Resumen

Durante la segunda mitad del siglo XIX, el acelerado crecimiento urbano y demográfico impulsó a las ciudades occidentales a desarrollar infraestructura hídrica para atender sus necesidades básicas. En México, ciudades pequeñas como Toluca tuvieron una experiencia distintiva. Este artículo analiza las estrategias emprendidas por el Ayuntamiento de Toluca entre 1861 y 1866 para garantizar el abastecimiento de agua. Basándose en fuentes históricas locales, este artículo explora cómo las autoridades negociaron con vecinos, empresarios, el clero y élites locales, enfrentando restricciones económicas y conflictos políticos. Se destaca cómo, a través de estas gestiones, se priorizó el interés público en un contexto de limitada intervención estatal, demostrando que la modernización urbana no fue exclusivamente impulsada por el Estado, sino también por actores locales. Las conclusiones subrayan la importancia de los enfoques regionales para comprender las transiciones hacia modelos centralizados de gestión hídrica en el México del siglo XIX.

Abstract

In the second half of the 19th century, rapid urban and demographic growth drove Western cities to develop water infrastructure to meet basic needs. In Mexico, small cities like Toluca had a distinctive experience. This article examines the strategies undertaken by the Toluca City Council between 1861 and 1866 to ensure water supply. Drawing on local historical sources, the study explores how authorities negotiated with neighbors, business owners, clergy, and local elites, overcoming economic constraints and political conflicts. I highlight how public interest was prioritized through these efforts in a context of limited state intervention, showing that urban modernization was not exclusively driven by the State but also by local actors. The conclusions emphasize the importance of regional approaches in understanding transitions to centralized water management models in 19th-century Mexico.

Palabras clave:
    • abastecimiento de agua;
    • ayuntamiento;
    • cañerías;
    • infraestructura hídrica;
    • negociación;
    • plomo;
    • siglo XIX;
    • Toluca.
Keywords:
    • city council;
    • hydraulic infrastructure;
    • lead;
    • negotiation;
    • pipes;
    • Toluca;
    • water supply;
    • 19th century.

Introducción1

Durante el siglo XIX, el crecimiento demográfico, la expansión urbana, las epidemias, los cambios en la concepción sobre la higiene y el incremento del consumo de agua fueron factores que llevaron a las autoridades, los médicos-higienistas y las élites locales a reconocer la necesidad de hallar nuevas fuentes de aprovisionamiento, así como de mejorar y ampliar los sistemas de abastecimiento. Con este propósito, los ayuntamientos buscaron fortalecer su gestión sobre el suministro de agua para conducirla a la mayor cantidad de usuarios; sin embargo, muy pronto se enfrentaron a dificultades políticas, financieras y administrativas.

Conscientes de la debilidad política y financiera de los gobiernos locales, funcionarios de ciudades europeas, estadounidenses y mexicanas recurrieron a diversas estrategias para recaudar fondos que permitieran resolver la demanda de servicios urbanos. Tratándose del suministro de agua, las autoridades municipales adquirieron deuda pública y confiscaron bienes para financiar las obras hidráulicas, concesionaron el servicio a empresas privadas, contrataron a expertos en ingeniería sanitaria, negociaron con los grupos que controlaban el recurso y recurrieron a la recaudación entre las élites urbanas y los usuarios del suministro (Contreras, 2019, pp. 116-35; Matés, 1999, pp. 278-85).

En lo que a esto último concierne, fue común que los sectores privilegiados, a través de empresas o a título personal, invirtieran grandes sumas en los proyectos de abastecimiento. Y aunque esta iniciativa muchas veces tenía un interés personal - el de conducir agua a sus hogares, negocios, fábricas y sembradíos -, gracias a ella muchos gobiernos locales podían garantizar la construcción de canales, acueductos, fuentes y redes de alcantarillado. Por este motivo, estudiosos de la gestión de servicios públicos sostienen que las élites urbanas fueron un actor clave en la configuración de los sistemas modernos de abastecimiento de agua; es decir, aquellos caracterizados por ampliar la dotación y el consumo per cápita, incorporar nuevas técnicas y materiales, como la red de “tuberías interconectadas”, y adoptar formas de gestión más eficaces. No obstante, mientras algunos autores consideran que las empresas fungieron como principales abastecedoras del líquido en las ciudades, ante la incapacidad técnica y administrativa de los ayuntamientos, para otros la interacción entre lo público y lo privado fue más compleja y variable en cada región (Goubert, 1989, pp. 23-24; Matés, 1999, p. 42; Sánchez, 2009, pp. 32, 39).

Esta segunda historiografía no niega que la aparición de empresas de abastecimiento de agua aumentó exponencialmente a mediados del siglo XIX. Pese a ello, cuestiona la autonomía y el poder que las élites y empresas tuvieron para influir directamente en la creación de infraestructura, la distribución eficaz del líquido y la formación de un sistema de abastecimiento moderno, en el que el control de los ayuntamientos sobre la gestión del recurso hídrico fue cada vez mayor.

En el caso de ciudades mexicanas, estudios locales han demostrado que, a partir del siglo xvi, los ayuntamientos tomaron la responsabilidad de gestionar el abastecimiento. Sin embargo, también señalan que, desde entonces y hasta buena parte del siglo XIX, las instituciones religiosas y los particulares fueron quienes más se involucraron en la construcción y reparación de obras hidráulicas, así como en la distribución del líquido. Así, la historiografía advierte que, al igual que en otras ciudades del mundo, los organismos locales no contaban con sistemas de recaudación eficaces que permitieran aumentar las arcas públicas e invertir en infraestructura. Por tanto, la mayoría de los centros urbanos mantenía “en uso sus sistemas tradicionales de abastecimiento” o incentivaba proyectos de empresarios interesados en realizar mejoras hidráulicas (Alfaro, 2013, pp. 93-97; Topete, 2017, p. 140).

Con el fin de contribuir al debate historiográfico, este artículo se centra en estudiar el caso de Toluca, capital del estado de México, en la segunda mitad del siglo XIX. Su objetivo es analizar la relación que su ayuntamiento entabló con el empresario Jorge Ainslié para construir una cañería de plomo en la ciudad entre 1861 y 1866. Ello implica explicar las negociaciones, arreglos y desavenencias que la introducción de la obra generó entre autoridades municipales y estatales, empresarios y vecinos o contribuyentes. Con este trabajo se busca demostrar que, si bien hubo ciudades que dependieron del suministro gestionado por las empresas privadas, el ayuntamiento toluqueño evadió esta política para defender su potestad en el ramo y el bien público. Ello no implicó que sus autoridades prescindieran de los particulares para financiar la construcción de infraestructura, pero sí que no consideraran contratar compañías para concesionarles el servicio de abastecimiento, aun cuando las condiciones financieras de la corporación lo requirieran. Así, en un intento por defender el agua pública y asegurar la instalación de la cañería, el ayuntamiento reguló la participación privada, negoció con el gobierno estatal, empresarios y vecinos, y buscó obtener ingresos para financiar la obra a partir del cobro de impuestos y la venta de bienes. Una tarea que, pese a sus dificultades y el contexto bélico en que se enmarcó, pudo llevarse a cabo.

Los ayuntamientos ante los intereses particulares

El siglo XIX fue clave en la configuración del abastecimiento del agua como un rubro que debía ser gestionado por autoridades locales, estatales y federales. Antes de que este objetivo pudiera alcanzarse en la segunda mitad del XX, poblaciones enteras debieron buscar la forma de abastecerse a través de fuentes públicas, ríos, pozos, aljibes y otros cuerpos de agua que generalmente estaban contaminados y se encontraban lejos de los asentamientos. En un intento por mejorar su provisión, las “élites intelectuales y financieras” emprendieron la “conquista del agua”; es decir, buscaron “promover, secularizar, medicalizar y difundir” su uso, con el fin de prevenir el contagio de enfermedades y convencer a la población sobre los beneficios que brindaba un suministro abundante y limpio del recurso. Si bien esta conquista tuvo su auge entre las décadas de 1870 y 1940, Goubert (1989, pp. 21-25) sostiene que las primeras décadas del siglo XIX fueron trascendentales en este proceso, pues la industrialización, el crecimiento demográfico, la urbanización y una visión distinta sobre la higiene coadyuvaron a modificar los sistemas de abastecimiento. Esta conquista, desde luego, no habría podido impulsarse sin la participación de las autoridades locales.

En México, como en otros países iberoamericanos, los ayuntamientos se convirtieron en el organismo encargado de abastecer de agua a las ciudades. Esta labor provenía de una tradición virreinal, según la cual, el dominio sobre el recurso recaía en la figura del monarca, quien permitía a las comunidades y particulares disfrutar de él a través del uso común y las mercedes reales; dos formas de acceso vigiladas y administradas por autoridades locales. En el primer caso, la corporación civil estaba obligada a velar por el agua pública; es decir, a custodiar y resolver conflictos en torno al recurso que se almacenara o escurriera de pozos, manantiales, ríos o fuentes halladas en terrenos comunales. En el segundo, se hacía responsable de gestionar que el agua de los particulares, dada en usufructo y no como propiedad, fuese empleada con fines domésticos o productivos sin perjudicar el interés público. Una vez alcanzada la independencia, los organismos locales continuaron proveyendo estas funciones al pervivir gran parte de la tradición legislativa española (Hurtado, 2024, pp. 257-62, 266; Iracheta, 2007, pp. 33-34; Loreto, 2016, p. 81; Suárez, 1997, pp. 40, 47; Topete, 2021, pp. 66-69, 73, 75).

La tarea no fue sencilla pues, aunque los ayuntamientos tenían la obligación de regular el suministro y mantener en buen estado la infraestructura hidráulica, estuvieron lejos de cumplir cabalmente esta función. El rompimiento con el orden virreinal implicó reacomodos en los que la autoridad municipal debió proteger su potestad frente a los particulares, mediante el uso de “armas jurídicas caducas”, o interviniendo en las actividades que implicaban la explotación del agua. Y si bien ello generó algunas mejoras en su abastecimiento, no fueron las necesarias y hubo que atravesar momentos de disputa (Gómez, 2020, pp. 93, 94, 106; León, 2009, pp. 124, 136-42).

En entidades como Zacatecas la participación del ayuntamiento fue fundamental para distribuir el recurso, pero no suficiente para combatir la escasez provocada por las empresas mineras. Ante la dificultad del organismo para financiar obras e introducir mejoras, a mediados del siglo XIX debió ceder parte de su control sobre el recurso a empresas y particulares (Alfaro, 2011, pp. 91-93, 95, 99; 2013, pp. 93-97, 101). En Querétaro la situación no pintó mejor, pues su ayuntamiento negoció con los particulares la construcción de obras para beneficio general a cambio de ceder derrames e incluso la propiedad del agua. El ejemplo más claro fue la gracia concedida al empresario industrial Cayetano Rubio, entre las décadas de 1840 y 1860 (Suárez, 1998, pp. 47-49, 70-78). Tratándose de Xalapa, su ayuntamiento autorizó que los empresarios Welsh construyeran una represa en su nueva fábrica de hilados y tejidos a condición de realizar mejoras públicas como el acondicionamiento de algunas acequias (León, 2009, pp. 243, 244). Por su parte, desde fines del siglo XVIII las autoridades municipales de Puebla favorecieron la distribución del líquido entre particulares, dejando de lado la construcción de fuentes públicas que beneficiaran al resto de la población. Este proceder y la crisis del erario municipal generaron que, al iniciar el siglo XIX, se buscara concesionar el servicio a los empresarios que presentaron proyectos en 1825, 1842 y 1855. En este último, el ayuntamiento cedió la administración del agua a la empresa de Ignacio Guerrero durante 44 años (Birrichaga, 2003, pp. 13-16; Loreto, 2016, p. 84).

Como es notable, la experiencia de estas ciudades confirma que la concesión del abastecimiento hídrico a particulares fue una de las estrategias seguidas por los ayuntamientos en México. De hecho, pese a las tensiones que esta dinámica generó, algunos estudiosos consideran que dio inicio al “primer proyecto de modernización del sistema de abastecimiento hídrico a una población urbana en el México independiente” (Loreto, 2016, p. 73). Pero esta no fue la única manera de proceder. En la Ciudad de México y Morelia las autoridades municipales tenían claro que, así como los particulares podían disfrutar de agua en sus hogares, estaban obligados a permitir y facilitar que los aguadores y vecinos se abastecieran de las fuentes localizadas en sus propiedades. En ese sentido, buscaron reglamentar, vigilar y responsabilizarse por el abasto del líquido y la “conservación de los sistemas hidráulicos” (Suárez, 1997, p. 41; Azevedo, 2013, p. 78).

En este segundo caso, los particulares intervenían en la construcción y mejoramiento de obras hidráulicas a cambio de una remuneración o la adquisición de mercedes de agua. No obstante, su diálogo, negociación y asociación con las autoridades locales dependía mucho más del poder de los funcionarios, quienes les marcaban límites legales, exigían cumplir otros servicios de forma gratuita - como la instalación de fuentes -, y les ofrecían subvenciones si lograban asegurar el cobro de tarifas a los usuarios. Así, al participar en un sistema mixto y dinámico, ambos actores se beneficiaban, al tiempo que se buscaba garantizar un mejor abastecimiento (Cutler y Miller, 2006, pp. 153, 160; Le Roy Ladurie, 1989, p. 11; Matés, 1999, pp. 42, 48-49).

El caso de Toluca se ubicó en esta tradición, salvo por una particularidad. A diferencia de otros centros urbanos, la pequeña villa había carecido de un cabildo español hasta su formación como ciudad, en 1812. Durante la época colonial y entrado el siglo XIX, los religiosos de los conventos de San Francisco y el Carmen habían gestionado el suministro de agua. Por tanto, al no haber un cabildo, los vecinos no podían acceder a mercedes, pero sí a “licencias o permisos, a cambio de donaciones o limosnas” (Iracheta, 2007, p. 32). Esta característica motivó que solo hasta la década de 1850 los religiosos cedieran el control del abastecimiento y la población aceptara su autoridad para suministrar el recurso y autorizar las mercedes de agua (Castañeda, 2007, p. 83; Iracheta, 2007, pp. 25-39, 43-50). Pese a las dificultades que ello generó, a mediados de siglo el cabildo ya contaba con legitimidad para emprender una defensa del agua, como un bien común, en un momento crítico para todas las ciudades del país; es decir, los años en que tuvo lugar la guerra de Reforma, la Intervención francesa y el Segundo Imperio.

Debe mencionarse que, sin importar si los ayuntamientos otorgaron o no concesiones a los particulares, la mayoría dijo defender el interés público en diferentes momentos de su administración. Así lo hicieron los integrantes del cabildo poblano cuando, en 1855, argumentaron que el primer proyecto privatizador de abastecimiento beneficiaría a gran parte de la población. Lo mismo sucedió con el cabildo queretano cuando permitió que Rubio represara el caudal del río que llegaría a su fábrica (1844). Pese a la oposición de algunos regidores, el convenio fue aceptado porque el empresario cedería una “tercera parte del agua que [el organismo] tenía contemplado conseguir por medio de obras o compras”. Aún más evidente fue la experiencia de la Ciudad de México. Durante la primera mitad del siglo XIX, fue frecuente que sus ayuntamientos confrontaran a los particulares debido a que no pagaban por el uso del agua, o tomaban más de la que les correspondía, sin que los gobernadores se opusieran a tales perjuicios. Así, declaraban que, según lo dispuesto en leyes antiguas, era responsabilidad de la municipalidad velar por el abasto público (Loreto, 2016, p. 84; Suárez, 1998, pp. 69, 70, 72; Talavera, 2000, pp. 43-47).

El caso toluqueño es significativo porque durante más de tres siglos no había existido autoridad civil que regulara, vigilara y administrara el ramo del abastecimiento de agua. Lo es porque, a diferencia de aquellas ciudades, hasta bien entrada la década de 1850 los religiosos canalizaban el recurso hacia las fuentes públicas, sin que los particulares interfirieran en la tarea (Castañeda, 1998, p. 115; Iracheta, 2007, pp. 50-53). Y, desde luego, porque pese a ello los integrantes de sus ayuntamientos se valieron de varias estrategias para ordenar el ramo, obtener recursos, controlar los abusos de los mercedados, gestionar la construcción y mantenimiento de obras hidráulicas, velar porque los sectores populares pudieran acceder al agua, y defender su autoridad como vigilantes y garantes del agua pública.

En este contexto, el periodo entre 1861 y 1866 fue clave por dos razones. La primera porque al menos dos administraciones municipales, vinculadas a los gobiernos republicano e imperial, intervinieron en la construcción de la cañería. El segundo porque además de lidiar con estas desavenencias políticas, el país enfrentaba su crisis económica más fuerte desde la independencia y, aun así, el ayuntamiento debió buscar las vías para financiar la obra. No obstante, debe puntualizarse que este proceso venía de tiempo atrás, pues los regidores llevaban varios años buscando realizar mejoras al abastecimiento sin que ello implicara ceder el control a los particulares.

La primera muestra de este interés se dio al finalizar la década de 1830. En aquel entonces los regidores manifestaron su molestia ante la arbitrariedad con que los propietarios de casas y negocios, ubicados en los portales de la ciudad, desperdiciaban el agua concedida por el convento, en perjuicio de la población. Años después (1843), buscando ordenar el ramo y legitimar su autoridad, el cabildo aprobó solicitar a los mercedados aquellos documentos que validaran su disfrute del agua. Además, advirtió la urgencia de que el ayuntamiento contara con “sus propios y arbitrios” - entre ellos, la propiedad del agua -, ya que así tendría libertad para otorgar mercedes y cobrar cuotas que aumentaran las arcas municipales (Iracheta, 2007, pp. 47-49).

Aunque estas medidas no lograron aplicarse de forma inmediata, debido al desacuerdo de religiosos y particulares, los regidores no reclamaron nada que no estuviese avalado por la legislación liberal. Desde la constitución de Cádiz, a través de los mandatos de policía urbana, y con el decreto del 9 de febrero de 1825, se facultó a los ayuntamientos para reglamentar lo relativo a la conservación y construcción de fuentes públicas, el reparto de agua limpia para el bien común y la concesión a los vecinos (Castañeda, 2007, p. 83; Iracheta, 2007, pp. 33, 34, 42). Por esta razón, no cesaron sus exigencias.

Comprometidos con sus tareas de abastecimiento, en 1847 los regidores realizaron una “vista de ojos” por el rumbo del convento del Carmen, con el objetivo de verificar el número de fuentes públicas. En su visita advirtieron que la calle de la Tenería, una de las más importantes de la ciudad, no contaba con una. Conscientes de la falta de fondos públicos, las autoridades solicitaron a los vecinos cooperar para fabricar y colocar una fuente, señalando que se aceptaría la donación de las “cantidades o materiales que tuvieran a bien”. Quizá porque el ayuntamiento no obligaba al vecindario a asistirle con los gastos, una buena cantidad de vecinos apoyó con diferentes cantidades y materiales, entre ellos, piedra, cal y ladrillos.2

El ejemplo es pertinente porque, algunos años después, este tipo de actos fueron cada vez menos frecuentes. En 1852 la comisión de aguas se mostró poco optimista de que los vecinos acomodados realizaran donaciones en beneficio de otros proyectos hidráulicos. Opinaba que, pese a “su conveniencia y utilidad”, el vecindario “no se prestaría a tales donativos o ellos serían tan mezquinos y precarios que no cubrirían los gastos de la empresa”. Esta tensión no era gratuita, pues se daba en medio de una gran preocupación por la “suma escasez” de agua en la ciudad, la descompostura de las cañerías, la falta de presupuesto y el rechazo a pagar cualquier contribución.3

En 1853 la crisis por falta de agua se atribuyó al “aumento de población, la apertura de baños [y] al desperdicio que hacían los propietarios de las casas de los Portales” (Castañeda, 1998, p. 118). Sin embargo, Castañeda (1998) comprobó que entre 1834 y 1852 la escasez había sido resultado de una “mala distribución” entre las fuentes públicas y un mal uso de quienes poseían mercedes de agua. Ello se debía al “mal estado de la infraestructura hidráulica”, pues las autoridades municipales señalaron la descompostura de una atarjea y varias alcantarillas y, sobre todo, el deterioro de las cañerías de barro que “absorbían gran parte del agua”. Así, el ayuntamiento aceptó que se requería “introducir tubos de plomo para la distribución dentro de la ciudad” (pp. 118-19).

Acerca de la falta de presupuesto, la comisión de aguas, encargada de buscar fondos para financiar las obras, manifestó no haber encontrado “un modo decoroso por el que pueda desempeñar el objeto que se le ha encargado”.4 La única manera era recurrir al “establecimiento de nuevas contribuciones municipales”, al menos de forma provisional; sin embargo, se aceptaba que estaba “muy distante de proponer semejante medio”. Ello “tanto porque la generalidad de las contribuciones y el mucho número de ellas agobia[ba] demasiado a los pueblos, que ya las recib[ían] con repugnancia, cuanto porque la población de Toluca reporta[ba] otras más que … se le concedían a este ayuntamiento para sus fondos”.5

Dado que los proyectos de recaudación fiscal carecían de una “estructura racional” -en tanto operaban muchas leyes fiscales al mismo tiempo y la autoridad era laxa para cobrar -, no es difícil imaginar que la población se mostrara reacia a contribuir con los gastos públicos. Entre 1857 y 1867, a través de cartas enviadas a las oficinas recaudadoras, los habitantes de la Ciudad de México se negaron a pagar, pues decían pasar por dificultades económicas y familiares, problemas de salud o no estar dispuestos a cumplir una tarea que se les exigía como ciudadanos, pero que no atendía a sus necesidades e intereses y que, a veces, era arbitraria. Así, al percibir que se recibía menos a cambio de las contribuciones que se les imponían, la población exhibía su desconfianza y molestia hacia las autoridades (Rhi Sausi, 2000, pp. 23, 77-102, 104-7).

Al ser consciente de ello, la comisión de aguas reconoció la dificultad de empatar intereses y en la misma sesión de mayo de 1852 manifestó no tener más opción que solicitar recursos a “la única autoridad que puede concederlos”: el poder Legislativo. De este se esperaba hiciera un “corto sacrificio” al ceder temporalmente la contribución del uno al millar, proveniente del cobro a “las fincas rústicas y urbanas de su municipalidad”, con el objetivo de cubrir el gasto del barreno y las cañerías “para aumentar y conducir el agua potable” a la ciudad. El cabildo aprobó la propuesta y señaló que sería la más viable para cumplir la exigencia del gobierno del estado: generar “arbitrios” que no fueran gravosos y pudieran financiar el barreno y la “reposición de las cañerías”.6

Así, a partir de la década de 1850 el ayuntamiento buscó hacer acuerdos con otros poderes que le permitieran realizar mejoras en el abastecimiento. Como señala Hurtado (2024, p. 262), el fenómeno era indicativo de la fuerza que empezaba a tomar el gobierno federal y del debilitamiento o pérdida de atribuciones que más tarde enfrentarían los ayuntamientos; sin embargo, antes de que este proceso cobrara fuerza en el último tercio del siglo XIX, las autoridades municipales de Toluca buscaron cumplir su cometido de llevar agua a algunas zonas de la ciudad.

El decreto de 1861, ¿una negociación del Ayuntamiento de Toluca?

En noviembre de 1861 el plomero y empresario escocés Jorge Ainslié firmó un contrato de obra hidráulica con el Ayuntamiento de Toluca. Además de presentar su certificado de nacionalidad británica, entregó su proyecto para construir la cañería de plomo que debía surtir de agua potable a las principales casas de la capital del estado. El acuerdo formaba parte de una disposición del gobernador Felipe Berriozábal, expedida en el decreto del 26 de octubre del mismo año, según la cual, para surtir del líquido a las principales casas y edificios, era menester imponer un impuesto a los propietarios de las viviendas por donde se instalaría la tubería de plomo. Más allá de la reticencia que esta medida generó en un sector de las clases acomodadas, su estudio es pertinente porque no se ha analizado el contexto en que se impuso, las dificultades que tuvo el desarrollo de la obra y la relación que forjó entre autoridades, contratistas y vecinos.

Aunque no hay coincidencia sobre si el proceso de centralización del manejo del agua inició con la aprobación de leyes liberales, pues algunos consideran que “arrancó con la ley de 1888 y se consolidó con la Constitución de 1917”, se reconoce que en la década de 1860 hubo un gran esfuerzo de los gobiernos estatales por “subordinar la autoridad” de los organismos locales (Aboites, 1998, p. 12; Gómez, 2020, p. 93; Hurtado, 2024, pp. 262, 270, 271). En efecto, una característica de la legislación que emergió con la Constitución de 1857 fue que legitimó el papel del ayuntamiento para administrar y repartir el agua.7 Sin embargo, ante la dificultad de los estados para recaudar impuestos, sus autoridades muy pronto vislumbraron una entrada de recursos en su manejo.

Muestra de ello fue la promulgación de algunas leyes estatales que tuvieron repercusiones distintas en el ámbito local. Una de ellas, la ley estatal de aguas de Zacatecas, del 29 de diciembre de 1862, “confirmaba la jurisdicción del gobierno del estado para conceder permisos de uso [del agua], recaudando una compensación anual para beneficio de las municipalidades” (Hurtado, 2024, p. 271). Además, señalaba que eran tareas de los ayuntamientos realizar informes para justificar las solicitudes de particulares, “practicar reconocimientos” de quienes tuvieran derecho a disfrutar del recurso, o integrar comisiones encargadas del “reparto y distribución de las aguas”. Pese a que la ley buscaba reducir las facultades municipales, Hurtado (2024) considera que esta subordinación benefició al ayuntamiento zacatecano porque “de facto” adquirió “más autoridad y … pagos por las multas y las concesiones de aguas” (pp. 262, 270-72).

En el caso de Toluca, la historiografía ha propuesto que, una vez consolidada la legislación liberal, el gobierno estatal obtuvo legitimidad para intervenir directamente en este ramo. Hecho que, lejos de restarle poder al ayuntamiento, le permitió asumir “el control total de la propiedad del agua y, por tanto, la concesión del líquido a particulares”. Además, sostiene que los procesos de desamortización y secularización contribuyeron a que la corporación fuese más contundente al marcar su lugar frente a la Iglesia, pues expuso la necesidad de que acatara las reglas de suministro de la corporación. Una acción que aumentó su papel en el ordenamiento de la vida urbana (Castañeda, 1998, pp. 119, 120; Iracheta, 2007, pp. 26, 27, 50-54).

El gobierno del estado se involucró en los asuntos del agua al promulgar el decreto del 26 de octubre de 1861. Aunque no fue posible consultar todo su contenido, algunas actas de cabildo y trabajos historiográficos dan cuenta de que tenía por objetivo resolver los problemas de abastecimiento y escasez del recurso. Al decretarse, se autorizaba al ayuntamiento de la ciudad “contratar una cañería de plomo que [surtiera], con sus ramales, de agua potable [a] las principales casas de la misma, previniendo también que … proce[diera] a la construcción de dicha cañería” (Castañeda, 1998, p. 120). De igual forma, se planteaban “los árbitros que se le conce[derían] para el costo de la obra” y se le encomiaba a formar acuerdos con la jefatura para “allanar los obstáculos que se presen[taran]”.8 A los usuarios les imponía un impuesto, denominado “derrame”, que ascendería a 24 pesos anuales y se cobraría solo a los dueños de las casas por donde pasaría la tubería y mientras se llevara a cabo la obra (Castañeda, 1998, p. 120).

Si bien su promulgación se enmarcaba en una relación tersa y a la vez de tensión entre el poder estatal y municipal, el decreto parecía ser una iniciativa del ayuntamiento y no una imposición del gobierno superior, como sí lo era la ley estatal de aguas de Zacatecas. Sin embargo, detrás de ello se asomaba un conflicto. En julio de 1861, a unos días de que el presidente Benito Juárez decretara la suspensión de pagos de la deuda, el tesorero denunció el ultraje de 1 256.75 pesos, pertenecientes a la caja municipal. De acuerdo con su testimonio, la noche del 19 un comisario de la división le había exigido, de manera violenta, la entrega de todos los fondos del municipio que serían utilizados para socorrer a la guarnición. Inconforme con lo ocurrido, el síndico resolvió comunicar al gobernador Felipe Berriozábal que, si bien las circunstancias volvían necesario el pago de los efectivos de la plaza, debían seguirse “conductos legales” para no actuar bajo ultraje, pues el ayuntamiento conocía “la falta de recursos” del gobierno y estaba dispuesto a proporcionarle ayuda. Asimismo, señaló la importancia de cuestionarle de dónde se obtendrían las cantidades para cubrir el presupuesto del mes, correspondiente a los gastos del alumbrado, alimento de presos y pago a los celadores. Una vez que acudió a presentarle su “justa queja”, el gobernador manifestó no haber tenido “intención de ultrajar la dignidad” del organismo. No obstante, ante la crisis y la urgencia de pagar a la guarnición, había asumido el “consentimiento de la corporación”. Como parte de su compensación a la autoridad local, pidió darse por “satisfecha” y no hacer “publica la desavenencia porque sería empeorar la situación afligida en que se ha[llaba]”. Por lo mismo, “encar[gaba] la reserva” de lo ocurrido, es decir, mantenerlo en “riguroso secreto”. Finalmente, se comprometía a cubrir cuanto hiciera falta para “los gastos precisos de la municipalidad”.9

Coincidencia o no, en septiembre los integrantes del ayuntamiento iniciaron negociaciones con el empresario Jorge Ainslié, quien tenía una larga trayectoria en el desarrollo de obras hidráulicas. En aquella ocasión, su hijo Agustín presentó un presupuesto para construir la cañería de agua potable de la ciudad, el cual ascendía a 16 111 pesos que debían pagarse en abonos mensuales de 500 pesos. El cabildo apuntó que para cumplir los pagos se utilizaría el “producto de la venta de los terrenos laterales del camino de Lerma” - cedido por el “superior gobierno” -, el “valor de las campanas que se ha[bían] quitado del extinguido convento de San Francisco”, así como “el importe de las mercedes de agua que se conce[dieran] a los particulares”. Con miras a formalizar el contrato, la comisión propuso formar un “proyecto de ley para arbitrar recursos” que permitieran ejecutar la obra. Además, acordó enviar el proyecto al gobierno estatal para solicitar su modificación o aprobación, y manifestarle su agradecimiento por ceder el valor de los terrenos, las campanas y el importe de las mercedes.10

Como es notable, el gobierno estatal cedió recursos al ayuntamiento antes de establecerse un contrato. Ello permite suponer que, una vez limadas las asperezas, los funcionarios locales aprovecharon la coyuntura para comunicar su deseo de reponer las cañerías y negociar su financiamiento. Por lo que, impuesta o no, la promulgación del decreto afianzaba la colaboración entre ambas autoridades y daba paso a la contratación de particulares dispuestos a emprender las obras hidráulicas que tanto hacían falta. En muestra de su iniciativa, el cabildo expresó la necesidad de contratar los servicios de un empresario no solo porque era evidente el pésimo estado de las cañerías de barro, sino porque el arreglo de los conductos era ineficaz y generaba gastos que la corporación no podía cubrir. En ese sentido, apuntó los beneficios que la obra y el contrato traerían, siendo los más importantes abastecer de agua a la población y aumentar los “propios” del ayuntamiento, pues se cobrarían “los productos de las mercedes o arrendamientos” que permitirían ahorrar “tantos gastos de composturas que [se presenciaban casi] cada mes”.11

Los trabajos fueron encargados a Jorge Ainslié, un plomero y empresario, originario de Escocia, que llegó a México en la década de 1830. De acuerdo con las fuentes y la historiografía, una vez instalado en la capital del país logró iniciar su negocio mediante la firma de pequeños contratos con el ayuntamiento, los cuales le permitieron ir ganando mayor participación. A partir de entonces inició una exitosa trayectoria en el ramo de la plomería,12 pues fue beneficiado con varios contratos para construir ramales y tubos de cañería, acueductos de plomo y cajas repartidoras que pasarían por las calles de la ciudad y sus pueblos (Ávila, 1997, p. 24). Sin embargo, como otros empresarios del ramo, fue acusado de gozar del suministro de agua de forma ilegal; un problema que pudo haberlo orillado a afianzar su relación con el cabildo toluqueño.

El 22 de octubre de 1861 la comisión de aguas capitalina lo acusó de disfrutar de agua en su domicilio sin tener permiso para gozar del recurso. Como resultado, se le impuso una multa de 500 pesos y la suma por el cobro del arrendamiento de agua que debía desde enero de 1858. Quizá suponiendo que su cercanía con el ayuntamiento lo libraría del problema, Ainslié solicitó una condonación que no tuvo lugar e incluso agravó su situación, pues se le dio un plazo de 24 horas para liquidar la suma ante las autoridades hacendarias.13 Aunque desconozco el desenlace de esta causa, lo interesante es que por esas fechas tuvo comunicaciones con el ayuntamiento toluqueño y, en noviembre, firmó un contrato que lo obligaba a construir la cañería de plomo de la ciudad.

La construcción de la cañería de plomo

El 5 de noviembre las autoridades municipales recibieron autorización para iniciar la construcción de la cañería, así como un ejemplar del decreto expedido por el gobernador.14 El contrato fue celebrado el 29 de ese mismo mes ante la presencia del primer síndico del ayuntamiento, Camilo Zamora; los regidores Jorge Estévez y José Aveleyra; algunos integrantes de la comisión de aguas; Jorge Ainslié y su fiador, el abogado José María Martínez de la Concha, gobernador del Estado entre 1867 y 1869. El acuerdo establecía que el plomero estaba obligado a construir la cañería de acuerdo con el presupuesto estipulado y a concluirla en el término de cinco meses a partir de su contratación: el 29 de abril de 1862. Se convenía que “la dirección de la cañería, sus dimensiones, extensión y ramales” debían ajustarse a las bases del artículo 2° del decreto de 1861, a excepción de algunas modificaciones técnicas. También se señalaba que era responsabilidad del contratista dar buenos resultados en la construcción, comprometiéndose a garantizar su servicio por 10 años y a hacerla “con maestría, solidez y materiales selectos”. Su costo ascendía a 18 300 pesos que se pagarían en varios conceptos: 2 000 al contado; “una libranza por mil pesos contra la aduana de Pachuca”, que se pagaría en el mes de diciembre; el importe del terreno que iba hacia Lerma, cuyo precio se fijaría al venderse; la suma por el terreno del cementerio de San Francisco, que el gobierno cedió con ese objetivo, y el valor de las campanas del extinguido convento. El ayuntamiento se comprometía a abonar el resto a través de entregas mensuales de 300 pesos, así como a “abrir y tapar las zanjas para la colocación de los caños” y realizar “la obra de albañilería” requerida. Por último, se estableció que el traslado de los materiales de la Ciudad de México a Toluca correría a “cuenta del contratista”.15

El proyecto del primer tramo fue presentado en una iniciativa de la comisión de aguas, en la cual quedaron asentadas sus características técnicas. Como puede verse en la Figura 1, en esta fase se instruyó que dos cajas repartidoras de plomo, donde se almacenaría el agua, fuesen colocadas al iniciar el 1º y 2º callejón del Cenizo, y en su esquina con la calle Morelos; tramos por donde pasaría la cañería principal. En este último punto, sobre los portales, saldría otro cañón rumbo al oriente que doblaría en la calle Constitución. Ahí, un cañón daría vuelta para continuar por la calle Real “hasta el mesón de San José”. Esta cañería surtiría a tres fuentes: la del callejón del Rosario, el puente de Alva y el mesón. En la esquina de los portales y Constitución se colocaría un ramal hasta la calle Flores que se dividiría en dos: el primero surtiría a la fuente de la calle del Beaterio y el segundo llevaría agua hasta la fuente de la plazuela de Alva. En otro tramo, la cañería saldría de la caja repartidora, ubicada en la esquina de Morelos y 1º de Cenizo, hacia la plaza del mercado, donde se habilitarían dos ramales: uno iría por la calle Federación hasta la esquina del callejón del Carmen, y otro llevaría agua a la fuente de Barrientos, de la plaza de armas, desde donde saldría un ramal hacia la casa de la Aduana, a la que se habilitaría su propia fuente; este tramo surtiría a dos fuentes de la plaza del mercado. En cuanto a la cañería ubicada frente a los portales, se contempló que abasteciera a las dos fuentes situadas en sus esquinas. Por último, otro cañón sería colocado en la caja principal del callejón del Cenizo, cruzaría por la calle del Chapitel y llegaría hasta la fuente de la cárcel.16

Construcción de cañería de plomo y fuentes públicas en Toluca (1862-1866)

Fuente: Elaboración propia con base en AHMT, Actas de Cabildo, Libro de actas de cabildo secretos correspondientes al año 1861, 1 de octubre, fols. 4b-5b.

Dado el contexto de la época, no es difícil imaginar que la obra presentara inconvenientes más pronto de lo imaginado. Si bien un sector de la población contribuyó a su construcción e incluso solicitó beneficiarse de ella, al inicio hubo que lidiar con la resistencia, buscar formas de exigir las cuotas e instar a los funcionarios a realizar el cobro sin miramiento. Aun así, la recaudación fue limitada. En enero apenas se habían juntado 400 de los 2 000 pesos del impuesto y no se estaba en condiciones de pagar al empresario “mil pesos de una libranza que el gobierno ofreció darle para su cobro en Pachuca” y 600 pesos de dos abonos que vencían a fin de mes. Sabedor de las dificultades, Agustín Ainslié solicitó al ayuntamiento expedir la orden para que los arrieros que habían viajado a la capital trajeran el plomo bajo responsabilidad del empresario. Además, pidió a la corporación le entregara el importe de las campanas, valuadas en 1 000 pesos, a razón de “los daños y perjuicios” causados por incumplir su parte del contrato. El ayuntamiento le otorgó 900 pesos por estas y 223 recaudados entre los usuarios, pero su deuda no se finiquitó.17

El inicio de la guerra marcó otro punto de tensión. Entre mayo y junio el ayuntamiento ordenó continuar la recaudación para la cañería. No obstante, asumió la compra de 100 fusiles y debió asegurarse de que los establecimientos industriales, giros mercantiles, talleres, y todo profesional que disfrutara de ingresos anuales por arriba de 500 pesos, pagaran una contribución estatal de uno al millar durante seis meses.18 La crisis económica y el conflicto bélico impidieron que el cabildo sesionara semanalmente - por lo menos hasta casi un año después -, y que la obra finalizara en el plazo estipulado. Sin embargo, algunos informes permiten dar cuenta de que la comisión de aguas republicana se empeñó en incentivar su construcción.

En julio de 1863, una vez que la Asamblea de Notables decidió establecer una monarquía, el presidente del ayuntamiento ordenó a los síndicos practicar una “vista escrupulosa” a la administración de rentas y la tesorería municipal. El objetivo era contabilizar sus ingresos, verificar las cantidades que se destinaron al Ejército de Oriente y auditar el último corte de caja del ramo de cañerías, correspondiente a junio de ese mismo año.19 Estos datos revelan que, aun cuando la guerra absorbió ingresos de la corporación y dificultó que sus integrantes se reunieran, la comisión de aguas alentó la realización de la obra. Para muestra, en julio de 1862 se solicitó que el plomo con el que se construiría la cañería fuera eximido de la alcabala. Un mes después, Ainslié reclamó un pago de 774 pesos para sustituir el caño principal que se había medido incorrectamente y pidió se consideraran cambios a los ramales. Además, la corporación solicitó al gobernador modificar el decreto para que fuera posible cobrar a los vecinos de ambas aceras y autorizó a la comisión utilizar 300 pesos en la construcción de una fuente en la plazuela del Alva y un obelisco del general Ignacio Zaragoza.20

Debido a un vacío de información es difícil explicar cuál fue el desarrollo de la obra desde octubre de 1862 a junio del siguiente año; sin embargo, es claro que tuvo modificaciones en su costo, las cuales explican que hasta febrero de 1863 se anunciara su inauguración.21 En junio, la comisión informó que pese a “las azarosas y críticas circunstancias que atra[vesaban] hoy todos los pueblos de este desgraciado país” y la “tenaz resistencia que ha[bían] opuesto los vecinos”, la obra ya había sido concluida.22 Así, era necesario eliminar la cláusula de “obligaciones contraídas” y urgente que se pagara a Ainslié la cantidad de 6 781 pesos que restaban de los 21 358 que se estipularon en el contrato final, después de varios ajustes. Además, se planteó que el contratista construyera un nuevo trayecto por el rumbo de la alameda y la Merced, donde faltaba el agua.23

Aunque el informe era muy claro, los nuevos integrantes del ayuntamiento se mostraron escépticos respecto de su costo y construcción. La auditoría que iniciaron en julio de 1863 se extendió alrededor de seis meses. Durante ese tiempo, la comunicación con Ainslié se restableció e incluso se negoció un presupuesto para ampliar la cañería a la fuente de la alameda que el gobierno republicano ya había aprobado. Sin embargo, el ayuntamiento determinó que revisaría “el estado de probabilidad que guarda[ban] los fondos públicos” para financiarla, externando su “sumo desagrado” ante un registro en el que “figura[ban] muchas personas que por su posición social se ha[cía] hasta ridículo el que no paga[ran] lo que adeuda[ban], muy especialmente en el ramo de cañerías”. Un problema que atribuían a la “parcialidad y condescendencia” de la tesorería.24

Al iniciar septiembre, Ainslié reanudó su reclamo por las sumas que se le debían. El presidente municipal optó por dividir los poco más de 400 pesos que existían en la aduana para saldar diversas deudas, entre ellas, una pequeña cantidad del crédito que correspondía al empresario. Cuando el prefecto político se enteró de que la obra anterior había incrementado su costo, solicitó un informe sobre la causa de ello, si el contratista había cumplido su compromiso “dejando concluida la cañería”, y si realmente se le debían pagos. A fines de año, la corporación comunicó que se le habían administrado “varias partidas” sin que se pudiera explicar claramente su procedencia. Por lo que, antes de “fijar y reconocer el monto líquido de la expresada cuenta”, había que revisarla.25

El orden de estos acontecimientos permite inferir que cuando se integró la nueva corporación o no había claridad respecto del estado y costo de la obra, o se generaba confusión debido a las pugnas políticas. Lo destacable es que, pese a la guerra, la crisis financiera y las posturas defendidas, las autoridades buscaron resolver las dificultades técnicas y económicas y no dejaron de priorizar el abastecimiento del agua. Para muestra, en enero de 1864 se aprobó la cuenta general que la comisión presentó para construir la cañería de plomo. Aunque no se especificaba si hacía referencia a un tramo anterior o uno nuevo, el trato con Ainslié se restableció definitivamente. Ello permite suponer que su proyecto había tenido un avance considerable y que, sin duda, era un empresario con las relaciones necesarias para asegurar su recontratación, pues en menos de seis meses se aprobaron sus nuevas propuestas.

La primera de ellas había sido promovida en junio del año anterior. Se trataba del tramo con el que contemplaba conducir agua a la fuente de la alameda y barrio de la Merced, así como la construcción de varias fuentes. Aunque en marzo el contratista valuó la obra de cañería en 6 648 pesos, el acuerdo quedó establecido en 4 312.50, gracias a las negociaciones de la comisión. A este se agregó un presupuesto de 2 051 pesos para culminar la cañería principal; es decir, el tramo de la caja de agua situada en el 2º callejón de Cenizo y la calle de Chapitel, hasta el depósito ubicado en la esquina de esta (véase Figura 1). Además, Ainslié propuso llevar agua a las cuatro nuevas fuentes de la alameda construidas por dos artesanos; un contrato que la corporación asumió por la cantidad de 600 pesos. Si bien no se estipuló su financiamiento, se solicitó al tesorero municipal que procurara abonar 300 pesos mensuales al contratista.26

Al finalizar diciembre, el empresario pidió que se le extendiera un certificado por haber cumplido sus compromisos con el ayuntamiento. Con ese fin, se mandaron revisar las cuentas “relativas a las nuevas obras ya ejecutadas” que ascendían a 9 355.50 pesos.27 Dos meses después, en febrero de 1865, la prefectura política autorizó el costo del último tramo de cañería que construyó durante el Segundo Imperio. Con este se conduciría agua desde el derrame de la fuente principal de la alameda hasta la alcantarilla del callejón de Cenizo y la calle Morelos (véase Figura 1). Un trayecto que, a diferencia de los trabajos anteriores, era solicitado por interés de algunos vecinos que instaron a financiarlo a través de donativos.28

El último contrato que recibió Ainslié fue autorizado en junio de 1866; es decir, más de un año después de que se le expidió un certificado de deuda por 9 000 pesos que aún no se le ministraban y otro donde constaba que había cumplido satisfactoriamente sus compromisos. El trabajo, que consistía en fabricar una fuente para la plazuela de la Tenería, parecía ser resultado de una orden del ministerio de Fomento que instó a la prefectura y la corporación a tomar “todas las providencias conducentes para proveer de agua potable a los pueblos que no la [tuvieran], inquiriendo los lugares que care[cieran] de [ella] con el fin de procurar el remedio”.29

Entre la resistencia y la cooperación: el Ayuntamiento de Toluca ante los contribuyentes

La promulgación del decreto trajo esperanza a los regidores al suponer que su acatamiento incrementaría las arcas municipales. Lo cierto es que antes y después de firmar el convenio, la comisión de aguas experimentó problemas al tratar de recaudar fondos para concretar la negociación y evitar caer en “ridículo”. En octubre de 1861 manifestó su preocupación, pues si bien se tenían los terrenos y el valor de las campanas, no se sabía “las dificultades que se presenta[rían] para convertirlas en dinero”.30 Con el fin de sortear pormenores, la comisión expuso las obligaciones que asumirían los propietarios de las casas una vez que se colocara el caño principal. Entre ellas, tomar dos pajas de agua; pagar una pensión de 2 pesos mensuales, que se reduciría a la mitad al concluir la obra, y costear la toma, el tramo de cañería particular, así como una llave económica para evitar derrames. Las pensiones debían pagarse por adelantado, pues había que “cubrir el importe de la cañería” y ahorrar para la construcción de otros tramos que permitirían “habilitar a toda la población del agua y aumentar el fondo municipal”. De no cubrirse, los deudores se harían acreedores al embargo y sanción económica.31

A pesar de su previsión, el 12 de noviembre Manuel González Alonso, tesorero municipal, señaló enfrentarse a la resistencia de los propietarios obligados a pagar el impuesto. Dado que no ingresaban contribuciones a la tesorería, se le recomendó aplicar el artículo 5° del decreto que lo facultaba para solicitar el cobro de forma coercitiva. Pasado un mes, el funcionario se rehusó a continuar desempeñando su cargo, pues “por razón de su giro o comercio no [podía] sin exponer su tranquilidad y el porvenir de su familia, echarse encima la enemistad de muchas personas … al ejercer las facultades económicas coactivas para hacer efectivo el impuesto”.32

Aunque González buscaba cuidar sus intereses, en el fondo había poca voluntad de los vecinos para cumplir con su contribución. En ello influía la reticencia que se apuntó páginas atrás, pero también la crisis de la que recién salía el país. Por si esto fuera poco, ya se vislumbraba el inicio de un conflicto bélico con el ejército francés y apenas un año antes el gobierno estatal había emitido un decreto por el que se imponía un impuesto para financiar el alumbrado de la ciudad. Aunado a estas dificultades, la comisión no tenía claro si aquellas personas que disfrutaban del agua por derechos adquiridos podían ser exoneradas del impuesto, o si había manera de exigirles el pago “previa alguna indemnización”.33

Quizá porque las reglas de recaudación no eran claras, el ayuntamiento debió encarar a otros poderes que se tomaron la facultad de reclamar el pago. En enero de 1862 la comandancia militar mandó citar a los particulares obligados a pagar el impuesto para “exigirles la pronta contribución de las cantidades que adeuda[ban]”. El ayuntamiento señaló que estaban “tomando injerencia en el negocio” y temía que tales recursos fueran desviados “con motivo de las circunstancias apremiantes en que se [encontraba] el gobierno”. Por lo mismo, y a “efecto de impedir un hecho semejante”, pidió al nuevo tesorero hacer “efectivo el cobro bajo su estrecha responsabilidad”.34

Pese a la advertencia, el tesorero refirió que, sabedor de la resistencia de muchos vecinos, el general Tomás O´Harán había citado a un buen número de ellos para instarlos a dar “la tercera parte de la cuota que les correspondía”. Ello, mientras negociaba con el gobernador una modificación a la ley. Su intrusión no solo generó molestia en el ayuntamiento, sino que derivó en una presión hacia el tesorero quien, en un acto de desobediencia, comenzó a cobrar este porcentaje. Las autoridades municipales le exigieron proceder conforme al decreto e instaron a la comisión de aguas a formar un nuevo reglamento, en el cual quedaría establecida la obligación de todos los propietarios de fincas urbanas a pagar la contribución.35

Aunque no es posible conocer el impacto que esta injerencia tuvo en el cobro del impuesto, es viable suponer que avivó los cuestionamientos al gobierno local y estatal. Como muestra, la comisión de aguas recibió varios ocursos que los propietarios remitieron para pronunciarse respecto de la construcción de la cañería y sus cuotas. En este artículo no puede explicarse a detalle las razones que expusieron para rechazar o negociar su participación; sin embargo, algunos casos permiten suponer que las motivaciones más comunes fueron técnicas y económicas. Algunos se negaron debido a que, si bien la cañería pasaría por sus calles, aún no contaban con la instalación en sus hogares y no consideraban necesario pagar por ello; otros se rehusaron porque el artículo 3º no dejaba claro si los propietarios de fincas ubicadas en la acera contraria, que atravesaría la cañería, también estaban obligados a costearla. Unos más asumían que su propiedad estaba exenta de acuerdo con el artículo 7º; es decir, por tener el “inconveniente insuperable” de no poder introducir agua a su domicilio o no “producir” un valor de venta de 80 pesos anuales. Otros se excusaban por no tener ingresos o verse afectados por la obra.36

En general, el ayuntamiento resolvió de forma expedita. A los peticionarios que se oponían porque vivían en una y otra acera se les respondió que la cañería se colocaría a mitad de calle y estaba “fuera de duda” que ambos debían pagar el importe. A quienes se rehusaban porque la cañería aun no entraba a sus domicilios, se les recordaba que la contribución contemplaba la instalación. A las personas que se negaban porque creían que el cobro implicaba la construcción de una fuente, se les aclaraba que la pensión era para financiar la cañería. A los propietarios de casas que no tenían espacio para introducir el agua, o cuya renta no sumaba el valor estipulado en el decreto, se les respondía si estaban o no exceptuadas. Con esta misma apertura, accedían a ajustar el pago de quienes eran dueños de media propiedad.37

El contenido de las fuentes dificulta exponer si los peticionarios quedaron o no conformes con la resolución. No obstante, algunos ocursos dan cuenta de que las demandas que más se extendieron provenían de propietarios que utilizaron sus privilegios para oponerse al decreto; ya fuese porque la nueva cañería afectaría sus intereses o porque decían haber perdido sus ingresos. Respecto del primer caso, la historiografía ha documentado la queja que impuso Pascual González Fuentes. El propietario del exconvento de San Francisco y presidente del Tribunal Superior de Justicia de Toluca externó su desacuerdo con el proyecto debido a que el cambio del curso del agua lo despojaría de la que “legalmente” le pertenecía y con la cual abastecía a su finca. Más allá de que en agosto de 1862 el ayuntamiento llegó a un acuerdo que benefició a ambas partes,38 el litigio ejemplifica la razón de que otros propietarios se negaran a pagar aduciendo perjuicios a sus intereses o “la antigüedad de sus derechos al uso del líquido” (Iracheta, 1997, p. 14; Castañeda, 1998, pp. 123-26).

Tratándose de los vecinos que argumentaron no contar con ingresos, la corporación se mostró escéptica. Dado que el primer tramo de la cañería abastecería a sectores acomodados, los funcionarios no ocultaron su molestia ante el adeudo de quienes solo fingían carencias para demorar su contribución, lo cual, consideraban, eran muestra de un “favoritismo” por su “posición social”.39 No obstante, estuvieron dispuestos a acudir personalmente a las casas, verificar las cuentas de los propietarios y descartar el impuesto cuando fuese meritorio y justificable ante la ley. La petición de Josefa Pontón ejemplifica este proceder. En agosto, la dueña de una propiedad en el callejón de Cenizo escribió que, al no tener más bienes que la renta que producía su casa, a razón de 12 pesos mensuales, le era imposible pagar el “derrame”. Aunque declaró estar dispuesta a “obedecer y cumplir” con las órdenes superiores, señaló que apenas podía cubrir las principales necesidades de la vida, así como pagar otras contribuciones. El ayuntamiento respondió que su propiedad no reunía las características para ser exceptuada del impuesto. En ese sentido, pagó la primera exhibición de 24 pesos, pero no dejó de insistir en que se reconsiderara su situación debido a que “las actualidades [eran] cada día más apremiantes”. Así, en diciembre pidió ser exonerada del pago, esta vez bajo el argumento de que a su familia la componían “mujeres solas sin más recursos que dos fincas urbanas” que no producían muchas rentas. En 1863, el comisionado a cargo de revisar su caso refirió que “a pesar del interno deseo que [tenía] de minorar en algo las exacciones a la clase infeliz”, sus razones no estaban contempladas en la ley y por ello no podía acceder a su solicitud.40

Entre 1863 y 1865, cuando se construyeron tres tramos más de la cañería, las peticiones y la resistencia continuaron. Sin embargo, acaso porque la primera parte de la obra mostró avances significativos, la población comenzó a solicitar la adquisición de pajas de agua a cambio de pagar el “derrame” y las cuotas mensuales que les correspondieran, e incluso las anualidades vencidas.41 En ese sentido, aunque la historiografía ha sugerido que la mayoría de los vecinos se negó a la disposición para no ver perjudicados sus intereses, ese tipo de quejas y peticiones no deben opacar la disposición que hubo entre otros propietarios para realizar su contribución, aun cuando tuviera intereses políticos o económicos de por medio.

Si bien fueron pocos casos, hubo quienes demoraron, pero cumplieron; quienes pidieron que se les aceptaran abonos u ofrecieron pagar con materiales como el aceite para el alumbrado, y también quienes hicieron donaciones.42 La más importante de estas aportaciones vino de vecinos acomodados que, en febrero de 1865, aceptaron cooperar para financiar el tramo de la alameda al callejón de Cenizo. La tesorería señaló que Joaquín Estévez, Rafael Lechuga, Cayetano Pliego, Vicente y Pablo Ballesteros “se obligaron a contribuir” con 100 pesos cada uno, “más los meses vencidos”, siempre y cuando el agua llegara hasta sus domicilios.43

Consideraciones finales

A lo largo de la primera mitad del siglo XIX, los ayuntamientos externaron su constante molestia y preocupación ante la falta de recursos que permitieran realizar mejoras en la ciudad, así como pagar el salario de trabajadores encargados de la limpieza, el alumbrado y la seguridad. La mayoría de los regidores atribuía la crisis del erario a la poca voluntad de los vecinos para contribuir a las arcas municipales, a los gobiernos superiores que constantemente gravaban a la población y a una mala administración de sus antiguos funcionarios. Esta problemática motivó que las corporaciones demoraran décadas en efectuar trabajos de infraestructura que permitieran llevar agua a la población de los asentamientos urbanos. Por esta razón, a partir de la primera mitad del siglo XIX un buen número de ellas recurrió a la contratación o concesión de servicios prestados por empresarios.

Si bien esta dificultad la enfrentaron gobiernos locales de ciudades europeas, estadounidenses y latinoamericanas, demostrando que era una realidad en el siglo XIX, es importante cuestionar si se convirtió en un discurso que fue extendiéndose a lo largo de los años y que, si bien tenía un componente de verdad, pudo ser utilizado por las corporaciones para disminuir sus responsabilidades o justificar sus limitaciones administrativas. Aunque un estudio de caso sobre el abastecimiento del agua no basta para comprobarlo, pues haría falta un análisis profundo sobre las haciendas municipales, me parece que es una línea de análisis que la historiografía podría atender para evitar generalizaciones.

En lo que compete a este artículo, considero que permite entrever que, desde su formación, el ayuntamiento toluqueño enfrentó el poder de los religiosos y los particulares para gestionar el recurso hídrico debido, en gran parte, a un problema financiero y facultativo. No obstante, al analizar cómo se gestionó la construcción de la cañería en un contexto de guerra, crisis económica e intervención extranjera, es inevitable pensar que detrás de la realización de una obra, por muy pequeña que fuera, también había mecanismos de negociación y un componente de voluntad. Desde luego, la ejecución de la obra de cañería no puede explicarse sin la interferencia del gobierno estatal que, con el decreto del 26 de octubre, abrió la vía para obligar a los ciudadanos a contribuir a su financiamiento y concedió el valor de varias propiedades y bienes para costearla. No obstante, ello no habría podido aprovecharse sin los acuerdos que la corporación estableció con otros poderes, empresarios y particulares.

Así, no puede perderse de vista que el inicio de la guerra llevó a los regidores a encabezar una defensa de las arcas municipales, aún a costa de enfrentar al gobierno superior y al poder militar. En ese marco, el ayuntamiento defendió su papel como principal gestor del abastecimiento de agua a partir de una serie de negociaciones que le granjearon mayor autonomía y lo llevaron a defender y ejercer su potestad recaudadora. Ello, sin importar que los integrantes de la corporación fueran cambiando y pertenecieran a uno u otro bando político. En ese sentido, este estudio de caso expone las limitaciones que enfrentaron para establecer un sistema de abastecimiento moderno, pero también las metas que alcanzaron antes de que los gobiernos estatal y federal iniciaran el proceso de centralización del manejo del agua.

En cuanto a la defensa que el ayuntamiento encabezó para proteger el agua como un bien común, reconozco que este artículo no ahonda en la capacidad de cobertura de la cañería ni en los sectores de la población a quienes benefició; temas sobre los cuales Castañeda (2007) y Camacho (2007) brindan muchas pistas. Sin embargo, considero que, al marcar límites legales, renegociar el presupuesto de la obra y, sobre todo, exigir resultados al empresario, el ayuntamiento antepuso el bien público al privilegio de unos cuantos. Ello no significa que la corporación actuara sin intereses de por medio, pues claramente se veía beneficiada con el incremento de sus arcas; no obstante, priorizó la gestión pública del abastecimiento por encima del control privado. Quizá por ello, los vecinos obligados a pagar el impuesto reaccionaron de diversas formas, particularmente resistiendo, pero al ver los resultados de la obra algunos asumieron su responsabilidad como contribuyentes y buscaron vías para negociar con las autoridades. Finalmente, un tema que resta por estudiar es el impacto que esta obra tuvo para los sectores populares. Me refiero a si las fuentes públicas que se construyeron en estos años se localizaron en puntos estratégicos de la ciudad, después de evaluar las necesidades de los menos privilegiados, o si hubo una diferenciación espacial y social de por medio. Para ello, considero que debemos ahondar más allá de si la corporación tuvo o no ingresos para edificar estas obras e incorporar, con más sustento, la hipótesis de que el ayuntamiento defendió el agua pública.

Lista de referencias

Archivos

AHCM - Archivo Histórico de la Ciudad de México. Ciudad de México

AHMT - Archivo Histórico Municipal de Toluca. Toluca de Lerdo

Hemerografía

Diario del Gobierno de la República Mexicana.

El Fénix de la Libertad.

El Monitor Republicano.

El Siglo XIX.

El Universal.

Notas al pie:
  • 1

    Este trabajo se inscribe dentro del Programa Investigadoras e Investigadores COMECyT (Consejo Mexiquense de Ciencia y Tecnología), del cual fui beneficiaria en el periodo 2022-2024. Agradezco a la Dra. Gloria Camacho Pichardo por su asesoría.

  • 2

    Aun así, es probable que no se construyera, pues en 1866 se mandó colocar una en la misma zona. Archivo Histórico Municipal de Toluca (AHMT), Aguas, 1847, exp. 5, fols. 9-12.

  • 3

    AHMT, Aguas, 1852, exp. 10, fols. 6b, 7.

  • 4

    AHMT, Aguas, 1852, exp. 10, fol. 6.

  • 5

    AHMT, Aguas, 1852, exp. 10, fols. 6, 6b.

  • 6

    AHMT, Aguas, 1852, exp. 10, fols. 6b-10.

  • 7

    En ese contexto puede enmarcarse la creación de reglamentos como el del 25 de marzo de 1862, expedido en la ciudad Oaxaca.

  • 8

    AHMT, Actas de Cabildo, 1860-1861, 5 de noviembre de 1861, fol. 85.

  • 9

    AHMT, Actas de Cabildo, Libro de actas de cabildo secretos correspondientes al año 1861, 20 de julio, fols. 40-42.

  • 10

    AHMT, Actas de Cabildo, 1860-1861, 24 de septiembre de 1861, fol. 83; 1 de octubre de 1861, fol. 84.

  • 11

    AHMT, Actas de Cabildo, Libro de actas de cabildo secretos correspondientes al año 1861, 1 de octubre, fols. 4, 7b.

  • 12

    “Desgracia”, El Fénix de la Libertad, 6 de marzo de 1834, t. IV, núm. 65, fol. 4; “Gobierno del Distrito Federal”, Diario del Gobierno de la República Mexicana, 31 de mayo de 1847, t. IV, núm. 80, fol. 1; “Remitidos”, El Universal, 10 de octubre de 1860, t. IV, núm. 694, fols. 1-2; “Derrumbe de los Arcos”, El Siglo XIX, 12 de noviembre de 1854, t. VIII, núm. 2148, fol. 1; “Actas de cabildo público”, El Monitor Republicano, 21 de marzo de 1861, año XIV, núm. 3875, fols. 1-2.

  • 13

    Archivo Histórico de la Ciudad de México (AHCM), Actas de Cabildo, 1861, vols. 1-2.

  • 14

    AHMT, Actas de Cabildo, 1860-1861, 5 de noviembre de 1861, fol. 85.

  • 15

    En enero de 1863, el terreno del cementerio fue valuado en 1 280 pesos y fue adquirido por Guadalupe Santín. AHMT, Actas de Cabildo, Libro de actas de cabildo secretos correspondientes al año 1861, 10 de noviembre, fols. 44, 44b; 29 de noviembre, fols. 45-48b; Aguas, caja 1, exp. 17, fols. 61-67.

  • 16

    AHMT, Actas de Cabildo, Libro de actas de cabildo secretos correspondientes al año 1861, 1 de octubre, fols. 4b-5b.

  • 17

    Aunque las 29 campanas permanecieron en su lugar, su venta se concretó en mayo y con ello se pagaron 1 200 pesos más al contratista. AHMT, Actas de Cabildo, 1862, 18 de enero, fols. 35-39; 22 de enero, fols. 39b-43b; 20 de mayo, fols. 144b, 145.

  • 18

    AHMT, Actas de Cabildo, 1862, 6 de mayo, fols. 136-137; 12 de junio, fols. 148-150.

  • 19

    AHMT, Actas de Cabildo, 1863, 2 de julio, fol. 34; 21 de julio, fol. 38

  • 20

    AHMT, Aguas, caja 1, exp. 17, fols. 17-18; Actas de Cabildo, 1862, 9 de julio, fol. 176b; septiembre, fols. 1b-4.

  • 21

    AHMT, Aguas, caja 1, exp. 17, fol. 71.

  • 22

    AHMT, Aguas, caja 1, exp. 17, fol. 100.

  • 23

    AHMT, Aguas, caja 1, exp. 17, fols. 100b-104.

  • 24

    AHMT, Actas de Cabildo, 1863, 4 de agosto, fol. 41b; 18 de agosto, fol. 44.

  • 25

    AHMT, Actas de Cabildo, 1863, 1 de septiembre, fols. 50b, 51; 10 de septiembre, fol. 52; 5 de noviembre, fol. 63; Aguas, caja 1, exp. 17, fols. 133, 136, 158-160, 170-179.

  • 26

    Los artesanos eran Pánfilo García y Guadalupe Pérez; ambos repararon la fuente principal de la alameda y construyeron las cuatro pequeñas que la rodearían. Además, Guadalupe también construyó la de la Merced. AHMT, Actas de Cabildo, 1864, 5 de enero, fol. 67b; 5 de marzo, fol. 79; 15 de marzo, fols. 81, 81b; 31 de marzo, fol. 82b; 20 de abril, fol. 85b; 12 de mayo, fols. 88b, 90b; 30 de junio, fol. 94b; 11 de agosto, fols. 101b, 104b.

  • 27

    AHMT, Actas de Cabildo, 1864, 27 de diciembre, fol. 132.

  • 28

    AHMT, Actas de Cabildo, 1865, 28 de febrero, fol. 17.

  • 29

    AHMT, Actas de Cabildo, 1866, 1 de mayo, fol. 89b; 21 de junio, fol. 96; Aguas, caja 1, exp. 17, fol. 119.

  • 30

    AHMT, Actas de Cabildo, Libro de actas de cabildo secretos correspondientes al año 1861, 1 de octubre, fol. 4b.

  • 31

    Del pago se exceptuaría a las propietarias de casas cuyo valor de venta no llegara a los 80 pesos anuales y a quienes carecieran de patio o no pudieran introducir el agua por alguna falla. AHMT, Actas de Cabildo, Libro de actas de cabildo secretos correspondientes al año 1861, 1 de octubre, fols. 5b-7.

  • 32

    AHMT, Actas de Cabildo, 1861, 12 de noviembre, fols. 87b, 88; 3 de diciembre, fol. 91.

  • 33

    AHMT, Actas de Cabildo, 1860-1861, 13 de noviembre de 1860, fol. 52; 3 de julio de 1861, fol. 72; 5 de septiembre de 1861, fol. 78; 3 de diciembre de 1861, fol. 92.

  • 34

    AHMT, Actas de Cabildo, 1862, 18 de enero, fols. 37, 38.

  • 35

    AHMT, Actas de Cabildo, 1862, 30 de enero, fol. 47; 11 de febrero, fol. 61.

  • 36

    AHMT, Actas de Cabildo, 1862, 1 de abril, fol. 116b; Aguas, caja 1, exp. 17, fols. 27-36, 51-58.

  • 37

    AHMT, Actas de Cabildo, 1862, 18 de febrero, fols. 70-77b; 4 de marzo, fols. 95b, 96; 17 de junio, fols. 155b-158; Aguas, caja 1, exp. 17, fols. 44-45b.

  • 38

    AHMT, Aguas, caja 2, exp. 16, fols. 1-15; Actas de Cabildo, 1862, 30 de enero, fols. 44-45.

  • 39

    AHMT, Actas de Cabildo, 1862, 22 de abril, fol. 128.

  • 40

    AHMT, Aguas, caja 1, exp. 17, fols. 15, 15b, 55, 68; exp. 18.

  • 41

    AHMT, Actas de Cabildo, 1863, 25 de agosto, fol. 47; 1 de septiembre, fols. 49, 49b; 5 de noviembre, fol. 62b, 63; 1864, 11 de febrero, fol. 75; 3 de noviembre, fol. 111b; 1865; 12 de mayo, fol. 91b; 21 de septiembre, fol. 47b; 1866, 15 de marzo, fols. 82b, 83; 1 de mayo, fol. 90; 18 de agosto, fol. 105; Aguas, caja 1, exp. 17, fols. 91, 95-97, 140.

  • 42

    AHMT, Actas de Cabildo, 1862, 2 de enero, fol. 7; 30 de enero, fol. 47b; 17 de junio, fol. 157b; 1863, 10 de diciembre, fol. 64; Aguas, caja 1, exp. 17, fol. 185.

  • 43

    AHMT, Actas de Cabildo, 1865, 28 de febrero, fol. 17; 28 de marzo, fol. 22b; 11 de mayo, fol. 26.

Legislación
  • Decreto del 26 de octubre de 1861. Toluca, Estado de México.
  • Ley estatal de aguas de Zacatecas, del 29 de diciembre de 1862. Zacatecas, Zacatecas.
  • Reglamento del 25 de marzo de 1862, expedido en la ciudad de Oaxaca. Oaxaca de Juárez, Oaxaca.
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Historial:
  • » Recibido: 04/09/2024
  • » Aceptado: 20/11/2024
  • » : 19/01/2025» : 2024Jan-Dec