Resumen:

El objetivo de este artículo es estudiar los orígenes del presidio de Santiago Tlatelolco en Ciudad de México. Con base en materiales de archivo y hemerografía, se pretende brindar una mirada integral sobre dicha institución, estudiando tanto los proyectos como los hechos que le dieron forma, así como los discursos, ideas y representaciones de gobernantes,justicias y letrados respecto del trabajo de los presidiarios, entre 1841 y 1857. La hipótesis del presente trabajo sostiene que la ley de reforma de las cárceles mexicanas de 27 de enero de 1840, ayudó a su configuración como lugares de castigo, siendo Santiago Tlatelolco una institución pionera en el campo de la reforma penal.

Abstract:

The objective of this article is to study the origins of the Santiago Tlatelolco prison in Mexico City. Based on archival materials and hemerography, it is intended to provide a comprehensive view of this institution, studying both the projects and the events that shaped it, as well as the discourses, ideas and representations of rulers, judges and lawyers, regarding the work of inmates, between 1841 and 1857. The hypothesis of the present work sustains that the law of reform of the Mexican prisons of January 27, 1840, helped to its configuration as places of punishment, being Santiago Tlatelolco a pioneering institution in the field of penal reform.

Palabras clave:
    • Cárcel;
    • Ciudad de México;
    • criminalidad;
    • Distrito Federal;
    • justicia;
    • siglo XIX.
Keywords:
    • Criminality;
    • Federal District;
    • justice;
    • Mexico City;
    • prison;
    • 19th century.

Introducción1

Hacia 1841, el Ministerio de Exteriores y de Gobernación mexicano estaba conformado por los ramos de policía, seguridad, hospitales, hospicios y casas de beneficencia. Las cárceles se encontraban en la órbita del ramo de policía, siendo conocidas por hallarse en deplorable estado material y moral, tal como reconocía el gobierno provisional del general Antonio López de Santa Anna. El diAGNóstico presidencial era compartido por funcionarios como Manuel Gómez Pedraza, titular de dicho ministerio, quien aseguraba que tales establecimientos públicos eran “escuelas de corrupción”, cuya única y cuestionable utilidad era mezclar a todos los delincuentes sin importar su clase y condición. De este modo, se echaba a perder a aquellos que aún tenían esperanza de regeneración, pero que terminaban engrosando el número de “ebrios, vagabundos, ladrones de todas clases, facinerosos y asesinos”.2

También comulgaba con ese parecer Ignacio Cumplido, recién nombrado intendente de cárceles. Reconocido intelectual polemista, su osadía al servir de impresor de un panfleto monarquista, autoría de José María Gutiérrez de Estrada, lo envió a prisión en la ex-Acordada en octubre de 1840, lo que le inspiró a fraguar un proyecto para la reforma de las cárceles mexicanas. Entre los diversos periódicos salidos en algún momento de su imprenta, se destacan títulos como El Cosmopolita, El Fénix de la Libertad, El Mosaico Mexicano y muy especialmente El Siglo Diez y Nueve, donde Cumplido, con base en su experiencia, expresó que “si hubiese algo que asegurara que los mexicanos eran ya civilizados en el siglo XIX, se le citaría para confundirlo, el bárbaro sistema de sus cárceles”.3

El gobierno centralista requirió a Cumplido “para remediar los abusos que le son tan conocidos” y auxiliar al supremo gobierno “en las reformas que se propone hacer en dichas cárceles, proponiendo las que Ud. crea convenientes, y los medios para verificarlas”.4 Además de mostrarse complacido con la propuesta, el afamado editor se comprometió con la reforma a partir del ejemplo de los pueblos cultos de Europa y sus privilegiados vástagos estadounidenses. La meta era construir nuevas prisiones para el definitivo establecimiento del régimen penitenciario, reforma que en sus palabras era una exigencia de la humanidad y un reclamo de la civilización para “el mejoramiento del hombre, en que tanto se interesa la sociedad humana”.5

La historiografía social y cultural ocupada de la cuestión carcelaria en América Latina, bien sea de manera central o tangencial, coincide en señalar la importancia que tuvo la erección de los recintos carcelarios - devenidos en prisiones, penitenciarías y reclusorios -, en el proceso de modernización republicana. No obstante, pareciera que la cárcel de la temprana república fuese una institución de segundo orden, repleta de claroscuros y escasamente interesante en sí misma. Prevalece una visión que la considera apenas digna de reseñar, dado que la cárcel era práctica y discursivamente apenas un sitio de resguardo para los detenidos y no una pena en sí misma (Ariza, 2020, p. 105; Flores, 2023, p. 9; Foucault, 2016, p. 88; Melossi y Pavarini, 2020, p. 19; Rebagliati, 2015, p. 41; Romero y García, 2021, p. 210).

El presidio de Santiago Tlatelolco (en adelante, PST) es una de aquellas instituciones carcelarias que no ha gozado de atención prioritaria por parte de la historiografía especializada. En efecto, se le suele mencionar como telón de fondo más que abordar como objeto de estudio en sí mismo. Tal parece que buena parte de la documentación correspondiente a la administración carcelaria y expedientes de los reos fueron destruidos a consecuencia de la invasión estadounidense, por lo que la producción historiográfica sobre este recinto resulta bastante magra.

Falta la elaboración de una historia integral sobre el presidio de Santiago de Tlatelolco, sobre el que existen pocos datos y muchas dudas; por ejemplo, se desconocen fechas precisas importantes, como las de su “inauguración” y extinción, así como su funcionamiento e importancia como una de las principales instituciones de aseguramiento de reos sentenciados a presidio. (Flores, 2020, p. 181)

El objetivo de este artículo es estudiar los orígenes del PST en la Ciudad de México. Con base en materiales de archivo y hemerografía, se pretende brindar una mirada integral sobre dicha institución, estudiando tanto los proyectos como los hechos que le dieron forma, así como los discursos, ideas y representaciones de gobernantes, justicias y letrados respecto de la delincuencia, la cuestión carcelaria, la seguridad y el trabajo de los presidiarios, entre otras materias. Este proceder obedece a la necesidad historiográfica de estudiar instituciones individuales como el PST ‘desde adentro’, y no atendiendo únicamente a lo proyectado por las autoridades en cuanto a la erección de cárceles y presidios. En otras palabras, no hacer pasar a las ‘prescripciones’ de índole formalista por “descripciones” ceñidas a la realidad histórica de la vida en prisión (Arrom, 2011, pp. 31-32).

En lo concerniente a las fuentes, huelga recordar que la emergencia de los estudios críticos sobre las prisiones latinoamericanas, partió de aquel revolucionario interés por una historia de la justicia apoyada en fuentes judiciales de archivo. Los desarrollos posteriores de las nuevas tendencias historiográficas fueron posibilitados, sin embargo, por la paulatina desacralización del expediente judicial y una creciente revalorización de otras tipologías documentales, caso de los documentos administrativos, la legislación, la jurisprudencia, los textos académicos y muy especialmente, la prensa (Barreneche, 2015, pp. 6-10).

La hipótesis del presente trabajo sostiene que la ley de reforma de las cárceles mexicanas de 27 de enero de 1840, ayudó a su configuración como lugares de castigo asociados a una pena. Dicho proceso se gestó a partir de lo dispuesto por esa ley en dos breves artículos:

Las cárceles se dispondrán de manera que haya los departamentos necesarios para incomunicados, detenidos y sentenciados, y en general para que todos se ocupen en algún arte u oficio, que a la vez les produzca lo necesario para subsistir, y que, inspirándoles el amor al trabajo, los aleje de la ociosidad y de los vicios. Al efecto, el gobierno hará que se formen desde luego los diseños y presupuestos correspondientes, y los pasará al congreso para su examen y aprobación [...] En los Departamentos que carezcan de fondos para disponer sus cárceles conforme al artículo precedente, las juntas departamentales propondrán, dentro de dos meses, contados desde la publicación de este decreto, los arbitrios que estimen bastantes para llenar el objeto. (Dublán y Lozano, 1876, p. 675)

La periodización elegida en este artículo tiene como punto de partida la creación del PST a finales de 1841, bajo la influencia de la ya aludida ley sobre reforma de las cárceles. Este periodo puede ser comprendido como el punto culminante de la primera de dos transiciones entre los órdenes jurídicos tradicional y liberal. Paralelamente a una inevitable convivencia con la tradición jurídica virreinal, se produjeron diversas innovaciones ideológicas y penales, conducentes a la “sustitución del orden jurídico novohispano y de convivencia con el nuevo orden” (Speckman, 2014, pp. 7-14).

El cierre del estudio está marcado por la ley general para juzgar a los ladrones, homicidas, heridores y vagos del 5 de enero de 1857. Aquella “pequeña gran ley”, en palabras de Graciela Flores (2019, pp. 258-65) legitimó y normalizó las políticas punitivas empleadas de facto desde la década de los treinta, allanando el camino al monismo punitivo centrado en la cárcel. Ciertamente, en este caso existe también una condicionante de orden heurístico, y es que la mayor parte de la documentación sobre el PST corresponde al rango temporal que va de 1841 a 1857.

La estructura del artículo es la siguiente: en primer término se mencionan algunas de las características físicas del PST, se describe a los empleados principales y subalternos, poniendo especial énfasis en el papel desempeñado por los llamados “presidentes” y en la problemática de la alimentación de los presidiarios. En un segundo apartado, se estudian los proyectos de trabajo y educación destinados a la población convicta, enmarcados en la necesidad de formar ciudadanos útiles y virtuosos en provecho de la república. Finalmente, se reflexiona sobre algunos problemas historiográficos y se sugiere una agenda de posibles derroteros de investigación en torno a las cárceles de la primera mitad del siglo XIX.

Características generales del presidio de Santiago Tlatelolco

A partir de la cuarta década del siglo XIX se produjo un uso creciente de los recintos carcelarios, ya no como simples lugares de resguardo de los reos, sino como sitios de castigo. Dicho giro penal estuvo íntimamente relacionado con trabajos de índole utilitaria tendientes a la reforma moral de los reos. Las cárceles de la república, por tanto, ya no serían únicamente para resguardar a los delincuentes mientras aguardaban su sentencia, despojando a estos lugares del carácter eminentemente procesal que hasta ese momento habían tenido.

El proceso de modernización y resignificación del encierro como castigo es un proceso de larga duración que hunde sus raíces en el despuntar de las repúblicas latinoamericanas e incluso las precede (Juárez, 2022, p. 183). Sin embargo, y tal como aseguran Salvatore y Aguirre (2017), “entre 1830 y 1950 se movilizaron importantes recursos económicos, políticos y argumentativos en pos de modernizar y mejorar las cárceles de cada país” (p. 34). No resulta extraño que las discusiones y los proyectos de mayor repercusión respecto de la reforma carcelaria coincidan en el tiempo con la detentación del poder político por parte de los centralistas, quienes gobernaron entre 1836 y 1846 (Bahena, 2019, p. 9).

Los gobernantes, juristas y legisladores liberales de mediados del siglo XIX consideraban que las instituciones de control social como cárceles y presidios, eran las estructuras sobre las que debía descansar el orden político y social republicano. Cuestiones como la criminalidad y el sistema penitenciario empezaron a ocupar un lugar privilegiado en la discusión pública, siendo asumidos como temas esenciales para la civilización y la modernización de México (Bahena, 2019, p. 19). El encierro empezó a ser pensado e implementado como la pena por excelencia, pudiéndose considerar esta etapa como decisiva en la configuración de un nuevo orden penal y de un nuevo ideal de ciudadano (Salvatore y Aguirre, 2015, p. 273; Reyes, 2022, p. 7).

Respecto del carácter del PST, cabe recordar que los presidios eran lugares que contaban con la doble condición de guarnición militar y cárcel. La nota distintiva de estos establecimientos era la utilización de presos y soldados en diversas modalidades de trabajos compulsivos; los sentenciados a presidio se dedicaban a labores como la construcción de caminos, el establecimiento de fortificaciones, el mantenimiento de bajeles o navíos y al engrosamiento del aparato militar (Del Castillo, 2017, p. 159; Flores, 2018, pp. 201-2; León, 2010, p. 176; Martínez, 2018, pp. 2-3). Después de la pena de muerte o de último suplicio, la de presidio era la más drástica de las sentencias proferidas contra un reo. Sin embargo, el internamiento en el PST solía ser considerado como “servicio” y, por ende, “no era tan gravoso como la pena efectuada en otros presidios mucho más lejanos” (Flores, 2019, p. 236).

La presente historia del PST está indisolublemente ligada a la ley de 1840 sobre reforma de las cárceles y a sus consecuencias prácticas, tales como el proyecto de educar y dar un trabajo a los presos que les permitiese solventar sus gastos, alejarse de la ociosidad y de los vicios, y evitar la reincidencia delictiva. Este presidio fue establecido a partir de un decreto de Santa Anna fechado en 23 de diciembre de 1841, siendo sus primeros ocupantes unos presos de guerra tejanos.6 La así llamada comisión especial de cárceles pensó el establecimiento como un lugar idóneo para guardar a los criminales sentenciados a la pena de presidio.7

En consecuencia, dicha comisión elaboró en enero de 1842 un proyecto de reglamento cuya primera estipulación consistió en que no se debía admitir a ningún reo que no estuviese sentenciado a esa pena.8 Ello coincide con lo presupuestado en el documento proveniente del fondo Gobernación del Archivo General de la Nación citado por Graciela Flores (2020), “Sobre el establecimiento de un presidio en el Colegio de Santiago Tlatelolco para mantener allí los sentenciados a esa pena mientras se remiten a sus destinos” (p. 180). Sin embargo, en la versión finalmente aprobada, “Reglamento para el régimen interior y económico del presidio correccional de Santiago Tlatelolco, conforme al Supremo Decreto de 24 de diciembre de 1841 que lo estableció, y al del 15 de junio del presente año, que manda observar aquel”, esta concepción fue ampliada y colocó en primer lugar a los condenados a obras públicas, lo que da cuenta de la ambigüedad de los conceptos y del porqué se acuñó en algunas latitudes el término “presidio urbano”:

Serán destinados a este presidio, todos los reos sentenciados a obras públicas, los que lo estén a otros presidios interín salen al lugar de su destino, y los que directamente consignen los jueces a este local. En el concepto de que todos los destinados a este presidio su instituto principal y único será dedicarse a las obras públicas de esta ciudad.9

El antiguo edificio del colegio de los franciscanos, custodiado por un destacamento de 150 hombres armados, fue el lugar escogido para albergar y vigilar a los reos. Solo serían admitidos los condenados que estuviesen libres de enfermedades contagiosas, pues tal condición les impediría “ocuparse en los trabajos de este instituto”.10 Ignacio Cumplido destacó la utilidad experimental del edificio presidial “para que se logre algún arreglo en nuestras cárceles”.11 Suerte de castillo con características medievales y a su vez prototipo de panóptico, el edificio:

Reúne muchas ventajas para el objeto a que se le destina. Como se halla aislado, es muy fácil vigilar a los presos desde la torre; pudiéndose para mayor seguridad, abrir en su circunferencia por medio de ellos mismos, un foso ancho y profundo que impida la evasión, dejando solamente para el tránsito un puente levadizo, y colocando durante la noche centinelas en los puntos más convenientes.12

Con todo y la construcción del foso, las fugas del presidio y sus conatos, fueron una constante. Un intento de evasión frustrado en octubre de 1848 fue lo que permitió develar a las autoridades del PST que cinco reos se habían escapado días antes sin que nadie se percatara de ello. Las sospechas como facilitador de la fuga recayeron en el centinela Francisco Preciado, posteriormente reducido a la cárcel.13 Más grave fue la evasión de 1854, cuando 19 presos escaparon del presidio haciendo uso de huesos afilados y palos, con los cuales horadaron los cimientos del edificio donde se hallaban.14 Un año después, dos reos se fugaron en compañía del vigilante de granaderos encargado de custodiarlos.15

En el aspecto puramente administrativo, y en virtud del artículo 3º de 29 de diciembre de 1841, el PST sería gobernado por un director y en calidad de segundo jefe, por un administrador tesorero.16 Su manutención, al igual que en el ramo de cárceles, instrucción primaria y hospitales, recayó en el Ayuntamiento de la Ciudad de México.17 Después de la guerra con los estadounidenses y una vez abolido el fondo mensual de 10 000 pesos para el mencionado ayuntamiento, los fondos provinieron de las alcabalas interiores consistentes en derechos de patente mensuales sobre casas de comercio, giros lucrativos y talleres en la capital y los suburbios; impuestos sobre los juegos, las diversiones públicas y la fabricación de cerveza, etcétera.18

El consejo superior de salubridad era el órgano encargado de supervisar las tres dependencias del complejo de Santiago Tlatelolco: el asilo de mendigos, el Tecpan en donde se encontraban los “niños vagabundos” y la cárcel del presidio como tal. El estado material del recinto que servía como asilo de mendigos, fuertemente afectado por los terremotos, no era adecuado para proporcionar una vida medianamente digna al casi centenar de hombres y mujeres allí depositados. Los miembros del Consejo en sus visitas resaltaban la existencia de “algunos pobres de buena edad, robustos y capaces de trabajar”, quienes en aquel ambiente tan insalubre podían echarse a perder como mano de obra, lujo que el maltrecho Estado mexicano no podía darse.19

En la versión definitiva del reglamento del PST, quedó establecido que los empleados principales del presidio, todos ellos sometidos al reglamento de cárceles, serían el director (denominado alcaide en el primer proyecto), el administrador tesorero, el habilitado y el facultativo. El director debía ser nombrado por el gobernador a propuesta de la prefectura, disfrutando de un sueldo idéntico al devengado por el alcaide de la Cárcel Nacional de la ex-Acordada. Su principal responsabilidad administrativa consistiría en la confección de tres libros: el libro maestro de entradas de reos, el libro de salidas y un manual o diario en que se asentaban las partidas de los reos que se recibían al término de cada jornada laboral, “para que de éste se pasen precisamente en la noche al Libro Maestro”.20

El administrador tesorero sería el encargado de llevar el libro de los caudales de cargo y data recibidos de parte de la prefectura para la manutención del presidio, así como de remitir a dicha instancia un presupuesto mensual de gastos para su aprobación. En todo este ejercicio de traspaso de caudales, estaría apoyado en un empleado denominado “habilitado”, cuyo trabajo sería recompensado con 2% de los caudales que recibiera mensualmente de manos del prefecto. El facultativo, encargado de la salud de los presidiarios, gozaría de un sueldo de apenas 300 pesos anuales.21

Los empleados subalternos, por otra parte, se destacaban por su importancia en el funcionamiento cotidiano del presidio. Así las cosas, el sobrestante de forzados, dotado con un sueldo de 500 pesos anuales, recibiría a las 6:00 a.m. las mancuernas de reos empleados en las obras públicas, los llevaría hasta el punto de la obra y los distribuiría en cuadrillas de 50 hombres cada una, “según lo exijan los trabajos, cuidando que éstos se hagan con prontitud, orden, y perfección”. Cada cuadrilla estaría a cargo de un capataz nombrado por el sobrestante mayor, cada uno de los cuales “serán gratificados con un peso semanario y el resto de los reos con medio real para jabón”.22

En cada uno de los dormitorios se planeó emplear a un celador de calabozo, escogido por el director del presidio de entre los reos, “quien cogerá para esto los más hombres de bien”.23 Estos celadores se encargarían no solo de la vigilancia de los demás presidiarios, sino que también cuidarían que en los dormitorios se guardase orden y decencia, manteniendo iluminadas las camas por medio de un farol, siendo acreedores de una moderada “gratificación” mensual.24 Rebautizados como “presidentes” y promovidos al estatus de empleados subalternos, su sueldo quedó establecido en 8 pesos mensuales25 o un real por noche (Román, 2023, p. 144).

La delegación de ciertas tareas en la población carcelaria redundó en el empoderamiento de los mencionados presidentes, quienes fueron caracterizados por Ignacio Cumplido como extorsionistas y agentes de violencia al interior de cárceles como la Nacional de la ex-Acordada. El haber fungido como presidentes, por otra parte, era una de las vías más expeditas que tenían los presidiarios para acceder a la condición de libertad. Varios de ellos solicitaron a las autoridades que se les extinguiese el tiempo sobrante de sus condenas a razón de haber servido como presidentes determinado tiempo, bien fuese en el PST, en la cárcel Nacional de la ex-Acordada, o en algún otro presidio de la república.

Es el caso de Ignacio Varela, homicida sentenciado por la tercera sala de la Suprema Corte de Justicia a cinco años de presidio. En vista de que hacia octubre de 1852 le quedaba apenas un año y medio de condena, Varela solicitó su libertad en virtud de haber servido como presidente de calabozo durante dos años y medio en la ex-Acordada.26 Luis Montaño, condenado por asalto y robo “a cuatro años de presidio a donde el gobierno dispusiera”, promovió también un expediente para que se le abonase el doble de tiempo que había servido como presidente de dormitorio en el PST y como capataz en San Carlos de Perote. Bien calificado por su excelente conducta y disposición en ambos presidios, Montaño logró obtener la libertad definitiva.27

A partir de los datos arrojados por las inspecciones del consejo de salubridad, se sabe que la cárcel del PST estaba compuesta de tres calabozos. Los dos primeros albergaban a los condenados a presidio y a servicio de cárcel, respectivamente. El tercero de ellos solía ser empleado únicamente si el número de presos llegaba a un punto de ocupación que las autoridades considerasen crítico. Los otros calabozos, empero, llegaron a albergar más de 300 reos, por lo que las autoridades previnieron que los presidiarios “se distribuyeran en los tres calabozos, por el mal que ocasiona el acumulamiento de mucha gente”.28

Para tener una idea de la sobrepoblación, valga decir que tan solo durante el año de 1850 ingresaron al PST 817 reos, de los cuales 20 se fugaron, 14 murieron a causa del cólera y 89 fueron trasladados a la cárcel Nacional de la ex-Acordada.29 En un comienzo se había dispuesto que el presidio contase con seis camas, destinadas exclusivamente a atender las dolencias ligeras, “pues todos los que padezcan enfermedades largas o contagiosas serán trasladados al hospital”.30 Por otra parte, las inspecciones frecuentemente detectaron anomalías como fosas con agua estancada que predisponían a un sinfín de enfermedades. Pese a ello, a finales de la década de los cuarenta no había enfermería para atender a los reos.31

Respecto de la alimentación de los presos, algunos de los presidiarios estarían a cargo de servir en atolerías y cocina, “escogiendo para esto los que sean más a propósito, y procurando si fuere posible que sean de los que están sentenciados a menos tiempo”.32 El primer proyecto de reglamento había establecido que los reos deberían alimentarse “de la mayor y mejor manera posible, bajo la más estrecha responsabilidad de las comisiones y alcayde [sic]”.33 El desayuno habría de repartirse a las 7:00 a.m., la comida a la 1:00 p.m. y la cena “antes de las oraciones” nocturnas, aunque el menú del rancho no se especificaba.34 En la versión definitiva, se aclaró que los hombres deberían tomar al desayuno un pambazo “de los que son de a tlaco” y una cuadrilla de atole; al mediodía otro pambazo y un puchero con media libra de carne de res “por plaza”, garbanzos y arroz con sus especias correspondientes; en la noche, les suministrarían el tercer pambazo de la jornada y una “ración suficiente” de frijoles, garbanzos “o cualesquiera otra semilla con la manteca y recaudo necesario para su condimento”. El descanso para comer estaría comprendido entre las 12:00 p.m. y las 2:00 p.m.35

La carne, única proteína consumida en las cárceles de la ciudad incluido el PST, era rematada en almoneda pública por disposición de la comisión municipal de hacienda.36 El día 13 de agosto de 1847, por ejemplo, se celebró una contrata por el término de cinco años entre el Supremo Gobierno y don Enrique De la Tijera para proveer de alimentos a los presos de la cárcel Nacional de la ex-Acordada y del PST. El desayuno contendría atole de maíz, chocolate de cacao Guayaquil para el champurrado, panocha, piloncillo o azúcar para endulzarlo y una torta, pan o pambazo de cuatro onzas. Para la comida tortillas, carne, arroz “para el puchero de todo el rancho”, garbanzos, frijoles y sopa; todo ello aderezado con manteca, chile y sal.37

El 16 de agosto de ese año comenzó a servirse el rancho en cuestión, y apenas una semana después ya los presos tenían quejas acerca de la comida. A los reos “americanos” de la guerra contra Estados Unidos no les satisfizo el tamaño de las raciones, cosa que desconcertó al ministro de la guerra, pues en sus palabras, “jamás han estado mejor atendidos los presos de ese establecimiento que ahora”.38 Además, adjudicaba la responsabilidad de cualquier falla en las cantidades o en la calidad del suministro a quienes distribuían los alimentos al interior del presidio:

El interventor de cárceles, ha informado verbalmente al que suscribe de la suficiencia y aún abundancia de los alimentos que se ministran a los presos de la cárcel, de manera que muestra diariamente un sobrante, y el interventor del presidio manifiesta lo contrario, no obstante ministrarse igual cantidad de alimentos, de donde se infiere que la falta está en los que los distribuyen en Tlatelolco que tal vez convierten en provecho suyo lo que llaman “ahorros”, y a que están acostumbrados.39

Fue tan irrisorio el legado de estas iniciativas para mejorar la alimentación de los presidiarios, que al menos desde 1849 la cocina como tal ya no servía, al estar carente de hornillas y de ventilación; los utensilios de cobre habían perdido completamente el estaño y la carne estaba dura, siendo prácticamente incomible.40 Hacia 1855 la cocina del PST seguía sin funcionar; la comida de los presidiarios debían traerla desde la ex-Acordada y en el presidio únicamente se preparaba atole “en unos cazos de cobre sin estañar”.41

El trabajo en el presidio de Santiago Tlatelolco

Según Enriqueta Quiroz (2016), el utilitarismo “a la española” de Jovellanos y Campomanes “apuntó a la política económica como la ciencia de gobernar con justicia” (p. 37). En esa concepción, la moralidad resultaba inseparable de la utilidad. La prosperidad económica solo era alcanzable por medio de la aplicación al trabajo, idea que trascendió la época monárquica y constituyó uno de los ejes vertebradores del ideal del ciudadano republicano. Los trabajos en obras públicas desempeñados por los presidiarios de Santiago Tlatelolco fueron administrados con la finalidad de regenerarlos moralmente. Sin embargo, detrás de tal pretensión humanista, se escondía no muy disimuladamente el pragmatismo político de los gobernantes mexicanos, quienes requerían desesperadamente de la mano de obra de los reos, no tan abundante, pero mucho más económica que la de los trabajadores libres.

Así las cosas, el presidente Santa Anna dispuso en octubre de 1842 que, en vista del deterioro de las calles de la capital, los empedrados de la ciudad debían reponerse en un plazo máximo de seis meses. En tales menesteres habrían de emplearse los presos sentenciados a obras públicas y a presidio “mientras estos no salgan a su destino, pasándose los segundos desde luego al de Santiago Tlatelolco para comenzar dicho trabajo”.42

El establecimiento del PST fue celebrado como una corrección de la mala vida en la ex-Acordada, pues en el presidio se buscó desde un inicio “combatir la ociosidad”, con el fin de evitar que los reos, carentes de ocupación honesta, se mataran entre sí con dagas, cuchillos y puñales.43 Los “trabajos fuertes” sin pago al interior de la cárcel, o bien la separación de los demás reos durante un lapso de tres días, se administrarían como castigo cuando se necesitare corregir las faltas ligeras dentro del presidio.44 Sin embargo, los trabajos públicos habrían de ser la ocupación principal de los reos del PST. El móvil de tal castigo era “sacar de ellos para la ciudad todo el fruto que se pudiera para los trabajos, y para ellos el de acostumbrarlos a la laboriosidad”.45 En palabras de Santa Anna:

Muchos son los bienes que obtendrá la sociedad de los individuos que permanecen en las prisiones, si se les dirige con acierto. Los que hasta hoy se han ocupado únicamente en sacar el lodo de las atarjeas, pueden reponer las calzadas, las arboledas, el empedrado de las calles; conducidos en estos trabajos por maestros que no pueden faltar entre ellos mismos, o solicitándolos de fuera. Con el fin de que su manutención no gravara a los fondos municipales, se les podría asignar una mitad del jornal que hoy se paga a los hombres libres que se emplean en estas obras [...] la mitad del jornal que se les ministrará, no sólo serviría para estimularlos, sino como un socorro para sus desgraciadas familias, con quienes dividirá el preso el pan que su trabajo le proporcionaba, poniéndolas así de algún modo a cubierto de la corrupción y de la indigencia.46

El PST fue la primera cárcel republicana destinada únicamente a quienes estaban sentenciados a trabajos en las obras públicas. Aunque eran una rémora virreinal, dichos servicios fueron resignificados penalmente a partir del internamiento de los individuos en aquel presidio. Recordemos que quienes se habían desempeñado anteriormente en dichas tareas salían a tempranas horas de la mañana de sus respectivas cárceles, tales como la de Diputación o la Nacional - primero de Palacio, luego de la ex-Acordada - para volver a ellas una vez concluida la faena laboral. Los reos de obras públicas de la ex-Acordada fueron conducidos al presidio del norte de la capital en 1842; sin embargo, “en cuanto al servicio en obras públicas y el uso carcelario [...] los así sentenciados bien podían resguardarse en el presidio de Santiago Tlatelolco o en la cárcel” (Flores, 2018, pp. 204, 208).

Para el desempeño de los trabajos públicos, los presidiarios serían organizados en secciones, las cuales informan de las más acuciantes preocupaciones que por entonces tenía el gobierno de la capital mexicana. La mitad del número total de hombres estaría destinada a la obrería mayor de la ciudad, una cuarta parte a la sección de zanjas y ríos, y los restantes a la de calzadas. Cada mañana a eso de las 8:00 a.m., partirían los reos hacia el lugar de sus labores mancornados de dos en dos con cadenas de hierro y custodiados en relación de un soldado por cada tres mancuernas, y de un sobrestante y un capataz por cuadrilla, para finalmente retornar a la hora de la última comida.47

El jornal de los presidiarios quedó establecido en 2 reales, de los cuales 75% se iba en su manutención: 1 real para pagar la comida y ½ real para pagar el vestido. El otro ½ real - 25% restante - se depositaría en un fondo. Este último se entregaría en numerario a cada reo una vez que cumpliese su condena y abandonase el presidio.48 La idea era que, al extinguir su condena, el individuo recibiera al menos parte de los frutos de su trabajo, mismos que la institución se había encargado de ahorrar en su nombre:

Así el criminal se moraliza, sale hecho otro hombre, y al volver a la libertad cuenta con recursos mientras puede establecerse, y no tiene que recurrir a la mendicidad [...] mucho más sabio, humano y útil a la sociedad es proceder así, que mandar los presidiarios al ejército.49

Recién inaugurado el PST, los socios de la Compañía Lancasteriana proyectaron una escuela, y convocaron por medio de la prensa a profesores titulados “que deseen encargarse de su dirección”.50 De hecho, “la filantropía de la benéfica Compañía Lancasteriana” desempeñó un papel clave en los proyectos educativos para los presidiarios, siendo la encargada de proporcionar a los reos la enseñanza de las primeras letras y la “moralidad” en clases nocturnas celebradas luego de la última oración y hasta las 9:00 p.m.51

Algunos años después, abandonadas ya las intentonas de los lancasterianos, los partidarios de don Miguel María Azcárate, gobernador del Distrito Federal, celebraron que el filántropo diese apertura a una escuela matutina en el PST, “a la que concurren varios jóvenes que han sido aprehendidos robando mascadas o vagando”. Las tardes estaban dedicadas al aprendizaje de un oficio en los talleres.52 En efecto, el PST llegó a contar con talleres de alfarería, carpintería, herrería, hojalatería, talabartería y zapatería, en los que los reos trabajan, se cultivaban en un oficio y, lo más importante, “no gravan a la ciudad con su mantención [sic]”.53

Los talleres permitían dar salida comercial a algunos de los productos elaborados por los reos. Por ejemplo, eran comercializados a 3 pesos por docena objetos como “duelas de jalocote para entablonar, de tres varas de largo, pulgada y media de grueso y sobre seis de ancho, rostreadas de una cara y acanaladas por los costados”.54 Hacia mediados de la década de los cincuenta, los pagos debían hacerse al contado “por ser fondos que por el objeto a que se dedican no pueden retenerse ni por un momento”.55 En primera instancia, se dispuso que cuando no estuviesen ocupados en las faenas laborales propias del presidio, los reos pudieran ejercer sus oficios y vender sus manufacturas o productos. Del monto recogido por la comisión, dos terceras partes entrarían a un fondo de depósito, y la otra tercera parte al reo interesado.56 En la versión final del reglamento - que ya habla de los reos de obras públicas -, dicha distribución se tornó más favorable para los trabajadores, pues “de dos terceras partes podrá disponer a su advitrio [sic] el reo, y la otra entrará en una caja de ahorros que se establecerá”.57

Las comisiones del Ayuntamiento de la Ciudad de México nombradas al efecto, al ser las únicas encargadas del PST en todos sus ramos, estaban obligadas a reportar mensualmente a la tesorería municipal los montos que devengasen los presidiarios y remitir los totales “bajo su más estrecha responsabilidad”.58 Si bien los reos del PST terminaban obteniendo apenas una fracción del importe en el que se había vendido el producto por ellos elaborado, dadas las circunstancias en las que se encontraban, el sistema de pagos del presidio parecía ser una opción medianamente digna.

Pese a las reales o presuntas bondades de dichos establecimientos presidiales, algunos letrados recomendaban enviar a los jóvenes huérfanos al hospicio de pobres antes que a los talleres del PST, “donde el roce que tendrían con algunos delincuentes podrían pervertirlos”.59 Las necesidades prácticas del gobierno mexicano, no obstante, provocaron que

[…] todos los muchachos hasta la edad de diez y seis años que se hallen en la cárcel Nacional, sean trasladados inmediatamente a los talleres del presidio de Santiago, desde donde podrán ser conducidos a presencia de sus jueces las veces que fuese necesario.60

Consideraciones finales

Este artículo es una invitación a escribir la historia de aquellas instituciones carcelarias a medio camino entre el régimen procesal virreinal y el régimen punitivo penitenciario. El examen del primer proyecto de reglamento del PST, fechado el 10 de enero de 1842, así como la versión definitiva de 2 noviembre del mismo año, deja ver la preocupación de los gobernantes por establecer una institución modelo que lograse corregir los yerros de las cárceles que le precedieron. A partir del presente estudio de caso, se busca evidenciar que, junto a la Cárcel Nacional de la ex-Acordada, el PST fue uno de los ejes de la justicia criminal en México. Ello, no obstante, los acentuados, innegables y notorios problemas que el presidio experimentó, como el deterioro de las instalaciones, la sobrepoblación, la violencia ejercida por presidentes, capataces y celadores, el hambre, las enfermedades y las fugas.

Las cárceles mexicanas sufrieron desde los años treinta del siglo XIX, una paulatina mutación en sus prácticas punitivas. Poco a poco el encierro, los servicios de cárcel o la aplicación de presidiarios en las obras públicas se consolidaron como las bases de la regeneración social de los reos y de la utilidad social que el castigo debía ostentar. El nacimiento del PST a finales de 1841 está indefectiblemente ligado a la ley de reforma de las cárceles de enero de 1840, la cual, pese a su difícil aplicación en la vida real, incidió en la legitimación discursiva de las labores útiles y productivas, proyectadas para la reforma moral de los reos, pero cuyo mayor objetivo era el aprovechamiento de la mano de obra de la población convicta.

Sin embargo, la falta de presupuesto y de personal encargado de la efectiva custodia de los reos, empoderó inevitablemente a los hombres que actuaban como presidentes y capataces al interior del presidio, quienes, al gozar del favor de los directores, acumularon diversos privilegios en el contexto de la vida en prisión y contaron con mayores posibilidades de acceder a la libertad. Estos reos podían solicitar a las autoridades que se les extinguiese el tiempo sobrante de sus condenas a razón de haber servido como presidentes durante un determinado periodo en algún presidio o cárcel de la república mexicana. El estudio de las relaciones horizontales y verticales entre estos agentes sociales y los demás presidiarios, así como con las autoridades del presidio y los jueces de lo criminal, pueden brindar mayores luces en lo concerniente al conocimiento de la vida cotidiana y al funcionamiento real de estas instituciones de control social.

Reconociendo los avances producidos en los últimos años en relación con la historia de las cárceles latinoamericanas, la primera mitad del siglo XIX es un periodo aún por explotar. En la agenda investigativa están pendientes temas como la historia de los intelectuales que debatieron sobre la necesidad de la reforma carcelaria y las maneras de llevarla a término; la relación no siempre armónica entre ley y reforma; el papel de la Compañía Lancasteriana al interior de las prisiones; el desempeño de la comisión especial de cárceles y otros organismos afines; las finanzas de cárceles y presidios; la importancia de los espacios sanos y aireados y de los cuerpos limpios en la construcción de mejores ciudadanos; el rol de defensores y procuradores en la obtención de la libertad, entre muchos otros.

Notas al pie:
  • 1

    Este trabajo se inscribe en el proyecto de investigación “Entre la tradición y la modernidad. Experiencias carcelarias en el Distrito Federal: el presidio de Santiago Tlatelolco y la cárcel Nacional de la ex-Acordada (1840-1863)”, desarrollado en el Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Nacional Autónoma de México, dentro del Programa de Becas Posdoctorales, asesorado por la Dra. Elisa Speckman Guerra.

  • 2

    El Siglo Diez y Nueve, 29 de octubre de 1841, p. 1.

  • 3

    El Siglo Diez y Nueve, 29 de octubre de 1841, p. 4.

  • 4

    El Siglo Diez y Nueve, 29 de octubre de 1841, p. 1.

  • 5

    El Siglo Diez y Nueve, 29 de octubre de 1841, p. 1.

  • 6

    Archivo General de la Nación (AGN), fondo Justicia, vol. 246, exp. 17, fol. 356r.

  • 7

    AGN, fondo Justicia, vol. 246, exp. 17, fol. 357r.

  • 8

    AGN, fondo Justicia, vol. 246, exp. 17, fol. 359r.

  • 9

    AGN, fondo Justicia, vol. 246, exp. 17, fol. 364r.

  • 10

    AGN, fondo Justicia, vol. 246, exp. 17, fols. 359r y 364r.

  • 11

    El Siglo Diez y Nueve, 20 de junio de 1842, p. 4.

  • 12

    El Siglo Diez y Nueve, 20 de junio de 1842, p. 4.

  • 13

    El Siglo Diez y Nueve, 13 de octubre de 1848, p. 4.

  • 14

    El Siglo Diez y Nueve, 20 de julio de 1854, p. 4; El Universal, 22 de julio de 1854, p. 3.

  • 15

    El Siglo Diez y Nueve, 1 de septiembre de 1855, p. 4.

  • 16

    El Siglo Diez y Nueve, 24 de junio de 1842, p. 1.

  • 17

    El Siglo Diez y Nueve, 19 de octubre de 1848, p. 2.

  • 18

    El Siglo Diez y Nueve, 14 de junio de 1851, p. 1; El Universal, 23 de junio de 1851, p. 2.

  • 19

    El Siglo Diez y Nueve, 29 de abril de 1855, p. 3.

  • 20

    AGN, fondo Justicia, vol. 246, exp. 17, fols. 336v-367r.

  • 21

    AGN, fondo Justicia, vol. 246, exp. 17, fol. 367.

  • 22

    AGN, fondo Justicia, vol. 246, exp. 17, fol. 368.

  • 23

    AGN, fondo Justicia, vol. 246, exp. 17, fol. 365r.

  • 24

    AGN, fondo Justicia, vol. 246, exp. 17, fol. 365r.

  • 25

    AGN, fondo Justicia, vol. 246, exp. 17, fol. 368r.

  • 26

    AGN, fondo Justicia, vol. 368, exp. 26, fols. 279-81.

  • 27

    AGN, fondo Justicia, vol. 368, exp. 32, fol. 369r.

  • 28

    El Siglo Diez y Nueve, 28 de junio de 1855, p. 3; El Universal, 30 de junio de 1855, p. 3.

  • 29

    El Universal, 16 de marzo de 1851, p. 4.

  • 30

    AGN, fondo Justicia, vol. 246, exp. 17, fols. 360r y 365.

  • 31

    El Universal, 15 de julio de 1849, p. 2.

  • 32

    AGN, fondo Justicia, vol. 246, exp. 17, fol. 368v.

  • 33

    AGN, fondo Justicia, vol. 246, exp. 17, fol. 359v.

  • 34

    AGN, fondo Justicia, vol. 246, exp. 17, fol. 359v.

  • 35

    AGN, fondo Justicia, vol. 246, exp. 17, fol. 364v.

  • 36

    El Siglo Diez y Nueve, 4 de diciembre de 1851, p. 4; 7 de diciembre de 1851, p. 4; 10 de diciembre de 1851, p. 4; 12 de diciembre de 1851, p. 4; 14 de diciembre de 1851, p. 4; 15 de diciembre de 1851, p. 4; 18 de diciembre de 1851, p. 4; El Universal, 6 de diciembre de 1851, p. 4.

  • 37

    AGN, fondo Justicia, vol. 334, exp. 47, fol. 240r.

  • 38

    AGN, fondo Justicia, vol. 334, exp. 48, fol. 258.

  • 39

    AGN, fondo Justicia, vol. 334, exp. 48, fol. 258.

  • 40

    El Universal, 15 de julio de 1849, p. 2.

  • 41

    El Siglo Diez y Nueve, 28 de junio de 1855, p. 3.

  • 42

    El Siglo Diez y Nueve, 5 de octubre de 1842, p. 1.

  • 43

    El Observador Judicial y de Legislación, 14 de julio de 1842, pp. 535-36.

  • 44

    AGN, fondo Justicia, vol. 246, exp. 17, fol. 359r.

  • 45

    AGN, fondo Justicia, vol. 246, exp. 17, fol. 357r.

  • 46

    El Siglo Diez y Nueve, 20 de junio de 1842, p. 4.

  • 47

    AGN, fondo Justicia, vol. 246, exp. 17, fol. 360.

  • 48

    AGN, fondo Justicia, vol. 246, exp. 17, fol. 360v.

  • 49

    El Universal, 16 de marzo de 1853, p. 3.

  • 50

    El Siglo Diez y Nueve, 23 de noviembre de 1842, p. 4.

  • 51

    AGN, fondo Justicia, vol. 246, exp. 17, fol. 364v.

  • 52

    El Universal, 20 de mayo de 1853, p. 3.

  • 53

    El Universal, 16 de marzo de 1853, p. 3.

  • 54

    El Universal, 4 de marzo de 1852, p. 4; 6 de marzo de 1852, p. 4.

  • 55

    El Universal, 4 de marzo de 1852, p. 4; 6 de marzo de 1852, p. 4.

  • 56

    AGN, fondo Justicia, vol. 246, exp. 17, fol. 359r.

  • 57

    AGN, fondo Justicia, vol. 246, exp. 17, fol. 364.

  • 58

    AGN, fondo Justicia, vol. 246, exp. 17, fol. 361r.

  • 59

    El Universal, 15 de agosto de 1854, p. 3.

  • 60

    AGN, fondo Justicia, vol. 392, exp. 18, fol. 69r.

Lista de referencias Archivos
  • AGN — Archivo General de la Nación. Ciudad de México.
  • HNM — Hemeroteca Nacional de México, Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Ciudad de México.
Hemerografía
  • Diario del Gobierno de la República Mexicana. Ciudad de México.
  • El Observador Judicial y de Legislación. Ciudad de México.
  • El Siglo Diez y Nueve. Ciudad de México.
  • El Universal: Periódico Independiente. Ciudad de México.
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Historial:
  • » Recibido: 13/03/2024
  • » Aceptado: 08/04/2024
  • » : 20/10/2024» : 2024