Este trabajo aborda los problemas entre pueblos de indios y haciendas que surgieron a causa de la extracción de madera, carbón y leña de los bosques cercanos a la ciudad de Guadalajara en vísperas de la Independencia de México. El artículo tiene como trasfondo demostrar, a través de un estudio histórico de caso, cómo fue que los bosques - antaño considerados recursos de beneficio común - paulatinamente se fueron privatizando y adquirieron una nueva categoría jurídica acorde con la mentalidad individualista que se fue imponiendo en las posesiones hispanas de América.
This research addresses the conflicts between indigenous towns and haciendas that arose due to the extraction of wood, charcoal, and firewood from the forests near the city of Guadalajara, on the eve of the Mexican Independence. The article aims to demonstrate, through a historical case study, how forests - once considered resources for common benefit - gradually became privatized and acquired a new legal status in line with the individualistic mentality that was becoming dominant in the Spanish possessions in America.
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Antecedentes
Durante los tres siglos que duró la Nueva España, la leña utilizada para las cocinas de los diversos estratos sociales era un recurso vital para la preparación de alimentos y la calefacción de las viviendas. Cotidianamente las residencias de los españoles también requerían carbón y ocote para el alumbrarse de noche. En las ciudades y villas novohispanas, la yerba, el agua y la leña eran productos imprescindibles y como tales, usualmente debían ser surtidos a los españoles por la población aborigen (Zavala, 1991, p. 99; De Arregui, 1946, p. 28; Vanegas Durán, 2015). Más recientemente, F. Castro (2022, pp. 27-49), destaca cómo el aprovisionamiento de madera y leña a las ciudades recaía fundamentalmente en grupos indígenas, por lo que, más allá de lo económico, la actividad involucraba connotaciones étnicas y sociales. Durante el virreinato había giros económicos esenciales como las panaderías, las cuales, además de harina y azúcar demandaban gran cantidad de leña, el encarecimiento de la leña también podía hacer que aumentara el precio del pan como ocurrió, por ejemplo, en 1593 en la zona minera de Zacatecas (Gómez, 2020, p. 14). Es por demás abundar en la importancia que la madera y la leña tuvieron para la actividad minera, sobre todo, antes de que se descubriera el método de amalgamación, tema que ha sido abordado a detalle por diversos estudiosos y rebasa los objetivos de este ensayo.
Hoy, el agua sigue siendo un recurso vital, en cambio, la yerba con la que se alimentaba a los animales de carga y tiro fue reemplazada por los hidrocarburos que mueven a los automotores; la leña a su vez fue sustituida por otras formas de energía como el gas doméstico y la electricidad. La importancia de los recursos estratégicos actuales ayuda a imaginar el valor que un recurso como la leña alcanzó durante los tres siglos del virreinato. Sin embargo, la leña y la madera son bienes de la naturaleza que requieren de fuentes de aprovisionamiento como son los bosques, que fueron espacios regulados según las normas de los diversos tiempos del periodo virreinal.
En 1496 los reyes católicos habían establecido que los bosques fueran comunes y “que ninguna persona fuera osada en cortar un árbol por el pie”, es decir, había libertad de cortar las ramas, más no el tronco hasta cierta altura; en la legislación del imperio se señalaba que era menester “dejar horca y pendón” para que [los árboles] puedan crecer y reproducirse (Zavala, 1991, pp. 119-20; Vázquez, 1997, p. 9). Más que medidas proteccionistas, estas disposiciones tenían un carácter pragmático dado la necesidad ineludible de tener áreas arboladas cercanas para el uso cotidiano del carbón, la leña y la madera (Castro Gutiérrez, 2022, pp. 30-31).
En 1532, con motivo de un conflicto entre la Audiencia de México y el marqués del Valle por el acceso a pastos y montes, la reina doña Juana expidió otra real cédula reafirmando que los montes, pastos y aguas fuesen comunes para todos los españoles (Bolio y Bolio, 2013, p. 34). Además de los bosques y los cuerpos de agua, había otros bienes que también se consideraban de uso común como la paja o el rastrojo del trigo, el maíz, la avena o la cebada que adquirían dicho carácter luego de cosechar el grano, lo que en España se conoció como “La derrota de las mieses” (Sánchez, 2002, p. 81). En las ordenanzas de descubrimiento y nueva pacificación de las Indias, emitidas por Felipe II, el 13 de julio de 1573, en el mandato 95, se señaló que, “Los pastos del dicho término sean comunes, alzados los frutos, excepto la dehesa boyar y concegil”1 (Fernández Sotelo, 1987, p. 292). Estas leyes formaban parte de una visión de propiedad legislada de antiguo, que priorizaba el beneficio común de los recursos, por eso se garantizaba también el paso del ganado y la no exclusividad de las áreas de pastoreo, sobre todo, después de levantadas las cosechas (Zavala, 1991, p. 120). Para el caso específico de las áreas arboladas las colonias americanas, la ley 14 del libro cuarto de la Recopilación de Leyes de Indias estableció claramente la libertad de los indígenas para el corte de madera así fueran propiedades privadas de criollos o de españoles.
Por otro lado, un problema común respecto a las cédulas, despachos y leyes emitidas por los sucesivos reyes de España fue que, frecuentemente las normas no se cumplían o se cumplían sólo parcialmente, dándoseles una interpretación particular según los mandos provinciales. En el virreinato del Perú, las máximas autoridades propiciaron el uso común de los recursos al menos hasta la década de 1580, pero dicha situación cambió en 1591, a raíz de la emisión de las cédulas de composición y venta de tierras baldías decretadas para todas las provincias hispanoamericanas (Jurado, 2021, p. 9). En el caso de la Nueva España, si bien, las mercedes de tierras no daban el dominio absoluto de los espacios concedidos - dado que ponían énfasis en el uso común de montes y pastos a todos los vecinos y en particular a los indios -, en los hechos, los hacendados permitían dicho uso, pero a modo de concesión particular (Castro Gutiérrez, 2022, p. 41-42).
Inclusive, en los grandes espacios que seguían siendo realengos o sin dueño, las leyes protectoras de bosques, pastos y aguas fueron violentadas por los nuevos escenarios en los que se enfrascaron los colonos europeos. Castro Gutiérrez (2022, pp. 31-34) expone, por ejemplo, la dificultad de aplicar sanciones a la tala inmoderada de árboles en la Nueva España dado lo extenso de los territorios que gobernaban los alcaldes mayores y corregidores, a más que había asuntos más inmediatos que debieron ocupar su atención. En realidad, debió haber un gran desorden en torno a la explotación de los bosques. Tanto los dueños de haciendas con áreas arboladas, como los gobernadores de los pueblos que contaban con montes y leña, eran proclives a dejar que se cortaran los árboles desde el tronco siempre y cuando se pagara por ello, en el caso de las áreas realengas la situación debió ser aún más crítica debido a que no había quién tuviera un interés genuino por preservar dichos recursos.
Durante la segunda mitad del siglo XVII, se acotó el alcance de la Ley 14 de la Recopilación de Leyes de Indias sobre el uso y disfrute común de la leña de los bosques. Algunas cédulas reales como la del 4 de junio de 1687 y la del 12 de julio de 1695 establecieron que este derecho aplicaba siempre y cuando se actuase con sobriedad y no se viesen disminuidos los bosques, a más que el corte de leña o madera debía ser para uso doméstico, sin fines de comercialización o lucro.2 Lo que seguramente se pretendió con estos cambios legales fue acotar las crecientes disputas por los bosques y su agotamiento, de lo que hay evidencias ya desde mediados del siglo XVI para el caso de la ciudad de Zacatecas (Gómez Murillo, 2020, p. 3); o de las ciudades de Puebla y San Luis Potosí para la década de 1650 (Castro Gutiérrez, 2022, p. 41). Pero es en el siglo XVIII en que, al aumentar la población y, por ende, el precio de la tierra, se acentúa también la tendencia a prohibir la entrada de leñadores a los agostaderos y áreas arboladas. En ese sentido, algunos pueblos de indios también se valieron de diversas argucias para prohibir a los indígenas de otros pueblos el acceso a dichos recursos.
El acceso a la leña y la madera en la Nueva Galicia durante el siglo XVIII
Se puede decir que, por sus propias condiciones naturales y demográficas, desde el inicio de la época colonial, el bosque y sus derivados estuvieron repartidos de manera inequitativa en el territorio de la Nueva Galicia y en la provincia de Ávalos. Salvo las partes altas de algunas eminencias geográficas del interior de la Nueva Galicia, las áreas extensas de bosques se localizaban principalmente en el sur de la Sierra Madre Occidental, macizo montañoso conocido en los siglos XVII y XVIII como Sierra de Jora o Sierra del Nayar, cuyas vertientes hacia el sur, terminan en declive en el río Santiago. La otra gran área de bosques de coníferas y de selva baja se encontraba ubicada en el extenso nudo montañoso donde confluyen la Sierra Madre Occidental y el Eje Neovolcánico. Desde Colima hasta el sur de Nayarit, esta área montañosa alcanza altitudes de más de 2 mil metros en algunos puntos y va descendiendo a veces abruptamente hacia las costas del Océano Pacífico (Véase Mapa 1). Se puede decir que, para principios del siglo XVIII había grandes áreas boscosas en la provincia de estudio, pero éstas no se encontraban inmediatas a los centros urbanos más importantes de la época; y aunque eventualmente hubiese bosques cercanos a alguna villa o centro minero, la abrupta orografía dificultaba el traslado de madera y leña por lo que los precios tendían a incrementarse.
En el centro y sur de lo que hoy es Jalisco, desde mediados del siglo XVI diversos pueblos como Atengo, Caltlán, Ceiba, Melaguacán, Mizquitlán, Tena, Tlaquepac, Yxtlalaque e Yzcatlán aportaban leña a sus encomenderos además de otros bienes (García Castro, 2013). En contraste, en el altiplano minero, el carbón, la madera y la leña eran recursos escasos y valiosos, por lo que se tenían que trasladar a las vetas de plata desde distancias considerables debido al rápido agotamiento de los bosques inmediatos (Gómez Murillo, 2020, pp. 35-37), situación que se agudizó en el siglo XVII.
Para el siglo XVIII en las áreas más remotas como en la jurisdicción costera de Villa Purificación y Tomatlán, abundaba la madera de buena calidad, como el palo de Brasil, guayacán, caoba, palo fierro, sabino y otras especies que no se aprovechaban. En 1793, los indígenas del pueblo de Cuautla, en la jurisdicción de Guachinango se dedicaban al corte de pino, cedro y roble sin que nadie les impusiera trabas, la misma situación vivía la congregación de Apango, en la provincia de Amula, y no se han documentado problemas que hayan tenido con vecinos durante la época colonial. Una situación parecida se vivía en el distrito de Etzatlán y Ameca, en donde no se han documentado conflictos por el acceso a los bosques y sus recursos. Aquí, congregaciones indígenas como la de Oconahua, se dedicaban a labrar madera para surtir a los trapiches de la región (Noticias varias, 1878, pp. 33-52).
A fines del siglo XVIII en el distrito de Colotlán había también considerables extensiones de pino, encino y otras especies. Pueblos, como el de Coacuasco, tenían como giro principal el corte de maderas, y la fabricación de carbón (Noticias varias, 1878, pp. 94). Cercano a Coacuasco, el pueblo de “Mesquitique” (Mezquitic) también utilizaba los recursos del bosque para sobrevivir. Un informe de 1790 del general Félix María Calleja señalaba que Mesquitique estaba habitado por 527 personas de todas las edades y contaba con 5.5 leguas cuadradas de tierra, es decir, cerca de 10 mil hectáreas, la mayoría de ellas catalogadas como “de pastos”.3 Al futuro virrey de la Nueva España le molestaba que, teniendo tanto terreno útil, los indígenas de Mezquitic prefirieran elaborar aguardiente y vino mezcal con el que se emborrachaban y sólo por mucha necesidad dedicaran algo de su tiempo al corte de madera, la cual vendían en el Real de Bolaños.4
En las cercanías de Guadalajara, desde 1701, los indígenas de San Martín de la Cal (hoy San Martín de Hidalgo) interpusieron una demanda por invasión de una parte de sus tierras. El problema es que había aumentado el número de “hijos del pueblo” y ya no había parcelas para sus siembras, además, dado que muchas familias se mantenían de fabricar cal, tenían que comprar leña para la cocción, ya que esta congregación indígena no tenía montes.5 En ese sentido, los indígenas de Atotonilco (el Alto) en la jurisdicción de La Barca, batallaban para conseguir la leña de su sustento, por lo que utilizaban un sitio de ganado mayor llamado “El Chichimeco”, perteneciente a la hacienda de Las Margaritas; a cambio, los indígenas permitían que esa hacienda irrigara sus tierras con agua de un manantial que pertenecía al pueblo.6 Otros pueblos de indios como Ajijic, San Juan Cosalá y Jocotepec ubicados alrededor del Lago de Chapala, en la alcaldía mayor de Sayula, contaban con montes para leña pero no con tierras para cultivo.7
Adicional a la abundancia o escasez de árboles para madera, carbón y leña, existía una especie de especialización productiva de las congregaciones indígenas. Si bien, la leña era necesaria para cualquier familia de la época, esta necesidad era más apremiante cuando, por ejemplo, se sobrevivía de la fabricación de carbón o del corte y venta de cualquier producto derivado de los árboles. En 1778, los indígenas de San Lucas, pueblo ubicado en la jurisdicción de Tlajomulco, se mantenían de hacer piedras de molino, molcajetes y metates como todavía hoy en día, y también se dedicaban a la recolección de leña (Patiño, 1993, pp. 16-17), para ellos, era vital el bosque del que se proveían tanto de piedra como de madera. Pueblos pequeños como San Sebastián, que en 1793 estaba adscrito a la subdelegación de La Barca y apenas contaba con 16 tributarios, tenía como giro la recolección de leña seguramente para venderla en el pueblo de Poncitlán, el más grande e inmediato de sus alrededores (Noticias varias, 1878, p. 67), para estos pueblos, la leña era aún más importante pues era su fuente de sustento.
En el caso de las urbes más prominentes de la Nueva España, Castro Gutiérrez (2022, pp. 29-30) documentó cómo estas generaron áreas abastecedoras de leña y carbón y de grupos de población especializados en dichas actividades; algo similar a lo ocurrido en las ciudades de Tunja y Santa Fe (hoy Bogotá), según Vanegas Durán (2015, pp. 92-93). La ciudad de Guadalajara, capital de la Nueva Galicia, no fue la excepción e integró a sus pueblos de indios aledaños como proveedores. Para el siglo XVIII, las jurisdicciones más importantes en la extracción de leña, carbón y madera eran San Cristóbal de la Barranca, Tala y Tonalá. Los pueblos de indios aledaños a la urbe hallaron una oportunidad para su manutención dedicándose algunos casi por entero a la explotación de los bosques. Pueblos como Santa Ana Tepetitlán, Jocotán y San Juan de Ocotán del corregimiento de Tala; Santa María Tequepexpan, Toluquilla y San Sebastián del corregimiento de Tonalá, y Tesistán, Nextipac, Ixcatán, Zoquipan, San Esteban y Atemajac, del de San Cristóbal de la Barranca se dedicaban en gran medida a la producción de carbón y el corte de leña para su sobrevivencia y su mercado era la ciudad de Guadalajara. Ya en la primera década del siglo XVII, el obispo Alonso de la Mota y Escobar señaló al describir los contornos de Guadalajara:
Los montes de esta ciudad son muchos y buenos, están a legua y otros a más, la arboleda silvestre que producen son pinos, encinos, robles y otros géneros de arbustos, y chaparrales, no hay en ellos ningún género de bellota ni piñón. Quien de estos montes se aprovechan son los indios en cuyo distrito caen, en que cortan leña, vigas, tablas y otras rajas que todo traen a vender a esta ciudad, y con lo procedido comen y visten y pagan sus tributos y pasan la vida. (1993, p. 27)
No se ha encontrado evidencia de que en los siglos XVI y XVII la extracción y venta de madera y leña haya estado reglamentada, o que de forma obligada algunos pueblos hubiesen surtido a los vecinos de Guadalajara como ocurrió en otras ciudades. Las actas de cabildos de la ciudad de Guadalajara elaboradas de 1607 a 1668 tan minuciosas en describir los productos que se vendían en la ciudad y los precios asignados, sólo tangencialmente hablan del tema (Razo, 1970), aunque la leña y particularmente el ocote eran productos esenciales en las fiestas civiles y religiosas que periódicamente organizaba el ayuntamiento (López, 1984, pp. 142, 160). En la segunda mitad del siglo XVIII, por ejemplo, el cabildo de Guadalajara destinaba ciertos montos para la compra de leña que se usaba en fogatas públicas e iluminación de las plazas, a los vecinos en cambio, se les obligaba - con pena de multa - que pusieran ocotes encendidos en las puertas y ventanas de sus viviendas durante los festejos López, 1984, p. 195). De lo anterior, se infiere que, hasta el siglo XVII en Guadalajara no debió ser un problema grave la compraventa de leña y que probablemente había cierto equilibrio en los precios, los proveedores, los consumidores y la existencia de espacios arbolados. Para 1660 sin embargo, en las actas de cabildo comenzaba a señalarse de forma explícita la prohibición de que mercaderes y regatones compraran la leña antes de que ésta llegara a la plaza principal de la ciudad y se surtieran primero los vecinos, lo que ocurría generalmente a las 10 de la mañana de todos los días (López, 1984, pp. 218, 249, 302).
En este mosaico de proveedores indígenas de leña ubicados en los alrededores de la urbe tapatía, los conflictos afloraron durante el siglo XVIII debido a que fueron mermando las áreas arboladas, pero, sobre todo, porque, con títulos legales que amparaban la propiedad de cerros y barrancas, las haciendas también comenzaron a prohibir a los pueblos aludidos la extracción de leña y de madera, recursos a los que los nativos habían tenido libre acceso en los siglos XVI y XVII.
El siglo XVIII y los conflictos por los montes en los alrededores de Guadalajara
El problema por el acceso a los montes para recolección de leña por parte de cualquier etnia durante el siglo XVIII tiene como trasfondo un fenómeno que, por sus implicaciones tuvo profundas consecuencias: la transformación de la tenencia de la tierra, tanto para los pueblos de indios como para ranchos y haciendas. En la Nueva Galicia, los pueblos de indios, a más de su legua cuadrada de tierra “por razón de pueblo” que las autoridades estaban obligadas a reconocerles de forma automática y gratuita (Goyas, 2020: 72-73), contaron muchas veces con otro tipo de tierras las cuales fueron adquiriendo por compra o composición durante el largo periodo virreinal según las posibilidades de cada república. Para el 15 de octubre de 1754 en que se emitió la Real Instrucción para la manifestación de títulos de tierras detentadas en la Nueva Galicia,8 al lado de pueblos que sólo contaban con su legua cuadrada de tierra por su calidad de repúblicas indígenas, más de la mitad de las reducciones de naturales eran dueñas de uno, dos, o más sitios de ganado mayor o menor cuyos títulos fueron revisados y validados mediante un pago luego de la Real Instrucción ya aludida.
Pero, además de las dos categorías de tierras ya descritas, muchos pueblos de indios contaron con otro tipo de predios, se trataba de aquellas extensiones usufructuadas sin documentos legales. Estas tierras fueron motivo de intensas pesquisas de las autoridades pues era de su interés el que se pagara por ellas. Se trata de espacios menos visibles en los documentos coloniales y, por ende, a veces han pasado por alto en los estudios de la propiedad indígena colonial.
Frecuentemente los pueblos consideraban que su territorio se extendía por bosques y montes, más allá de las tierras poseídas con títulos expedidos por las autoridades. Así, las entradas de españoles o de indígenas de otros pueblos a este tipo de montes en busca de leña o para apacentar ganado, con el tiempo equivalió a incursiones ilegales, lo mismo si eran demandadas en merced por lo que, sin contar con documentos de propiedad, hubo numerosas protestas de los pueblos de indios cuando se les quisieron arrebatar estos espacios. Pero, como lo señala Bernardo García Martínez (2014, pp. 159-61), respecto de los montes entraban en conflicto dos visiones.
Desde el punto de vista español se les percibía como baldíos o realengos, y en virtud de ello se les reclamaba como de jurisdicción real: el rey, haciendo uso de sus facultades podía concederlos en merced a quien dispusiera. Desde el punto de vista indígena, en cambio, estas tierras al menos inicialmente se consideraban patrimonio del pueblo o altepetl, más no se concebían como una propiedad en el sentido moderno del término, sino como un espacio jurisdiccional en donde el pueblo, a través de sus autoridades, podía ejercer autoridad o tenerlas como reserva territorial; así pues, su aprovechamiento no era intensivo y, al no contar con títulos legales, tampoco estaba bien delimitado. Durante el siglo XVIII los montes y otros espacios de esta índole tuvieron que ser regulados legalmente por los pueblos de indios, o definitivamente renunciar a ellos (García, 2014, p. 168).
Para el caso de los alrededores de Guadalajara, muchas haciendas desde los siglos XVI y XVII comenzaron a hacerse legalmente de cerros y montañas mediante la solicitud de mercedes de sitios de ganado mayor o menor, aunque no hay evidencia de que para esas centurias las haciendas hayan aprovechado de forma intensiva estos accidentados terrenos. Las montañas probablemente se utilizaban sólo la mitad del año, entre junio y noviembre que había lluvias para apacentar el ganado del hacendado, pues las áreas planas se ocupaban en los cultivos de temporal.
A pesar de ello, en el proceso de composiciones de tierras decretado a fines de 1692, quedó claro que en realidad la mayor parte de los cerros en los alrededores de Guadalajara para ese entonces ya eran propiedad privada, es decir, se habían concedido en merced desde décadas o incluso siglos antes a ranchos, haciendas y eventualmente a pueblos de indios. El resultado fue que, para la segunda mitad del siglo XVIII, las haciendas ya fueran de particulares o de alguna orden religiosa, estaban armadas legalmente con títulos, y el siguiente paso fue prohibir a los indígenas el acceso a los montes.
A la iniciativa individual y de las pequeñas congregaciones indígenas por hacerse legalmente de tierra, se unió también una nueva política de aprovechamiento territorial. El siglo XVIII se distinguió por los grandes cambios tanto legales como culturales en torno al uso y posesión de la tierra. Tal fenómeno fue de la mano con el afán modernizador de la dinastía Borbón que buscaba dejar atrás las prácticas del viejo régimen en áreas de aumentar la productividad y generar más riqueza en el reino. Para ello, se fomentó la igualación de derechos; como lo ha demostrado Sánchez Sálazar (2002, pp. 94-95), ideólogos ilustrados de la época, como Olavide, Floridablanca o Campomanes consideraron que, para lograr un mayor crecimiento agrícola y modernizar los campos a semejanza de Inglaterra, en España y sus provincias se debía fortalecer legalmente el derecho de propiedad, lo que implicaba el cercado de tierras estimulando a los dueños al tener asegurados los frutos de su trabajo. A la par, se buscó la abolición de privilegios a los antiguos pueblos de indios y la tierra comenzó a concebirse más claramente como mercancía.
En el siglo XVIII, se generalizo el cercamiento de predios - o enclosure, como se le denominó originalmente en Inglaterra. La construcción de kilométricas bardas de piedra en la provincia de la Nueva Galicia para delimitar el territorio de las haciendas se fue dando de forma lenta y sin leyes que regularan la nueva iniciativa. En la segunda mitad del siglo XVIII, los cercos de piedra para dividir las propiedades rurales comienzan a masificarse en corregimientos como Tlajomulco, Tala, San Cristóbal de la Barranca y Tonalá, es decir, en los alrededores de Guadalajara donde pueblos de indios, haciendas y ranchos se habían densificado.
Haciendas como Santa Lucía, Copala, y Toluquilla, todas ellas ubicadas a menos de 50 kilómetros de Guadalajara, comenzaron a cercar sus tierras desde principios del siglo XVIII, hubo incluso haciendas como la de San Juan de los Cedros, en las cercanías de Tlajomulco que, desde 1685 ya tenía levantadas algunas vallas de piedra, invadiendo tierras de los naturales de Cajititlán.9 Un siglo después, haciendas como Atequiza, Buenavista, Huerta Vieja, La Calera y la misma hacienda de los Cedros se encontraban dividas ya con sólidas cercas de piedra de varios kilómetros de longitud que serpenteaban entre valles, laderas y cerros.10
Los muros de piedra fueron un símbolo del sentido de pertenencia de los dueños de las haciendas y con su construcción frecuentemente resultaron afectadas las congregaciones indígenas. En 1724, en el proceso de medición de las tierras del pueblo de Tesistán, ubicado a cinco leguas al poniente de Guadalajara, para disgusto de los indígenas, no se les pudo entregar la legua cuadrada que por ley les correspondía, simplemente porque estaban rodeados por la hacienda Santa Lucía y ésta, además de contar con títulos legales, había levantado cercos de piedra para delimitar sus terrenos. Con el tiempo, la hacienda prohibió también la saca de leña de sus montes a los indígenas de Nextipac y Tesistán (Prieto, 2023, 113).11 En el caso de la hacienda de Copala, ubicada a unos 20 kilómetros al norte de la capital, al ponerle un vallado a sus tierras perjudicó a los indígenas de las localidades de San Esteban e Ixcatán pues a partir de entonces se les prohibió el acceso a los montes.12
Hacia el sur de Guadalajara, en 1818, los indígenas del pueblo de Tonalá denunciaron a Manuel García de Quevedo, dueño de la hacienda de El Cuatro o Toluquilla por la construcción de cercas y vallados adueñándose de distintos espacios que, según ellos, eran realengos.13 Los indígenas del pueblo de Tololotlán, dependiente de Tonalá, también mantenían un conflicto contra García de Quevedo ya que lo acusaban de haber construido una valla de piedra “al modo en que ha querido”,14 despojándolos por el viento sur y el poniente de 15 cordeles de tierras de su fundo legal.15
El 15 de febrero de 1818, los indígenas del pueblo de Santa María Magdalena de Santiago - más conocido como Toluquilla -, también demandaron a los dueños de la hacienda de El Cuatro, por prohibirles recoger piedra, leña y el corte de pastos de los terrenos de la hacienda que era de lo que usualmente se mantenían. Además, su fundo legal estaba bastante disminuido. En teoría debían contar con un cuadrado de 50 cordeles por cada viento, pero en realidad poseían un cuadrado irregular de 30 cordeles de tierra por el norte, 36 cordeles por el oriente y 17 cordeles por el poniente; por el sur en cambio, según su dicho no tenían tierras por estar inmediatas las del pueblo de San Sebastianito, con quien ya habían litigado por límites en 1800.16
Para 1818, la hacienda de El Cuatro tenía problemas de límites por negar el acceso a la leña, pastos y hasta piedra a los pueblos de Tonalá, Tololotlán, San Pedro, Santa María y San Sebastián.17 Por su parte, Manuel de Quevedo en carta del 7 de febrero de 1818 se quejaba de que los indígenas del barrio de San José de Tateposco que fungían como arrendatarios de la hacienda, no sólo cortaban zacate de su propiedad, sino que sacaban boñiga18 sin su autorización, probablemente para uso doméstico o para los hornos de alfarería.19 Es probable que, tanto la hacienda de El Cuatro como los pueblos cercanos se hayan ido extendiendo sobre las tierras del pueblo de Toluquilla en el siglo XVII, cuando su población disminuyó al límite y, por ende, debió ser poca la tierra utilizada de ahí que no hubiera reclamos, pero, una centuria y media después, en los albores del siglo XIX, los espacios comunales se habían vuelto insuficientes para el sustento de su población.
La Real Audiencia de Guadalajara comisionó a Francisco Ramírez Casas para que les midiera y entregara la legua cuadrada de fundo legal a los indígenas de Toluquilla, sin embargo, no se llevaron a cabo las medidas, Miguel Portillo, dueño de la hacienda de San José se inconformó inmediatamente del agrimensor Ramírez Casas:
Es de temer que trastorne los términos y linderos de todas las haciendas confinantes, metiendo a sus dueños en un pleito y acabe [por] despojarlos también de su posesión pues a pesar de estar acordonadas, cercadas de ballado, las haciendas de la Calerilla y designados sus términos con mojoneras firmes de cal y canto sin respetar a estos se introdujo en los potreros muy adentro de la hacienda y lo mismo intenta hacer en la de San José que es de mi propiedad y en la de Toluquilla, sin embargo de estar señalados del mismo modo los términos de ambas haciendas y de haberle manifestado los títulos.20
En síntesis, los hacendados locales acusaban al subdelegado de Tonalá y al agrimensor Ramírez Casas de “estar vendidos a los indígenas” pues en un pleito entre el pueblo de Tonalá y la hacienda de Toluquilla, habían actuado a favor del pueblo de Tonalá.21
Otro caso que ilustra cómo el acceso a los recursos se fue acotando, es el litigio entre los indígenas del pueblo de Atemajac y la hacienda de El Astillero. A principios del siglo XVIII los dueños de El Astillero prohibieron que los indígenas se introdujeran a los terrenos de la hacienda y sacaran leña como lo habían venido haciendo en siglos anteriores. Ante ello, en 1732, 1737, 1751 y 1752 la Real Audiencia de la Nueva Galicia había emitido órdenes para que no se prohibiera la obtención de madera y leña a los indígenas de Atemajac. En la segunda mitad del siglo XVIII, la hacienda de El Astillero pasó a los padres del Hospital Real del Señor San Miguel, pero dichos religiosos también se negaron a permitir que los naturales de Atemajac explotaran los montes de la hacienda, ante ello, los indígenas recurrieron otra vez a las autoridades de Guadalajara para obtener apoyo. Entre sus argumentos apelaron a “las leyes municipales de estos reinos sobre la entrada libre a los montes para sacar leña”.22 Los leñadores del pueblo de Atemajac estaban dispuestos a pagar una “módica cantidad” si la leña o la madera era para negocio o “granjerías”, es decir, para venta, también se comprometían a moderar la explotación de los recursos para no amenazar con la decadencia de los árboles; esta vez, sin embargo, no hubo una resolución a su favor.23
Hacia el sur de Guadalajara, en 1736 los indígenas de los pueblos de Tlajomulco y de San Miguel Cuyutlán, al “son de caja y clarín” quemaron las casas y demás bienes de un rancho llamado la Yerbabuena, como venganza contra Antonio Román, su dueño, por prohibirles a los indios la entrada para cortar leña con la que hacían carbón,24 el dato es relevante porque en esencia, se trata de la misma zona analizada, es decir, de pueblos ubicados a menos de diez leguas de Guadalajara, distancia que se podía recorrer a pie en un día.
A la par que se intensificaron los conflictos entre pueblos y haciendas, también hay evidencias de litigios entre haciendas, por ejemplo, además de un extenso litigio por límites, en 1764, el dueño de la hacienda de Buenavista, ubicada en el valle de Ameca, en una demanda legal, señaló haber perdido más de 5 mil pesos por daños en sus ganados ya que se metían a tierras de la hacienda de Cuisillos, y los trabajadores de esta última hacienda cortaban la lengua de las reses ajenas para que murieran.25 En la misma área, un año después, en 1765, el dueño de la hacienda de Labor de Rivera acusó a Matías Gómez de Marañón, administrador de la de Cuisillos de no dejar sus pastos por comunes a usanza del resto de propiedades y de haber matado varias reses y caballada de las haciendas vecinas.26 También se comenzó a prohibir que los indios de Tala sacaran leña o vigas de los bosques que pertenecían a Cuisillos; reclamaban que todo esto iba en contra de las leyes y costumbres hasta entonces imperantes y exigían castigo contra el administrador de la hacienda de Cuisillos así como el resarcimiento de daños.27
Aunque se sabe que, durante el siglo XVIII, las haciendas en su expansión tendieron a presionar sobre los bienes de los pueblos, se han estudiado menos las agrias disputas, casi siempre por tierras, entre los propios pueblos de indios. A continuación, se describe un entramado de litigios entre diversos pueblos de indios de los corregimientos de Tlajomulco, Tala y Tonalá, que en resumen tenían que ver con el acceso a la leña de los bosques ubicados al poniente de Guadalajara. Durante la segunda mitad del siglo XVIII, los pueblos cercanos a Guadalajara habían crecido en número de habitantes, sus naturales se habían mezclado con otras etnias y comúnmente hablaban el idioma castellano; este proceso de mestizaje sin embargo, no diversificó la forma de ganarse el sustento, pues, a más del cultivo del maíz y del frijol, fue la extracción y venta de leña una de las actividades más importantes para su sobrevivencia, actividad que, como se señaló en otros apartados, los indígenas venían practicando al menos desde el siglo XVII.
Las disputas por el bosque del poniente de Guadalajara entre los pueblos
En 1778, el cura José Alejandro Patiño (1993, p. 12) realizó una descripción detallada del corregimiento de Tlajomulco y de sus pueblos y haciendas y al referirse al pueblo indígena de San Agustín, señaló que sus habitantes arrendaban bosques a la hacienda de Mazatepec porque ya habían agotado sus propios recursos maderables. El cura ya no pudo documentar que, seis años después, ya habían consumido también la madera de estos predios; en consecuencia, el 23 de abril de 1784, Salvador Miguel, alcalde del pueblo de San Agustín, perteneciente al corregimiento de Tlajomulco, a nombre de él y del común de sus gobernados, solicitó la composición de un paraje llamado El Llano Grande, ubicado hacia el oeste - a unos 15 kilómetros de su pueblo. El nombre del sitio no hacía consonancia con sus características, ya que, en lugar de llano, se componía de cerros y colinas intransitables en lo más escabroso del actual Bosque de la Primavera. Ese terreno, según los indígenas, seguía siendo del real patrimonio; es decir, no había sido aún mercedado a algún pueblo o a hacienda y tal vez por su lejanía aún estaba colmado de árboles lo que significaba que se podía aprovechar para hacer carbón y sacar leña.
El testimonio indígena es elocuente:
“y decimos que en el uso y costumbre que nosotros los naturales tenemos para mantenernos es sólo haciendo leña y fabricando oficinas de hornos para hacer carbón, porque sólo con lo dicho pagamos a s. majestad que Dios guarde, sus reales tributos y nosotros nos mantenemos y pagamos bautismos, casamientos, mandamos decir misas, defunciones parroquiales que nos es muy preciso, pagamos casamientos, funerales, entierros… y que no tenemos más modo de pasar que hacer leña y carbón”.28
Señalaban que no contaban con astilleros ni montes, y, sobre un sitio que antaño habían arrendado para leña, escuetamente sólo anotaron “el cual ya se nos acabó”, es decir, ya lo habían talado completamente.29 El testimonio anterior tal vez hacía alusión al sitio arrendado a la hacienda de Mazatepec, ya que, para entonces, los indígenas seguían extrayendo leña, pero ahora de un monte llamado San Miguel perteneciente a la hacienda de Los Cuisillos.
El Llano Grande era parte de un entorno boscoso más amplio que, sin títulos legales, los indígenas de Santa Ana Tepetitlán habían venido aprovechando desde mucho tiempo atrás. En 1713, un tal Ambrosio Ramírez, hurgando en los escondrijos de la sierra, había solicitado la merced de un sitio de ganado menor de bosques como a dos leguas al poniente del pueblo de Santa Ana. Ante ello, Toribio Rodríguez de Solís, presidente en turno de la Real Audiencia de Guadalajara, ordenó hacer una investigación para determinar si había terrenos sin dueño en esa serranía; de esta revisión se determinó que había al menos tres sitios de ganado menor realengos, mismos que se regularon en solo 30 pesos por ser muy escabrosos y solo útiles para astilleros. Al conocer dicha solicitud, los naturales de Santa Ana se opusieron, por lo que la concesión a Ambrosio Ramírez jamás se llevó a cabo. Se trataba de las tierras de El Llano Grande, pero los indígenas de Santa Ana sólo expulsaron al forastero ya que jamás las compusieron legalmente a su favor.30
Volviendo a la solicitud de tierras de los naturales del pueblo de San Agustín, la Real Audiencia de Guadalajara había decretado que los cerros del Capulín, Santa Cruz y Milpillas debían ser aprovechados de forma “copulativa y común” entre los tres pueblos aludidos. Sin embargo, los indígenas de Santa Ana Tepetitlán trataron de expulsar en diferentes momentos a sus socios de Santa María y San Sebastián. El 04 de mayo de 1781, y nuevamente el 18 de febrero de 1782, las autoridades de Guadalajara emitieron órdenes - que más bien eran amenazas - contra los indígenas del pueblo de Santa Ana para que depusieran su actitud.31
En 1784, las autoridades de Guadalajara ordenaron que Agapito Martínez, corregidor de Tlajomulco, atendiera la petición de merced de El Llano Grande a los indígenas del pueblo de San Agustín, citara a los colindantes y, en caso de que realmente fuera tierra realenga, se concediera a los indígenas de San Agustín. Las tierras de El Llano Grande colindaban por el poniente con la hacienda de Los Cuisillos; por el sur limitaba con la hacienda de Cuxpala y por el oriente y norte con los predios de Santa Cruz, Capulín y Milpillas, estos últimos tres parajes se componían de lomas arboladas y en la segunda mitad del siglo XVIII - como ya se dijo - inéditamente la Real Audiencia de Guadalajara los había concedido de forma mancomunada a los pueblos de Santa Ana Tepetitlán, Santa María (Tequepexpan) y San Sebastián luego de un costoso litigio de medio siglo entre dichos pueblos.32 La concesión colectiva de los cerros de Santa Cruz, Capulín y Milpillas a los pueblos de Santa Ana Tepetitlán, Santa María Tequepexpan y San Sebastián fue una merced de usufructo del bosque inédita porque no se ha encontrado registro de otra concesión de tierras de forma mancomunada por parte de las autoridades de la Real Audiencia de Guadalajara a diversos pueblos de indios durante el periodo colonial.
Las haciendas de Cuxpala y de Cuisillos tenían permanentemente en la sierra a ‘guardamontes’ - i.e., vigilantes remontados en los picos de las montañas para evitar que las reses de otros dueños entraran a agostar o que cualquier persona sin permiso tratara de sacar leña, piedra o zacate en tierras de sus amos. Sin embargo, el pueblo más querellante contra cualquiera que quisiera reclamar tierras de las áreas boscosas del poniente de Guadalajara durante el siglo XVIII fue Santa Ana Tepetitlán o Santa Ana de los Negros, como vulgarmente se le conocía.33 Pero ¿a qué se debió la actitud de los habitantes de Santa Ana Tepetitlán de no dejar que naturales de otros pueblos extrajeran madera, carbón y leña del Bosque de la Primavera? Una probable explicación podría estar relacionada con su crecimiento demográfico y consecuentemente con la demanda de más recursos para subsistir. En 1645, según Pedro Fernández de Baeza, presidente de la Real Audiencia de Guadalajara, las congregaciones vecinas de Ocotlán, Jocotán (o Jocotlán) y Santa Ana (Tepetitlán) reunían en conjunto apenas 40 familias tributarias.34
Un siglo después, según las cuentas de Francisco Xavier Navarro, corregidor de Tala, elaborada el 22 de mayo de 1743, la congregación de Tepetitlán por sí sola había aumentado a 46 familias indígenas, lo que indicaría que su población se fue duplicando en lapsos aproximados de 50 años.35 Según las cuentas de tributos, para fines del periodo colonial, la población de Santa Ana Tepetitlán aumentó a mayor velocidad que las de otras poblaciones del corregimiento de Tala (véase Tabla 1); para 1802, Santa Ana Tepetitlán ya contaba con 131 familias tributarias.36 Para 1807, Santa Ana aparece registrado con 174 familias, lo que pudo significar una población cercana a los mil habitantes de todas las edades con un consecuente aumento en la presión por los recursos naturales de los que obtenía su sustento.
PUEBLO | 1743 | 1807 |
TRIBUTARIOS | TRIBUTARIOS | |
Tala | 64 | 34 |
Ahuisculco | 99 | 134 ½ |
Nextipac | 37 | 54 |
Ocotlán | 69 | 120 ½ |
Jocotlán | 24 | 35 ½ |
Tepetitlán | 46 | 174 ½ |
Zoquipan | 21 | Pasaron a Zapopan |
Mezquitán | 82 | Pasaron a Zapopan |
TOTAL | 445 | 553 |
Fuente: Elaboración propia, con base en: AGN, Indiferente virreinal, caja 922, exp. 8; fs. 3, 5-7 y caja 437, exp. 3, fs, 16-16v.
En el siglo XVIII, quien, viniendo de Guadalajara, quisiera adentrarse en el actual Bosque de la Primavera, hubiese seguido sin duda el camino que pasaba por el pueblo de Santa Ana Tepetitlán, pues era una vía muy cuidada y transitada. Sin embargo, en la década de 1780, los naturales de Santa Ana no sólo trataron de prohibir que los indígenas de otros pueblos de las jurisdicciones de Tlajomulco y Tonalá cruzaran por su congregación para sacar leña de la sierra, según el administrador de la hacienda de Los Cuisillos; también invadieron los montes de dicha hacienda en el cerro de San Miguel y las confluencias del río Salado y amenazaron a los arrendatarios de la hacienda, confiscándoles sus hachas con el argumento de que eran tierras de su pueblo.37 Los indígenas de Santa Ana Tepetitlán también fueron acusados por los naturales de otros pueblos de prohibirles el acceso a la leña y la madera en distintos lapsos del siglo XVIII.
Como algunos expedientes de ese siglo lo dejan entrever, los indígenas recogían el carbón y la leña en carretas hasta donde lo permitían los caminos, en áreas montuosas o más difíciles de transitar entraban con hatajos de mulas y jumentos o cargándola en sus espaldas. El recorrido de los 15 o 20 kilómetros que, desde el lugar del corte de la madera y la leña, hacían hasta las viviendas de Guadalajara debió oscilar entre 3 y 5 horas; era de interés general que el camino que pasaba por Santa Ana Tepetitlán estuviera libre para los naturales de los pueblos ubicados en los valles de Atemajac y Tonalá. Desde la década de 1740, la Real Audiencia de Guadalajara había amenazado con pena de cárcel a los habitantes de Santa Ana para que no obstruyeran el camino y permitieran la saca de leña a los indios de otras congregaciones vecinas.38
A pesar de todos estos conflictos se continuó con el deslinde de las tierras solicitadas por los naturales del pueblo de San Agustín. En el reconocimiento de “vista de ojos” del sitio de El Llano Grande, se agregó otro predio llamado Rincón, que también se consideró sin dueño; sin embargo, no se pudo medir por lo escabroso del terreno, sólo se calculó que ambos montes tenían una extensión aproximada de un sitio de ganado mayor - i.e., unas 1,755 hectáreas actuales. El precio, al ser un paraje casi inaccesible, precisamente por su aspereza, se estimó módicamente en 150 pesos, pero dentro de la sierra, era la zona “más vestida de monte”.39
Como la mayoría de los mapas y planos de la época colonial, el anterior boceto está orientado no de sur a norte, sino de oriente a poniente, y en él se puede ver cómo estaba repartida el área boscosa del poniente de Guadalajara. Al poniente, en un área sin trazos se ubica al pueblo de Tala unido por el río Salado a la importante hacienda de Los Cuisillos, misma que desde sus áreas planas se extendía hasta las partes altas o marcadas con cruces del Bosque de la Primavera. En cambio, hacia el centro del croquis, las líneas irregulares que corren de oriente a poniente muestran, de forma aproximada, la distribución de los sitios y parajes que volteaban hacia el valle de Atemajac.
El croquis mismo es un ejemplo de lo difícil que debió ser marcar los límites entre haciendas y pueblos en dicha área por su escabrosa orografía. En general, lo que se observa es que, para 1785, las haciendas de El Astillero - ya para entonces perteneciente a los religiosos del Hospital de Belén -, Huaxtla, Cuisillos y Cuxpala eran dueñas de más de la mitad del actual Bosque de la Primavera (Véase Mapa 1). En este asimétrico reparto de la sierra ubicada al poniente de Guadalajara destaca el dominio de la hacienda de Los Cuisillos, a pesar de que su sede se ubicaba a casi 30 kilómetros de la zona de conflicto. En efecto, esta hacienda acaparaba varias decenas de miles de hectáreas - cientos de ellas de riego - en el valle de Tala y también se internaba hacia el bosque de La Primavera encerrando dentro de su perímetro como una especie de isla al pueblo de Tala.40 En contraste, los pueblos de Atemajac, Mexicaltzingo, Santa Anita, Santa Ana Tepetitlán, San Agustín, San Sebastián, Toluquilla, Santa María Tequepexpan, y, en menor medida, Jocotán, e incluso Tala, batallaban para la obtención de leña y madera en el mismo bosque; no extraña pues, que continuamente hubiera conflictos por un bien que, a medida que pasaba el tiempo se volvía más escaso.
Cuando Juan José Madrigal, a nombre de los naturales de Santa Ana Tepetitlán, finalmente contestó por escrito, señaló que el pueblo de Santa Ana había mantenido un antiguo y costoso pleito contra los indígenas de Santa María y San Sebastián por ciertos sitios de tierra, pero no por el paraje de El Llano Grande. Según su argumento, fue así porque ese potrero se consideraba perteneciente al pueblo de Santa Ana Tepetitlán “por antiquísima posesión”. Argumentó también que los naturales de Santa Ana sobrevivían de hacer carbón y que, de concederle dicho sitio a los indígenas de San Agustín, éstos acabarían con el monte como ya lo habían hecho anteriormente con otro que arrendaban. Este juicio se prolongó por la sequía y epidemia del llamado Año del Hambre (1785-1786), el cual, según Mariano Suárez Medrano, otro abogado contratado por los naturales de Santa Ana puso a sus defendidos en una situación crítica, no pudiendo atender ni pagar el pleito, y por su extrema miseria llevaron la peor parte.41
El 20 de septiembre de 1790, la Real Audiencia de Guadalajara concedió por 150 pesos a los indígenas del pueblo de San Agustín el predio de El Llano Grande.42 Dicha orden se confirmó nuevamente en enero de 1791, y el 20 de septiembre de dicho año se ordenó que el pueblo de San Agustín pagara los 150 pesos por las tierras más el dos por ciento del costo por confirmación de los títulos.43 En el dictamen, de forma enfática y a la usanza antigua, se señaló que los indígenas de San Agustín “habían de usar el monte para sus necesidades y granjerías sin talar dicho monte como previene la Ley del Reyno para que pueda crecer y aumentarse así dejando horca y pendón sobre que el justicia aplicará una mui particular vigilancia”.44 No obstante, los pueblos de Santa Ana, Santa María y San Sebastián se inconformaron. Hay que destacar que, según un mapa elaborado el 23 de noviembre de 1772, los 59 tributarios con los que contaba el pueblo de San Sebastián se dedicaban por entero al corte de madera y leña, situación similar al pueblo de Santa María, que, con 31 familias tributarias, se dedicaban al corte de leña y a la fabricación de carbón.45
A pesar de la resolución de las autoridades de la Real Audiencia de Guadalajara, la situación debió ser tensa y se siguieron presentando conflictos entre los habitantes de Santa Ana Tepetitlán y de San Agustín. Por ejemplo, el 1 de abril de 1790, los indígenas de San Agustín hicieron una redada contra leñadores de Santa Ana en el cerro de San Mateo y les quitaron sus herramientas de trabajo.46 Nuevamente, en 1796, los indígenas de San Agustín fueron más allá de quitarles hachas y madera a algunos leñadores de Tepetitlán y los retuvieron ilegalmente en prisión por haberse introducido en el paraje de San Mateo junto al monte de El Llano Grande.47 Al conflicto por los sitios de El Llano Grande y Rincón entre las congregaciones de San Agustín y Santa Ana Tepetitlán - que al final perdieron estos últimos - se sumó otro más, también en 1785, por la saca de leña del paraje llamado Santa Cruz entre los pueblos de Toluquilla, Santa María, San Sebastián y Santa Ana Tepetitlán - todos pertenecientes a la jurisdicción de Tonalá, excepto Santa Ana que pertenecía al corregimiento de Tala. En este caso, nuevamente, los indígenas de Santa Ana Tepetitlán habían prohibido que los indígenas de los demás pueblos se internaran al bosque para obtener leña o madera. Los naturales de Santa Ana “olvidaron” a su favor el que, décadas antes, la Real Audiencia de Guadalajara ya se había pronunciado en el sentido de que los indígenas de Santa María y de San Sebastián también tenían derecho al monte de Santa Cruz al igual que los naturales de Santa Ana, orden que fue ejecutada el 05 de marzo de 1782 por Francisco Enríquez del Castillo.48 Este conflicto se mantuvo vigente todavía en 1804.49
Las tribulaciones para la población mulata e indígena que habitaba en Santa Ana Tepetitlán no concluyeron. En 1807, los naturales del pueblo de Santa Anita levantaron una nueva querella legal contra los indios de Santa Ana Tepetitlán por otra área boscosa conocida como La Cofradía Vieja. El pleito había llegado al punto de que, de forma violenta, los habitantes de Santa Ana les habían quitado las hachas y la madera a los indígenas de Santa Anita. El 13 de agosto de 1807, los indígenas de Santa Anita, mediante sus autoridades, se quejaron de que, Francisco Ramírez de las Casas, corregidor de Tala y quien a la vez había fungido como agrimensor para tratar de resolver el problema entre ambas poblaciones, había medido y entregado a los indígenas de Santa Ana Tepetitlán o de los Negros varios predios, incluyendo el de La Cofradía Vieja, el cual - según su testimonio - desde tiempo inmemorial había sido aprovechado por los vecinos de Santa Anita.50 De hecho, según los demandantes, el predio ocupaba parte de su fundo legal y les había sido medido en 1784 por don Jerónimo Mariano del Castillo. Como otras disputas legales de fines del siglo XVIII, este enfrentamiento jamás tuvo una resolución definitiva.51
El que un litigio se prolongara debió ser costoso para las familias indígenas de cada congregación, pues, además del tributo, en “los hijos de los pueblos” recaía el costo de atender a corregidores y agrimensores enviados por las autoridades para conocer de primera mano las evidencias, acudir a dar testimonios y pagar a representantes o “apoderados” legales para ganar los pleitos; sin embargo, los procesos demuestran la importancia que los bosques tenían para estas congregaciones indígenas que fundamentalmente se dedicaban a proveer de leña a Guadalajara.52 Santa Ana Tepetitlán sumó a estos pleitos otro más durante el comienzo del siglo xix, ahora con los indígenas de Mexicaltzingo. La causa de esta disputa fueron unos terrenos a los que los naturales de Mexicaltzingo habían tenido acceso anteriormente para extraer madera y carbón, pero que los naturales de Santa Ana consideraban que eran de su propiedad.53
Si bien, a fines del siglo XVIII, los problemas más serios por el acceso a áreas arboladas se dieron al poniente de Guadalajara, por los otros puntos cardinales también se presentaron litigios. Por ejemplo, en 1796, hubo un enfrentamiento entre la hacienda de Copala y el pueblo de indios de San Esteban en la subdelegación de San Cristóbal de la Barranca. Pueblo y hacienda se disputaban un terreno de apenas una caballería de tierra montuosa y llena de piedras que debió tener poco valor, sin embargo, de ese terreno se surtían de leña los indígenas de San Esteban, por lo que, luego de una negociación se le concedió a la hacienda a cambio de permitir a los naturales de San Esteban el acceso al bosque,54 en esa misma jurisdicción, en 1809 la hacienda Santa Lucía se encontraba en conflicto con los indios de Nextipac por que éstos últimos cortaban madera en tierras de la hacienda. Según su argumento, los indígenas debían contenerse únicamente en su fundo legal (Prieto, 2023, 130).55
En esa misma área, el pueblo de indios de Huentitán desde 1780 había solicitado unas barrancas ubicadas al oriente de la población, seguramente de las pocas áreas que aún quedaban baldías debido a su complicada orografía, pero contaba con árboles para leña. Esos desfiladeros - según los nativos -, sólo servían de refugio para gente forajida, el proceso sin embargo quedó inconcluso.56
Como colofón, hay que señalar que, luego de la Independencia de México, el 23 de febrero de 1825, los “antes llamados indios” y luego “ciudadanos” de Santa Ana Tepetitlán concurrieron a las autoridades del recién creado estado de Jalisco para que se les concedieran los parajes de Milpillas y El Capulín, tierras contiguas a su fundo legal. En realidad, se trataba de dos zonas, una de 4 sitios de ganado mayor con 10 y media caballerías de tierra, y otra de 3 sitios de ganado mayor, 2 de menor y 2 caballerías de tierra que aseguraban eran baldíos. Dichas tierras - alrededor de 15 mil hectáreas en medidas actuales - las pedían como “tierras de comunidad”, aunque, en realidad pertenecían ya a diversas haciendas y pueblos con quien décadas antes habían mantenido litigios; por ello, su solicitud nunca fue aprobada.57 No deja de ser paradójico el hecho de que, el sitio de El Llano Grande por el que tanto riñeron las distintas congregaciones indígenas aquí documentadas hubiese recaído para principios del siglo XX en Francisca Martínez Negrete y Fernández de Somellera, una rica heredera de terratenientes jaliscienses.58
Consideraciones finales
En la antigua Nueva Galicia los bosques no siempre estuvieron cerca de las ciudades, o más específicamente, el surtirse de madera y leña para los habitantes de ciudades como Guadalajara o Zacatecas se volvió un asunto cada vez más complejo a medida que, dejando atrás la merma demográfica de los siglos XVI y XVII, la población tendió a acrecentarse. La legislación hispana contenida en la Recopilación de Leyes de Indias fomentaba el uso comunitario de los bosques y buscaba propiciar que estos se conservaran siempre fue atrás de los eventos que de facto fueron sucediéndose en las colonias americanas. Desde el siglo XVII al menos, fue paradójica la concesión de mercedes de tierra en áreas montañosas ya que, contradecía el carácter común de dichos espacios. Las haciendas y ranchos al irse ampliando frecuentemente solicitaban áreas cerriles ya fuera para aprovechar los pastos y la madera o, al menos, para completar los sitios de ganado menor o mayor con que en las planicies habían resultado beneficiados; sin embargo, poco a poco, se fue conformando una nueva forma de ver la realidad y los recursos contenidos en los territorios que amparaban sus títulos legales.
Durante el siglo XVIII es claro que, tanto los hacendados como los indígenas de los pueblos aquí descritos concebían al bosque ya no como un receptáculo común de recursos para satisfacer una o varias necesidades de los diferentes estratos sociales como lo planteaban las antiguas leyes, sino como una fuente de materias primas cuyo valor tendía a incrementarse. La diferencia entre unos y otros se basó en la posesión o carencia de documentos que avalaran la propiedad legal de los territorios arbolados; además, mientras que para los indígenas extraer leña, carbón o madera era un modo de vida, en algunos casos, su única forma de sobrevivencia, para los grandes propietarios el incremento de valor de estas áreas fue un nuevo negocio con el que incrementaron sus ganancias.
Todo apunta a que el cercado de terrenos de las haciendas, así como el cambio en busca de la propiedad plena de cerros y áreas arboladas ocasionó una sentida inconformidad en los pueblos que tenían a los bosques como sus fuentes principales de materias primas. La apropiación de los cerros agudizó también la tala de árboles como en el caso de los predios arrendados por los indígenas de San Agustín a la hacienda de Mazatepec durante el siglo XVIII. Con el tiempo, el acceso a los bosques se volvió una actividad cada vez más complicada, involucrando a pueblos de indios contra otros pueblos. Los conflictos del siglo XVIII por los recursos del área boscosa aquí analizada raramente culminaron en soluciones ventajosas para los diversos actores. Se desconoce también el impacto que sobre los ecosistemas locales tuvo la sobreexplotación de la madera y la leña dada la creciente demanda de la ciudad de Guadalajara cuya población pasó de 8,018 habitantes en 1738, según un censo de dicho año, a 22,394 habitantes en 1770 según Matheo Joseph de Arteaga, tendencia de crecimiento que se mantuvo durante el resto del siglo XVIII (Castañeda y Gómez, 2000, pp. 53-56).
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1
La dehesa boyar, boyal o concegil se refería a los terrenos de un pueblo o villa hispana destinados, no para el cultivo familiar o particular, sino para el pastoreo libre del ganado del vecindario, especialmente del ganado de labor. En una sociedad fundamentalmente agrícola este tipo de espacios era esencial para el mantenimiento de los hatos de bueyes que fungían como fuerza de arrastre al arar los campos (Borrero, 2018, p. 89).
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2
Archivo de Instrumentos Públicos de Jalisco (AIPJ), Tierras y aguas, 2ª col., vol. 97, exp. 6, fs. 18-19.
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3
Archivo General de Simancas (AGS), sgu, Leg. 7050, 1, f. 215.
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4
Archivo General de Simancas (AGS), sgu, Leg. 7050, 1, f. 215.
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5
Por ejemplo, un tal Diego Antonio Barbosa había levantado un rancho en las tierras del pueblo y, según su argumento, jamás había tenido problemas con los indios de San Martín (Cfr. AIPJ, Tierras y aguas, 2ª col., vol. 242, exp. 27, f. 3-7v.
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6
AIPJ, Tierras y aguas, 2ª col., vol. 24, exp. 3, f. 1.
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7
AIPJ, Tierras y aguas, 2ª col., vol. 95, exp. 28, fs. 1-40 y exp. 29, fs. 1-59.
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8
AIPJ, Tierras y aguas, 1ª col., libro 25-1, exp. 4, f. 1.
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9
AIPJ, Tierras y aguas, 2ª col., vol. 247, exp. 14, f. 5.
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10
AIPJ, Tierras y aguas, 2ª col., vol. 57, exp. 7, fs. 50-63.
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11
Véase también: AIPJ, Tierras y aguas, 1ª colección, libro 16, exp. 6, fs. 36-44.
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12
Quejas de ambos pueblos contra el cercado y acordonamiento de esta hacienda pueden verse en: AIPJ, Tierras y aguas, 2ª col., vol. 316, exp. 7, fs. 1-52; vol. 8, fs. 1-23; vol. 317, exp. 9, fs. 1-8; exp. 10, fs. 1-22 y exp. 11, fs. 1-8.
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13
AIPJ, Tierras y aguas, 2ª col., vol. 13, exp. 10 y exp. 5, fs. 1-4.
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14
AIPJ, Tierras y aguas, 2ª col., vol. 13, exp. 10, f. 23v.
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15
AIPJ, Tierras y aguas, 2ª col., vol. 94, exp. 18 y vol. 132, exp. 27, fs. 1-3
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16
AIPJ, Tierras y aguas, 2ª col., vol. 275, exp. 10, fs. 2, 4-5.
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17
AIPJ, Tierras y aguas, 2ª col., vol. 13, exp. 10, fs. 1-55.
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18
Se denomina ‘boñiga’ al excremento de los bovinos. En algunos lugares suele quemarse para calentar hornos de ladrillo, eventualmente también se usa para cocinar en lugares donde escasea la leña.
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19
AIPJ, Tierras y aguas, 2ª col., vol. 13, exp. 10, f. 17.
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20
AIPJ, Tierras y aguas, 2ª col., vol. 275, exp. 10, f. 6.
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21
AIPJ, Tierras y aguas, 2ª col., vol. 275, exp. 10, fs. 6-7v.
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22
AIPJ, Tierras y aguas, 2ª col., vol. 280, exp. 11, fs. 1-4v.
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23
AIPJ, Tierras y aguas, 2ª col., vol. 280, exp. 11, f. 4.
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24
AIPJ, Tierras y aguas, 2ª col., vol. 1, exp. 8, fs. 1-6.
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25
AIPJ, Tierras y aguas, 2ª col., vol. 40, exp. 9, fs. 1-302.
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26
AIPJ, Tierras y aguas, 2ª col., vol. 130, exp. 3, fs. 1-3v.
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27
AIPJ, Tierras y aguas, 2ª col., vol. 130, exp. 3, fs. 1-3v.
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28
AIPJ, Tierras y aguas, 2ª col., vol. 60, exp. 18, f. 1.
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29
AIPJ, Tierras y aguas, 2ª col., vol. 60, exp. 18, fs. 1v y 2.
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30
AIPJ, Tierras y aguas, 2ª col., vol. 319, exp. 25, f. 4 y exp. 26, fs. 1-2.
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31
AIPJ, Tierras y aguas, 2ª col., vol. 60, exp. 18, f. 11.
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32
AIPJ, Tierras y aguas, 2ª col., vol. 60, exp. 18, f. 6.
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33
AIPJ, Tierras y aguas, 2ª col., vol. 60, exp. 18, fs. 1-67.
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34
Archivo General de Indias (AGI), Guadalajara, 9, R. 22, No 90; fs. 22-23.
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35
Archivo General de la Nación (AGN), Indiferente virreinal, caja 922, exp. 8, f. 3. El dato sobre el número de tributarios coincide parcialmente con los datos estimados por Matías de la Mota Padilla (1870, p. 46), el cual, para 1742, calculó un total de 479 tributarios para el corregimiento de Tala; lo que haría un estimado de 2,500 habitantes de todas las edades.
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36
AGN, Indiferente virreinal, caja 437, exp. 3; fs. 16-16v.
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37
AIPJ , Tierras y aguas, 2ª col., vol. 60, exp. 18, fs. 7v y 8.
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38
AIPJ, Tierras y aguas, 2ª col., vol. 61, exp. 4, fs. 1-1v.
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39
AIPJ, Tierras y aguas, 2ª col., vol. 60, exp. 18; f. 55.
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40
Afortunadamente, se conserva un excelente mapa de la municipalidad de Tala elaborado por Juan Ignacio Matute en 1884. En dicha imagen se demuestra no sólo que la hacienda de Cuisillos ya no creció en extensión en la centuria previa, sino también que quedaron señalados con precisión los límites de esta hacienda (Archivo Histórico de Jalisco [AHJ], Mapoteca, PL, 4.2.6, 20). Esta cartografía ayuda a precisar los límites de las haciendas en las áreas montañosas del Bosque de la Primavera.
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41
AIPJ, Tierras y aguas, 2ª col. vol. 61, exp. 3, f. 23.
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42
AIPJ, Tierras y aguas, 2ª col., vol. 60, exp. 18; fs. 61-62; vol. 61, exp. 1, fs. 2-2v.
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43
AIPJ, Tierras y aguas, 2ª col., vol. 61, exp. 1, f. 2-2v.
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44
AIPJ, Tierras y aguas, 2ª col., vol. 61, exp. 1, f. 28.
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45
“Mapa del pueblo de Tonalá y su jurisdicción”, AGI, MP-México, exp. 285, f. 1. Para cumplir con la Real Cédula del 23 de enero de 1772 sobre que, por los virreyes, presidentes y gobernadores se hiciera un plan general de los curatos que comprendían sus distritos, este mapa fue parte de la colección que se elaboró de los curatos que comprendían el obispado de la Nueva Galicia. Se alude a él por los aspectos referentes al tema aquí analizado. Para un análisis más detallado de los pueblos de indios y haciendas del corregimiento de Tonalá de la década de 1770, véase AGI, Guadalajara, no. 348.
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46
AIPJ, Tierras y aguas, 2ª col., vol. 275, exp. 12, fs. 1-1v.
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47
AIPJ, Tierras y aguas, 2ª col., vol. 275, exp. 12; fs. 1-4.
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48
AIPJ, Tierras y aguas, 2ª colección, vol. 60, exp. 18; f. 48v.
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49
AIPJ, Tierras y aguas, 2ª col. vol. 61, exp. 1, f. 37 y Archivo de la Real Audiencia de Guadalajara (ARAG), Civil, caja 167, exp. 5; fs. 1-3.
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50
AIPJ, Tierras y aguas, 2ª colección vol. 7, exp. 7, exp. fs. 1-12v.
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51
AIPJ, Tierras y aguas, 2ª colección vol. 7, exp. 7, exp. fs. 1-12v.
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52
AIPJ, Tierras y aguas, 2ª colección, vol. 61, exp. 3; fs. 1-37v; vol. 102, exp. 16; ARAG, Civil, caja 186, exp. 14. AIPJ, Tierras y aguas, 2ª colección, vol. 60, exp. 18; fs. 1-67; datos sobre estos problemas entre pueblos también pueden analizarse en ARAG, civil, caja 366, exp. 2; fs. 1-23v.
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53
ARAG, Civil, caja 119, exp. 15, f. 1; véase también Gómez Santana, 2006, p. 96.
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54
AIPJ, tierras y aguas, 2ª colección, vol. 316, exp. 7. En el acuerdo, la hacienda acordó que cercaría sus límites y se adjudicaría esta tierra a cambio de permitir a los indígenas de San Esteban la saca de leña “…en cuya virtud dijo la parte de Copala que les dejaba libre los montes para leña…” (f. 19v.)
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55
Sobre este conflicto, véase también ARAG, civil, caja 402, exp. 37; fs. 1-14.
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56
AIPJ, Tierras y aguas, 2ª col. vol. 247, exp. 12, fs. 1-2v.
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57
AIPJ, Tierras y aguas, 2ª col., vol. 247, exp. 15, fs. 1-7.
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58
AIPJ, Tierras y aguas, 2ª col., vol. 61, exp. 1, fs. 1-37.
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- » Recibido: 14/02/2024
- » Aceptado: 27/05/2024
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