El artículo analiza la concepción de la muerte en la Nueva España durante el siglo XVIII a través del estudio de las honras fúnebres y el sermón del jesuita Francisco Javier Lazcano. Desde una perspectiva teológica y sociocultural, se destacan los valores y creencias transmitidos por la Compañía de Jesús que influyeron tanto en la educación como en las élites novohispanas. Este enfoque revela cómo las prácticas fúnebres jesuitas no solo reflejaban los preceptos del Concilio de Trento, sino que también operaban como mecanismos de cohesión social y espiritual en un contexto histórico marcado por la confrontación entre la ortodoxia religiosa y los inicios de la modernidad ilustrada. El artículo contribuye a comprender las dinámicas entre religión, muerte y sociedad, subrayando la función del sermón fúnebre como una herramienta pedagógica y doctrinal.
This article analyzes the concept of death in 18th-century New Spain through the study of the funeral honors and sermon of the Jesuit Francisco Javier Lazcano. From a theological and sociocultural perspective, it highlights the values and beliefs conveyed by the Society of Jesus, which influenced both education and the Novohispanic elites. This approach reveals how Jesuit funeral practices not only reflected the precepts of the Council of Trent but also operated as mechanisms of social and spiritual cohesion in a historical context marked by the tension between religious orthodoxy and the dawn of Enlightenment modernity. The article contributes to understanding the dynamics between religion, death, and society, emphasizing the role of the funeral sermon as a pedagogical and doctrinal tool.
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Introducción. Consideraciones previas y contexto histórico
Las religiones han abordado el discurso de la muerte y el más allá de maneras diversas, reflejando las creencias y enseñanzas específicas de cada credo. El simbolismo juega un papel importante en ellas, así como los hechos históricos que las han determinado. Estas creencias son cruciales en la forma en que las personas enfrentan la muerte y buscan significado a la misma. Para la época novohispana, y para la orden jesuita, la muerte ocupaba un lugar importante dentro de sus concepciones del mundo, del tiempo y de la sociedad, así como del deber actuar de cada una de ellas.
En México, el sentir de la muerte estuvo determinado por varios acontecimientos entre los que destacan la Conquista entre 1519 y 1521, que supuso un choque entre paradigmas completamente antagónicos y el inicio del mestizaje que caracteriza hoy a México. El Concilio de Trento, en el que la Compañía de Jesús fue su mayor adalid, supuso un parteaguas respecto de las ideas de la Iglesia medieval, a pesar de que no modificó la óptica del medievo en cuanto a disciplina eclesiástica (Borges Morán, 1992, p. 184).
La Iglesia moderna promovió una ortodoxia más estricta que tuvo sus consecuencias en la vida cotidiana de los siglos posteriores a Trento. En relación con los postulados de la Ilustración en el siglo XVIII, estos conllevaron un mayor rechazo de la fe a favor de la razón (Delumeau, 1971, pp. 37-61, pp. 293-330), incluida la expulsión de la Compañía de Jesús del virreinato.
Plongeron (1975, p. 94) nos comenta en su análisis de la Ilustración, cómo influyó en las transformaciones del pensamiento teológico y en la práctica religiosa, y aunque es vista a menudo como una época de secularización, también fue un periodo de intensa actividad teológica y de renovación dentro de la Iglesia.
La Iglesia católica del siglo XVI tuvo un espíritu reformador respecto del Concilio de Trento. La reforma protestante llevaba gestándose algo más de un siglo, no siendo Lutero su agente, sino la consecuencia de esta reforma. La renovación alcanzó la concepción original de las órdenes mendicantes: franciscana, dominica y agustina y de la herejía valdense (fin del siglo XII-principios del XIII). Trento se encargó también de los problemas de organización y la relajación de las costumbres a las que se enfrentaban las órdenes religiosas (Franzen, 2009, pp. 248-50; O’Malley, 2015, pp. 38-48). Había un ánimo de cambiar y de volver a la espiritualidad cristiana original, a una depuración de las costumbres y de los ámbitos, y de una nueva cultura religiosa.
La actitud ante la muerte que los españoles llevaron al virreinato novohispano implicaba una supremacía del alma sobre el cuerpo, ya que era el espacio donde estaba contenida el alma, sucumbiendo fácilmente a las pasiones, las cuales eran efímeras, el alma perduraba tras la muerte, era eterna y tenía un valor más puro y espiritual.
Esa eternidad propia del alma, según Lomnitz (2015), “proporcionaba el antídoto necesario para la ansiedad y el desasosiego producidos por el espectáculo del dolor y de la injusticia y el temor a la muerte misma” (p. 149), debido a que era de las cosas del mundo físico que las personas más miedo le tenían, algo que se puede constatar en uno de los textos del místico español De Fuensalida (1541/1947) quien escribe: “La muerte no es terrible: sino la opinión de la muerte la cual cada uno teme seguir según su opinión o según su conciencia: y si por tu mala conciencia la has temor, echa la culpa a ti y no a ella” (p. 42). Vemos cómo esa actitud ante la muerte, propia de la época, recoge los planteamientos de la filosofía platónica sobre el cuerpo y el alma que empezaron a tener apogeo en torno al renacimiento, enfrentándolo con la escolástica de los siglos XIII-XIV. De forma más clara lo vemos a través de la escuela neoplatónica de Florencia, creada en la segunda mitad del siglo XV por eruditos huidos de Bizancio tras la conquista de los turcos otomanos en 1453. Esto se debe al impacto que esta escuela tuvo en la forma de pensar de la época y en el ánimo de reforma de la Iglesia católica (Field, 2016, p. 6).
A parte de las cuestiones filosóficas de la época y de la concepción acerca de cuerpo y alma, debemos tener en cuenta que desde el siglo XIV - con la aparición de los Ars Moriendi y de los Ars Vivendi, y durante los siglos posteriores, en especial en los años posteriores a Trento - hubo un desarrollo de la conciencia moral y énfasis en la libertad y en la responsabilidad de cada individuo de su propia salvación, pues orientaban la disyuntiva capital del destino humano hacia un punto verdaderamente crucial: el instante del final de la existencia física propia, instante que no se podía ni evitar ni ignorar.
Los Ars Moriendi (arte de morir) eran textos que se organizaban de manera simple, básica y rápida y tenían como objetivo ofrecer orientación para afrontar con serenidad el momento de partir de este mundo, además de brindar consuelo al moribundo cuando se acercaba el final de su vida. Su propósito era asegurar la tranquilidad y la paz interior del individuo, fomentando una actitud valiente, pacífica y positiva frente a la inevitabilidad de la muerte. Por lo general, estos textos iban acompañados de ilustraciones que ejemplificaban sus enseñanzas y las cuales reflejaban la obsesión medieval con las nociones de humildad, penitencia y de los peligros de la corrupción, y que se verá además en el arte mortuorio. Como ejemplo se encuentran las Danzas de la Muerte y las tumbas (Binski, 1996, pp. 121-22). Su creación fue influenciada por los horrores vividos en Europa durante la peste negra (1347-1352) y la guerra de los Cien Años (1337-1453), eventos que aumentaron la conciencia sobre la fragilidad humana y el temor a una partida prematura. Esta situación generó una profunda reflexión sobre la muerte, abordada tanto por parte de la Iglesia, que se esforzaba por comprenderla y aceptarla, como por parte de la sociedad en general, que no ignoraba su existencia y se preparaba para vivir con plenitud hasta el final de sus días, aunque reconociera su inevitable llegada (Mazzini, 2021, pp. 61-62).
En relación con los Ars Vivendi (arte de vivir), es importante destacar que están estrechamente relacionados con los Ars Moriendi, ya que surgieron también en la misma época, comparten una misma filosofía y sus ideas se complementan mutuamente. Los Ars Vivendi, como bien indica su nombre, se centran en la forma de vivir una vida virtuosa y piadosa, basada en los principios cristianos, de modo que esta vida sea agradable a Dios y nos lleve a una muerte sin temor, seguida de la salvación eterna. Por tanto, lograr un buen deceso se convirtió en una preocupación para los creyentes (Alfaro, 2003, p. 69), independientemente de su clase social. Prepararse para la muerte era llevar una vida llena de buenas acciones basada en la armonía, el amor, y en usar los medios adecuados para llevar una vida cristiana. Esto ocasionaría en el caso de la Nueva España que el tránsito sereno de san José - que no aparecía descrito en los Evangelios - fuese el modelo ideal de morir - era el patrono de la buena muerte - y su devoción alcanzara un gran auge.
Según Martínez Gil (2000, p. 313), la transcendencia de las decisiones de Trento sobre las actitudes ante la muerte fue extraordinaria. Afirma que esto era debido a que la muerte no era un fenómeno aislado, sino un punto de referencia para todos los órdenes de la vida, debatiéndose temas relacionados con los últimos instantes y el ‘más allá’. Si bien no se trató como uno de sus grandes temas, sí podemos intuir en las disposiciones de cada uno de ellos los planteamientos que había sobre el final de la vida. En la VI sesión (13 de enero de 1547), XIV sesión (25 de noviembre de 1551) y XXV sesión (3-4 de diciembre de 1563), con los decretos de la justificación y de los sacramentos de la extremaunción y de la penitencia respectivamente, se pueden ver los siguientes planteamientos: en los capítulos X y XVI y el canon XXVI de la vi sesión, podemos ver cómo se recalca la importancia tanto de la fe como de las buenas obras para tener una buena muerte (López de Ayala, 1564/1847, pp. 56-57, 63-64, 71), algo que veremos de forma muy repetida en las biografías de religiosos y en sus textos fúnebres, especialmente los que vamos a analizar.
En cuanto a los decretos de la extremaunción y de la penitencia, en el planteamiento de la doctrina vemos que la primera actúa como complemento de la segunda, y de toda la vida cristiana, cuya finalidad debe ser la expiación continuada para el fortalecimiento del alma. Además, se afirma que este sacramento tiene como efectos principales la salvación del enfermo, el perdón de los pecados, y el alivio por parte del Señor, todo para ayudarle a tener una serena transición a la vida eterna, siendo necesario que estos dos sacramentos estuvieran presentes en el momento de la muerte de todo cristiano (López de Ayala, 1564/1847, pp. 153-57).
El siglo donde se enmarca la vida del padre Francisco Javier Lazcano es un siglo de profundas transformaciones políticas e ideológicas tanto en España como en los virreinatos, debido a la llegada de una nueva dinastía al trono español. Los Borbones, de origen francés, hicieron una reforma de las instituciones políticas y la llegada de las ideas de la Ilustración por toda Europa, aunque no supuso mayores cambios para los territorios coloniales, a excepción de la creación de nuevos virreinatos en la segunda mitad del siglo. De hecho, siguiendo a autores que han tratado acerca de la historiografía de la muerte como parte del estudio de la Historia de las Mentalidades, como han sido Vovelle (1978, pp. 125, 131) y Ariès (2000, pp. 138, 212), la pompa barroca de la muerte no se ve alterada en las primeras décadas del siglo XVIII, así como el arte barroco en sí que tuvo su mayor auge en los virreinatos durante esta época, decayendo a partir de 1760.
El sentir barroco, propio de la Contrarreforma, coincide con los ideales y apoyo de la orden jesuita, pero son expulsados en 1767 de todas las posesiones españolas, cuando se va adquiriendo una inclinación hacia los nuevos planteamientos neoclásicos e ilustrados basados en la razón, el orden y la armonía, completamente antagónicos al sentir barroco e impuesto desde las mismas élites políticas que decretaron la expulsión de la orden ignaciana. La muerte, dado que desde el punto de vista ilustrado era menos emotiva, implicaba pasar a ser considerada como una transgresión que arrojaba al hombre a un mundo irracional, violento y cruel (Ariès, 2000, pp. 64-65).
El sentir barroco implicaba un mayor acercamiento a la emoción y a la devoción, espacios que el hombre podía percibir con los sentidos, siendo su mayor símbolo las vanitas,1 que nos remarca un mensaje importante: pensar con fuerza hasta la muerte. También implicaba esa nueva sensibilidad una muerte poco igualitaria debido a la gran importancia de la pompa y del cortejo fúnebre que tanto tenía de teatralidad, máxima característica barroca, que podía ser más o menos elaborado en función del estatus social del difunto.
Por tanto, la principal hipótesis que queremos plantear en este trabajo es cómo se resuelve la problemática de la muerte en los religiosos jesuitas en el territorio novohispano; es decir, la visión que ellos tenían respecto de la muerte, mientras ejercían su ministerio en territorios de la Nueva España. Tomaremos como ejemplo al padre Lazcano, teniendo en cuenta las consideraciones previas acerca de la orden a la que pertenecía este, su figura y su contexto histórico. La mayor parte de los religiosos jesuitas en territorio novohispano tenían casi las mismas percepciones acerca de la muerte. Para ello, hemos decidido ceñirnos a un caso en concreto y el más completo de todos los que hemos investigado, sin dejar de lado otros casos de religiosos jesuitas que se han estudiado en los archivos.
La reflexión sobre la muerte en la orden jesuita
La reflexión sobre la muerte ha sido un elemento muy recurrente y presente en la orden jesuita, por ejemplo, desde los primeros textos de la orden (Ejercicios Espirituales), que redactó san Ignacio De Loyola en su retiro espiritual en una cueva cerca de la localidad de Manresa (Barcelona) en 1522, tras haber sido herido en el asedio de Pamplona en 1521 cuando ejercía como soldado al servicio de Carlos i de España. La reflexión se hizo presente también en el marco de la fundación de la orden en París por Loyola y algunos de sus compañeros de la Universidad de La Sorbona en 1534, y se acentuó aún más con la celebración del Concilio de Trento y la posterior fundación jesuita de la Cofradía de la Buena Muerte en Venecia en 1600.
La orden jesuita nació en el contexto de la Contrarreforma y de la expansión de la fe cristiana en territorios descubiertos por países europeos a partir del siglo XVI, por lo que la idea de la muerte que tenían ellos también la trasladaron a los territorios coloniales. Aunque no sabemos cómo se trataría en el ámbito de la evangelización, ya que no se nos detalla su proceder, sí sabemos cómo era la experiencia personal de cada uno respecto de la muerte y qué hacían para que fuera pacífica y sosegada.
Las meditaciones de la muerte en los Ejercicios Espirituales de Loyola (1548/1867) se integraron en el discurso de la orden religiosa como una elección adecuada del estado de vida, que entonces se consideraba virtuoso (Burrieza, 2009, p. 515). Proponía cuatro periodos o semanas en función del retiro que uno asuma: en el primero se trabajaba la conversión de la persona pecadora; en segundo lugar, la adaptación de la persona convertida al modelo de Cristo; posteriormente un fortalecimiento a través de la apreciación de la pasión y muerte de Cristo, para que finalmente hubiera una transformación de la persona identificada de forma plena con el Salvador resucitado.
Viendo que con estos escritos se propone un proceso iniciático, el texto es fundamental y sin él no existiría la orden jesuita, aunque en el momento en que es redactado, Loyola no tiene todavía intención alguna de fundar una orden religiosa. Para que pudiera llevarse a cabo, el ejercitante se debía encontrar con Dios y para ello necesitaba recogimiento interior y abandono del bullicio. Se medita sobre el pecado personal y el del mundo, reconociéndose como hombre en el camino de la perdición. Ahí es donde se ubicaba la meditación de la muerte, entendida como caducidad de la vida, contrapuesta a la misericordia y al amor demostrado por Dios. Los días de Loyola y los de las generaciones posteriores fueron los de la preocupación por la salvación del alma, no solamente en el momento de la muerte, sino a lo largo de toda la vida (Burrieza, 2009, p. 515).
En cuanto a la defensa de la Buena Muerte, desde la fundación de la Compañía de Jesús en 1534, los jesuitas llevaban al fiel a contemplar la expiración de Jesús como el triunfo de la vida, incentivando a buscar un buen tránsito para entregar el espíritu en paz en los brazos del creador (Gámez, 2016, p. 147). Vemos, por tanto, cómo en su origen, la Compañía predica el principio inconmovible de morir en estado de gracia y esperar, como don, el cielo y el consuelo de una defunción santa.
El pensamiento de Loyola, incluso desde su época de estudiante en La Sorbona, se centraría en tres ministerios apostólicos que seguirían estos principios de la defensa del bien morir: las visitas a hospitales (de modo especial cuando estaban repletos de enfermos debido a una epidemia o peste); la atención espiritual a encarcelados (probablemente en especial a los que estuviesen pendientes de ser ejecutados), y la asistencia social entre marginados. Esto es debido a que el objetivo de la Compañía no era solo lograr la propia salvación, sino también la del prójimo, por lo que el bien morir se construía por partida doble; es decir, tanto para las personas a quienes auxiliaban como para ellos mismos, pues les ayudaba a construir una vida virtuosa y llena de buenas obras que les facilitaría el tránsito a la vida eterna.2
Con motivo del aumento de la credibilidad y el prestigio de los jesuitas, las circunstancias posibilitaron que muchos de los nuevos religiosos fuesen requeridos a los pies de los enfermos y moribundos para ayudarles a bien morir. Vemos, por tanto, cómo la gran obsesión del momento histórico era la salvación eterna del alma, un mensaje que se trasladó en la evangelización del Nuevo Mundo, ya que con ello buscaban salvar el mayor número de almas posibles (Alcalde, 2010, p. 376).
Esta defensa de la buena muerte se vio también reflejada en la creación de cofradías. Al final del primer ejercicio de los Ejercicios Espirituales de Loyola (1548/1867), en el coloquio que realiza, se refleja el propósito que tendrá la cofradía que fundarán:
Imaginando a Cristo nuestro Señor delante y puesto en cruz, hacer un coloquio, considerando cómo de Creador ha venido a hacerse hombre, y de vida eterna a muerte temporal, y así a morir por mis pecados. Otro tanto mirando a mí mismo considerando lo que he hecho por Cristo, lo que hago por Cristo, lo que debo hacer por Cristo; y al fin, viéndole de esa manera y colgado así en la cruz, deja correr el afecto, expresando lo que se ofreciere. (pp. 33-34)
Por ello, bajo el auspicio de esta orden, surgirá la ya mencionada Cofradía de la Buena Muerte, en la cual en cada viernes de Cuaresma durante cinco horas se reunían sus fieles para meditar acerca de la idea del fallecimiento ante el Santísimo expuesto (Gámez, 2016 pp. 149-50), teniendo como fin la unión del propio deceso con el de Cristo, y para ello fomentaban la frecuencia de sacramentos para bien vivir y que ello facilitara una buena muerte.3 Es decir, aquello seguía a una vida humilde, mortificada y conforme a la doctrina, que equivalía “despojar al hombre cansado de los vestidos y ropa que le impiden dulcemente el sueño”, siendo necesariamente lenta y que le permitiera ordenar una contrición perfecta (Madariaga, 1991, pp. 81-82). Lo contrario era la mala muerte, la cual cogía desprevenido a quien muere y a quien ha seguido a una mala vida e impedía el arrepentimiento de muchos pecados. Por tanto, el temor al fallecimiento repentino y el desconcierto ante el suicidio son dos constantes de la mentalidad tradicional ante el tránsito final (Madariaga, 1991, pp. 81-82).
Contenido y temas tratados en los textos en torno a la muerte del padre Lazcano
Antes de empezar a analizar los dos textos pertinentes, tenemos que plantearnos quién era el padre Lazcano y de dónde proviene. El padre Francisco Javier Lazcano fue un religioso perteneciente a la orden jesuita que nació en Puebla de los Ángeles (México), el 24 de octubre de 1702, en el seno de una familia noble, ya que sus padres, el castellano Antonio Lazcano y la criolla María Rosa de Altamirano y Castilla, procedían de familias nobles. El primero, de una familia del valle de Gordosueta en el señorío de Vizcaya, donde nombraban alcaldes ordinarios a los patricios nobles de su familia, tocándole a él cuando ya estaba radicado en Puebla y era el primer capitán de comercio de la ciudad. La madre procedía de la casa de los condes de Santiago, teniendo una vida cristiana y sólidamente virtuosa, accediendo frecuentemente a los sacramentos de la Eucaristía y de la penitencia (De la Gandara, 1763, pp. 1-2).
Doña María Rosa tenía especial afecto por la orden jesuita, de quien solía recibir los sacramentos buscando una buena muerte; por tanto, es lógico pensar que ella influyera en la decisión de su hijo primogénito de formar parte de dicha orden, así como en confiar la educación de sus demás hijos también a los jesuitas (De la Gandara, 1763, p. 3). La educación primera del padre Lazcano transcurrió en los colegios de San Jerónimo y de San Ignacio (colegio Carolino) de Puebla, ambos pertenecientes a la orden. Razones aparte pueden añadirse a la anterior, a saber, el gran prestigio educativo de la orden y el que la familia paterna de Lazcano probablemente estuviera emparentada con el mismo Loyola: tanto el padre de Lazcano como Loyola eran oriundos de casas nobiliarias del País Vasco; Loyola era perteneciente a la casa solariega de Loyola, casa nobiliaria instalada en la localidad de Azpeitia (Guipúzcoa, País Vasco), aunque nos remarca su biógrafo que podrían ser solo conjeturas que se plantearon otros muchos autores que no nos menciona (De la Gandara, 1763, pp. 2-3).
El padre Lazcano ingresó en la orden a la edad de 15 años, convirtiéndose primero en catedrático de Moral y Sagradas Escrituras en el Colegio de San Pedro y San Pablo durante 18 años, hasta 1736, cuando la Real Universidad Pontificia de México aprobó su nombramiento como catedrático de Teología, ejerciendo este cargo hasta su muerte. También ejerció como calificador del Santo Oficio de la Inquisición. Por si fuera poco, llegó a ser consultor de virreyes y obispos, lo que le convirtió en una persona respetada y reverenciada por las élites del virreinato, teniendo por tanto una gran influencia social y política. Sobresalió también como autor con una extensa obra, entre la que se destaca como principal la Guía Práctico Canónico Moral del Sacerdote cerca de los Enfermos, publicada a finales del siglo XIX (1881) de forma póstuma, donde se nos detalla acerca de la labor que deben tener los sacerdotes con los moribundos. Este cuidado y actitud lo vemos desde la esencia de la orden jesuita a partir de su fundación (Lazcano, 1881, pp. 8-17).
Falleció de hidropesía el 13 de mayo de 1762 en la Ciudad de México a los 59 años y 7 meses - edad indicada en el único retrato que se tiene de él (véase Figura 1) - rodeado de honores y siendo muy llorada su muerte, con un funeral multitudinario y lleno de simbolismos, celebrado en el Colegio de San Pedro y San Pablo, como veremos a detalle más adelante en los dos textos a analizar.
Las honras fúnebres
El primero de los textos para analizar en torno a la muerte del padre Lazcano son las honras fúnebres; es decir, todo el ceremonial alrededor del funeral. Se encuentra redactado por el Dr. Beye de Cisneros, quien tuvo un papel muy importante en la celebración. En él se nos remarca que cuando murió, el 13 de mayo de 1762, el impacto de su deceso abarcó todas las clases sociales, lo cual contribuyó para honrar su memoria; de ahí la locución en latín Vita mortuorum in memoria est posita vivorum (La vida de los muertos se deposita en la memoria de los vivos) (Beye Cisneros y Quixano, 1763, p. 1). Con esto se subraya la importancia de su persona y la de no ser olvidado tras la muerte, tema recurrente en todas las religiones y culturas.
Debemos así decir que este documento no es una excepción ni en la época, ni en la Edad Moderna en general, ni en la orden jesuita. De hecho, Alemán (1992, p. 48) en su tesis nos afirma que los sermones funerarios son obras muy estandarizadas. Como ejemplo de lo anterior podemos ver los casos de sor María Petra Trinidad (Toribio, 1910, p. 84), muerta en el mismo año que el padre Lazcano; el elogio fúnebre de Manuel Rubio y Salinas, arzobispo de México, muerto en 1765 (p. 537), o el realizado a Pedro Navarrete, fraile franciscano muerto en 1756 (pp. 266-67). En todos estos casos podemos observar los mismos elementos que los insertos en el sermón en honor del padre Lazcano.
En el texto se nos destaca la importancia de los epitafios (redactados en latín) y los jeroglíficos presentes en las honras, ya que eran las representaciones simbólicas de las virtudes del difunto. Los símbolos mortuorios ya estaban presentes en México antes del arribo de los españoles, y con su llegada se les dotó de un nuevo significado. Cada uno de estos símbolos se irán describiendo en los cuerpos de la pira funeraria.
Las piras funerarias, por regla general, eran las hogueras en donde se quemaban los cuerpos, compuestas por una estructura o plataforma elevada, generalmente hecha de madera, donde se colocaban los restos del difunto para ser incinerados. Este ritual ha sido parte de diversas culturas a lo largo de la historia, contando con una larga tradición desde la antigua Grecia o Roma, y que tiene presencia no solo entre los cristianos, sino también en culturas tan distantes como la hindú o en algunas tradiciones indígenas. Aquí se nos describe la estructura que probablemente rodeaba al cadáver del difunto y que posteriormente sería quemada junto con el mismo.
En el primer cuerpo se encuentra escrito un epitafio en latín en el que se alaba al padre Lazcano, así como una representación probablemente antropomorfa de la sabiduría, que lleva una vela en un candelero, junto con un soneto dedicado a la sabiduría y a la luz que esta da, entendiéndose por tanto como una de las grandes virtudes del padre Lazcano. El soneto es la forma poética más usada en estos textos, debido a su estructura rígida y a tener la facilidad de expresar pensamientos complejos en muy poco espacio (14 versos repartidos en dos cuartetos y en dos tercetos), de ahí que nos aparezca de forma reiterada en estas honras fúnebres por la complejidad de asuntos de vital importancia para los seres humanos como es la muerte en este caso.
En el costado correspondiente se pintó un General de Escuelas, representado de la misma manera que la sabiduría, queriendo significar con esto lo que aprovechó el padre Lazcano en la Real Universidad Pontificia y en sus estudiantes, reconociendo la expectación que causaban sus clases en el claustro al promover entre sus pupilos el amor por la verdad, y en especial por la teología, de la que él era profesor.
La idea de su sabiduría también se rescató en otro soneto, el que plantea cómo a pesar de su muerte será recordado por el conocimiento que trató de inculcar a sus alumnos, viendo de nuevo acá la idea de ser recordado tras su deceso (Beye Cisneros y Quixano, 1763, p. 8).
En el segundo cuerpo de la pira fue dibujado un farol con vidrieras que simbolizaba cómo el padre miraba las honras, procurándose así su alejamiento de la vanidad y tratando de proteger su sabiduría respecto de esta. En la espalda del segundo cuerpo se representa una vela, de cuya luz huían murciélagos, implicando la limpieza de conciencia del padre Lazcano, quien estaba libre de vicios y pecados, como buen religioso que era y como buen creyente que quería asegurarse una buena muerte con los asuntos espirituales en paz (Beye Cisneros y Quixano, 1763, p. 10).
Más adelante se nos menciona como otra de sus grandes virtudes el cumplimiento de los sacramentos, entre los que se hallaban la celebración de misas todos los días hasta el momento de su muerte. También se muestra en la representación en uno de los costados del segundo cuerpo de su tránsito a la vida eterna, afirmándonos que se preparó para ello todos los días de su vida al modo de cómo se hacía en los últimos siglos de la Baja Edad Media (siglos XIV-XV) con los Ars Vivendi y los Ars Moriendi (Beye Cisneros y Quixano, 1763, p. 10).
Para los últimos momentos de la vida y para tratar de asegurarse la buena muerte y un lugar en el Cielo, recibió el sagrado viático, el sacramento de la penitencia, y finalmente la extremaunción que le administraron en el mismo momento en el que expiró, pintándose al lado una vela apagada, subiendo su llama hacia el cielo, en un alarde de que el alma va al más allá, apareciendo la frase Sed tendit in aethera fulgor (pero tiende a brillar en el éter), dándonos idea de que es un elemento que ha cobrado importancia en la religión cristiana como el símbolo del alma, así como del Espíritu Santo y de la presencia de Dios (Beye Cisneros y Quixano, 1763, pp. 10-11).
En otro de los costados, a modo de vanitas, se pintó una calavera metida dentro de una urna junto con un candil encendido con la frase Post fata refulget (después de que el destino brille), representando esa luz la buena memoria que dejó el padre Lazcano tras su muerte por sus virtudes y por sus buenas obras, escribiéndose otra octava acerca del tema representado, siendo este elemento el más representativo respecto de la idea que se tenía sobre la muerte y el que más la refleja como tal (Beye Cisneros y Quixano, 1763, p. 11).
En los ángulos del segundo cuerpo fueron esculpidas cuatro estatuas que tenían sobre ellas dibujadas a modo de velas encendidas y con locuciones en latín las alegorías de los cuatro votos solemnes de la Compañía de Jesús y por los que tuvo que profesar el padre Lazcano durante toda su vida religiosa: pobreza, castidad, obediencia y misiones, entre infieles (Beye Cisneros y Quixano, 1763, p. 12), si el Papa se lo ordenaba, describiéndonos cómo el padre Lazcano cumplía con cada uno de ellos, destacando la pobreza, ya que las limosnas que le daban, las donaba o se las daba a los pobres.
La pobreza entre los jesuitas implicaba el rechazo absoluto hacia lo mundano como se ha podido ver en documentos biográficos sobre ellos; por ejemplo, el caso del padre Gonzalo De Tapia, descrito por el también jesuita Andrés Pérez de Ribas (1645/1999, pp. 197-98), quien llegó hasta el punto de tener tan solo unas pocas pertenencias como libros personales, algún crucifijo e imágenes de santos, además de vestir de forma muy modesta. Posiblemente cumplía con estos cuatro votos, no solo por su deber como religioso, sino para ser una persona virtuosa en vida y asegurarse una buena muerte y así pasar el menor tiempo de estancia en el purgatorio.
Voto | Símbolo | Locución en latín |
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Pobreza | Vela que despabilaba |
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Castidad | Vela encendida y |
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Obediencia | Vela encendida circundada |
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Misiones | Vela que esparce su luz |
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Fuente: elaboración propia
Aunque respecto de esto último no se nos mencione de forma explícita en los dos textos, el purgatorio fue una doctrina que contó con una gran defensa por parte del Concilio de Trento, y por tanto los jesuitas, como buenos defensores de este, también abogaban por él. La doctrina del purgatorio, consolidada en la Iglesia católica durante los siglos XII-XIII y profundamente influenciada por las dinámicas sociales y económicas de la época, tal como se argumenta en la obra El nacimiento del Purgatorio de Le Goff (1989, pp. 250-51), tuvo un impacto significativo en las prácticas religiosas y en la concepción de la muerte en la Nueva España. Esta doctrina se reflejaba en las ceremonias y rituales fúnebres, como las indulgencias y las misas por los difuntos, elementos que fueron adoptados y adaptados por la orden jesuita para asegurar la salvación de las almas. El purgatorio era un lugar de castigo temporal en donde las almas con pecados aún por perdonar se purificaban antes de entrar al cielo, siendo negado por los protestantes por ser considerado como un medio de financiación para la Iglesia. Sin embargo, en el siglo XVIII, época en la que se centra este estudio, y más concretamente en la segunda mitad, se empezó a desterrar la doctrina del purgatorio entre otras del ámbito cotidiano, por considerarse carente de toda explicación científica, pero lejos de desaparecer del todo se quedó en el ámbito más privado (Lugo Olín, 2009, p. 257).
Finalmente, se nos comenta poco más acerca de la pira, afirmándonos que en el primer cuerpo se pintaron otras virtudes propias del padre Lazcano, como la fe, la esperanza, la caridad, la humildad, entre otras, pero sin una descripción pictórica y literaria de cada una de ellas. Además, se nos menciona que el funeral fue el 19 de julio de 1762 en la capilla de la universidad en la que él impartió clases. Los profesores también estaban presentes en el mismo, entre quienes destacan altas dignidades eclesiásticas como Cayetano Antonio de Torres, canónigo magistral de la Catedral Metropolitana de Ciudad de México, e Ildefonso López Aguado, colegial de oposición en la universidad donde daba clases Lazcano (Beye Cisneros y Quixano, 1763, pp. 15-16).
El sermón fúnebre
Un sermón fúnebre es una alabanza para el fallecido y sirve para edificación y enseñanza de los vivos.
Según Janssens (2001), la finalidad del sermón fúnebre es la de hacer una relación de la vida y virtudes del fallecido y con ello, edificar a aquellos que lo presencian, invitándolos a llevar una buena vida que los conduzca a una buena muerte. El resultado de esa buena vida hará que sean recordados, no sólo por las generaciones que conocieron al difunto, sino también por generaciones posteriores; ademas es el mejor ejemplo de la oratoria sagrada y elemento fundamental del adoctrinamiento (Madariaga, 1991, p. 76).
Según Sayes (2019, pp. 3-12), los sermones fúnebres, más allá de su función religiosa y conmemorativa, desempeñaron un papel crucial en la construcción y mantenimiento de la estructura social colonial, probablemente no sólo para el virreinato del Perú, donde se enmarca su estudio, sino en todo el imperio colonial español. Estos discursos eran espacios donde se articulaban y difundían ideales de comportamiento y moralidad que servían tanto para legitimar la posición privilegiada de las élites como para moldear las conductas y aspiraciones del resto de la sociedad, algo que era muy urgente en este caso, debido a la época en la que se sitúa el sermón, en la cual los jesuitas cada vez estaban más desacreditados por ciertas monarquías europeas e incluso algunas habían decretado ya su expulsión.
Según Melgosa (2007, p. 254), el sermón es uno de los elementos más destacados dentro de las celebraciones fúnebres, realizándose una vez concluida la misa pontificial en beneficio del alma de la persona real difunta. Nos afirma que el Concilio de Trento se encargó de destacar la importancia de la predicación. Los padres de dicho concilio, conscientes de los valores didácticos y doctrinales de los sermones, pusieron las bases para su difusión a una población en la que pocos sabían leer, siendo dichos sermones orales, aunque luego se dispusieron por escrito, como es el caso analizado aquí.
Durante el siglo XVIII, la práctica de los sermones funerarios estaba en una encrucijada debido a las influencias de la Ilustración. Aunque seguían siendo una parte central del ritual funerario católico, comenzaron a verse influenciados por las ideas más racionales y menos supersticiosas que se iban difundiendo lentamente. A pesar de estos cambios, los sermones mantuvieron su importancia como un medio para moldear las actitudes hacia la muerte y para asegurar que las creencias tradicionales siguieran siendo dominantes en la cultura popular (Alemán, 1992, pp. 42-58).
El predicador en estos discursos debía limitarse a comentar la palabra del Evangelio en el caso de la liturgia del tiempo ordinario, de las fiestas del Señor y de algunas de la Virgen que tienen Evangelio propio, y sólo en casos especiales elegía un tema acorde con los fines de la circunstancia que se debía predicar: exequias, patronazgo, profesión religiosa, e incluso en la fiesta de algún santo y de ciertas conmemoraciones marianas. Así, en términos temáticos tenemos cinco tipos de sermones: de tiempo ordinario, de Cristo, de la Virgen, de los santos y circunstanciales. Dentro de éstos últimos están, por ejemplo, los de honras fúnebres, que a su vez pueden clasificarse, en atención al sitio que el difunto ocupaba en la estructura estamental de la sociedad (Chinchilla, 2011, p. 345). Aquí es donde entra la tipología del nuestro, un caso especial afín a la circunstancia de una dignidad eclesiástica como era el padre Lazcano.
El discurso dado en su funeral, escrito y pronunciado por el Dr. Pimentel (1763, p. 2), empieza de la misma manera que las honras fúnebres, afirmándonos el sentimiento que despertó su muerte, siendo muy llorada y sentida como hemos visto en las honras, debido a la ilustre persona que era en la universidad y por las grandes virtudes que tenía, algo que a su vez ocasionan que por ello sea recordado. También es alabado por su labor en el campo de la literatura, como ya hemos visto, así como en sus investigaciones, lo que también le llevará a la inmortalidad entre aquellos que tienen memoria de él.
Más adelante, se remarca que no solo hay que ser una persona virtuosa como tal - con la merecida aprobación de Dios, según nos comenta Pimentel (1763, p. 5) - sino que era necesario que hubiera testigos de las acciones virtuosas de una persona; es decir, que fueran públicas, aunque esto no les salvara de ser calumniados o envidiados. Entre esas virtudes, destaca en primer lugar la humildad y la sabiduría, en especial su formación académica temprana, afirmándonos que ya desde pequeño rechazaba los bienes mundanos. Aprovechó siempre el tiempo en su formación: desde los 14 años fue instruido en latinidad y filosofía, lo que causó la admiración de sus profesores y condiscípulos.
Prosigue, reafirmándonos dos de los votos que tenía como religioso: la obediencia y la pobreza. Respecto de la primera, se nos afirma que siempre era el más humilde, obsequioso y rendido, mostrando una reverencia a sus maestros. En cuanto a la pobreza, se nos afirmaba que a pesar de que podría haber tenido todos los placeres mundanos, debido a su origen noble, abrazó una vida cristiana y se retiró a un claustro de la orden jesuita el 22 de abril de 1717 (Pimentel, 1763, p. 6). Aunque el autor aquí parece que nos describe su vida, realmente no es su ánimo realizar una biografía del padre Lazcano, sino descubrir los “quilates” de su humildad en el centro de su sabiduría. Gracias a su instrucción educativa en la Compañía de Jesús, nombrada por el autor como “Madre fecundísima de sabios” (Pimentel, 1763, p. 6), afirma que el padre Lazcano pasaba a la historia como uno de sus sabios y eruditos.
Entre las instituciones educativas por las que realizó su formación antes de entrar en la Universidad Pontificia de Mexico, el autor nos menciona el Colegio de San Ildefonso (Puebla) y el Colegio de San Pedro y San Pablo (Ciudad de México), ambos pertenecientes a la orden jesuita y situados en las dos ciudades en las que el padre Lazcano pasó más tiempo en su vida. En este último estuvo 17 años en la cátedra de Escritura, tal y como hemos mencionado en la biografía. Finalmente, se comenta que desde 1736 hasta su muerte, fue profesor en el claustro de la Universidad Pontificia de Mexico, ocupando la cátedra de Teología del doctor Suárez, sucediendo al padre jesuita Clemente Sumpsin en el ejercicio de esta (Alegre, 1764-1788/1959, p. 444). Por tanto, vemos, debido a los grandes cargos que tenía, que fue pieza clave para las grandes resoluciones que hacía en materia de teología y en derecho, tanto civil como canónico. Se le tomaba en cuenta también para resoluciones relacionadas con la Inquisición y el Obispado hasta el punto de que no se daba tiempo para él mismo. A opinión de sus superiores, Lazcano nunca se mostraba “sobrecogido” - que no daba ni por buenos ni por malos los argumentos que le planteaban, siendo neutro en sus afirmaciones - por ningún argumento con el cual se le intentará convencer, se declaraba neutro, insistiendo en su propia ignorancia (Pimentel, 1763, p. 12); es decir, admitía no saberlo todo, no siendo un sabio infeliz como se nos comenta que fueron otros diferentes a él, siendo admirado por esto.
Se comenta más adelante la importancia de imitar sus virtudes, especialmente la humildad, a la que se hace alabanza en este sermón. Tal como vemos en la página 10, se indica qué debería hacerse para alcanzar la humildad que tanto le caracterizaba; asimismo, se recomendaba mirar sus acciones, aprender de sus alumnos, no dejarse llevar por la vanidad ni por la soberbia, así como por el afán de riquezas y de bienes terrenales, ocasionando que tuviera un espíritu noble.
Se resalta de nuevo su humildad, afirmándonos que era un hombre tan sediento de afrentas como de honores. Se nos dice por ello en el sermón que, para recibir las gracias del Señor es necesario un corazón vacío de sí mismo y un corazón que no esté infestado de soberbia y de vanidad, teniendo un corazón lleno de humildad (Pimentel, 1763, p. 13). Esta humildad se vio reflejada también en el rechazo que el padre Lazcano tuvo al puesto de Superior de la Compañía de Jesús, imitando a Loyola cuando fundó la orden. Esa virtud, aunque no es la única que tenía el padre Lazcano, fue la que dio lustre y valor a las demás, como la pobreza, la gran fe en Dios, la caridad y la obediencia.
El sermón continúa con la virtud de la caridad que, yendo muy de la mano de la humildad, se encargaba de consolar a los pobres, solicitando limosnas para atenderlos, resguardando doncellas - a quienes aseguraba retiro en los claustros y probablemente recaudaría dinero para desposarlas - y cuidando enfermos independientemente de si eran ricos o pobres, al igual que lo hizo la orden ignaciana en su época de estudiantes en París, determinando el deber del auxilio a los más necesitados como uno de sus pilares básicos (Pimentel, 1763, pp. 14-15).
Tras esta breve descripción, continúa el sermón con la gran labor que hacía el padre Lazcano con la salvación de almas, el principal motivo para que las órdenes religiosas vinieran a evangelizar las nuevas tierras conquistadas, tratando de hacer confesiones y de explicar la doctrina cristiana en los barrios de la Ciudad de México, sobre todo en los más pobres, con el objetivo de introducirlos a la devoción cristiana y alejarlos del pecado. De hecho, se nos afirma que en el momento de morir estaba escribiendo una obra llamada Año Cristiano que iba a estar destinada para el bien de todas las almas (Pimentel, 1763, p. 15).
La obediencia, para el padre Lazcano, era la mejor prueba que podía dar un alma religiosa de su amor a Dios: observar y satisfacer las obligaciones que voluntariamente ejercía, dando ejemplo y testimonio con ello. Se afirma que era cumplido, que nunca infringió una regla y era elogio continuo de superiores y condiscípulos (Alegre, 1764-1788/1959, p. 444; Pimentel, 1763, p. 18), y por tanto, un recuerdo para las generaciones siguientes que mantendrán vivo su legado sobresaliente en virtudes que lo llevarían a una buena muerte.
Finalmente, y recopilando los principales votos de los religiosos y cómo le fueron útiles al padre Lazcano, se afirma que el cumplimiento de éstos es la mayor alabanza que puede recibir un religioso, ya que se nos dice en este sermón que la religión es: “aquella suntuosa Torre de David, de donde están pendientes las armas de los fuertes” (Pimentel, 1763, p. 18), porque en aquella se hallan las armas para triunfar y resistir a los enemigos de la fe cristiana y de la salvación que esta promete en el más allá.
El sermón nos recuerda que el voto de la pobreza sirve de antídoto contra la vanidad, el voto de obediencia contra el demonio, reafirmando su obediencia a un solo Dios y el voto de la castidad contra la ‘carne’. La pobreza se nos afirma que, si no va acompañada de la humildad que tanto caracterizó al padre Lazcano, sería engañosa, al modo de ciertas familias romanas que se mencionan, como los Escipiones o los Agripa. Se nos remarca una vez más cómo acometió el voto de pobreza haciendo balance de sus escasos bienes y repartiendo aquellos que no necesitaba entre los pobres, no contentándose únicamente con la aprobación de sus superiores cuando constataban que cumplía con ese voto, considerándolo un vivo retrato de lo que era ser pobre.
Se habla después de la virtud de la pureza, virtud que le fue dada por la Virgen; es decir, por gracia del culto mariano que él profesaba y predicaba en sus diligencias, tanto que hasta realizó un tratado sobre sobre la Inmaculada Concepción, y se esforzó para que en la universidad en la que estaba pudieran verse los retratos de doctores marianos (Espinosa, 2011, pp. 155-63). Dentro de esta pureza también podemos hallar los ejercicios de mortificación propios de los religiosos, y la austeridad, ambos muy unidos al voto de pobreza y humildad, así como el rezo diario del Rosario de rodillas, sin importar el entorno donde estuviera. Tenía un especial cuidado en la celebración y toma de la Eucaristía, y por tanto también del sacramento de la penitencia; en caso de que la muerte llegara de improviso, siempre estaba preparado para una buena muerte (Pimentel, 1763, p. 21).
Concluyendo el sermón, se remarca que las grandes virtudes que tuvo el padre Lazcano en vida, así como las que profesó como religioso, las ha podido tener gracias a la humildad. El 13 de mayo de 1762 tuvo por fin su buena muerte. Se cuenta cómo a pesar del malestar que tenía, a causa probablemente de la mortificación, no dejó de realizar sus labores; la muerte lo sorprendió mientras atendía una confesión. Esa muerte repentina era la que deseaba el padre Lazcano para que el demonio no lo supiera y finalmente se le cumplió. Se nos afirma en el sermón que su cuerpo mostraba los rigores a los que se sometía, pero hablaba también de una persona virtuosa y humilde (Pimentel, 1763, p. 23).
El sermón finaliza afirmándonos que el Dr. Beye de Cisneros y Quixano, rector de la Universidad Pontificia de Mexico y supuesto autor del texto, dio los tributos necesarios para unas honras fúnebres dignas para el padre Lazcano. Las exequias fueron celebradas dos días después de su muerte en el Colegio de San Pedro y San Pablo, uno de los colegios fundados por la orden jesuita en la Ciudad de México. El homenaje póstumo al ilustre jesuita fue destacado y digno de memoria, como podemos notarlo en el sermón.
En las últimas líneas, se le pide a la Universidad Pontificia gratitud por haber tenido en su institución una persona tan honorable como era el padre Lazcano, religioso que destacó por su humildad, su sabiduría y sus virtudes, así como por haber honrado tanto a Dios como a los hombres, mereciendo por ello ser recordado y tener un eterno descanso en paz.
Conclusiones
La visión que los jesuitas tenían de la muerte es que era necesaria una vida virtuosa para poder asegurarse una buena muerte. Esa vida virtuosa debía destacar por buenas acciones, humildad, rechazo de lo terrenal, de la vanidad y del afán de riquezas. En el caso del jesuita encontramos que cumplía con todas las características anteriores, además de una buena trayectoria académica, dedicada al ámbito educativo y a tener apertura de trato con todos los estratos sociales. La relación con la clase privilegiada caracterizaba a la orden jesuita y provocaría que, una vez decretada la expulsión de la orden (1767), se desencadenara una desconexión entre la élite y el pueblo, cuyas consecuencias fueron reflejadas en el arte y en el devenir social, educativo, cultural y político de México en los siguientes 50 años. Lazcano destacaba en el cumplimiento riguroso de los sacramentos, ejemplo ante sus compañeros, y la observancia de sus votos, sobre todo el de pobreza y la disposición completa al Papa, como ocurrió en este caso.
Se destacaba por tanto en sus virtudes, suficientes desde esta visión, para tener una buena muerte. De hecho, Rubial (2012, p. 127) nos remarca que prácticamente en todas las hagiografías barrocas influidas profundamente por los Ars moriendi medievales, el tema de la buena muerte es un buen pretexto para desarrollar la función fundamental de la retórica, que es la transmisión de enseñanzas morales a partir de la descripción de virtudes y de la lucha final del alma contra las tentaciones y los vicios. El padre Lazcano, según el sermón, era sabio, erudito y humilde para reconocer sus propios errores y sus omisiones de conocimiento. Punto y aparte merecía en él, el voto de pobreza, cuando se nos comenta que tenía pocos bienes materiales.
El simbolismo en las honras es de gran importancia, al igual que la presencia de las personas que asisten y lloran su muerte. Esto indica que su principal labor estuvo dedicada al ámbito educativo y que fue muy querido en este entorno. Muchas de las personas presentes habían tenido una relación con él durante su vida o mantenían un vínculo por haber formado parte del mismo ámbito. Además, sus exequias se celebraron en el lugar con el que tenía una mayor conexión: el colegio donde impartía clases. Hemos visto cómo la vela tiene una importancia capital, ya que esta implica sabiduría, guía y conocimiento, asuntos en los que era docto el padre Lazcano, así como la representación de las vanitas, que conecta con el voto de pobreza de los religiosos que muchas veces era llevado de forma recta y que nos remarca la importancia que se tenía en la época del alma sobre el cuerpo, debido a que este último tendía más a lo terrenal y a los placeres mundanos, que por regla general eran efímeros. También cómo las virtudes y los votos que desarrolló en vida tenían su representación de forma simbólica en las honras, pudiéndose decir de esta manera que el simbolismo contenido en las honras y en todo su funeral era un completo resumen de la vida del religioso, dándonos esto idea de la pompa fúnebre de la época para las dignidades eclesiásticas.
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1
Decir que las vanitas son un recurso pictórico usado en especial durante el siglo XVII y la primera mitad del XVIII en la pintura europea, nos da idea de la fugacidad de la vida terrenal y del carácter efímero de los bienes mundanos. Nos indica, además, un predominio del alma sobre el cuerpo, y un rechazo de este, por su capacidad potencial de hacer caer en la tentación carnal. El elemento común en cuadros de esta temática es la calavera, símbolo de la muerte por excelencia, que normalmente va acompañada por unos u otros objetos tales como flores, relojes, joyas, copas de vino, velas apagadas, libros, etcétera (Sebastián, 1981, pp. 95-100).
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2
Incluso que la defensa de la buena muerte se puede observar en los inicios de la orden.
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3
La diferencia entre Buena Muerte y buena muerte es que la primera, en mayúsculas, se refiere a la de Cristo y a la cofradía fundada por los jesuitas; la segunda se refiere a la que se recibe con sacramentos y bajo el amparo de la Iglesia católica (Lugo Olín, 2012, p. 11).
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- » Recibido: 05/04/2024
- » Aceptado: 26/08/2024
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