Letras
Históricas 26:e7345
La enfermedad en discursos religiosos novohispanos del siglo XVII
Disease in 17th-century
Novo-Hispanic religious discourses
Ramón Manuel Pérez Martínez
Universidad Autónoma de San Luis Potosí
Av. Damián Carmona # 130,
Centro, 78000, San Luis Potosí, S.L.P.
ORCID: 0000-0001-5280-7971
Fecha de recepción: 13 de
octubre del 2021
Fecha de aceptación: 20 de abril del 2022
Resumen: Este artículo es resultado de un breve estudio del lugar que la noción de enfermedad ocupa en el discurso religioso novohispano del siglo XVII, tomando como base tres documentos que se propone representan las pervivencias de los tres genera causarum de la Antigüedad: deliberativo, panegírico y judicial, una colección de pláticas jesuíticas, una crónica carmelitana y un tratado de extirpación de idolatrías. Se argumenta que la enfermedad puede funcionar en estos discursos como castigo o como purificación, enfrentando dos nociones de curación hasta cierto punto opuestas: aquella que confiaba en las artes de la medicina pre-científica, y aquella que defendía el poder cuasi-mágico de las curaciones religiosas – i.e., uso de cédulas, oraciones o sacramentos. Se argumenta también que la enfermedad no era solo un elemento de prueba en estos discursos, sino que también se trataba de un concepto que conformaba una de las causas oratorias esenciales del cristianismo: aquella que asociaba – a veces conflictivamente – la salud corporal con la salvación del alma. Se muestra finalmente que el lugar de la enfermedad en estos discursos se encuentra todavía circunscrito a la concepción moral de la salud, cultivada desde las tradiciones médicas medievales, y que incorporaba las nociones de corporalidad maliciosa y de virtud como cualidad no solo del alma.
Palabras clave: discurso religioso, enfermedad, salud, Nueva España, siglo XVII.
Abstract: This article is the result of a brief study of the place that the concept of disease occupies in the Novo-Hispanic religious 17th-century discourse, based on three documents proposed to represent the survival of the three genera causarum of Antiquity: deliberative, panegyric and judicial, a collection of Jesuit talks, a Carmelite chronicle, and a treatise on the extirpation of idolatries. I argue that disease can function in these discourses as either punishment or as purification, facing two notions of healing that are somewhat opposite: one that trusted the arts of pre-scientific medicine, and the other that defended the quasi-magical power of healing religious – i.e., use of cédulas, prayers or sacraments. I also claim that the rhetorical use of disease was not only accessory in these discourses, but it was also a concept that made up one of the essential oratorical causes of Christianity: that which associated – sometimes conflictingly – bodily health with the salvation of the soul. Finally, I contend that the place of disease in these discourses is still limited to the moral conception of health, cultivated from medieval medical traditions, and embodying notions of malicious corporality and virtue as a quality not limited to the soul.
Keywords: disease, health, New Spain, religious discourse, 17th century.
Introducción
Tratar de la enfermedades es, en muchos
sentidos, tratar también de la vida y de sus muchas circunstancias. Porque la
corrupción del cuerpo es, como proponía Aristóteles, no solo un proceso de
decadencia característico de todos los objetos sublunares, sino también su opuesto:
un proceso complementario que llamó generación; de este modo, aunque la
corrupción sea un crepúsculo irrevocable capaz de conducir a la muerte, toma como punto de partida las mismas leyes de la transformación que aplican para explicar la vida
(Aristóteles, 2008, p. 110).[1] Y es que para
Aristóteles hay sin duda una causa primera tanto de la vida como de la muerte, y esta es material: el movimiento del sol,
pues para el Estagirita la traslación es causa común de toda generación y de
toda corrupción “porque
hace acercar y alejar el principio generador” (Aristóteles, 2008, p.
113).[2] De este modo, siguiendo
aquellos antiguos planteamientos aristotélicos, el cristianismo concluiría que si
las estaciones del año podían dar cuenta de este movimiento cíclico de generación y corrupción que atañe a las cosas del mundo,[3] también las del alma podrían explicarse por una cercanía o
lejanía respecto del poder creador de Dios, aunque acá no habría fatalidades
estacionales sino simple libre albedrío.
Esta fue, en efecto,
una hipótesis de largo aliento que comulgó muy bien con la idea
de una fuerza creadora original que pasó del sol a Dios sin mayores problemas,
como tantas otras convicciones y enseñanzas grecolatinas que fueron expoliadas
por el cristianismo desde la Antigüedad tardía. Este conflicto entre las
concepciones clásicas y las cristianas a propósito de la salud y de la
enfermedad, de la salvación y del pecado, puede verse claramente en el
siguiente ejemplo de carácter hagiográfico en el que una enfermedad supuso la
solución a un enorme conflicto interior que padecía san Jerónimo respecto de la licitud y pertinencia del uso de la
cultura clásica para la predicación del cristianismo y aun para la propia
espiritualidad cristiana. Una cuestión que preocupaba a san Jerónimo era el
lugar que debía ocupar en su fe la amplia cultura clásica heredada; pues si
bien él había sido capaz de dejar todo para seguir el modo de vida cristiano,
no había sido capaz de renunciar a sus libros, sobre todo los de Cicerón, a
quien consideraba un modelo a imitar. De modo que, en el contexto de una grave
enfermedad, el santo tiene una visión en la que es llamado a cuentas ante el
tribunal supremo, narrada del modo siguiente por el predicador jesuita Juan
Martínez de la Parra (1705):
[...] he aquí, que con un tabardillo[4] à pocos dias, estando yà à la muerte, de repente arrebatado mi
espiritu me hallè delante de vn Tribunal tan
cercado de resplandores, y magestad, que ni à levantar los ojos me atrevìa.
Quien eres? Me preguntò aquel Juez Soberano; y yo temblando todo: Señor, yo soy Christiano. Mientes, me replicò con vna voz
terrible; mientes, que tu no eres Christiano, sino Ciceroniano. Y al punto
mandando à sus Ministros, que me açotassen, empezaron à descargar sobre mis espaldas terribles açotes,
y siendo tales me atormentavan mas los açotes de mi propria conciencia, y
clamava: Señor, ten misericordia de mi. Estas vozes se oìan entre los golpes de los açotes, que no cessaban. Hasta que postrados ante el Tribunal, aquellos mesmos Ministros, me recabaron el perdon, con palabra que dì, de no leer mas aquellos libros.
Testigo es de que no fuè sueño, aquel
Tribunal tan terrible; y testigos los cardenales, y las llagas, que quedaron en mis espaldas. (p. 12)
Cuánto no temería el propio predicador jesuita
ser él mismo considerado más ciceroniano que cristiano, de sufrir una de esas
terribles enfermedades enviadas por Dios para
desengaño del pecador, pues sabida
es la enorme presencia de Cicerón en los manuales
retóricos de la Compañía de Jesús.
En cualquier caso, las nociones clásicas sobre
la enfermedad tuvieron buena acogida en el pensamiento cristiano medieval y en su
literatura, aunque no sin tensiones y no sin recoger también aquel pensamiento opuesto
al de Aristóteles: el idealismo. Sin embargo, para los años de
nuestro estudio, aunque se mantenía la hipótesis de la necesaria
cercanía de la fuente de vida para conservarla, la interpretación de la
enfermedad y sus causas se había complicado un poco; así, por ejemplo,
Paracelso (1493–1591), en su Volumen
Paramirum, postulaba cinco esferas determinadoras de la salud y de la
enfermedad, en virtud de su equilibrio o desequilibrio: la esfera astral, el
medio físico, la naturaleza individual,la esfera espiritual finalmente, la esfera original y última: Dios, a la cual se volvía
si el equilibrio era roto.[5]
Naturalmente, en esos siglos y los posteriores
la etiología del dolor seguía también las pautas del sistema humoral
hipocrático, en cuya base está la archiconocida doctrina de los cuatro elementos cuatro cualidades así como las analogías gnósticas corrientes en la elección de métodos curativos como las que todavía trae el médico humanista
Andrés Laguna, en su traducción de 1555 de Acerca de la Materia Medicinal y
de los Venenos Mortiferos, de Dioscórides:
“las Orquídeas, que tienen dos tuberosidades semejantes a los compañones
(testículos), se emplean para despertar y aguijonear la virtud genital. Las ramitas de rosal silvestre
con sus aguijones recuerdan los colmillos de la
quijada de un perro, preservan (así) contra las mordeduras de un perro rabioso”
(citado en Álvarez Santaló, 2001, p.
82).[6]
Desde temprano hubo pues conflictos
teóricos y divergencias prácticas alrededor del cuerpo, de su virtud o decadencia, de modo que anduvieron en pleito y arreglo alternativo la medicina y la religión pues,
“a pesar de la colaboración, sacerdotes y médicos establecieron con frecuencia
relaciones de rivalidad, competencia y profunda desconfianza” (Campagne, 2000,
p. 418), porque estaba en juego no solo la salud física sino también la
espiritual, al centro de una lectura que borraba un poco las fronteras entre
ambas. De este modo, si en el lecho del moribundo competían con frecuencia
médicos y ‘curas’, también podrían muy bien colaborar, como afirma Arnau de Vilanova en su De Simplicibus: “los médicos podían atemperar o eliminar las pasiones corporales: de esta manera
contribuían a desterrar los pecados con más
eficacia que los propios sacerdotes” (citado en Campagne, 2000,
p. 425). Del mismo modo, la
ausencia de personal propició que más de una vez “la asistencia médica pasara
[también] a manos de sacerdotes en el Occidente medieval. En Italia [por
ejemplo], los nacientes monasterios benedictinos comenzaron a recibir y a atender
enfermos”, seguramente siguiendo las viejas enseñanzas de Casiodoro (490–583),
quien había recomendado a los monjes: “aprended a conocer las plantas
medicinales. Leed a Dioscórides, a Hipócrates, a Galeno” (Campagne, 2000, p.
419; Laín, 1983, pp. 140, 142).
Por ello es que en las relaciones hagiográficas vinculadas a los conventos
el asunto de la enfermedad fue uno de los grandes
tópicos, desde la Edad Media y hasta por lo menos el siglo XVIII, de modo que
en estos relatos ejemplares los propios santos curaban o bien encontraban en la
enfermedad ocasión de paciencia y virtud; pues, como afirma Nuria Salazar (2003)
“El dolor también formó parte del proceso de santificación, y la forma de soportarlo
tenía una connotación heroica: de ahí que cuando se presenta la ocasión de
referir [vidas religiosas ejemplares] se hace hincapié en [las] continuas
enfermedades” que signan (p. 216).
De hecho, no fue sino hasta el siglo XIII que la medicina conquistó un espacio propio en las universidades, antes de ello los santos eran frecuentemente los que
sanaban, al grado de que un santo que no curaba tenía pocas posibilidades de
veneración.
La
enfermedad en el siglo XVII novohispano
Para el siglo XVII, lo sobrenatural seguía teniendo
una función relevante en los relatos
hagiográficos. Por ejemplo, una simple vida
de fraile podría convertirse en un continuo prodigio, descalzo y caminante,
como la de aquel hermano
carmelita que trae fray Agustín
de la Madre de Dios en su Tesoro Escondido
(1646–1653) – una curiosa crónica
novohispana de la Orden del
Carmen, riquísima en relatos ejemplares – quien, mientras pedía limosna
por los rumbos de Huejotzingo, tenía con su sola presencia un poder curativo
entre los feligreses: “los tabardillos huían de su presencia, los cocolistes se
ahuyentaban, las fiebres maliciosas dejaban a los dolientes y toda contagiosa
enfermedad tenía medicina en
sus manos” (De la Madre de
Dios, 1984, p. 125).
Para este fin, por supuesto, eran útiles
también las parábolas evangélicas, como aquella de la curación del paralítico
de Betesda, que Martínez de la Parra (1705) narra con un divertido estilo que
no tiene desperdicio:
En vna Piscina de achaques incurables, toda vna Republica de enfermos
peligrosos, desde luego me desalentàra el animo à conseguirles la salud; sino fuera el mismo Medico Divino el que les
ofrece el remedio, que en uno solo, que por milagro dexò sano, à todos les dexò la
receta para que puedan sanar sin milagro.
Entrò yà visitando las salas de los enfermos, para vèr luego como al exemplo
del que sanò, pero con su receta misma, pueden quedar todos
remediados. No se admiran, pues, que fuessen allì los enfermos
tan muchos; lo que si reparo, es, que fuessen las enfermedades tan pocas.
Los enfermos vna multitud grande: Multitudo magna languentium, y las
enfermedades solas tres: Cæcorum, claudorum, & aridorum; ciegos, coxos, valdados. Valgame Dios tantos
enfermos con tan pocas enfermedades! Dirè la razon de mi reparo: bien sè que basta una enfermedad sola para que della muchos
enfermos adolescan: esso se viene a los ojos; pero si
en aquella Piscina sanavan todas las enfermedades sin reservarse algunas: A quacumque
detinebantur infirmitate: luego acudirian à ella los enfermos de todas las
enfermedades. Parece discurso legitimo; y si todos acudian, diganos el
Evangelista, que ay muchos enfermos, y tambien muchas enfermedades; pero en
tan gran muchedumbre de enfermos, solas tres especies de achaques? No avria leprosos, ecticos, calenturientos, hidropicos? Què en toda vna Ciudad tan grande,
tan populosa como era Jerusalèn, no avia mas que tres enfermedades? Pues à
qualquier Hospital de
México que vayan, sin aver
muchedumbre de enfermos, han de hallar mas de tres enfermedades. Como, pues, en
la piscina, à donde
todas concurrian, solas tres se hallan? Miren lo que he pensado, y considerenlo conmigo à lo practico.
Essos tres achaques eran los que en
sì mismos tenian el embarazo de su remedio; no assi los otros. Pongamonos à mirar
la Piscina: la dicha, y la salud estava alli, no
en caer como quiera à las aguas quando se movian, sino en caer el primero, esse solo sanava. Aora, pues, muevense de repente
las aguas; pero el ciego, como no las vè mover,
mientras le avisan, mientras lo cree,
mientras llama al Gomezillo, mientras lo lleva: saz, ganòle yà la vez el leproso, que como no tenia su mal en la vista, logrò yà, y
yà sale sano, y se despide quando el ciego llega,
y se queda suspirando a la orilla. Què se ha de hazer? Hasta otra ocasion, hasta otra. Buelven à moverse las aguas, y el coxo, ò tullido, aunque las
vè mover, mientras acude à las muletas, mientras las acomoda, por mas prissa que se dà; retardado
su movimiento, saz, ganòle la ocasion el ectico, que quanto
mas delgado se huella mas ligero, y sale yà sano de su achaque dexando el Hospital, quando el coxo llega à suspirar solo. Hasta otra vez, paciencia [...]. (p. 72)
Y es que las nociones de salud y enfermedad en
los discursos religiosos del siglo XVII novohispano seguían ancladas a una
concepción amplia y trascendente de la vida, incapaz de constreñirse a los
límites físicos del cuerpo y de la vida natural. Por ello es que dos eran las acepciones
principales que podía tomar la enfermedad en estos discursos, particularmente en las argumentaciones inductivas o ejemplos
que solían traerse
a ellos para probar o ilustrar
alguna enseñanza:[7] la enfermedad como castigo y la enfermedad como purificación; en ambos casos pervivía la concepción aristotélica,
pues estaba en juego la cercanía o lejanía respecto
del supremo generador: Dios.
El
uso de la noción de enfermedad como castigo en estos discursos entrañaba una operación
retórica que identificaba la enfermedad con el pecado, a
veces por metáfora,
a veces por metonimia y a veces por simple y llana petición de principio;[8] porque aquí el sufrimiento físico era sin duda la consecuencia más visible de la caída
del hombre, de su corrupción, de modo que enfermedad y pecado eran aspectos de una misma realidad,
elementos fundamentales de este estado de realidad pasajero que solía llamarse ‘valle
de lágrimas’. Así, por ejemplo,
el carmelita fray Agustín de la Madre de Dios (1984) parece ser muy consciente
de este vínculo semántico cuando afirma:
De infinitas conversiones pudiera
dar noticia en almas muy perdidas y rematadas, pero por no cansar las dejaré; sólo diré dos o tres para
prueba de mi asunto por ver que en ellas califica el cielo la doctrina de esta
casa y testifica que es muy provechosa para curar las almas y acrisolar las
conciencias, aunque se hallen muy perdidas y enfermas. (p. 134)
En este contexto, la idolatría y la codicia
constituían dos pecados que con frecuencia eran concebidos como ‘enfermedad’ en
los discursos religiosos de la época. Sobre la primera, todos los autores
de tratados de extirpación de idolatrías coincidían en que se debía castigar severamente a los
indios para que no se extendiese ‘la enfermedad’, como deja ver Diego Jaimes Ricardo Villavicencio (1692), autor de uno de estos tratados, para quien la idolatría es una “enfermedad tan mortal: porque siempre lo es, dejar al Criador por
la criatura, y al verdadero Dios, por el falso, y mentiroso Baal” (p. 60), como pondera en un ejemplo
bíblico que narra la victoria
de Elías sobre los idólatras cananeos. Sin embargo, curiosamente, la idolatría era
también terreno de colaboración y de combate entre médicos y curas, pues, como
escribe Fabián Campagne (2000):
Dos factores convertían a los médicos diplomados en
imprescindibles agentes antisupersticiosos. En primer lugar, ellos entraban con
frecuencia en las unidades familiares, en las recámaras mismas
de los individuos. Pocos grupos
profesionales eran capaces de observar con semejante detalle las
costumbres privadas de las personas. En segundo lugar, entre las más frecuentes
prácticas supersticiosas muchas tenían como objetivo
preservar, mantener o recuperar la salud perdida.
(p. 418)
De hecho, Martín de Castañega, en su Tratado
de las Supersticiones y Hechicerías… (1553), plantea una colaboración entre
curas y médicos bien moderna: los médicos primero debían dictaminar, luego
entrarían los curas a tratar el mal si correspondía, pues “En los casos de posesión
demoníaca [por ejemplo], el médico debía determinar si los síntomas atribuidos
al demonio no reflejaban sino una dolencia física, que hacía innecesaria la
intervención del exorcista” (citado en Campagne, 2000, pp. 426–27).
En cuanto a la enfermedad de la codicia,
verdadera lacra que generaba males sociales terribles como el robo –
sistemático y ‘cultural’ ya en la ciudad de México del siglo XVII, a decir de los propios predicadores
–, la corrupción de las
autoridades, o la avaricia de los señores que eludían el justo pago a sus
servidores, el jesuita Juan Martínez de la Parra disputa con persistencia desde
una idea muy adelantada de lo que la teología de la liberación conoció como ‘pecado
social’. De este modo, en un ejemplo que trata sobre la condena a un inocente
que intentaba recuperar su dinero de unos mesoneros ladrones y, por hacerlo con
demasiada energía, es tomado él mismo por ladrón por las autoridades, dice el
predicador:
Caminava por la Italia vn soldado, y embargandole los passos vna grave enfermedad, lo obligò
à detenerse por curarse en vn meson. Llevava vna bolsa llena de reales, y temeroso de que se la hurtarìan, entretanto que sanava, diòsela à guardar à la huespeda. Fue corriendo
los terminos su achaque, y la Mesonera ya con enfermedad
de bolsa fuè empeorando del achaque
de la codicia. (Martínez de la Parra, 1705,
p. 125)
El reconocimiento del pecado como enfermedad
aclara la función narrativa que los sacramentos podían tomar como medicinas o remedios
para dichos males, de modo que con frecuencia podemos encontrar en los relatos
ejemplares enfermedades y sacramentos en estrecha relación; por ejemplo, en la confesión. Así lo encontramos en el Tesoro
Escondido de fray Agustín de la Madre de Dios (1984):
Cuando Dios, que todo lo ve, aun lo más secreto de los corazones,
para justificar su causa y reducir aquel perdido [un avaro sin remedio], le dio
una enfermedad que, agravándose poco a poco, era como apretar las cuerdas al
delincuente que está en el potro para que confesase. No había cosa de que él
cuidase menos que de hacer esto, pero los domésticos, viendo que se le agravaba
la enfermedad, movidos de piedad y solicitados
del peligro enviaron al Carmen a llamar a cierto padre espiritual
y docto, para que en aquel
aprieto le ayudase. (p. 138)
Así también sucede en un ejemplo que trae Diego
Jaimes (1692) sobre una india idólatra que se negaba a confesar su pecado,
aunque acudía con frecuencia al confesionario:
Habíala industriado su ama, para que confesase, y comulgase, cada
ocho días; costumbre establecida, no solamente en su persona: sino en todos los
que moraban en su casa, la cual no obstante sus pecados; continuaba con sus
compañeras: pero sacrílegamente, callando en la confesión, los pecados
sensuales que cometía. Encendiose por aquella tierra, una recia pestilencia: llegó a la casa de esta Señora, y
como si viniese a vengar las ofensas de Dios, hirió a Catalina. (p. 40)
De este modo, como se ve, la enfermedad es
castigo al pecado y es oportunidad también de redención; aunque en algunos
casos es oportunidad perdida, cuando ya la enfermedad del alma no alcanzaba cura,
como sucede en un ejemplo
que Martínez de la Parra toma de san Pedro Damiano, y en el que un
monje, deseoso de entregarse con mayor seguridad a sus gustos pecaminosos, hace
un pacto con el diablo consistente en que este le avisaría tres días antes de
morir que ya la hora se acercaba (de este modo, pensaba el incauto, podré
confesarme y escapar al infierno). Sin embargo una treta del diablo deshace el
plan del pecador, pues aunque le avisa, le impide la confesión:
[...] muy turbado si: llamò à los Monges todos, refiriòles el orden todo de su lastimoso estado, y como al fin yà le avia avisado el Demonio. Ea, aliento, le dizen, lograr
este tiempo siquiera, no se pierda todo, Hermano, que vn arrepentimiento verdadero todo lo podrà
remediar con aquella infinita misericordia. Trate de hazer vna Confession general, y contrita. Pero al punto, que
le nombravã confession, se quedaba en vn profundo sueño dormido. Hermano, que no es tiempo de
dormir. No valian las vozes; esperaban los Monges, y entre tanto divertian
entre sì la conversacion de otras cosas, al punto bolvia el enfermo, y proseguia hablando con ellos. Pero en bolviendo à
nombrarle la confession, al instante se quedava dormido: afligidos los Monges, no se apartavan de la cama, y el enfermo à
qualquier conversacion muy divertido; traìanle
razones, argumentos, exemplos de la infinita misericordia de Dios, oìalos todos; pero todos en vano, porque
en llegàndole a dezir, que se confessara, al punto
se quedava dormido. (Martínez de la Parra, 1705, p. 59)
Naturalmente, otro sacramento vinculado en
estos relatos a la enfermedad es justamente el de la unción de los enfermos, al
grado de que el óleo sagrado bien puede ser, además de remedio para el alma,
ocasión de salud del cuerpo, como sucede en el caso que trae Martínez de la
Parra sobre una mujer moribunda que esperaba tanto la unción que a la llegada
del cura su semblante cambiaba, se alegraba a tal punto que los familiares
pensaban que recobraba la salud y, por tanto, despedían al cura; hasta que en verdad murió. El cura no podía luego con los
remordimientos por haberse dejado separar de la enferma, y oró con tanto vigor
que le fue concedida una segunda oportunidad, pues volviendo a la casa de la enferma para los ritos fúnebres, la
muerta resucitó y él pudo al fin ponerle los óleos: “empeçò a bosteçar la difunta, y como quien bolvia de un sueño, conociendo al
Santo lo saludò. El entonces con mucho gozo le administrò el Sacramento de la Extrema-Uncion, y al punto que lo recibiò se levantò sana, la que ya avian llorado muerta” (Martínez
de la Parra, 1705, p. 128).
Y a propósito de curaciones milagrosas, hay en
estos relatos ejemplares curiosas oportunidades de observar las identidades
sobrenaturales entre la curación taumatúrgica aceptada por el canon y la
hechicería perseguida por sus defensores: solo la autoridad era capaz de distinguir
la débil frontera que se establecía en estos casos. Así, Martínez de la Parra (1705) nos trae el relato de unas ‘cédulas’ curativas
que, solo por virtud del mensaje impreso en ellas y que hacía
referencia a la Inmaculada Concepción, curaba cualquier enfermedad, en este
caso, el mal de piedra: “La Monja, pareciendole poco aplicarsela, lo que hizo fuè comersela. Tragòse la cedula,
y al punto (ò maravilla!) echò dos grandes piedras sin
dolor alguno, y en cada vna dellas escrito: Conceptio
Immaculata” (p. 116). Esta curación
maravillosa se parece
sospechosamente a las prácticas de hechicería que la Iglesia perseguía
con encono en esos años; de hecho, un pasaje de De la
Serna que glosan Carmen Bernard y Serge Gruzinski (1992) ilustra la curiosa
frontera entre dos mundos en cierto sentido ‘mágicos’, la maravilla cristiana
contra el maleficio:
Su sirvienta Agustina
cayó enferma de repente [por un hechizo]
y agonizaba ya cuando el cura tuvo la idea de hacerle
sorber en una cucharada de agua un fragmento de hueso del bienaventurado
taumaturgo Gregorio López. La enferma vomitó un pedazo de lana que contenía trozos
de carbón, cascarones de huevo quemados
y algunos cabellos. (pp. 134–35)
Como se ve, hay de magias a magias. Por lo
demás, también para las enfermedades sociales podía haber curas milagrosas,
porque no pocos males públicos se debían, según la mentalidad de la época, a
pecados de convivencia, por nombrarlos de alguna manera. Un ejemplo de esto es
el que trae Martínez de la Parra (1705) cuando relata un hecho sucedido en
Flandes, donde una funesta peste asolaba la ciudad de Arrás,
[...] y quando en la tierra no se hallava al mal algun remedio, lo huvo de
traer del Cielo, quien, sino la que es el refugio de los afligidos, y la que es la salud de los enfermos Maria Santissima? Aparecio la Señora en vna misma noche en distintos lugares a dos mancebos, que con
publicas enemistades entre sì tenian llena
la Republica toda de sus escandalos, y dixoles à cada
vno, que de su parte fuesse a Lamberto Obispo de aquella Ciudad, y le dixesse, que para el siguiente Sabado en la noche la aguardasse en la Iglesia, prevenida vna grande vasija de agua, porque en ella le queria dar el universal remedio para la peste, que tanto los afligia. Fuè cada vno de
aquellos con su embaxada, hallanse juntos delante del Obispo, que conociò al punto la causa de averlos à ellos escogido la Señora, para que haziendose amigos, se quitara primero de la Ciudad su escandalo, si avia de tener la Ciudad remedio, que males
publicos, de ordinario los embia
Dios por los escandalos. Ha Mexico!
Hizolos alli amigos
el Obispo, y juntos aguardaron à la
Señora. Quando à la media noche lleno de resplandor todo el Templo, apareciò con increìble
hermosura la Reyna della, y de los Angeles. Traìa en la mano vna hacha
encendida, y diziendole al Obispo que bendixesse el agua, bolviendo la Señora la hacha derramò en aquella agua
algunas gotas de cera, y dixo que diessen aquella agua à los enfermos, y poniendo la hacha ardiendo en el Altar desapareciò la Señora. Fueron luego beviendo de aquella agua, y
sanaron todos los enfermos, y acabòse la peste. (p. 43)
En todos los casos, la enfermedad podía
también constituir un magnífico pretexto narrativo para posicionar temas y
formas que en principio poco tendrían que ver con la falta de salud, corporal o
espiritual. De este modo, el predicador jesuita Martínez de la Parra, muy de
acuerdo con el carisma político de la Compañía de Jesús, usa la enfermedad como
elemento desencadenador de peripecias que señalan cuestiones vinculadas al
ejercicio del poder; como aquel ejemplo que narra las postreras dudas de un
privado del emperador Carlos, cuando en su lecho de agonía recibió la visita de
su señor, quien le ofreció su ayuda en estos generosos
términos: “si quereis algo, sea lo que fuere, que aqui puedo yo”.
Ya desprovisto de ambiciones
y vergüenzas, el privado le pide que le alargue la vida, a lo que
el emperador responde: “O que esso no està
en mi mano; pedidme cosa que yo pueda. Entonces el enfermo embolviendo entre sollozos estos verdaderos desengaños, se bolviò à la pared, diziendo: Ha, si yo viviera, como avia de servir
solo à aquel Señor, que tiene en su
mano la muerte, y la vida”. El predicador cierra: “Confiad aora en Principes, poned
vuestras Esperanças en Monarcas de la tierra, que por grandes que sean son hombres, y jamàs hallareis en ellos la salud”
(Martínez de la Parra, 1705, p. 54).
En otro ejemplo, más jocoso aun – que
también para la diversión hay tiempo y formas entre estos seguidores de Horacio
–, el predicador jesuita trae aquel conocido apólogo del león y la zorra
en el que el león, siendo rey y estando enfermo, espera las visitas de sus
vasallos. Súpolo la zorra y llegó justo hasta la puerta del rey y, desde ahí,
le transmite su pesar.
Entra acà, le dize el leon, que no es esse modo de visitar à vn enfermo. No, bien estoy aqui. Pues por què no quieres entrar? Mira, yo te lo dirè ya que porfias: porque desde aqui estoy viendo, que las huellas de los que han
entrado todas vàn àzia allà, y no veo ninguna huella de que ayan salido; y assi no quiero entrar. Ha leonazos tragadores! Ha
tigres golosos: si se
estan viendo las huellas, quien ha de querer serviros?
(Martínez de la Parra, 1705, p. 201)
El jesuita Martínez de la Parra muestra en
esto una preocupación fundamental para la Compañía de Jesús en esos años: que
la autoridad sea siempre legítima y justa, como condición básica de
gobernabilidad; por ello la denuncia que encontramos en
este apólogo del león y la zorra, de los señores que explotan a sus vasallos,
significa un señalamiento sin duda valiente si se recuerdan los cuidados que el
obispo Francisco Terrones del Caño (1946) mostraba a este respecto: “Si reñimos
a los viciosos o poderosos, apedréanos, cobramos enemigos, no medramos y aun
suelen desterrarnos” (p. 36), como sucedió a Montesinos, Las Casas o Vieyra y,
posteriormente, a la propia Compañía de Jesús en su conjunto.
Una enfermedad social y de salud pública importante en la sociedad
novohispana fue el alcoholismo, sobre todo entre los siglos XVI y XVII, cuando
se tiene registro de la producción y consumo de más de 70 tipos de bebidas alcohólicas
en la Nueva España, solamente entre las no destiladas, la mayoría de ellas
derivadas del pulque (Godoy Herrera y Ulloa, 2003); por supuesto, también se
producían y consumían diversos tipos de mezcales y aguardientes a lo largo y
ancho del virreinato. No obstante, contra lo que una opinión superficial
pudiera sostener respecto de una mayor incidencia en el consumo de alcohol
entre los segmentos indígenas de la sociedad, este no fue problema para ellos
sino hasta la llegada de los españoles, pues como se sabe, el alcohol en la
sociedad prehispánica observaba un casi exclusivo uso ritual, permitiéndose su
libre consumo solo a los mayores de 60 años.
En este
contexto, los discursos morales y legales comenzaron a concebir como delito el
problema de salud pública que significaba la embriaguez bajo una doble y
paradójica valoración: como atenuante y como causa social (Rodríguez, 2010, pp.
111–24). Se trataba de una censura de la bebida alcohólica autóctona que
se asumía sin discusión aunque con doble rasero, frente a la enorme discusión
que sí suscitó el consumo de otra bebida autóctona como el chocolate, por
ejemplo:
Pasada
la conquista armada, dos bebidas de origen mesoamericano, el pulque y el
chocolate, atrajeron la atención de médicos y moralistas. El sabor del pulque,
llamado también “vino de la tierra”, desagradó a los europeos. No vieron en él
nada comparable con el vino de la vid, al punto de que no hubo voces españolas
que lo defendieran cuando los religiosos lo calificaron de bebida infernal y causa
de la perdición indígena. (Corcuera, 2003, p. 519)
Del mismo modo, se comenzó a
asociar también el consumo del alcohol con el azote mayor que tenía la
expansión del Evangelio en las nuevas tierras: la práctica continuada de la idolatría,
que no era otra cosa que una forma de resistencia simbólica y cultural del
pueblo indígena. Así lo consigna Hernando Ruiz de Alarcón (1629) en un texto
tan tardío para estos efectos como su Tratado de las Supersticiones, argumentando que la embriaguez y la
idolatría inhibían la real conversión de los indios y que un mal alimentaba al
otro, lamentando que la
embriaguez resultara entre los indios “tan perjudicial y cruel enemigo de las
costumbres cristianas”.[9]
Conclusiones
Como los tristes acontecimientos de los años
recientes han demostrado, y como ya lo planteaban los filósofos y médicos de la
Antigüedad, el concepto de enfermedad resulta – hoy como ayer – un
problema mucho más profundo que un mero estado corporal individual: es una
categoría cultural de carácter colectivo que no solo se refiere a un
determinado estado físico, sino que remite a aspectos centrales de la propia
concepción de la vida humana. Es decir, como se afirmó en un principio, tratar
de las enfermedades es tratar también de la vida y de sus muchas
circunstancias, porque la corrupción del cuerpo es asunto indisolublemente
unido a su proceso contrario: la generación; ambas son estados
interdependientes de la materia viva y, a la vez, ambas representan fuerzas
latentes al interior de los cuerpos animales y, a decir del Estagirita, al
interior de todas las cosas del mundo, pues consisten en los efectos de dos
fuerzas primordiales del cosmos que permanecen a lo largo de los eones en
dialéctica relación.
El cristianismo adaptó y
moralizó estas convicciones antiguas, de modo que pudo con amplitud tratar en
los mismos términos ya no solo la salud del cuerpo, sino sobre todo la salud
del alma, que para efectos religiosos era lo que importaba pues, como se sabe,
el pensamiento eclesiástico solía menospreciar los fugaces acontecimientos que
constituyen este ‘valle de lágrimas’, para poner sus ojos en los
acontecimientos trascendentes de la eternidad inmaterial. En cualquier caso, la
introducción de esta nueva dimensión espiritual cristiana a la dualidad salud/enfermedad
no hizo sino proponer nuevos conflictos teóricos y divergencias prácticas, pues
significó el inicio de una serie de encuentros y desencuentros alternativos
entre la medicina y la religión. En este contexto, para el siglo XVII
novohispano los discursos religiosos que recuperaban argumentalmente las
nociones de salud y enfermedad seguían anclados a esta concepción trascendente
de la vida, aunque no pudiesen constreñirse a los límites del cuerpo físico.
Podríamos decir que dos
fueron los principales usos argumentales de la enfermedad en los discursos
religiosos revisados: como ejemplo de castigo y como ejemplo de oportunidad de
purificación, y en ambos pervivía
la concepción aristotélica heliocéntrica, pues
el eje de valoración seguía consistiendo en la cercanía o lejanía respecto
del supremo generador: en este
caso, Dios. El uso de la noción de
enfermedad como castigo significaba, además, la identificación de la
enfermedad con el pecado, asumiendo que el sufrimiento físico era la consecuencia más visible de la corrupción moral del hombre; dicha
identificación puede explicar, por ejemplo, la función narrativa que los
sacramentos podían tomar como medicinas o remedios para dichos males, en particular la confesión, aunque también, por supuesto, la unción de los
enfermos.
En suma, el lugar que la noción de enfermedad ocupa en los discursos
religiosos novohispanos del siglo XVII se encuentra todavía circunscrito al
concepto moral de la salud cultivado desde las tradiciones médicas medievales,
anclado aun en las convicciones filosóficas aristotélicas; un concepto que
incardinaba las nociones de corruptibilidad maliciosa y de virtud como cualidad
también del alma, no solo corporal. De este modo, la enfermedad enfrentó dos
nociones de curación hasta cierto punto opuestas: aquella que confiaba en las
artes de la medicina pre-científica, y aquella que defendía el poder
cuasi-mágico de las curaciones religiosas – e.g.,
uso de cédulas, oraciones o sacramentos. Por ello, encontramos que el uso
retórico de la enfermedad no era solo accesorio o argumental en estos
discursos, sino que se trataba de un concepto esencial que conformaba una de
las causas discursivas recurrentes de la oratoria cristiana.
Lista de referencias
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[1] Es decir, que no es inmutable su existencia o su inexistencia: “Demos, pues, nuestro acuerdo a que es correcto llamar principios y elementos a las materias primarias a partir de cuya transformación, por asociación y disociación u otro tipo de cambio, se producen la generación y la corrupción” (Aristóteles, 2008, p. 83).
[2] “Por tanto, la causa de la generación y corrupción no es la primera traslación sino la traslación a lo largo del círculo oblicuo, pues en ella está tanto la continuidad como el doble movimiento” (Aristóteles, 2008, pp. 113–14).
[3] “La eclíptica. El ‘doble movimiento’ del sol explica los efectos opuestos de generación y corrupción” (Aristóteles, 2008, p. 114).
[4] El Diccionario de Autoridades define
‘tabardillo’ como “enfermedad peligrosa, que consiste en una fiebre maligna,
que arroja al exterior unas manchas pequeñas como picaduras de pulga, y a veces
granillos de diferentes colores: como morados, cetrinos, etc. Covarr. dice se
llamó assi del Latino Tabes, que significa putrefacción, porque se
pudre, y corrompe la sangre” (Real Academia Española [RAE], 1739, pp. 202–3).
[5] Como afirman Adolfo Peña y Ofelia Paco (2002) “Disfrutar de buena salud representaba para Paracelso ajustarse al orden de las cinco esferas. Si tal orden no se daba, se imponía la enfermedad y la muerte, retornando así a la quinta esfera: Dios” (p. 225).
[6] “Andrés Laguna de Segovia (1510–1559) fue un notorio médico que estudió en Salamanca y París, dio clases ocasionalmente en Alcalá y atendió alguna vez (parece) a la Emperatriz Isabel; residió largos años en los Países Bajos y publicó más de 30 obras notables, entre las que sobresale Materia médica (de Dioscórides)” (López Piñero, Glick, Navarro y Portela, 1983, p. 503).
[7] "Como se
sabe, para la retórica las pruebas son el nervio del discurso. Formadas por
razonamientos o comparaciones, es decir mediante deducciones o inducciones, las
pruebas constituyen la argumentatio: el lugar de la defensa y sustento
de las afirmaciones que la causa defiende. Entre ellas, aquellas que tenían
como base la comparación, conocidas en la retórica griega como inducciones o paradigmata,
y en la latina como exempla, fueron de singular importancia en la
oratoria cristiana de estilo humilde, pues en ella era preferible prescindir de
las argumentaciones deductivas complejas, dada la baja calidad del auditorio.
Así, las comparaciones ejemplares se convirtieron en los mayores instrumentos
tanto para la ilustración de la doctrina como para el embellecimiento del
discurso en los sermones dirigidos al pueblo” (Pérez, 2021, p. 10).
Aristóteles (2002) había descrito del siguiente modo la argumentación: “de las persuasiones
mediante el mostrar o aparentar mostrar, así como en las cosas dialécticas una
es inducción, otra silogismo, otra aparente silogismo, también aquí es de
manera semejante; pues el paradigma es inducción y el enthymema, silogismo y el
aparente enthymema, aparente silogismo. Y llamo enthymema al silogismo
retórico, paradigma, en cambio, a la inducción retórica” (pp. 7–8).
[8] La petitio
principii o petición de principio es una falacia lógica en la que la
conclusión no se sigue de la estricta relación entre las premisas, como
corresponde a todo silogismo válido, sino que se encuentra ya incluida
tramposamente en alguna de ellas (Bordes, 2011, p. 142); es decir, en la
petición de principio las premisas iniciales del razonamiento condicionan y
sesgan la conclusión. En este caso, la petición de principio se estructuraría
del modo siguiente: la enfermedad es causada por el pecado (premisa general que
no ha sido sustentada pero que se valida falazmente a priori); hay
presencia de enfermedad en una persona (premisa particular); ergo, esa
persona ha pecado. Como puede verse, la conclusión de que la persona ha pecado
ya estaba implícita en la relación artifical y no probada que supuso la premisa
general.
[9] En la dedicatoria a don Francisco Manso y Zúñiga, arzobispo de México, que prologa el Tratado (Ruiz de Alarcón, 1953, p. 18).