el conjunto de las diversas construcciones lingüísticas
propuestas para interpretar el pasado” (Bolaños, 2011, p. 275).
[38] “No hay hechos sino
comunicaciones” (Mendiola y Zermeño, 1995, p. 255). Es imposible acceder al
hecho histórico; sólo tenemos las narraciones-comunicaciones (enunciaciones)
que se han hecho de este.
[39] “Cada actualización de
sentido potencia otras posibilidades” (Luhmann, 2006a,
p. 106).
[40] “En este sentido, la
postmodernidad no busca un sustituto de la epistemología tradicional, un cambio
de paradigma, si no que […] produce una liberación respecto de la idea de que
la filosofía o la ciencia (incluida la historiografía) deben centrarse en el
descubrimiento de un método definitivo de investigación” (Bolaños, 2011, p.
276).
[41] “El sentido es, entonces, a
todas luces una forma de operación histórica, y sólo su utilización enlaza el
surgimiento contingente y la indeterminación”(Luhmann, 2006a, p. 30) en el
ámbito de la historiografía.
[42] Entender los entes como
sustancias o esencias estáticas no es factible puesto que se parte de
fundamentos ahistóricos para permitirlo.