El artículo explora cómo las autoridades coloniales gestionaron el mantenimiento de las áreas arboladas alrededor de la ciudad de Lima y su alameda extramuros llamada “de los Descalzos”. La alta demanda de madera provocó la disminución de este recurso natural, y, debido al alarmante incremento de su consumo, el cabildo trató de frenar y reducirlo a través de bandos. La Alameda de los Descalzos, cuya inauguración en 1611 fue onerosa para el presupuesto, requería de un gasto continuo para su mantenimiento y este era asumido por los alicaídos fondos del cabildo. Su fundador, el virrey Juan De Mendoza y Luna, la proveyó de un estanco para sostenerla, pero requirió de la voluntad de los subsiguientes virreyes para mantenerla, cuyas prioridades no siempre coincidieron con la del virrey fundador.
The article explores how the colonial authorities managed the maintenance of the wooded areas around the city of Lima and its outside-the-walls promenade - i.e., the Alameda - called “de los Descalzos”. The high demand for wood caused the decrease of this natural resource, and due to the alarming increase in its consumption, the municipal council tried to stop and reduce it through ordinances. The Alameda de los Descalzos, whose inauguration in 1611 was onerous to the public budget, required continuous expenses for its maintenance and this was assumed by the depressed funds of the council. Its founder, viceroy Juan De Mendoza y Luna, provided it with an estanco to sustain it, but it required the will of subsequent viceroys to maintain it, and whose priorities did not always coincide with that of the founding viceroy.
- Administración colonial;
- alamedas;
- árboles;
- impuestos;
- Perú;
- virreinato.
- Colonial administration;
- Peru;
- promenades;
- taxes;
- trees;
- viceroyalty.
Introducción
Este artículo trata de la sobreexplotación de un recurso natural renovable, la madera, consecuencia que el crecimiento de la ciudad provocó en las áreas verdes colindantes, así como el accionar poco firme de las autoridades en la época colonial para hacer respetar sus bandos. Así también, se abordarán las alamedas construidas fuera de la ciudad para el uso y disfrute de los vecinos que fue difícil de gestionar por el poco dinero destinado a este fin, tanto por fondos del cabildo y de las sisas o impuestos otorgados por el superior gobierno. Las fuentes primarias provienen de los libros cabildos y cedularios que resguarda el Archivo Histórico de Lima Metropolitana (AHLM) y de los legajos del Archivo General de la Nación (AGN) de Lima, Perú.
Lima se encuentra ubicada en el flanco occidental de América del Sur, frente al océano Pacífico, por un lado, y la cordillera de los Andes, por el otro, en una zona de alta presión por el anticiclón del Pacífico sur, cuya consecuencia es la carestía de precipitaciones y factores idóneos para una desertización natural. Estas características hacen que Lima no presente condiciones tropicales, a pesar de su cercanía al Ecuador; además, está la frialdad de su océano que es atravesado por la corriente fría del Humboldt. De esta manera, Lima está en un desierto por el que se desliza el río Rímac, de régimen irregular, teniendo su máximo caudal en el verano austral, el cual puede ser destructivo, desbordándose y amenazando la vida y la propiedad. Durante la época de caudal mínimo entre los meses de abril a septiembre, en el otoño e invierno austral, el río trae poca agua. La cuenca del río Rímac, donde está Lima, se encuentra limitada en el sur por la del río Lurín y en el norte, por la del río Chillón. Lugares en donde había grandes extensiones de bosque que se redujeron por avituallar a una ciudad, cada vez más demandante, de madera y otros productos (Capel, 1999, pp. 25-45; Rivasplata, 2018, pp. 35-36).
En cuanto a su demografía, la población de Lima aumentó paulatinamente, pues resultaba atractiva por ser la capital del virreinato del Perú. En el siglo XVII pasó de 14 262 a 32 000 habitantes; de fines del siglo XVIII aumentó de 52 627 a 87 000 moradores a comienzos del XIX (Rivasplata, 2018, pp. 41-48). Evidentemente, toda esta población necesitaba recursos naturales renovables para cubrir sus necesidades y el aumento demográfico provocó la sobreexplotación de las áreas arbóreas colindantes a la ciudad. La ciudad fue ocupándose y llenándose de gente que la tenía como residencia, más otra, itinerante, la terminó por atiborrar. No solo en la parte medular, cerca de la Plaza mayor, estaban las principales actividades económicas y comerciales, sino en el resto de la ciudad, incluso extendiéndose al otro lado del río Rímac. Pronto nació la necesidad de crear áreas verdes, destinadas al esparcimiento de los vecinos como la Alameda de los Descalzos en el arrabal de San Lázaro, a las afueras de la ciudad.
La tala de árboles
En la época colonial los valles colindantes con los ríos Rímac, Chillón y Lurín proporcionaron tierras aptas para la agricultura y para que el ganado pastara, alimentando a la creciente población y proporcionando los árboles necesarios para construir y renovar la ciudad de Lima. La conservación de estos recursos estaba presente para las autoridades, de ahí las distintas ordenanzas para controlar su uso, aunque difícilmente se cumplieran.
El rápido crecimiento de la ciudad requirió de gran cantidad de madera para diferentes usos, con el resultado de una notable disminución de árboles. Ante tal situación, la Real Audiencia dio unas ordenanzas para el buen gobierno de la ciudad de Lima, en fechas tan tempranas como el 20 de noviembre de 1551, en el que dispusieron a los vecinos a plantar árboles. Es decir, la autoridad impulsó la propagación de áreas verdes, obligando la replantación de 1 000 pies de sauces y otros árboles en cada una de las chacras y estancias de la ciudad, y estimuló la conservación de los árboles de fruta de origen local, así como los traídos de España.1
Los combustibles utilizados en los hornos de cal y ladrillos eran la leña y el carbón, que estaban provocando la rápida disminución de los árboles. Esta práctica trató de controlarse, determinando tajantemente que ninguna persona fuese osada de hacerlo, ni mandar a los esclavos ni indios que extrajeran árboles dentro de 4 leguas a la redonda de la ciudad. Una medida bastante difícil de cumplir. Por lo que, a finales del siglo XVI, la deforestación de los árboles en los alrededores de la ciudad fue alarmante. Disminuyeron los pacayes, lúcumas, sauces y otras maderas gruesas, quedando los alisos que no eran muy apreciados, aunque con valor medicinal.2
La indolencia de algunos vecinos por cumplir con este mandado fue reflejada en el siguiente caso de tala de árboles maderables de los montes de Pachacamac, en el sur de Lima, por el procurador mayor Diego de Carbajal para su ingenio en 1582. Esta situación había sido denunciada por los labradores, carreteros y de otros oficios, quienes se aprovechaban de la mencionada madera y que ya no podían sacarla para cubrir la necesidad de esta ciudad, como solían hacerlo, porque el mencionado ingenio lo acaparaba, y la madera de pájaro bobo, una planta leñosa y herbácea común en la zona, que abundaba, no les servía.3 Los afectados pidieron a la autoridad que las ordenanzas sobre la tala y corte de la leña de los montes fuese respetado y que mandara a Diego de Carbajal no cortar más árboles, por el gran perjuicio que generaba a la ciudad y a sus residentes. El cabildo ante esta denuncia ordenó notificar al denunciado que estaba prohibido por ley real que ninguna persona fuese la calidad y condición que tuviese cortara árboles ni obtuviese leña del valle de Pachacamac ni de sus montes.4
Al cabo de algunos años, en 1598, las ordenanzas sobre el corte de la leña generaron denuncias y pleitos entre las personas que lo hacían para el sustento de la ciudad. Ante esta necesidad, la autoridad declaró que no se impidiese el corte de leña en los montes y valles de la ciudad, siempre que no fuesen sauces, molles ni espinos, por ser necesarios para los arados y otros menesteres de la labor de la tierra, ni árboles frutales en los montes y cañaverales del distrito de la ciudad y demás zonas baldías.5 Y si se cortaban sauces debían ser los viejos o maduros, dejando el tronco en pie de dos palmos de alto sobre la tierra, para que floreciera. No se cortarían los sauces nuevos y derechos.6 Una medida de prevención para permitir su reproducción y continuidad en el tiempo de la especie en el lugar. Sin embargo, era difícil controlar la tala de árboles y, paulatinamente, Lima fue perdiendo sus bosques.
Una manera de mantener limpios los cursos de agua sería conservando la vegetación ribereña. Por eso, en 1617, una orden fue dada por el virrey Francisco de Borja y Aragón, príncipe de Esquilache, que obligaba a conservar la leña y la caña alrededor de los puquios de agua, para proteger los manantiales que alimentaban las fuentes de la ciudad y, así, mantenerlos limpios. Esta vegetación no debía cortarse porque era barrera natural que impedía que los ganados ensuciaran el agua con los excrementos y orines.7 También, el cabildo le había informado sobre los daños provocados por la tala de los montes, siendo notoria la falta de leña que había en la ciudad. Los pobladores talaban los montes del distrito, incluso las raíces eran arrancadas, impidiendo su proliferación, por cuya causa disminuirían considerablemente en muy breve tiempo.8 La desertificación provocada por la actividad antropogénica como el eliminar la cobertura vegetal incrementó la sequía en la zona estudiada.
La mengua de los árboles alrededor de la ciudad de Lima era una realidad y la autoridad empezó a traerlos de otros lugares, principalmente de Guayaquil (Quiroz, 2020, p. 175).9 En 1643, esta madera llegaba a la ciudad de Lima a excesivos precios en desmedro de los carpinteros y de las personas que necesitaran este género. Por informes, el virrey marqués de Mancera tenía entendido que los que transportaban la madera del puerto a la ciudad eran los que la encarecían. El cabildo y sus fieles ejecutores debían velar sobre ello.10
Los pastos alrededor de la ciudad de Lima eran fundamentales para alimentar, sobre todo, al ganado vacuno y carneros que eran sacrificados en los rastros de la ciudad y vendidos en las carnicerías. En 1621, un memorial fue leído en favor de la integridad de los pastos destinados a la ciudad.11 El rey pidió un informe a la Real Audiencia, a través de una cédula real, para que comunicara sobre la licencia que el cabildo pedía para comprar ciertos valles para montes y pastos y poder echar sisas en algunos mantenimientos y engrosar los ingresos de la ciudad para las adquisiciones.12
Actividad | Causas de |
Efectos o |
Soluciones |
Resultado |
La tala de árboles. | Gran demanda de madera para la construcción de casas, instituciones, conventos, iglesias y otros. |
Deforestación de bosques de sitios aledaños a la ciudad de Lima. | Bandos que ordenaban que dejaran crecer a las plantas jóvenes. Estas ordenanzas son indicadores de un acercamiento a la idea de que la velocidad del consumo de los recursos naturales no debe superar la tasa de renovación de estos. | Leyes no respetadas por la mayoría de la población, a pesar de las sanciones y multas con el resultado final que los campos colindantes a Lima no fueron suficientes para cubrir la demanda, fueron sobre explotadas y recurrieron a traerlo de otros lugares como Guayaquil. |
La Alameda de los Descalzos
Las consecuencias del crecimiento de la ciudad de Lima, sobre todo en el centro, fueron el hacinamiento, ruido, mal olor y suciedad. Pronto, la desbordó, pero, rápidamente, sus autoridades y vecinos buscaron y encontraron la solución en el otro lado del río Rímac, en el barrio de San Lázaro, que ofreció áreas propicias para la construcción de una alameda y paseos.
Precisamente, el virrey Juan de Mendoza y Luna, marqués de Montesclaros, mandó trazar la alameda en 1611, con calles de 19 varas de ancho, con crecido gasto en la plantación de árboles y en la instalación del agua para su riego.13 El mismo año de su inauguración, el alcalde ordinario de la ciudad y comisario de la alameda, Fernando de Córdova y Figueroa, había denunciado lo abandonada y descuidada que estaba: los árboles sin mantenimiento al igual que su sistema de fuentes y cañerías, por falta de personal que se ocupara de ello.14 Por lo tanto, el alcalde consideraba que era absolutamente necesario para no perder todo lo invertido en la edificación de la alameda, la contratación de un vigilante que tuviese al menos dos peones que recibiesen salario y comida a costa del cabildo. Las tres personas recibirían anualmente cada uno 250 pesos y otros 50 para las herramientas. Cantidad mínima necesaria para el mantenimiento de las cañerías y fuentes, así como para replantar la arboleda perdida.
Por esta razón, el alcalde Fernando de Córdoba y Figueroa solicitó al virrey Juan de Mendoza y Luna, marqués de Montesclaros, que en nombre de la ciudad diese merced del estanco de la nieve y aloja para el mantenimiento y beneficio de la Alameda de los Descalzos.15 La aloja era una bebida muy popular en la época colonial que se vendía en las muchas alojerías que había en la ciudad, por lo que se estancó, adjudicándose al mejor postor y sus dividendos estarían dirigidos a mantener esta área verde. La aloja era aguamiel con especias que podía servirse enfriada con nieve.
La alameda era un lugar de esparcimiento y solaz para los vecinos de Lima donde paseaban o ejercitaban la monta del caballo, además de ser ella, uno de los paisajes de “más adorno y grandeza” de los que podía tener la ciudad. En nombre del rey, el virrey hizo merced a la ciudad del estanco de la nieve y aloja que en ella fuese vendida “para que goce de ello desde inicios de noviembre de 1615 en adelante y todo el tiempo que fuere la voluntad del Virrey que gobernarse”.16 Según Luque Azcona (2015, p. 491), las alamedas no fueron estructuras previstas en la normativa urbanística colonial, por lo que surgieron espontáneamente por requerimientos y necesidades de cada lugar.
El dinero recaudado estaría destinado al pago de salarios y mantenimiento de la alameda, y la justicia debía velar que los vecinos y autoridades cumpliesen la merced real y declaraba nula otra orden, bajo multa de 500 pesos de oro. Al poco tiempo el cabildo determinó elegir anualmente entre los regidores a un comisario para vigilar al guarda de la alameda y los trabajadores encargados de mantenerla.
La alameda tuvo un revés al entrar el nuevo virrey Francisco de Borja y Aragón, príncipe de Esquilache (1614-1621), quien no confirmó el arrendamiento del asiento de aloja y nieve, provocando la falta de mantenimiento de la alameda, por la falta de fondos que el cabildo difícilmente asumía. Durante ese periodo, el cabildo la había descuidado, dejándola sin guardianía que plantara y cuidara de las fuentes y cañerías, por tener poca renta de propios y los que había, estaban empeñados con muchos censos y deudas.17
A petición del cabildo limeño, el próximo virrey, Diego Fernández de Córdoba, marqués de Guadalcázar (1622-1629), dio licencia al cabildo para el arrendamiento del abasto de aloja y nieve, otorgándola a la persona que más diere en pesos al año para el mantenimiento, la edificación de la alameda y puesta en ella de la tercera fuente. El dinero obtenido de esta merced no podía gastarse en otra cosa. Orden dada que debía ser respetada por los alcaldes ordinarios y demás autoridades.18 Incluso, el cabildo encomendó al procurador de la ciudad la confirmación del rey de la merced de la nieve y aloja que el virrey de Guadalcázar había dado a la ciudad de Lima para el mantenimiento de la alameda. El procurador escribiría a la corte española para pedir esta confirmación a su majestad (Bromley, 1962, pp. 99-100).
El cabildo hizo un llamamiento público para encontrar al mejor postor para el arrendamiento de la nieve y aloja. Los gastos de mantenimiento de la alameda correrían a costa del postor ganador del asiento. El obligado daría fianzas de poder hacer su trabajo, recibiendo el derecho de abastecer de nieve y aloja a la ciudad de Lima por tiempo de ocho años, desde el 1 de noviembre de 1625. El asentista ganador, Antolín Reinoso, se comprometió a plantar y replantar los árboles necesarios y fertilizarlos, a mantener las fuentes en buen estado, limpiar y reparar las cañerías y los almacenes, entre otras obligaciones. Sin embargo, al cabo de un año, dejó de cumplirlas (Bromley, 1962, pp. 262-63). El suministro y abasto de la nieve permitía al cabildo tener dinero para el mantenimiento de la alameda. De este abasto dependía que los alcaldes ordinarios, los fieles ejecutores y comisarios de la alameda tuvieran dinero para cuidar de ella y del abastecimiento de la nieve. Sin embargo, a mediados del siglo XVII, entre 1639 a 1642, la alameda no recurrió al arrendamiento de la aloja y nieve para su manutención, sino de la caja real. Esto ocurrió durante los gobierno del conde de Chinchón (1629-1639) y del virrey marqués de Mancera (1639-1648), cuando se hizo estanco de este género, beneficiando a la Real Hacienda y quitando la jurisdicción a los alcaldes y fieles ejecutores, para dárselo a los alcaldes del crimen de la Real Audiencia que por tener otros trabajos más urgentes, descuidaron la alameda y el abasto de la nieve. Durante ese periodo, el abasto y peso de la nieve eran alterados al grado que el asentista daba lo que quería.19
Ante esta situación, el 18 de noviembre de 1641, en el cabildo se leyó un auto del virrey Mancera en el que encargaba la administración de la alameda al cabildo, dándole 400 pesos y trayendo confirmación del rey Felipe IV sobre la materia. Los regidores del cabildo acordaron que el regidor comisario de la alameda visitara al virrey para pedirle les quitara este gravamen y se aumentara esta cantidad a otra mayor que fuese la necesaria para el arreglo de la pila quebrada y caída.20 No tuvo acogida y el procurador de la ciudad cobró la cantidad estipulada de la caja real de ayuda de costa para el arreglo de la alameda. Incluso, la Real Audiencia reconoció su pésima gestión ante la falta de atención dada a la alameda.21
En gran parte del siglo XVII, la renta del abasto de la nieve fluctuó entre el cabildo y la Real Hacienda. Durante el gobierno del virrey García Sarmiento de Sotomayor y Luna, conde de Salvatierra llegaron quejas sobre el mal estado de la alameda, del poco control de la calidad de la aloja:
Conde de Salvatierra pariente gentil hombre de mi cámara mi virrey gobernador y capitán general de las provincias del Perú o a la persona o personas a cuyo cargo fuere su gobierno don Alonso de Santander y Mercado procurador general de esta ciudad de los Reyes me ha representado en su nombre que la jurisdicción del abasto de la nieve siempre fue del cabildo de ella hasta que tuve por bien de darla a los alcaldes del crimen de esta mi Audiencia de que se habían seguido graves inconvenientes y falta en la provisión de nieve y pesos falsos, sin haber quien lo remedie ni visite por sus muchas ocupaciones y que reconociéndolo, así mi fiscal de la dicha audiencia os pidió se nombrasen regidores para que a prevención con los alcaldes conociesen de esta jurisdicción y de su provisión y visita para que estuviese con buen gobierno y fidelidad como constaba del testimonio que representaba, suplicándome fuese servido mandar volver al dicho cabildo y sus alcaldes la dicha jurisdicción según y en la forma que la tenían antes.22
El fiscal de la Real Audiencia reconoció como cierta esta información. El cabildo tenía el problema de fondos escasos. De tanto en tanto se libraban dádivas que aliviaban sus gastos. Así y todo, los problemas económicos se mantuvieron y el dinero del asiento iba del cabildo a la Real Hacienda y viceversa. En la segunda mitad del siglo XVIII, gran parte de la población limeña encontró en el paseo de Aguas y en la Alameda de Acho, sitios cercanos a la ciudad, un sistema de espacios que permitían la interacción y el movimiento del público que las autoridades ilustradas encontraron saludable y buscaron fomentar: aire puro y apreciación de paisajes. El sauce, el nogal y el álamo eran de los árboles más utilizados para replantar en áreas públicas. Anualmente, en el mes de agosto se colocaban las estacas necesarias y precisas a fin de reponer los sauces que se caían o morían. El cabildo prohibió cortar las ramas de los sauces, bajo penalidad. La Alameda de los Descalzos era el inicio del camino a Amancaes, una loma muy concurrida por los limeños, sobre todo el 24 de junio, que era el día de San Juan.
A comienzos del siglo XIX, las alamedas del barrio de San Lázaro competían entre sí por la concurrencia del público, y la de los Descalzos salió perdiendo. El virrey Ambrosio Bernardo O’Higgins, I marqués de Osorno, a través de un superior decreto indicó que el público había abandonado el paseo de la Alameda de los Descalzos en 1800, “teniendo por mejor recreo el principio del nuevo camino del Callao”.23 De esta manera, se suspendía desde el día primero la contribución de 150 pesos anuales que de los propios se hacía al guardián de la alameda, Ignacio Meléndez; igualmente, cesaban los productos de las mesas de trucos, billares, juegos de canchas, bolos y bolas que servían para el mismo fin, y que estos se sacaran a remate. De este decreto fue puesto en conocimiento el mayordomo síndico para que tomando razón en los libros de junta municipal cesara la contribución y procediese al cobro de los trucos y billares, también fue informado el juez de Aguas para que cesara la conservación de árboles y cuidado de pilas, alcantarillas, acequias y caja. Sin embargo, al mes, una persona se ofreció al cuidado, aseo y limpieza de la alameda por solo la asignación de un jornal.24 Al cabo de otro mes, el 14 de marzo de 1800, en el cabildo, el juez de Aguas interrogó sobre la permanencia o no del paseo de la Alameda de los Descalzos y el arreglo de sus pilas y cañerías que se iban deteriorando con motivo del abandono que del sitio se había hecho. El cabildo mandó consultarlo al virrey, pero O’Higgins fallecería y el problema fue absuelto por la Real Audiencia en espera del nuevo virrey.
Durante todo el año de 1801 continuó la polémica sobre la conservación o no de la alameda antigua. El 16 de junio de aquel año, un superior decreto de la Real Audiencia ordenó al alcalde Ignacio de Orúe que nombrara por parte del cabildo a una persona para la custodia de la alameda, señalándole el salario que se enunciaba en el referido superior decreto. El 23 de junio fue remitido a la Real Audiencia el testimonio de todo lo realizado para la conservación y cultivo de la Alameda de los Descalzos y nombramiento del guarda que cuidara, podara y plantara árboles, arreglara sus alcantarillas y aseara y limpiara sus acequias y pilas.
El pago al encargado de la limpieza de los Descalzos seguía siendo un problema y se trató que el asentista de toldos y asientos de la Plaza mayor entregara dinero para aquel fin; sin embargo, este no consideraba que estaba entre sus deberes hacerlo. Así, el 9 de agosto de 1801, el comisionado para la compostura de la mencionada alameda, Ignacio de Orúe, expuso que aquella obra había costado 2 500 pesos y que el asentista de los toldos y asientos de la Plaza mayor se excusaba de aquel pago con el motivo de que no debía cosa alguna por razón de arrendamiento de aquel ramo. Finalmente, los regidores del cabildo después de reflexionar tomaron la decisión de pagar a los operarios y demás peones que habían originado aquella petición a la superioridad. El decreto debía insertarse en la escritura de obligación, así como el auto del cabildo. Al final, los gastos lo cubrieron con fondos del cabildo. El 13 de noviembre de 1801, el síndico mayordomo solicitó la fianza de lo gastado en 782 plantíos para agrandar la alameda. El procurador general fue informado de esta situación. Pronto, otro problema surgió y el cabildo formó una comisión el 7 de mayo de 1802 para tomar decisiones sobre el estado en que el paseo público de la alameda se hallaba en los días festivos, experimentando tal concurrencia de gente que generó una gran polvareda que impedía el recreo y desahogo. La autoridad consideró necesario el riego, destinando a los presos de la cárcel para este trabajo, quienes también emparejaron el terreno de la alameda, nivelando el relleno y plantando árboles en marzo de 1803. Asimismo, la autoridad capitular prohibió a los vecinos arrojar basuras en lugares visibles que alejaran a la gente de este paseo.25
El guarda de la alameda
La Alameda de los Descalzos tenía un guardia que estaba controlado por un comisario que era un regidor del cabildo. Algunos nombres de los guardias que de la documentación primaria se han rescatado son Orencio de Ascarrunz, Joseph Merellano e Ignacio Meléndez, quienes informaban sobre la rotura de las alcantarillas y el mal estado de las cañerías y de la caja de agua, nombrándose por ello peritos.26 Las obligaciones del guardia habían sido cuidar la limpieza y aseo de la alameda, quitar la maleza y escombros, que no cortaran los árboles ni se echaran escombros ni inmundicias en el vecindario ni en sus calles acequias y alcantarillas. También, regarla los jueves, domingos y los días festivos, además de los días de cumpleaños del rey, de los príncipes, de San Francisco Solano y San Cristóbal. Otra de sus obligaciones consistía en la limpieza general a principios de cada año, transportando los desmontes. El guarda recibió un sueldo que fluctuó de 120 a 300 pesos anuales.
En 1750, los atrasos en el pago de los salarios de los guardias eran comunes. Por ejemplo, un teniente de la caballería ligera y guardia de la alameda exigía su salario de 10 pesos cada mes por su vigilancia, cuidado y limpieza, disponiendo de cuatro o cinco peones todos los días desde las 6:00 del mañana a 6:00 de la tarde, como constaba a los comisarios. Asimismo, algunas personas se ofrecían a cuidarlo por un pago, a través de solicitudes presentadas en el cabildo limeño. Por ejemplo, los ranchos junto a Acho destruyeron los sauces y los pocos que quedaron se estaban perdiendo por falta del riego encargado a un indio que no cumplía con esta tarea.27 Ante esta situación el pardo libre Agustín Mendizábal propuso restablecer aquel sitio poniendo sauces y nogales. El cabildo permitió que lo restableciera para diversión, desahogo y paseo de los vecinos, cediendo su uso y usufructo por 10 años a condición que replantara y cuidara los sauces en 1751.28 Asimismo, un vecino que vivía en los alrededores del paseo de la alameda, Francisco Roldan, se ofreció a cuidar y asearlo por 10 pesos al mes, pero requería de un indio para que realizara el plantado de los árboles, además de una barreta y dos lampas.29 El descuido y abandono del cabildo para mantener las áreas verdes de la ciudad era evidente.
En la segunda mitad del siglo XVIII el guarda de la alameda, Ignacio Meléndez, dependiente del juez de Aguas, había ocupado el cargo por mucho tiempo, por este motivo había adquirido conocimientos y proporciones que no era fácil los tuviera algún otro. En la documentación se le encuentra trabajando como guardia hasta la primera década del siglo XIX, pero también surgieron opositores a su trabajo, incluso propusieron la eliminación de su cargo.
Así, en 1783, los dueños de casas cafeterías, mesas de truco y billares propusieron al cabildo hacerse cargo del cuidado, limpieza y riego de la Alameda de los Descalzos a cambio de ahorrarse el pago de sus cuotas mensuales para el sueldo del vigilante en 1783. Esta propuesta surgió porque denunciaron que el encargado de hacerlo no lo ejecutaba con el celo que correspondía al cargo que tenía asignado. El 21 de febrero de 1783, los dueños de estos establecimientos de entretenimiento informaron que le pagaban una pensión de 6, 4, o 2 pesos, según acuerdo, ejecutándolo mensualmente. Esta cantidad la cobraba el guardia de la alameda, Ignacio Meléndez, según cuota asignada para el cuidado y vigilancia que debía tener en el aseo, limpieza y riegos de árboles de la alameda. Cantidad que se entregaba fuera de los 120 pesos que le pagaba como salario el cabildo justicia y regimiento de Lima de sus propios y rentas anualmente.
El mencionado guardia iba de casa en casa a cobrar la cuota, sin aceptar dilación alguna. En caso contrario presionaba a los dueños de los mencionados establecimientos para que se le satisficiere. Para reducir disgustos habían acordado los interesados hacerse cargo de la limpieza de la alameda. El objetivo sería eliminar el cargo de guardia de la alameda, para así ahorrar al cabildo la cantidad entregada anualmente y los solicitantes, disgustos.
Asimismo, los interesados lograrían no ser molestados, provocados ni insultados por el guardia. La pensión que recibía el guardia permitiría poner un hombre o dos que fuesen prácticos para el cultivo y mantenimiento de los árboles sus plantaciones, limpieza, reparos, riegos y demás. La Alameda necesitaba para su mejor permanencia, hermosura y diversión de las gentes, quedando obligados los interesados a verificarlo y cumplirlo.30
Esta propuesta fue presentada por algunos de los dueños de cafeterías, mesas de truco y billares que fueron: Bartolomé Guerzi, Juan Batta Rapalo, Sebastián de la Torre, Tomas Pellicer, Bernardino Ronquez, Francisco Serio, Francisco Prunzi y Tadeo Cruzado. Después de más de dos meses, el cabildo emitió un informe de la propuesta de los dueños de estos establecimientos a través del síndico procurador general, el 6 de mayo de 1783, quien indicaba que la solicitud sería admisible, pero habría que verificar si era factible. Ellos proponían tomar a su cargo y hacer a su costo todas las operaciones que requería la alameda para el mantenimiento de los árboles, seguridad de sus acueductos y limpieza. También indicaban que se sujetaban a esta pensión, redimiendo al cabildo de los 120 pesos anuales que se pagaban al guardia Ignacio Meléndez, pero como los que suscribían el recurso no tenían residencia fija en el lugar, sería bastante difícil el cumplimiento de sus promesas. La propuesta no era factible. El procurador consideraba que el guardia de la alameda debería de ser reprendido por el descuido en la ejecución de su cargo, sin que se le removiera del mismo. El cabildo respondió a los interesados “hágase saber a los dueños de casas, cafeterías y trucos la pretensión del síndico procurador general de esta ciudad para que en su razón pidan y expongan lo que a su derecho convenga”.31
El 13 de mayo de 1783, el cabildo hizo saber a los suplicantes la pretensión del síndico procurador general para que expusiesen lo que consideraran. Los dueños alegaron su decisión de encargase del aseo y cuidado de la alameda al ser la única diversión de la ciudad, liberando al cabildo de ella y sus propios de la pensión entregada, ofreciendo todas las seguridades y resguardos a satisfacción del cabildo.32
La respuesta del fiscal llegó el 24 de mayo de 1783, quien ordenó que se formalizara sin perjuicio de terceros. El cabildo eligió remover al guardia, aprobando lo que pedían los interesados por ahorrarse un dinero. Dos años más tarde, el 5 de enero de 1783, el visitador superintendente general de Hacienda confirmó la petición durante el gobierno del virrey De la Croix, quien dio su visto bueno.
Sin embargo, más tarde, en la documentación primaria encontramos otra vez a Ignacio Meléndez como guardia de la alameda y, también, el aquel entonces subteniente de policía. El 10 de febrero de 1787 había ofrecido a la autoridad construir a su costa, sin gravamen alguno del cabildo y su vecindario en un lapso de nueve meses, una alameda terraplenada, así como poner sauces desde el puente de la Recoleta hasta el camino de los Amancaes, cuya distancia de largo era de 370 varas y de ancho 18 varas, plantando álamos a proporcionada distancia, sin que para los costos de la obra hasta su conclusión pudiese exigir ayuda monetaria al cabildo, a excepción de perros muertos que eran necesarios para fertilizar el suelo.33 Estos ofrecimientos tan generosos eran una práctica habitual para ganarse la voluntad de las autoridades.
El 17 de octubre de 1787, Ignacio Meléndez, como guardia de la alameda, sugirió al juez de Aguas que faltando dos meses para los días de paseo de Año Nuevo y Reyes en la alameda habría que limpiar todas las acequias, las regaderas y las alcantarillas, tapar algunos agujeros que en ellas había, barrer y quitar todos los escombros y piedras. El juez de Aguas había mandado al guardia a llevar una cuenta diaria, que ascendía a más de 200 pesos mensuales. Sin embargo, el guardia se comprometió a hacerlo todo por la cantidad de 150 pesos. Esta consulta fue dirigida al teniente gobernador Jorge Escobedo quien lo aceptó, pero pagado por propios de la ciudad.34 En este contexto habría que acotar que desde la Alameda de los Descalzos se observaban las lomas de Amancaes que estaban cubiertas de verdor con flores amarillas en el invierno austral. Un paseo que arrancaba de la alameda hacia las lomas era realizado anualmente cada 24 de junio, el día de San Juan, situado a media legua de la plaza mayor limeña y a las cuales se iba siguiendo la calle de sauces del paseo de los Descalzos. Este día de fiesta la gente subía a pie, a caballo, u otra movilidad, acompañada de música y todo tipo de vendedores ofrecían sus viandas hacia la “feria” con casetas de música, baile y comida. En esta loma había diferentes ranchos o barracas cuyos dueños vendían comestibles, licores y la aloja con nieve, y en otras ofrecían zamacuecas. La temporada de paseos a Amancaes empezaba en junio y terminaba en agosto (Coloma, 1997, p. 272; Fuentes Delgado, 1925, p. 53).
El 19 de diciembre de 1787, el cabildo realizó el inventario de los gastos realizados en la limpieza en la alameda de diez alcantarillas grandes, tres pequeñas y siete acequias que regaban los árboles, la realización de la poda, el recojo de las piedras, el barrido, la eliminación de los escombros, el tapado de varios agujeros de las alcantarillas y la limpieza de la acera del convento Nuestra Señora del Patrocinio.35
Según una documentación del libro de cédulas y provisiones, núm. 25, el 13 de enero de 1788, el superintendente general de Real Hacienda, intendente gobernador de la ciudad y sus partidos, confirmó el cargo de guardia de la alameda a Ignacio Meléndez, pues desde tiempos muy antiguos lo había ejercido, quien por este motivo había adquirido mucho conocimiento y experiencia que no era fácil los tuviese otro. Esta consideración era bastante para que continuase en los mismos términos.
Las alcantarillas de la alameda colapsaban e inundaban la zona en épocas de aumento del caudal del río Rímac. El guardia debía arreglarlos como parte de su trabajo, pero era lento y tenía que tomar decisiones rápidas ante los problemas. Sin embargo, 7 de junio de 1788, el cabildo ordenó al guardia de la alameda que en lo sucesivo se abstuviese a hacer obra alguna sin orden del cabildo. El 23 de octubre de 1789 pidió que el síndico mayordomo le pagase la cantidad de pesos que había gastado en varias reparaciones de las alcantarillas de la alameda. El juez de Aguas debía dar su visto bueno por ser la autoridad que estaba a cargo de las aguas internas de la ciudad. Además, la propiedad privada podía ser dañada por estos desbordes de las alcantarillas y los vecinos exigían su reparación. El 26 de febrero de 1790, el padre guardián de los Descalzos pidió que repararan los daños a la cerca del convento, provocados por los derrames del agua de la alcantarilla de la alameda. Ante esta situación el juez de Aguas y el procurador general de la ciudad harían reconocimiento y vista de ojos para valorar los daños.36
El guardia de la alameda, Meléndez, continuó con este oficio hasta inicios del siglo XIX, pues el 15 de julio de 1808 las autoridades hicieron un reconocimiento al sitio y el mencionado guarda indicó que todas las alcantarillas y acequias estaban obstruidas de arena, cuya limpieza se estaba haciendo con varios peones. Incluso, la caja principal de agua estaba atorada de arena. Agregó que cuando se quitaban las aguas del valle de los Amancaes, era el tiempo de reparar y limpiar las acequias, puentes y alcantarillas, ya que no podía realizarse con agua. Había plantado 200 sauces, pero le substrajeron algunos. Su trabajo era limpiar las alcantarillas y los cinco estancos de la caja de agua que había en el sitio. Al guardia se le pagaba 8 reales diarios por el mayordomo síndico de los propios y rentas.37
Las otras alamedas en San Lázaro: la Alameda de Acho y los desbordes del río Rímac
Otras alamedas fueron construidas en el barrio de San Lázaro, incorporándose el entorno natural a la ciudad a través de los nuevos paseos, alamedas, pilas, monumentos, que se ubicaron en las nuevas zonas de crecimiento de la ciudad. Gran parte de la población limeña encontró, en estos sitios cercanos a la ciudad, un sistema de espacios que permitían la interacción y el movimiento del público que las autoridades encontraron saludable y buscaron fomentar: aire puro y percepción de paisajes.
Un caso exitoso fue un espacio que se aprovechó que estaba entre la barranca y el tajamar o muro de contención frente al matadero para que no entrase el agua del río a la población de este barrio, en 1739 (Rivasplata, 2015, p. 126).38 Este espacio fue rellenado con desmontes y estiércol remojado, en una cantidad que ocupó más de 3 varas de altura. Crearon tierra fértil que propiciaría el crecimiento de árboles para el ornato de la ciudad y desahogo de sus vecinos: “capaz de formarse una alameda hermosa en sitio que antes era una ruina y notorio peligro del barrio”.39 El juez superintendente de las obras públicas de la ciudad de Lima, el marqués de Casaconcha, abogó por la formación de esta nueva alameda frente al río y requería para su mantenimiento de un riego de agua continuo.40 En atención a lo solicitado la autoridad le otorgó esta merced que quedó plasmada en los libros de cabildo de dicha ciudad.
Cerca de la Alameda de los Descalzos estaba la plaza de toros de Acho, que fue edificada en 1765 por Agustín Hipólito de Landaburu, a través de un contrato con el superior gobierno al mando del virrey Amat, donde fue obligado a asumir los gastos de la obra además de costear tres pilas para la antigua Alameda de los Descalzos. Esta plaza de toros y su Alameda de Acho, remozada en 1773, tenía tres calles: la del medio destinada a caballos y carruajes, y los laterales para los individuos de a pie (Bromley, 2019, p. 85). Su extensión era de 25 varas de ancho y 316 de largo, desde la entrada hasta la plazoleta del Acho. En los alrededores de la Alameda de Acho se estaban urbanizando o construyendo casas, pero los vecinos no respetaban la línea de la calle, y la ocupaban, presentándose litigios.
En cuanto a la limpieza y la plantación de árboles en la mencionada alameda, la encargada era la viuda del indio Valentín Jiménez, naturales del pueblo de Lurigancho, llamada María Luisa Gargate, quien advirtió que los vecinos de la Alameda de Acho arrojaban basura, atorando la acequia, además que dejaban a sus acémilas en el lugar, con perjuicio de las plantaciones que se habían hecho. Todo esto afectaba económicamente a la encargada de la limpieza y conservación del lugar, quien había asumido el cargo a la muerte de su marido. También, denunció al regidor Manuel Lorenzo Encalada, quien tenía posesiones en aquel sitio y además las extendía, construyendo frente al terreno de María Luisa.41
Esta viuda mostró documentación e indicó que el cabildo dio a su marido unas tierras en los extramuros de Acho, con el cargo de que plantase, cultivase y cuidase dos alamedas: una al costado del río y otra frente al camino de Lurigancho. Su marido sembró las plantas y las estacas de árboles, y habiendo fallecido quedó al cuidado de su hijo legítimo, Joseph Jiménez, por cuyo fallecimiento había quedado su madre como legítima heredera, con el encargo de cuidar el riego de árboles, para que estos se mantuvieran frondosos para diversión del público. Pero, por más atención que ponía en el cumplimiento de esta obligación no podía conseguir que los vecinos, que los más de ellos eran soldados de la guardia, no la respetaran por ser mujer, causándole notables perjuicios y gastos considerables a su pobreza y viudedad. Ella tenía que limpiar continuamente las acequias por donde se conducía el agua para su riego porque ocultos en la sombra de los árboles estaban comúnmente los caballos de los soldados y demás bestias durante el día, recogiéndolos solo de noche. Y como por allí pasaba precisamente la acequia, los animales la inutilizaban, segando las hierbas con el estiércol. También denunció que Juan Gutiérrez, ayudante del fallecido guardia, cortó de raíz 120 troncos de la alameda para los destinos que él decía tener por orden del antecesor. Esta tala provocó que el bosque estuviese menos poblado de lo que estuvo cuatro años atrás, por lo que era necesario plantar nuevas estacas.
La viuda al verse incapaz de realizar el trabajo propuso al cabildo poner sujeto asalariado que infundiera respeto a los vecinos, pues ella no podía y gastaba más de lo que recibía en la limpieza y plantación de las alamedas, cuyo suelo era pedregal y muladares de basura. Pidió notificaran a los vecinos para que limpiaran a su costa el desmonte y basura que arrojaban en las alamedas, imponiéndoles una multa de 4 pesos a los transgresores. También solicitaba que no se perdiera el agua que debía ser utilizada para el riego de las plantas.42
Un intento fallido de área verde fue una ubicada cerca de la Alameda de los Descalzos que llevaba el nombre de la Navona o Paseo de Aguas. En 1776, en este cabildo se trató la noticia de que Juan Gutiérrez - a cuya dirección y cargo estaba esta obra pública, en la que se habían invertido más de 100 000 pesos - estaba próximo a salir de viaje a la metrópoli española sin haberla concluido, habiendo en el lugar muchos aperos y carretas. El cabildo solicitaba consulta al virrey en cuanto que no se le permitiese salir de la ciudad por mar ni por tierra porque podía no regresar a terminar el trabajo. También había sido denunciado por haber realizado muchas estafas al gremio de camaroneros y al común de indios que traficaban comestibles a esta ciudad.43 Estos trabajos quedaron inconclusos (Rodríguez, 1999, pp. 147-76).
En cuanto a la Alameda del Callao fue, otra vez, reconstruida en 1797 y su característica paisajística era sus dos largas hileras de árboles. Sitio muy popular, pero al igual que la Alameda de los Descalzos necesitaba de personal permanente para su conservación. En la documentación se visualiza que su plena concurrencia provocaba su mal estado, el destrozo de sus vías y constantes anegos por los desbordes de sus acequias.
El inicio de esta alameda y la zona de Acho estaban expuestas a continuos desbordes del río Rímac en época de aumento de caudal en la época estival. En el verano de 1794, este río tenía el caudal máximo y se desbordó, derrumbándose el puente de sogas que facilitaba el tránsito entre una y otra banda. Era necesario cortar la fuerza de las corrientes dividiendo el río en dos brazos, por la parte correspondiente al beaterio de Viterbo a los Desamparados. Este trabajo solía ser realizado por los indios camaroneros, por lo que el cabildo ordenó a los alcaldes de aquel gremio, Nicolás Alarcón y Pablo León, para que con toda su gente se movilizara al lugar.44 Asimismo, los cuidados de mantenimiento del puente de piedra eran periódicos para su segura circulación (Rivasplata, 2017, p. 119).
Los tajamares o muros de contención colocados para contener la fuerza del río Rímac, necesitaban reforzarse y componerse todos los años. Con este objetivo, la Real Audiencia a petición del cabildo aplicó 1 000 pesos del ramo de sisa y 3 000 cada año de los propios hasta la conclusión de la obra.45 Todos los años eran reparadas aquellas obras de cantería y el de Acho no fue la excepción. En 1805, el cabildo comunicó al virrey marqués de Avilés la necesidad de colocar grandes piedras para concluir el espigón del tajamar de Acho, sin el cual no habría resguardo para las próximas avenidas del río. Según el comandante ingeniero se necesitaban un total de 1 155 pesos. En marzo de 1806, los comisionados de la obra del paseo militar y la obra de Acho pidieron al cabildo la cantidad de 5 000 pesos anuales para continuarla.46 Otro problema recurrente en la Alameda de Acho era el arrojo de basura en la zona, provocando los aniegos de sus acequias.
En 1821, el guarda de la Alameda del Acho, Francisco Reina, no cumplía con sus obligaciones descuidando el aseo, según testimonio de los regidores comisionados de policías Francisco Falles y Manuel de Alvarado. Sin embargo, de las muchas y repetidas reconvenciones que le habían hecho personalmente para que limpiara las acequias y barriese las calles por las que mañana y tarde transitaba el público diariamente, determinaron removerlo del empleo de guarda y poner otro en su lugar que cumpliese con sus obligaciones. José Manuel Lepaje fue nombrado como guarda de la referida alameda con el mismo salario que tenía Reina, bajo las siguientes condiciones: tener siempre limpias y aseadas las calles, plantar anualmente por el mes de agosto las estacas necesarias y precisas a fin de reponer las sauces que se cayesen o muriesen, no podar sin permiso de la comisión, regar la Alameda de Acho tres días a la semana en el tiempo de invierno y cada dos días en verano, denunciar a la persona que cortara algunas ramas de los sauces, y averiguar el nombre y paradero para tomar las providencias convenientes.47
Conclusión
Este artículo ha tratado de dar más luz en cuanto al tema de la gestión del mantenimiento de la arboleda, sobre todo, de alamedas en la época colonial. Indudablemente recaía en el cabildo, pero también el virrey intervenía, otorgando sisas o impuestos a consumos altamente demandados entre la población, de tal manera que ingresara una cantidad para su manutención. Sin embargo, la otorgada por el virrey Montesclaros a inicios del siglo XVII no se mantuvo en el tiempo y la Alameda de los Descalzos no estuvo bien atendida. La falta de conciencia ambiental entre las autoridades es evidente en su accionar, como el despojar de ayudas económicas al cabildo para la manutención de alamedas desviándolos a objetivos políticos coyunturales.
Lima se encuentra en el desierto y en una zona anticiclónica, de vientos secos provenientes del océano Pacífico que, ante la barrera natural de los Andes, descendían aquellos aires abruptamente sobre esta ciudad, formando desertización natural. De esta manera, Lima no tenía captación de aguas de lluvias, y las áreas verdes, como la Alameda de los Descalzos, necesitaban irrigación a través de canales. También, necesitaban de la constante supervisión, cuidado de un guardia y otros ayudantes para la siembra de estacas de árboles a mediados de año, el riego durante la semana, la limpieza del camino peatonal, el control de las acequias que las surcaban para que no se desbordaran por obstáculos en su camino, como acumulación de basura y muladares, los que eran muy caros de erradicar. Los vecinos y las mismas autoridades como los soldados no cooperaban en mantener limpia la zona y agravaban la situación al utilizar las acequias como tiraderos de basura y sitios para la defecación de sus caballos o mulas, de tal manera que era insuficiente el dinero otorgado por el cabildo y otras entidades para su manutención. La figura de un guardia de alamedas debía infundir respeto y tener autoridad para ello. Así, está presente en la documentación desde la segunda mitad del siglo XVIII a comienzos del siglo XIX, la figura de Ignacio Meléndez, diestro en el acondicionamiento edáfico de nuevas alamedas, que utilizando materia orgánica inerte para fertilizar el suelo - cadáveres de perros, tan abundantes en Lima - revertía la capacidad de uso de la zona de una infértil a otra adecuada para la siembra continua y periódica de estacas de árboles, y así mantener remozada y en condiciones a estas áreas verdes a extramuros de la ciudad. De esta manera, la otra ribera del río Rímac, en el barrio de San Lázaro, era convertida, paulatinamente en el área de esparcimiento de una ciudad cada vez más insalubre, ajetreada y poblada como fue Lima colonial.
Las áreas verdes se ubicaron principalmente en el otro lado del río del casco antiguo muy cercano a él. Destacan el paseo de Amancaes, la Alameda de los Descalzos, el paseo de Aguas y la Alameda de Acho. Este circuito se integraba el barrio de San Lázaro con la Lima amurallada a través del puente de piedra y otros puentes de materiales más temporales.
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1
Archivo Histórico de Lima Metropolitana (AHLM), fondo Cabildo de Lima, Libro de cédulas y provisiones reales, núm. 3 (1534-1633), fols.1-334r.
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2
El nombre científico y común del pacay es Inga feuilleei, “guaba”; del aliso andino, Alnus acuminata, “Ramrash”; del sauce criollo, Salix humboldtiana; de la lúcuma, Pouteria lúcuma, y del pájaro bobo, Tessaria absinthioides. Todos originarios o autóctonos del área andina.
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3
El nombre científico de la planta leñosa y herbácea, Pájaro bobo, es Tessaria absinthioides.
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4
AHLM, fondo Cabildo de Lima, Libro de cédulas y provisiones reales, núm. 2 (1582), fol. 24v.
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5
Nombre científico y común del molle es Schinus molle, “Falso pimentero” y del espino, Duranta mutisii. Plantas autóctonas del área andina de América del Sur.
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6
AHLM, fondo Cabildo de Lima, Libro de cédulas y provisiones reales, núm. 2 (1598), fol. 59r.
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7
AHLM, fondo Cabildo de Lima, Libro de cédulas y provisiones reales, núm. 5 (1613-1621), fol. 391r.
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8
AHLM, fondo Cabildo de Lima, Libro de cédulas y provisiones reales, núm. 8 (1617), fol. 86r.
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9
La madera que consumía la costa peruana provenía de Chile, Chiloé y Guayaquil.
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10
AHLM, fondo Cabildo de Lima, Libro de cédulas y provisiones reales, núm. 8 (1643), fol. 22r.
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11
AHLM, fondo Cabildo de Lima, Libro de cédulas y provisiones reales, núm. 8 (1621), fol. 157r.
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12
AHLM, fondo Cabildo de Lima, Libro de cédulas y provisiones reales, núm. 6 (1621), tomo 7, fol. 72r.
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13
AHLM, fondo Cabildo de Lima, Libro de cédulas y provisiones reales, núm. 8, (1611), vol. 9, fol. 123r. Para la creación de la Alameda de los Descalzos se habrían gastado más de 35 000 pesos.
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14
AHLM, fondo Cabildo de Lima, Libro de cédulas y provisiones reales, núm. 8, (1612), vol. 9, fol. 105r.
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15
Estanco: “Se llama el asiento que se hace para acotar la venta de las mercancías y otros géneros vendibles, poniendo tasa y precio a que fijamente se hayan de vender, e impidiendo que otros puedan tratar y contratar en los géneros que uno toma por su cuenta, y por cuyos derechos y rentas hace escritura y obligación: como sucede en el tabaco, naipes, nieve y otras especies y géneros” (Real Academia Española [RAE], 1732, vol. 3).
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16
“y donde se ejercite y entretenga la gente de a caballo y ocupe la ociosa de esta ciudad en ejercicios y entretenimientos virtuosos que en ello recibirá favor bien y merced”. AHLM, fondo Cabildo de Lima, Libro de cédulas y provisiones reales, núm. 3 (1615), fol. 23.
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17
AHLM, fondo Cabildo de Lima, Libro de cédulas y provisiones reales, núm. 6 (1612), fol. 106r. No había persona que tomara a su cargo el arreglo y cuidado de la alameda por dos años.
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18
AHLM, fondo Cabildo de Lima, Libro de cédulas y provisiones reales, núm. 5 (1613- 1621), fol. 230r.
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19
AHLM, fondo Cabildo de Lima, Libro de cédulas y provisiones reales, núm. 9 (1642), fol. 3r.
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20
AHLM, fondo Cabildo de Lima, Libro de cabildo, núm. 24 (1644-1649), fol. 256v.
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21
HLM, fondo Cabildo de Lima, Libro de cabildo, núm. 27 (1660-1664), fol. 226v. Comisario para la cuida de la alameda. Sobre el aderezo y reparo de la alameda en virtud de un auto de la Real Audiencia.
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22
AHLM, fondo Cabildo de Lima, Libro de cédulas y provisiones reales, núm. 6 (1653), fol. 44r.
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23
AHLM, fondo Cabildo de Lima, Libro de cabildo, núm. 39 (1800), 4/01/1800, fol. 174v.
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24
AHLM, fondo Cabildo de Lima, Libro de cabildo, núm. 39 (1800), 11/02/1800, fol. 178r.
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25
AHLM, fondo Cabildo de Lima, Libro de cédulas y provisiones reales, núm. 27 (1798- 1820), 4/03/1803, fol. 343r.
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26
AHLM, fondo Cabildo de Lima, Libro de cabildo, núm. 35 (1730-1756), fol. 100; núm. 37 (1782), fol. 100.
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27
Rancho: “La junta de varias personas que en forma de rueda comen juntos” (RAE, 1737, vol. 5).
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28
AHLM, fondo Cabildo de Lima, Libro de cabildo, núm. 35 (1751), fol. 229r.
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29
AHLM, fondo Cabildo de Lima, Libro de cabildo, núm. 35 (1751), fol. 244r.
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30
Archivo General de la Nación del Perú (AGN), CA-GC4 (1783), leg. 29, exp. 13, fol. 7.
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31
AGN, CA-GC4, leg. 29, exp. 13 (1783), fol. 7.
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32
AGN, CA-GC4, leg. 29, exp. 13 (1783), fol. 7.
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33
AHLM, fondo Cabildo de Lima, Libro de cédulas y provisiones reales, núm. 25 (1788), fol. 100; AGN, CA-GC4, leg. 29, exp. 21 (1785), fol. 22.
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34
AHLM, fondo Cabildo de Lima, Libro de cédulas y provisiones reales, núm. 25 (1787), fol. 256r.
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35
AHLM, fondo Cabildo de Lima, Libro de cédulas y provisiones reales, núm. 25 (1787), fol. 257r.
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36
AHLM, fondo Cabildo de Lima, Libro de cabildo de Lima, núm. 38 (1789-1790), fol. 153r.
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37
AHLM, fondo Cabildo de Lima, sección Administrativo, serie Documental, Obras públicas (1638-1822), caja 1, núm. 014-CC-OP.
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38
Tajamar: “Obra de cantería, que se construye en la corriente de las aguas en figura angular, para que corte el agua, y se reparta igualmente por la madre del río” (RAE, 1739, vol. 6).
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39
AHLM, fondo Cabildo de Lima, Libro de cédulas y provisiones reales, núm. 22 (1739), fol. 206r.
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40
AHLM, fondo Cabildo de Lima, Libro de cédulas y provisiones reales, núm. 22 (1739), fol. 259r; núm. 25 (1787), fol. 1787r.
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41
AGN, CA-GC4, leg. 29, exp. 21, (1785), fols. 1-22r.
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42
AGN, CA-GC4, leg. 29, exp. 21, (1785), fols. 1-22r.
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43
AHLM, fondo Cabildo de Lima, Libro de cabildo, núm. 36 (1776), fols. 1-415r.
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44
AHLM, fondo Cabildo de Lima, Juzgado de aguas (1794), fols. 1-6r.
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45
AHLM, fondo Cabildo de Lima, Juzgado de aguas (1804), fols. 1-8r.
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46
AHLM, fondo Cabildo de Lima, Libro cédulas y provisiones reales, núm. 27, (1806), fol. 343.
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47
AHLM, fondo Cabildo de Lima, sección Administrativa, Obras públicas (1821), fols. 1-10r.
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- » Recibido: 11/05/2023
- » Aceptado: 28/07/2023
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