Resumen

La consolidación de la Iglesia arzobispal de México durante la primera etapa de la reforma tridentina implicó la implementación de diversos mecanismos para garantizar el control del clero parroquial. Este artículo plantea que, más allá de las disposiciones formales, fue clave la presión articulada entre arzobispos y virreyes para moldear a los párrocos, según criterios de eficacia pastoral y obediencia institucional. A partir del análisis de expedientes conservados en el Archivo Histórico del Arzobispado de México, se identifican tres estrategias principales: la mejora en la educación sacerdotal, la jerarquización funcional del clero beneficiado y la movilidad entre parroquias. No obstante, se argumenta que el instrumento disciplinario más decisivo fue la atención sistemática a quejas y denuncias presentadas por los propios feligreses, quienes se convirtieron en agentes activos en la regulación del comportamiento clerical. Este estudio contribuye a comprender cómo las prácticas de control eclesiástico en Nueva España se apoyaron en una compleja articulación entre autoridad civil, autoridad eclesiástica y participación comunitaria.

Abstract

The consolidation of the archiepiscopal Church of Mexico during the initial phase of the Tridentine reform involved the implementation of various mechanisms to ensure control over the parish clergy. This article argues that beyond formal ecclesiastical provisions, it was the coordinated pressure exerted by archbishops and viceroys that shaped parish priests according to standards of pastoral efficiency and institutional obedience. Drawing on case files preserved in the Historical Archive of the Archdiocese of Mexico, the study identifies three principal strategies: improved priestly education, the functional stratification of the benefited clergy, and the circulation of priests among parishes. However, it contends that the most decisive disciplinary tool was the systematic attention given to complaints and accusations raised by parishioners themselves, who became active agents in regulating clerical conduct. This article contributes to a deeper understanding of how ecclesiastical control in New Spain relied on a complex interplay between civil authority, ecclesiastical hierarchy, and community participation.

Palabras clave:
    • Arzobispado de México;
    • control clerical;
    • curas beneficiados;
    • demandas de feligreses;
    • disciplina eclesiástica;
    • tridentinismo colonial;
    • vicarios;
    • virreinato.
Keywords:
    • Archbishopric of Mexico;
    • clerical control;
    • benefited priests;
    • demands of parishioners;
    • ecclesiastical discipline;
    • Colonial Tridentinism;
    • vicars;
    • viceregal government.

Introducción

En la segunda mitad del siglo XVI, en el Tercer Concilio Mexicano, se precisaron - acorde con los decretos del Concilio de Trento - las directrices fundamentales para el futuro de la Iglesia novohispana, las leyes del Real Patronato, así como las prácticas de gobierno de los obispados. En 1564, Felipe II ordenó el cumplimiento del concilio universal en sus dominios, buscando la reorganización eclesiástica en el contexto de la transformación católica desde una óptica imperial (Poole, 1990, p. 551). Sobre las parroquias, el Concilio decretó la fundación de todas las necesarias para atender competentemente a los feligreses (El Sacrosanto y Ecuménico Concilio de Trento, 1798, sesión XXI, cap. IV). Poco después, en 1568, desde la Junta MAGNa de la corte española, guiada por el visitador del Consejo de Indias, Juan De Ovando, se promovió la creación de más curatos en América, los cuales deberían ser atendidos por curas propietarios (Rubial, 2020, p. 178). Esta política fortaleció a la Iglesia diocesana novohispana para buscar un equilibrio con las poderosas doctrinas de los frailes, pero aún debía instrumentarse en los obispados; asunto de suma dificultad por los obstáculos a vencer en una sociedad hispánica en formación y otra indígena devastada. Un instrumento fue la creación de un nuevo sector en la jerarquía clerical: los curas beneficiados, llamados así porque detentaban el beneficio de una retribución anexa a su título. Estos fueron instituidos en 1574 mediante concursos de oposición y presentación de los virreyes, según estipuló la real cédula del Patronato (Aguirre, 2020, p. 7). Estos cargos se otorgaron por tiempo indefinido y a voluntad de la Corona, aunque en la práctica fueron vitalicios. Esta nueva jerarquía eclesiástica paulatinamente ganó más protagonismo en los pueblos de indios, compartiendo la empresa de la evangelización con las órdenes religiosas.

Los concilios y el Real Patronato estipularon que los beneficiados debían estar suficientemente instruidos para atender con esmero y capacidad a los feligreses. Sus obligaciones más señaladas fueron: residir en sus sedes sin poderse ausentar salvo con licencia de la Mitra, enseñar la doctrina, oficiar misas dominicales y fiestas de precepto. En las confesiones, los ministros debían ser benignos con los indios para ganar su confianza, debían convencer a los parroquianos de confesarse en la cuaresma y corregir los pecados públicos, pudiendo excomulgar y desterrar de la parroquia a quienes despreciaran la confesión. Los obispos tenían la obligación de cuidar la vida honesta de los curas y que se alejaran del lujo, de los bailes, de los juegos, de las mujeres y de los negocios seculares. No podían vender mercancías a los indios ni lucrar con su trabajo o los derechos parroquiales (Aguirre, 2020, pp. 17-24).

Un factor extra eclesiástico complicó todo. La grave epidemia de 1576 provocó una terrible crisis en la población indígena que puso en jaque al naciente régimen hispánico, incluyendo sus instituciones eclesiásticas. El avance de la red parroquial se detuvo y la Iglesia buscó soluciones. Al final del siglo XVI ya se habían creado en el arzobispado de México alrededor de 70 parroquias con beneficiados, la mayoría de indios. Si bien representaron un avance sustancial para la Iglesia arzobispal, aún se requería organizarlas y dotarlas de sacerdotes con vocación, capacidad y dispuestos a implantar la reforma católica; tarea difícil debido a las inercias y las resistencias del clero. En las primeras décadas del siglo XVII se aumentó a 79 beneficios curados (Cano, 2017, pp. 155-57), pero había dificultades para que tuvieran feligresías estables. También fue complicado tener derechos parroquiales regulares, iglesias bien edificadas y calendarios religiosos afianzados.

Toda esa problemática fue advertida por los virreyes, especialmente por el conde de Monterrey, el marqués de Montesclaros y Luis De Velasco, quienes informaron a la Corona, expresando críticas y posibles soluciones. El primero inició la congregación general de indios en 1598 para reorganizarlos en pueblos más compactos. La coyuntura fue aprovechada por la Iglesia para reajustar las parroquias en sus límites territoriales, crear nuevas cabeceras o convertir pueblos en ayudas de parroquia con el fin de mejorar la administración espiritual (Aguirre, 2021, pp. 13-41).

Las décadas posteriores inmediatas a las congregaciones de indios, en las que se enfoca esta investigación, significaron un periodo crucial para las parroquias del arzobispado de México porque alcanzaron una estabilidad numérica, se delimitaron mejor sus territorios, así como los pueblos comprendidos en cada una, y se consolidó la jerarquía del clero parroquial. La Iglesia arzobispal privilegió el fortalecimiento de la red parroquial para dar viabilidad a la reforma tridentina, fomentó una mejor preparación de los sacerdotes y los incentivó para que los mejores opositaran a las parroquias. Un factor clave fue una dotación oportuna de curas para garantizar una administración espiritual continua, capaz de cohesionar a los feligreses en torno al culto religioso y a las directrices de la Iglesia y del Real Patronato. Así, en las primeras décadas del siglo XVII los beneficiados y sus ayudantes fueron apremiados a ejecutar diligentemente esas directrices, a consolidar el régimen parroquial y a mejorar la evangelización de los pueblos de indios. En el arzobispado de México varios curas destacaron como jueces de idolatrías (Cano, 2017, pp. 604-13; Lara, 2016, pp. 47-51) o como impulsores del culto guadalupano (Mayer, 2002, pp. 28-30). Los beneficiados se convirtieron en una figura sacerdotal cotidiana en el arzobispado que, junto con sus vicarios, establecieron patrones de movilidad y de trayectorias entre los curatos que sentaron las bases para una carrera eclesiástica parroquial.

Los curas beneficiados son el objeto de estudio central de este trabajo. Su importancia radicó en haber sido los encargados de aplicar los mandatos de la reforma católica y del Real Patronato en las parroquias, donde se atendía al grueso de la población. Lo que ellos hicieron o dejaron de hacer marcaron en buena medida el rumbo de la Iglesia tridentina; de ahí que las autoridades civiles y eclesiásticas los tuvieron en la mira constantemente.

Los párrocos seculares del siglo XVII del arzobispado de México han recibido poca atención en la historiografía, a diferencia de otros periodos que cuentan con notables estudios como los de Schwaller (1987, pp. 511-614) y Cano (2017) para el siglo XVI, así como los de Taylor (1995, pp. 81-113) para el XVIII, o Young (2006, pp. 373-550) para la etapa de la independencia. Casi no se ha reparado que con los beneficiados se inició otro régimen eclesiástico, no solo por el aumento de parroquias, sino porque se estableció un modelo que perduró hasta el fin de Nueva España. Algunos trabajos han hecho notar su establecimiento por concurso de oposición según la cédula de 1574, pero se ha indagado muy poco sobre la administración espiritual que desempeñaron frente a los indios, a excepción de algunas obras, donde es una temática secundaria (García, 1999, pp. 148-53; Gibson, 1998, pp. 101-38; Lockhart, 1999, pp. 294-314; Mentz, 2017, pp. 104-10). Solo recientemente Cano (2017, pp. 511-614) ha resaltado la importancia del establecimiento de los beneficiados. También se han publicado artículos y capítulos sobre algún aspecto del clero parroquial y su relación con las instituciones eclesiásticas (Aguirre, 2012, pp. 113-217; Álvarez, 2011, pp. 501-18), su origen social (Menegus y Aguirre, 2006, pp. 195-229), la feligresía (Lundberg, 2011, pp. 173-214), la religiosidad indígena e idolatría (Tavárez, 2012, pp. 231-49) o su activismo político (Bautista, 2021, pp. 271-90). Consideramos que es necesario profundizar en su conformación jerárquica y en su papel en procesos históricos más amplios, alentando nuevas investigaciones sobre su formación, sus orígenes, su trayectoria y su desempeño parroquial en la primera era de la reforma católica en Nueva España.

La propuesta del presente trabajo es vincular el estudio del clero parroquial del siglo XVII al proceso de disciplinamiento iniciado con la reforma tridentina, bajo la premisa de que esta requería de una labor ordenada y suficientes capacidades de los curas para que cumplieran con los dictados conciliares. Trento estipuló preceptos, controles de ritos, penalidades y códigos de comportamiento que debían cumplirse en el mundo católico, así como instrumentos disciplinares concretos: las visitas pastorales, los libros parroquiales, los decretos sinodales, las misiones de los religiosos, las visitas ad limina, la predicación o la confesión recurrente. El disciplinamiento buscaba la uniformidad de la fe y de las conductas (Arcuri, 2021, pp. 57-61). En esta empresa las instituciones diocesanas debieron hacer esfuerzos importantes para contribuir al ordenamiento católico de la sociedad y del clero. Para Nueva España, Mayer (2002, pp. 20-21) sostiene que en la primera mitad del siglo XVII hubo un fuerte impulso a la reforma tridentina y a la disciplina del clero secular mediante normas para su educación y su vida.

La contribución del presente trabajo a esta línea de investigación es el estudio de algunas estrategias y medidas para regular la formación, la movilidad y el desempeño de los curas, con el fin de modelar una disciplina eclesiástica de acuerdo a la reforma católica. Para ello nos hemos enfocado en tres actores básicos del entorno parroquial: los virreyes, las autoridades arzobispales y los feligreses. Su elección obedece a que en la documentación consultada sobresalen por su actuación para resolver problemáticas de los curas y mejorar su ejercicio. Las fuentes básicas han sido los expedientes del Archivo Histórico del Arzobispado de México, que reflejan la preocupación de la Mitra por contar con cuadros clericales aptos y bien dispuestos. También han aportado elementos valiosos para analizar las problemáticas parroquiales en este periodo de consolidación de los beneficios curados.

Crítica de los virreyes a las problemáticas parroquiales

La inestabilidad parroquial de principios del siglo XVII fue advertida por diversas autoridades y personajes notables, quienes la atribuyeron a la falta de vocación y de instrucción de los párrocos de indios, varios de los cuales fueron señalados de preocuparse más por sus obvenciones que por la salvación de las almas. Estas críticas siguieron expresándose hasta el siglo XVIII inclusive. La cuestión parroquial continuó siendo tema de discusiones en todos los niveles políticos, incluyendo las Juntas de Madrid de 1748, cuando se decidió la secularización de doctrinas en los arzobispados de México, Lima y Santa Fe; decisión que inició una acelerada etapa de reformas parroquiales en el periodo colonial tardío.1 Pero sin duda, las de los virreyes tenían un mayor peso pues las informaban a la Corona, proponían posibles soluciones y las ejecutaban. Como vicepatrones de la Iglesia novohispana y máximos representantes del rey debían estar atentos a las cuestiones eclesiásticas. Aunque ha sido usual señalar su actuación como electores de los curas en las oposiciones, sus diferencias con los obispos (De la Torre, 1991, tomo I, p. 428), su autorización para crear nuevas parroquias o para edificar nuevas iglesias (De la Torre, 1991, tomo II, p. 830), diversas fuentes muestran que los virreyes también atendían la marcha de las parroquias y la disciplina de los curas y de los feligreses. Tres virreyes del periodo aquí estudiado: el conde de Monterrey, el marqués de Montesclaros y Luis De Velasco, así lo muestran.

En 1597, a dos años de arribar a México, el conde de Monterrey, quien gobernó entre 1595 y 1603, envío a Madrid un memorial sobre la situación de Nueva España.2 En su opinión los curas cuidaban su desempeño y no sabía de faltas notables, pero después opinó que la decisión de la Corona de no aumentar sus salarios perjudicaría la administración espiritual, especialmente en los pueblos alejados 8 o 10 leguas de sus cabeceras parroquiales y que eran visitados por los curas solo un par de veces al año. En estos pueblos, continuó el conde de Monterrey, no se celebraban misas y los niños no aprendían la doctrina, lo cual podría provocar idolatrías. El virrey sugirió incrementar el salario de los párrocos en los curatos pobres mientras finalizaban las congregaciones de indios, gracias a las cuales se mejoraría la situación de las parroquias. La Corona aceptó la propuesta señalando que, de ser necesario, se destinaría más dinero de real hacienda y se crearían más doctrinas, algo que, sin embargo, no sucedió en la práctica.

El conde de Monterrey también apoyó la castellanización de los indios para facilitar la evangelización, si bien consideró que era una empresa difícil - porque la Corona no destinaba más recursos ni señalaba una estrategia concreta - y que no debería cobrarse a los indios el salario de los maestros. Agregó que los frailes rechazaban la castellanización para perpetuarse como intermediarios lingüísticos y conservar su poder. Con todo, el virrey prometió seguir buscando una solución. Respecto de la prohibición de que los curas tuvieran cárceles, el conde de Monterrey la apoyó, pues supo de ministros que aprehendieron a indios que denunciaron sus negocios ilícitos; no obstante, consideró que los párrocos sí debían tener alguaciles y fiscales “para juntar y apremiar los indios a oír misa y venir a la doctrina”.3 Igualmente, expresó estar dispuesto a expulsar a España a clérigos delincuentes e incorregibles, en acuerdo con sus prelados, así como a los que arribaran a Nueva España sin licencia del rey. También confirmó que haría cumplir las reglas del Real Patronato sobre los concursos de oposición para elegir a los titulares de las parroquias vacantes.

Siete años, en 1604, el virrey, marqués de Montesclaros (1603-1607), abordó también la cuestión parroquial: aunque declaró que era deseable la secularización de las doctrinas, pues había frailes poco aptos, aceptó que los indios se opondrían por estar dominados por ellos, además de haber pocos clérigos lenguas y con experiencia para sustituirlos.4 Montesclaros añadió que los obispos aceptaban la insuficiencia de clérigos con tal de sustituir a los frailes, por lo que eran responsables de su mala preparación al no obligarlos a instruirse. Además, prosiguió, muchos partidos tenían poca renta y nadie los quería, por lo que en las oposiciones se elegía a los únicos que se presentaban, sin importar su preparación. Esto lo comparaba con el envío de buenos frailes a doctrinas remotas. Montesclaros señaló un asunto crucial: ¿cómo interesar a los buenos clérigos de ir a los curatos de indios? Estos señalamientos del virrey abonaron a la percepción que se volvió un tópico en las décadas siguientes: la falta de clérigos capaces de atender con solvencia a los indios, su ignorancia de las lenguas y su indisposición para laborar entre los pobres.

En 1610, el virrey Luis de Velasco (1607-1611) también emitió críticas sobre la situación parroquial: no apoyaba la rebaja del salario de los curas, pues solo debía hacerse en las parroquias de buenos ingresos. Opinó que esa disminución arriesgaría la evangelización de los indios. De Velasco hizo comparaciones entre los jesuitas y los curas beneficiados. El motivo fue que el clero secular consultó a la Corona sobre si los ignacianos debían administrar la parroquia de Tepozotlán, como pretendían, o limitarse a la atención espiritual en sus haciendas y en su colegio ahí asentados. Su preocupación era que Tepozotlán fuera el inicio de una mayor dotación de parroquias a los jesuitas “con que quedarían los clérigos beneméritos defraudados de sus premios y la institución de los beneficios fuera de su lugar y centro”.5 El monarca consultó a De Velasco, quien señaló que era común que los curas de Nueva España y de Perú tuvieran haciendas en sus jurisdicciones, como sucedía con agustinos, dominicos y mercedarios y que este permiso compensaba la poca renta parroquial. Respecto de los jesuitas, consideró que, aunque tuvieran haciendas, esto no perjudicaba a los indios, pues los padres se distinguían por defenderlos y que, si bien podrían ser buenos curas, lo tenían prohibido por sus superiores, por lo que el temor clerical era infundado. Velasco explicó que si ahora pretendían la administración de Tepotzotlán era porque ahí tenían un colegio y temían que si llegara un cura beneficiado podrían perder sus casas. Con todo, el virrey no veía problema en que los jesuitas administraran la parroquia, pues dominaban la lengua otomí de los indios residentes.6

Como se aprecia, más allá de las discrepancias de los virreyes en torno al clero parroquial y su idoneidad para la administración espiritual de los indios, coincidían en la necesidad de resolver problemas comunes en las parroquias en la que todas las autoridades, empezando por la Corona, debían colaborar. De hecho, algunas instancias monárquicas, como la Real Audiencia y el Juzgado General de Indios, recién creado en 1592, comenzaron a atender problemas en las parroquias (Borah, 1985, pp. 172-75), pues se esperaba que el principal remedio proviniera de la misma Iglesia. En el palacio arzobispal, sus titulares no echaron en saco roto tales señalamientos, conscientes de los problemas que había, y se aprestaron a resolverlos de la mejor manera posible.

Respuestas del arzobispado: grados académicos, lenguas, derechos parroquiales

Los cuestionamientos virreinales al régimen parroquial no fueron pasados por alto en el palacio arzobispal y sus titulares se aprestaron a remediarlos. Una medida importante fue el incremento de ordenaciones sacerdotales (Cano, 2017, pp. 153-59) y la exigencia a los clérigos de tener un título académico y saber las lenguas indígenas.

Para la educación académica del clero ya había espacios suficientes en la Ciudad de México. En la segunda mitad del siglo XVI se fundaron la Real Universidad, el colegio de Santa María de Todos Santos y el colegio jesuita de San Pedro-San Pablo (Gonzalbo, 1990, pp. 57, 154, 159-71). Estas entidades satisficieron la instrucción académica de los sacerdotes, pues la Iglesia arzobispal carecía aún de escuelas propias. De ahí que no resulte raro que la mayoría de los presbíteros del arzobispado de México fueran bachilleres a inicios del siglo XVII (Cano, 2017, p. 408).

No obstante, la educación universitaria no era suficiente para que los clérigos pudieran alcanzar la máxima orden de presbíteros: también debían aprobar latín y el conocimiento de la doctrina cristiana ante examinadores sinodales. Así lo expresó en 1636 el nuevo beneficiado de Atenango, el bachiller Juan Hidalgo Barrios, al solicitar la posesión de su parroquia: “haberme ordenado a título de eminente en lengua mexicana”.7 Además de saber alguna de las lenguas nativas, especialmente el náhuatl o el otomí, también se necesitaban conocedores del huasteco, el mazahua, el matlatzinca o el tepehua. En Tenango del Valle su cura solicitó como sustituto a Francisco De Orihuela, pues sabía las lenguas mexicanas y matlatzinca.8 El conocimiento de estos idiomas fue aceptado como uno de los requisitos obligatorios para obtener el presbiterado, junto a las capellanías de misas o el patrimonio.9 Esto favoreció a jóvenes pobres para obtener un empleo en las parroquias, como Juan De Cantoral, quien en 1601 declaró: “yo soy lengua mexicana y pretendo servir en vicaría”.10 En los expedientes de órdenes sacerdotales se registran las evaluaciones durante los exámenes de lengua: uno, dos, tres grados, o bien, eminente, tal y como sucedía con las calificaciones de latín y conocimiento de la doctrina. Aún falta por saber el porcentaje de los sacerdotes que se ordenaron a título de idioma, pero cabe esperar que no fueran pocos. Hubo clérigos que se destacaron por su conocimiento de alguna lengua, logrando un beneficio, como el de Tetela del Río, Juan De Meraz11 o el de Chiapa de Mota, Diego Sánchez de Aldana, experto en otomí.12 En el periodo aquí estudiado se fortaleció la obligación de saber idiomas si aspiraban a la administración parroquial y los beneficios curados. La presión de la Corona, de los concilios y de eclesiásticos influyentes como José De Acosta (Aguirre, 2020, p. 19) dio resultados.

Una vez que obtenían el título de presbíteros, los clérigos eran enviados a una última etapa de formación: ayudar por varios meses en alguna parroquia para aprender el oficio en la práctica. Esta era una prueba crucial para el joven sacerdote pues probaría su vocación con los indios y su capacidad de adaptación. Para quienes no supieran alguna lengua era la oportunidad de aprenderla.

El desafío de hallar buenos párrocos era grande, pues el clero secular de principios del siglo XVII, concentrado mayormente en México, tenía poco interés en las parroquias de provincia, prefiriendo los cargos de las instituciones eclesiásticas capitalinas. Además, un sacerdote bien educado tampoco era garantía de ser un buen cura de indios, pues fácilmente podría renunciar ante las dificultades de la época: diversidad lingüística, población dispersa, pobreza o cabildos de indios poco cooperativos, por ejemplo.

Pero no todo fue exigencia, ya que las autoridades buscaron incentivos para que los curas mejoraran su labor. Uno fue aumentar sus ingresos económicos. Si bien el Tercer Concilio Mexicano se publicó oficialmente hasta 1622 (Fernández, 1998, p. 158; Pérez, 2007, p. 414), hay indicios sobre la aplicación de algunos de sus decretos antes de ese año. Los obispos novohispanos los necesitaban para resolver varios problemas y pidieron desde 1585 su aplicación inmediata (Poole, 2012, pp. 297-99). También hubo una fuerte presión del clero parroquial, ante la negativa del alto clero de compartir el diezmo (Aguirre, 2014, pp. 9-44). Varios preceptos de ese concilio permitían a los curas recibir pagos por primicias, misas o alimentos. Igualmente, se autorizó a los párrocos acordar con los feligreses los derechos que pagarían, los cuales debían compartir con sus vicarios y sus ayudantes. Otra medida para mejorar los ingresos de los curas fue obligar a los dueños de haciendas a pagar por la administración espiritual de sus trabajadores. Así lo solicitó Vicente Maldonado, beneficiado de Tampamolón, a un visitador del arzobispo Juan De la Serna, quien decretó que dos haciendas debían pagarle 250 pesos al año. Aunque los dueños se resistieron, el cura insistió en el pago.13

Otro incentivo provino de una real cédula de 4 de agosto de 1600, que permitió a los clérigos informar al rey y al Consejo de Indias de sus méritos para obtener mejores cargos. La Corona deseaba tener testimonios fidedignos sobre los cualidades y servicios de quienes solicitaban mercedes eclesiásticas. La orden fue bienvenida y los clérigos comenzaron a dar informaciones ante la Mitra para enviar sus méritos a España y ganar una prebenda eclesiástica, como lo hizo Benito Pérez de Ayala en 1633.14

Este conjunto de medidas y alicientes para mejorar la formación sacerdotal y la administración parroquial provocó paulatinamente una mayor competencia para ocupar los mejores curatos y una jerarquización al seno del clero parroquial, lo cual condicionó las trayectorias eclesiásticas de las siguientes generaciones de párrocos.

Jerarquización de los curas y movilidad en las parroquias

En 1610 vivían en la Ciudad de México 300 presbíteros y en 1622 aumentaron a 422. En la Real Universidad de México, semillero de clérigos, había 506 estudiantes matriculados (Cano, 2017, pp. 155-57). Cada vez más clérigos se interesaron por los curatos, lo que causó una mayor movilidad horizontal y vertical de curas, vicarios y ayudantes en los partidos, buscando mejores sedes. Si bien los concursos para obtener las parroquias de la capital eran los más concurridos, pues opositaban beneficiados, vicarios, catedráticos o simples clérigos,15 las mayores posibilidades se hallaban en realidad en las parroquias de provincia. A esto hay que agregar el ambiente político tenso que se vivió en la capital novohispana debido al motín de 1624 contra el virrey Gelves y a las acusaciones contra clérigos y varios curas de colaborar en la rebelión (Bautista, 2021, pp. 271-88). Sin duda, las parroquias de provincia se convirtieron en un espacio más despejado y con más posibilidades de ascenso. Esta dinámica coadyuvó a establecer patrones de carrera que guiaron a las siguientes generaciones y ayudó a formar clérigos especializados en la administración parroquial. Todo ello fue otra forma de disciplinar a los curas en sus trayectorias eclesiásticas. En las relaciones de méritos del clero secular de la época comenzó a ser recurrente el haber trabajado en curatos durante años.

Otra consecuencia de la consolidación de la red parroquial y la circulación de los clérigos en ella fue la jerarquización del clero parroquial. Si bien no se estableció una jerarquía amplia, como en España, donde hubo beneficiados con cura de almas, beneficiados servideros sin cura de almas, beneficiados simples, beneficios personados, capellanes de misas, coadjutores, vicarios, tenientes, ayudantes (Barrio, 2001, pp. 75-77) la instituida en el arzobispado fue suficiente para formar una estratificación de acuerdo al rango del cargo. Así, el clero parroquial se dividió en tres jerarquías: en la cúspide los curas beneficiados, en una posición intermedia los vicarios y en la base los ayudantes eventuales. Aunque había algunos otros empleos para clérigos en las provincias, eran escasos y de menor importancia. Al iniciar el siglo XVII, por ejemplo, algunos clérigos trabajaban en haciendas, como Antonio De Minjares, capellán de un ingenio de azúcar en Cuernavaca.16 Además, la escasez de cargos eclesiásticos en la capital, o los problemas de liquidez de las capellanías,17 elevaron la demanda en las parroquias de las provincias.

Los curas beneficiados tuvieron en muy alta estima su cargo. Francisco Gudiño, quien obtuvo la parroquia de indios de Oapan, a principios del siglo XVII, lo entendía como una facultad amplia para ejercer autoridad e imponer decisiones. Ser beneficiado lo distanciaba del clero común, pues gozaba de un título vitalicio, de obvenciones parroquiales y, además, de un rango superior al grueso de los españoles. Para Gudiño la parroquia era una especie de feudo concedido por Dios, por lo que ni el rey, ni el virrey ni el arzobispo podían quitárselo, llegando a expresar a sus feligreses “que no me pueden hacer nada porque aquí es mi casa … yo soy ya Dios y no puedo morir y los ornamentos que están en esta mi iglesia son míos”.18 Evidentemente, se trataba de una expresión para intimidar a los desobedientes, pero también refleja el concepto patrimonialista y de poder que los beneficiados podían derivar de su título.

Más allá de estas pretensiones estamentales, los beneficiados estuvieron vigilados por los arzobispos, quienes cuidaban que residieran siempre en sus sedes, como ordenaba Trento. Quienes ganaban una parroquia no podían conservar una previa, según el concepto de incompatibilidad por la exigencia tridentina de residencia forzosa. Agustín De Aranda, quien ganó Mixquiahuala, debió renunciar a Huayacocotla “por la incompatibilidad de poderlo servir y no poderlos obtener ambos”.19 Lo mismo sucedió en 1635 cuando Antonio De Castañeda ganó el de indios laboríos de Taxco, dimitiendo de Acapetlahuayan.20

Los beneficiados también debían renunciar a capellanías que les obligara a celebrar misas lejos de sus parroquias. Pablo Mateo Betancur afirmó en 1637 que podía ser instituido en Teoloyucan, pues carecía de capellanía que le pidiera oficiar misas en la capital.21 En cambio, Cristóbal García de Aranda sí tuvo que desistir a una capellanía de 100 pesos de renta que le obligaba a decir las misas en una iglesia en específico. Mismo caso de Diego Nieto, quien renunció a dos capellanías para ser beneficiado en Tizayuca o el de Hernando Del Águila, beneficiado de catedral, quien declinó una capellanía del convento de Regina Celi.22 Más afortunados eran aquellos beneficiados con capellanías que les permitían celebrar las misas en cualquier iglesia. Así sucedió con el bachiller Bernabé De Molina, nuevo beneficiado de Malinaltenango, quien hizo constar que no renunciaría a una capellanía de 175 pesos de renta anual, pues la podía servir en cualquier parte. El juez de testamentos del arzobispado así lo hizo constar.23 Alfonso De Rivera renunció al de San Juan del Río para poder ser instituido párroco de Xalatlaco, declarando además que ninguna capellanía le impedía residir en su nuevo curato.24

No obstante, los curas titulares sí podían desempeñar otros cargos, como los de juez eclesiástico, vicario provincial o comisario del Santo Oficio de la Inquisición. Tenían buenas razones para ello: concentraban más autoridad y jurisdicción en sus distritos, aumentaban sus ingresos, especialmente como jueces con derecho a cobrar a los litigantes. La autoridad de un párroco y juez eclesiástico era más amplia que la de un simple cura beneficiado. Alonso De Rivera, cura de San Juan del Río, fue nombrado juez de su parroquia y de las doctrinas vecinas de Huichiapan y Tecozautla.25 Esto explica porque otro beneficiado de San Juan del Río, Simón Núñez Vala, solicitara ser juez eclesiástico también, bajo la justificante de que ya vivían muchos españoles, para quienes era costoso ir a la capital para tratar sus asuntos. La Mitra le concedió el cargo para atender españoles e indios.26 Los beneficiados buscaron revalidar sus cargos paralelos ante nuevos arzobispos. En 1629 así lo hizo el de Pánuco, Fernando Peláez Catalán, y el de Zacualpa, Pedro Herver del Corral.27 Claro que esta concentración de cargos quitaba oportunidades al resto del clero parroquial.

Los beneficiados tenían la prerrogativa de permutar su parroquia con otros curas, evitando nuevas oposiciones sin garantía de ganar, o bien, para alejarse de feligreses conflictivos. En 1636, Joan Del Puerto, beneficiado de Atlacomulco de 78 años de edad, lejos de pensar en retirarse, permutó con el de Huehuetoca, Alonso Tamayo, alegando lo dañino del clima frío y que hablaba la lengua de su nueva feligresía. La solicitud la recibió el virrey marqués de Cadereyta en su calidad de vicepatrono, quien pidió a la Mitra hacer averiguaciones para evitar que hubiese soborno con dinero por la permuta.28 El caso se publicó en la puerta de catedral para poder recibir denuncias o impedimentos sobre algún cura. Otra permuta de 1620 nos brinda más elementos para entender la movilidad de los beneficiados. Francisco De Xeres, de Chiapa de Mota, solicitó cambiar con Francisco De Medina, de Tenancingo, explicando que continuamente enfermaba y se ponía en peligro su vida. En tanto, De Medina explicó que en su parroquia había “un labrador hombre inquieto y que me ha puesto muchas veces en peligro de la vida por las cuales causas decimos, queremos hacer permuta”.29 Los arzobispos autorizaban también cambios temporales de beneficiados en calidad de vicarios, en espera de que obtuvieran otra titularidad. En 1635 la Mitra permitió que Juan Páez de Mendoza, de Tenango de Taxco, ejerciera como vicario en Teoloyucan por cierto tiempo, quien sería sustituido por Pedro Domínguez, como vicario. En tanto, Páez esperaba intercambiar su beneficio con el de Zumpahuacan, Blas Pérez Santillán, de forma definitiva.30

Algunos beneficiados se destacaron por cumplir las expectativas que sus superiores esperaban; no solo fueron párrocos diligentes, sino también autores de manuales para instruir y mejorar la administración espiritual de los indios. Uno de ellos fue Francisco De Lora Baquio, de Tampamolón, bachiller en varias facultades y opositor a diversos curatos. En su relación de méritos enfatizó ser autor de un manual de los sacramentos en lengua mexicana y castellana “muy útil y necesario para el descargo de la real conciencia de su majestad y la de los prelados y bien de los naturales y alivio de los ministros”.31 Expresó que necesitaba la validación de sus méritos para presentarlos al rey en busca de un ascenso. Otros sobresalieron por escribir tratados contra la idolatría como el cura de Zumpahuacan, Pedro Ponce de León,32 y Hernán Ruiz de Alarcón, cura de Tenango del Río.33

La red parroquial no siempre podía contar con todos sus beneficiados a la vez debido a su movilidad, fallecimientos o ausencias por diferentes motivos. Pero la Mitra tenía la obligación de garantizar la administración espiritual día con día. Crear más parroquias era complicado debido a la crisis de la población indígena y a la férrea defensa de las doctrinas por los frailes que impedía su secularización. Igualmente, la provisión de los beneficios vacantes requería de tiempo para las oposiciones y la disponibilidad del Real Patronato. En tanto, los feligreses no debían carecer de pastores. La solución fue dotarlos con coadjutores o vicarios parroquiales, que debemos distinguirlos de los judiciales que regían los juzgados eclesiásticos foráneos. Los parroquiales se dedicaban solo a la administración espiritual (Frías, 2021, p. 10). La Mitra ejerció la facultad que le daban los cánones para nombrarlos a discreción (Aguirre, 2020, p. 15). Estos vicarios resolvían varias necesidades: daban ocupación temporal a clérigos jóvenes, se les proveía de un porcentaje de la renta parroquial, adquirían experiencia, hacían méritos para aumentar sus posibilidades de ganar la titularidad de una parroquia y, finalmente, la Mitra podía controlar esos nombramientos sin la intervención de los virreyes, fortaleciendo su autoridad ante la clerecía y la sociedad.

El sector de vicarios se formó con jóvenes clérigos que buscaban ingresar lo más pronto posible en las instituciones eclesiásticas. Aunque nadie les podía garantizar, de inicio, un beneficio eclesiástico, la Corona y la Mitra alimentaban sus esperanzas si mostraban una actitud servicial y buena disposición a sus superiores. Las atribuciones de los vicarios fueron descritas en un nombramiento de 1640 a Diego Meléndez Flores para Jiquipilco, expedido por la Mitra:

decir misa y administrar los santos sacramentos del baptismo, eucaristía, matrimonio, extrema unción y penitencia y confesar generalmente hombres y mujeres a las cuales pueda absolver de todos sus pecados criminales y excusar, excepto las de herejía y apostasía y los demás a su santidad y a nos como ordinario que somos de este dicho arzobispado reservadas, y le damos poder y facultad para que en distintos y diferentes puestos del dicho partido de Xiquipilco y su jurisdicción, siendo precisamente necesario los domingos y fiestas de guardar, pueda decir y diga dos misas sobre que le encargamos la consciencia y así mismo le damos facultad para que pueda dispensar y dispensarse con los naturales del dicho partido en cuanto al debito habiendo impedimento para ello.34

Si bien los vicarios eran nombrados por los arzobispos o el cabildo en sede vacante podían ser propuestos por los beneficiados o los feligreses. Cuando sustituían a los beneficiados por fallecimiento se les denominaba “interinos”, teniendo en sus manos toda la administración y congrua, desempeñándose por tiempo indefinido, mientras la parroquia se concursaba. Así sucedió en 1629 cuando la Mitra nombró a Vicencio Lomelín como interino al fallecer el beneficiado de Santa Catalina Mártir. Otro caso fue el de Pedro Cerón Saabedra, quien solicitó el cargo de cura interino al enterarse del fallecimiento del beneficiado de Taxco. La Mitra lo aceptó.35

Si los beneficiados estaban enfermos, se nombraba un vicario coadjutor o sustituto, con quien compartían las obvenciones. Pero si los titulares estaban suspendidos por estar bajo proceso los vicarios debían guardar parte de las obvenciones en espera del resultado del juicio para ser entregadas en caso de inocencia. El de Tenango del Valle, Hernando Ortiz de Baldivia, con 80 años de edad y 51 administrando ahí, tenía gota y difícilmente podía ya ir a las visitas de los pueblos, por lo que pidió a la Mitra un vicario que se encargara de ello.36 También se nombraban vicarios fijos, quienes administraban totalmente una sección de la parroquia, residiendo en el pueblo de visita más importante normalmente. Los beneficiados se quedaban con la mayor parte de los poblados de la jurisdicción, incluyendo por supuesto la sede principal. También hay que destacar que las vicarías fijas fueron una alternativa ante las dificultades para dividir parroquias.

Los nombramientos de vicarios fomentaban la circulación de clérigos sin beneficio, que eran la mayoría, y permitían a la Mitra dotar de ministros con más rapidez a los pueblos. Un buen ejemplo de movilidad de los vicarios es el de Francisco De Alcaraz, de Xocotitlán, quien opositó a esta parroquia, pero no ganó; entonces solicitó la vicaría de Atlacomulco, beneficio que estaba vacante. El arzobispo accedió.37 La demanda de vicarías se normalizó en el arzobispado. Gabriel De Morales, por ejemplo, fue propuesto por la Mitra para ocupar la del real de Atotonilco si el que estaba en funciones conseguía próximamente un beneficio.38 En 1636, Jerónimo De Soto Cabezón, sacerdote y vecino de Atotonilco, solicitó la vicaría ahí argumentando tener las calificaciones requeridas, saber mexicano y deber mantener a su familia. El gobernador del arzobispado, Diego Guerra, se la concedió.39 En Santa Fe, al promoverse el vicario Juan de Aguirre, el cargo fue de inmediato solicitado por Pedro De la Reguera, alegando tener la preparación requerida y saber mexicano.40 Igualmente, Francisco Fernández Rubio solicitó la vicaría de Xiquipilco, declarando tener suficiente experiencia en administración, ser ayudante del cura de Ozolotepec, saber náhuatl y otomí, además de que mantenía a su familia pobre. La Mitra lo aceptó.41 No faltaron exvicarios que buscaron reemplazar a quienes estaban en su lugar. Un antiguo vicario del santuario de la virgen de Guadalupe pidió ser reincorporado a él en 1600, alegando el mal desempeño del que estaba en funciones, según testimonios de algunos fieles, mismos que le pidieron regresar. No obstante, la sede vacante gobernadora se lo negó.42

Hubo vicarios que se especializaron en parroquias de indios, confiando en reunir méritos suficientes para ganar un beneficio curado. Tal fue el caso de Diego Meléndez Flores, especializado en auxiliar a distintos párrocos de indios, primero como ayudante en Almoloya (1634), Mixquiahuala (1636), Xaltocan (1636) y después como vicario en Tlalasco (1638), Xiquipilco (1642), Ocoyoacac (1643-1644) y Xalatlaco (1644), administrando en mexicano y otomí.43 En 1648 Meléndez proseguía su trayectoria como vicario y juez eclesiástico en la parroquia costera de Coyuca.44 Otros vicarios iniciaron su trayectoria eclesiástica cumpliendo alguna comisión de la Mitra o en un tribunal eclesiástico, antes de ese cargo parroquial. En 1628, Juan De Prado, que se había desempeñado en comisiones y como juez metropolitano, solicitó la vicaría de Tetela del Río, alegando que el beneficiado había renunciado y que un cura vecino administraba los dos curatos, algo que consideraba perjudicial para la feligresía. En el palacio arzobispal se ordenó examinarlo en administración de sacramentos y en lengua mexicana, pruebas que Prado superó.45

Vicarios destacados podían esperar la promoción a un beneficio curado, como Álvaro Paredes, de Tenancingo, quien ganó la propiedad ahí en 1635.46 Estos buenos vicarios eran solicitados por beneficiados que ya no podían administrar solos sus parroquias. El de Jiquipilco, Gaspar De Lora, solicitó a Francisco Hernández, pues su anterior vicario había ganado una parroquia. Hernández, antiguo vicario ahí, fue calificado de honrado, diligente, hábil y suficiente en mexicano y otomí: “le aman por su cuidado y solicitud así españoles como naturales del dicho partido”.47 Otros eran buscados por beneficiados ancianos, como sucedió en Tenango del Valle. En 1636 su titular, Hernando Ortiz de Baldivia, anciano e incapaz de ir a las visitas, solicitó a Francisco De Orihuela, pues lo consideraba buen cura además de saber matlatzinca y mexicano, prometiéndole la mitad de las obvenciones48. En el caso del vicario de Churubusco, Luis De Castro, obtuvo el mismo cargo en Zumpahuacan y la Mitra nombró a su reemplazo. Sin embargo, De Castro no pudo trasladarse y, temeroso de quedarse sin trabajo, solicitó continuar en Churubusco y que se suspendiera cualquier otro nombramiento. Afortunadamente para él, el arzobispo Francisco Manso lo aceptó.49 Hubo vicarios ancianos que luego de muchos años en ese empleo solicitaron un beneficio en premio a tal mérito. Lázaro Díaz ejerció como vicario en varios beneficios de lengua mexicana y otomí:

y por muchas enfermedades que he tenido he gastado mi patrimonio y no tengo con que sustentarme sino es de una pitanza y ser tan viejo como soy … pido y suplico … habiéndose de dividir como se divide el beneficio de Uicicilapa y Osolotepeque se me haga merced de acomodarme en esto.50

No faltaron vicarios rechazados por sus feligreses, acusados de no atenderlos bien. En Tejupilco los indios manifestaron que su interino, Lorenzo Ladrón de Guevara, perteneciente a una familia noble, tenía mal desempeño. El virrey remitió el caso al gobernador del arzobispado, quien lo delegó en el provisor. Este opinó que no era necesario remover a Ladrón de Guevara, pues pronto habría nuevo cura propietario y porque no debía creerse todo a los indios. El caso es interesante porque insinúa cierta protección de la Mitra al vicario, un clérigo noble, quien probablemente tenía influencias en el gobierno arzobispal. Cabe hacer notar que el provisor omitió explicar sobre qué pasaría si Ladrón de Guevara, opositor a Tejupilco también, ganaba el concurso (De la Torre, 1991, tomo I, p. 624).

La importancia que el cargo de vicario estaba alcanzando en el arzobispado era tal que los clérigos lo destacaban para solicitar mercedes ante el Consejo de Indias. Diego De Céspedes, opositor a curatos, presbítero y vicario del real de Zimapán, así lo hizo.51

En el último escalón estaban los simples ayudantes, elegidos por los beneficiados, con la aprobación de la Mitra eventualmente. Se trataba de jóvenes sacerdotes que aún aprendían el oficio y que en ocasiones no recibían un salario, sino solo vivienda y alimentos. Curas ancianos, enfermos o aquellos que debían ausentarse por tiempos cortos para atender asuntos personales tenían autorización de nombrar ayudantes, si bien la Mitra se reservaba el derecho de cambiarlos si así lo creía oportuno. A diferencia de los vicarios, los ayudantes dependían solamente de los curas beneficiados, quienes decidían su duración y sus tareas. Estos elegían a presbíteros de su confianza con quienes pactaban acuerdos, como lo hizo Cosme De Zeballos Villavicencio, titular de Almoloya, quien al enfermar nombró a Diego Yáñez de Resa, quien hablaba mexicano y mazahua.52 La preferencia fue por ayudantes que supieran lenguas para ser contratados en parroquias de indios. Este conocimiento no era una opción sino una necesidad para jóvenes sacerdotes sin patrimonio y que debían trabajar en las parroquias para sustentarse, esperando algún día ascender a vicarios.

Aun teniendo ayudantes, los propietarios conservaban todo el control de la parroquia y las obvenciones. La precariedad de los ayudantes los pudo llevar a reclamar más salario a los curas. Mateo Ruiz, auxiliar en Santa Catalina Mártir, luego de mes y medio de servir por fallecimiento del beneficiado decano, pidió a la Mitra que Vicencio Lomelín, el segundo cura, le diera las obvenciones que le correspondían. Sin embargo, este respondió que el ayudante ya había recibido lo que le correspondía, según lo convenido previamente. La Mitra le dio la razón.53

Mientras opositaban a parroquias vacantes, los ayudantes buscaban también ascender a vicarios, como Francisco Origuela, auxiliar en Teotenango, quien, luego de cinco años ahí, solicitó ese nombramiento, con lo cual podría gozar de un porcentaje de las obvenciones. Origuela presumió incluso que los indios no extrañarían al titular pues él era el encargado de dispensarles los sacramentos en su lengua y que un visitador general había presenciado su capacidad de predicar en esa lengua. Para su fortuna, la solicitud fue respaldada por el beneficiado, quien reconoció que su ayudante era experto en lengua matlatzinca y era muy capaz en la administración. El gobernador del arzobispado accedió.54

Disciplinar desde las feligresías

En las parroquias se formaron identidades colectivas en torno al culto religioso y las devociones locales, encomiadas por la reforma tridentina. En este proceso los curas beneficiados fueron centrales como guías espirituales y agentes de la Iglesia tridentina, pero igualmente fueron objeto de atención y de vigilancia de los feligreses sobre su forma de administrar y de conducirse personalmente. En el periodo aquí estudiado las parroquias ampliaron su atención a la población no indígena, asentada básicamente en las nacientes haciendas y ranchos que se integraban a su jurisdicción. Sin duda, el máximo reto para los curas se hallaba en la feligresía, la cual normalmente no fue pasiva ni aceptó incondicionalmente la forma de administrar las parroquias. Por el contrario, los feligreses incidieron de varias formas en el disciplinamiento del clero parroquial, según las normas canónicas y monárquicas, demostrando que las conocían y que estaban dispuestos a reclamar su cumplimiento ante los tribunales eclesiásticos o las instancias virreinales. De Zaballa (2011, pp. 45-68) ha resaltado que desde fechas tempranas los indios emplearon a su favor el derecho canónico y los tribunales eclesiásticos La Mitra, por su parte, tuvo mucho interés en fortalecer sus tribunales e instancias de justicia, buscando una solución expedita a los problemas parroquiales.

Los reclamos para que los curas desempeñaran convenientemente sus labores provinieron de distintos grupos sociales. Los pueblos de indios, organizados en repúblicas representadas por cabildos, fueron el grupo más amplio. La presión de gobernadores y demás indios de república, corresponsables de la evangelización, fue un factor de peso en el oficio pastoral. En la parroquia de Santa Fe, por ejemplo, el gobernador y los alcaldes pidieron a la Mitra el pronto regreso del vicario Martín Enríquez, trasladado a otra parroquia, conformes con su trato y desempeño.55 Pero no faltaron desacuerdos. En Ozolotepec, sus alcaldes y fiscales solicitaron a la Mitra el pronto arribo de un cura por el deceso de su beneficiado, exigiendo que el nuevo residiera en la cabecera parroquial y no en San Bartolomé, donde vivían españoles ganaderos y en donde el titular fallecido había habitado, considerando que no debió ser así. El beneficiado fue también criador de ganado, actividad denostada por los indios, posiblemente porque consideraban que eso perjudicó a la administración espiritual. Igualmente, demandaron que los bienes de la Iglesia llevados a San Bartolomé fueran devueltos y que un antiguo vicario, a quien consideraban buen cura y que había sido expulsado por el beneficiado, volviera para que sus fiestas se celebraran como antaño.56

En esa misma parroquia, pero en 1636, los indios denunciaron al cura Pedro De Anguiano de ignorar su lengua, quien ya había llamado a la Mitra para examinarse y no había cumplido. En consecuencia, el gobernador del arzobispado, Diego Guerra, en acuerdo con el virrey, designó a un vicario y juez eclesiástico con la mitad de salario y de obvenciones, buscando una mejor atención de los feligreses. Esta medida sería temporal hasta que el beneficiado fuera a México a examinarse. Si bien De Anguiano apeló la medida ante el delegado papal en Puebla y advirtió que buscaría el real auxilio para recuperar el control de su parroquia, el arribo del vicario no se detuvo.57

La multitud de pueblos de visita que las parroquias conservaron después de las congregaciones dificultó el trabajo pastoral. Lo mismo sucedió con las familias de indios asentadas en las cercanías de los pueblos, conformando pequeños caseríos llamados ‘ranchos’ y que, tarde o temprano, fueron adscritos a alguna jurisdicción parroquial. Así lo experimentó Joan Del Puerto, beneficiado de Atlacomulco, según testimonio de un vecino: “los ranchos de Santiago que distan del dicho pueblo de Atlacomulco más de tres leguas en muy mal camino montuoso … y muy malo de andar y que es fuerza acudir a él muy a menudo por ser muy poblado de indios”.58 No obstante estas dificultades los curas debían hallar soluciones, apremiados por la Mitra, los virreyes y los feligreses. En Ixtlahuaca, Juan De Valencia, ayudante del cura, solicitó permiso a la Mitra para celebrar dos misas en un mismo día y en distintas iglesias, algo prohibido en los concilios, pero que justificó por la cantidad de pueblos que debía atender. La Mitra, antes de tomar una decisión, solicitó al cura titular un informe al respecto, luego de lo cual dio la autorización.59

Otro grupo social que criticó y denunció a los curas fue el de los españoles. Su peso no era el demográfico, como los indios, sino su poder, su mayor conocimiento del mundo hispánico - de donde provenían los sacerdotes - así como de las diferentes instancias judiciales para demandar a los sacerdotes, como la Real Audiencia. Todo ello queda claro con un largo pleito en Teoloyucan, donde el capitán Juan Pacheco acusó al cura, Gaspar De Contreras, de varias irregularidades, que no se registran en el expediente consultado. Sin embargo, el provisor de la Mitra, Jerónimo De Cárcamo, rechazó el caso, provocando que el capitán fuera a la Real Audiencia para demandar al cura por un adeudo de 40 000 pesos. Con esto, el provisor cambió de opinión y envió un visitador al curato a investigar. Pero el capitán recusó al visitador, pues se había “mostrado parcial al dicho bachiller Contreras y ayudándole en esta causa y es su íntimo amigo y ha comido y dormido en su casa”.60 El cabildo en sede vacante envió todo al provisor para que dictara sentencia y ordenó al cura salir de la parroquia en 1601, en espera de la sentencia. Este apeló la orden, pero no tuvo éxito; lo mismo sucedió cuando meses después pidió regresar a su iglesia alegando que se lo habían pedido sus feligreses.61 El cura manifestó que el capitán lo odiaba y que solo por la intervención de la Audiencia no se le permitía retornar al curato. También reclamó la mitad de los derechos parroquiales, que ahora disfrutaban los vicarios sustitutos.62 El provisor general accedió, permitiendo al párroco nombrar a un sustituto, con quien compartiría la renta, a lo cual el capitán se opuso al considerar que ambos clérigos convencerían a los indios de testificar a su favor.63 Pacheco también denunció que se favorecía ilegalmente al cura en la Mitra.

Pero los meses transcurrieron sin que hubiera una sentencia definitiva. En 1603, el capitán exigió que se obedeciera la orden de la Audiencia sobre reiniciar el juicio al estado previo a que el provisor lo desechara, pero la sede vacante se concretó a enviar todo al provisor y esperar sentencia.64 En 1605, el capitán reafirmó las imputaciones y sus protestas, alegando que “se atan las manos a la justicia y los delitos y excesos quedan sin castigo y socolor del dicho auto el dicho Contreras pretende volverse al beneficio”.65 Sin embargo la sede vacante no cambió de opinión.

En los reales mineros también hubo desencuentros. En estos lugares se asentaron los primeros curatos seculares del arzobispado. Los párrocos debían atender a cuadrillas de trabajadores, a dueños de las minas, a vecinos y a indios. En Pachuca y Real del Monte el cura Baltasar Ruiz se negó a continuar con las misas de principios de día, para esclavos y trabajadores, que se acostumbraban con el fin de que regresaran pronto a sus labores. En su lugar, Ruiz obligó a todos los habitantes a ir a la misa de medio día.66 En 1601 los mineros pidieron a la Mitra que el párroco respetara la costumbre. La sede vacante pidió explicaciones al cura sobre su proceder. Otro minero de Pachuca, Alonso Domínguez, declaró que el beneficiado, quien tenía poco más de un año administrando ahí, se había ido a México y ya no regresó, sino que llegó un vicario interino, Luis De Mercado. Este se hallaba enfermo de gota, por lo cual no administraba bien.67 Mercado pidió que el beneficiado regresara a Pachuca, o bien, que renunciara para que otro viniera. En respuesta, el provisor eclesiástico accedió a que el demandante presentara testimonios sobre la mala actuación del vicario.

No faltaron encomenderos que desearon participar en la organización de las parroquias. En Huauchinango, la encomendera Catalina De Peralta pidió autorización para contratar a dos o tres sacerdotes que administraran en cuaresma a los más de 10 000 fieles que calculaba haber en los seis pueblos del partido, expresando la falta de capacidad del cura anciano Lázaro Días.68 En la Mitra se le respondió que se resolvería el asunto. Otro encomendero, Alonso Dávila Salazar, pidió al virrey la expulsión del beneficiado Alonso Rodríguez Ugarte, quien ya tenía 20 años administrando, o que fuera examinado en lenguas, pues los indios no recibían la administración espiritual en su idioma. El virrey canalizó el caso a la sede vacante para que diera una solución.69 Aunque aún no sabemos las razones por las que este encomendero haya denunciado la ignorancia de lengua después de tantos años, cabe deducir que no era indispensable ese conocimiento para administrar una parroquia de indios. Posiblemente Rodríguez la administró mediante vicarios y ayudantes lenguas, con la aquiescencia de la Mitra.

Los derechos parroquiales fueron otro asunto que causaba problemas muchas veces, tanto por la pobreza que se vivía en la mayoría de los pueblos de indios de la época estudiada como por la discrecionalidad con que los curas podían pactar las tasas con los feligreses. Recordemos que el Tercer Concilio Mexicano permitía a los obispos establecer aranceles, o bien, autorizar convenios parroquiales (Aguirre, 2014, pp. 35-41). Estos últimos fueron preferidos si bien se prestaban a ser modificados unilateralmente, provocando pleitos, como aconteció en Oapan en la primera década del siglo XVII, cuando se reorganizó como nueva cabecera parroquial y se establecieron convenios entre el beneficiado y los pueblos de indios. Un rubro crucial fue el de los derechos parroquiales y servicios personales para el sustento del cura, el culto religioso, así como el mantenimiento y el ornato de las iglesias. Por entonces se pactó que los indios dieran al cura Francisco Gudiño raciones semanales de comida y limosnas por concepto de misas. Respecto de los servicios personales, Gudiño recibió la ayuda de cocineras y sirvientas para su casa, así como ayudantes para el acarreo de semillas, la elaboración de adornos florales o el cuidado de aves y de cerdos. Todo lo anterior era complementado por un salario que el cura recibía del encomendero de Oapan.70

Varios testimonios de los indios coinciden en que el conflicto se inició en 1609 por la interrupción de ese salario, pues el párroco quiso compensarlo cobrando más obvenciones y servicios personales. Los indios de república de Oapan y sus pueblos sujetos se unieron contra el cura y lo denunciaron ante la Mitra. Luego de las averiguaciones del caso, el provisor de la Mitra, Juan De Salamanca, halló culpable al clérigo de malos tratamientos a los indios, de hacer negocios, de exigir géneros y mercancías irregularmente e incluso de revelar secretos de confesión públicamente. Por ello Gudiño fue sentenciado a pagar una multa y los costos del juicio. No obstante, el beneficiado solicitó al provisor licencia para regresar a su beneficio, luego de pagar las multas y costo del juicio. El provisor no tuvo inconveniente.71

También en la Ciudad de México hubo controversias por las obvenciones. En 1636 el cura de catedral, Sebastián Gutiérrez, solicitó al arzobispo Francisco Manso y Zúñiga confirmar un arancel de obvenciones decretado por su antecesor, Juan De la Serna, y que recientemente había tenido un reajuste, considerando que “con el uno y el otro han cesado algunas diferencias que los curas tenían con sus feligreses”.72

Algunas consideraciones finales

La red parroquial del arzobispado de México fue un recurso central de promoción de la reforma católica y de las leyes del Real Patronato. Para la Iglesia arzobispal de México fue imperativo fortalecer a los curatos, después de la crisis de la población indígena de fines del siglo XVI, con el fin de mejorar la administración espiritual. Para ello se requería de un cuerpo de curas capaz y disciplinado. La respuesta se buscó en la nueva jerarquía eclesiástica surgida a raíz de la cédula del patronato de 1574: los curas beneficiados.

Las primeras generaciones de curas beneficiados y sus ayudantes fueron clave porque sentaron varios precedentes importantes para las siguientes generaciones: impulsaron una jerarquía que marcó pautas para las futuras generaciones, fueron los encargados de instrumentar la reforma tridentina, tanto en sus aspectos doctrinales como en los disciplinares; también encabezaron el objetivo de buscar un equilibrio con las órdenes religiosas respecto de la evangelización de los indios. Por ello, fue indispensable para la Mitra una dotación oportuna de curas para las parroquias, buscando alternativas para sortear el formalismo y lentitud de los concursos de oposición. La solución se halló en los vicarios temporales y los ayudantes, que podían ser nombrados directamente por la Mitra y los curas. Con estos nombramientos se alivió también la demanda de cargos eclesiásticos para los cada vez más clérigos sin oficio ni beneficio del arzobispado.

Pero hubo un aspecto que las máximas autoridades no podían pasar por alto: ¿cómo lograr un clero parroquial disciplinado y obediente de los mandatos canónicos y monárquicos? La cuestión era de primera importancia dadas las denuncias que se venían expresando desde la segunda mitad del siglo XVI y que en nuestro periodo de estudio continuaron. Para solucionarla se ensayaron diferentes medidas, de las cuales aquí se han estudiados algunas. En primer lugar, los informes de los virreyes a la Corona, quienes podían impulsar acciones concretas. En segundo lugar, un proceso de jerarquización del clero parroquial que, a la vez que delineaba patrones de carrera, obligaba a los curas a desempeñarse con solvencia para aspirar a mejores cargos. En tercer lugar, estaba la presión de la feligresía, la cual conocía las instancias a las que podía acudir para corregir a los curas, ya sea la Mitra o incluso el virrey y la Real Audiencia. Los feligreses vigilaron a los párrocos y los denunciaron en los tribunales. Las fuentes registran la inconformidad de los cabildos de indios, la búsqueda de soluciones para la atención de los múltiples pueblos de visita que subsistieron después de las congregaciones, la crítica de vecinos españoles, encomenderos o mineros y las desavenencias por los montos y los tipos de derechos parroquiales.

Sin duda, la Mitra y el clero parroquial tenían mucho por hacer en adelante. Será menester que futuras investigaciones profundicen en cada una de estas y otras problemáticas de la vida parroquial para comprender mejor los alcances y los límites de la disciplina del clero parroquial que las máximas autoridades de Nueva España pretendieron lograr.

Lista de Referencias

Archivos

AGN - Archivo General de la Nación.

AGI - Archivo General de Indias.

AHAM - Archivo Histórico del Arzobispado de México.

Notas al pie:
  • 1

    Archivo Histórico del Arzobispado de México (AHAM), “Representaciones hechas a su majestad sobre doctrinas de los regulares”, 1748-1753, caja 104 CL, libro 3, s.f.

  • 2

    Archivo General de Indias (AGI), Memorial de 1597, México 23, núm. 80, s.f.

  • 3

    AGI, Memorial de 1597, México 23, núm. 80, s.f.

  • 4

    AGI, Memorial de 1604, México 26, núm. 26, s.f.

  • 5

    AGI, Memorial de 1610, México 28, núm. 10, s.f.

  • 6

    AGI, Memorial de 1610, México 28, núm. 10, s.f.

  • 7

    Archivo General de la Nación (AGN), Bienes Nacionales (BN), 1636, leg. 822, exp. 7, s.f.

  • 8

    AGN, BN, 1636, leg. 822, exp. 7, s.f.

  • 9

    AGN, BN, 1636, leg. 822, exp. 7, s.f.

  • 10

    AGN, BN, 1611, leg. 78, exp. 54, s.f.

  • 11

    AGN, BN, 1636, leg. 822, exp. 7, s.f.

  • 12

    AGN, BN, 1636, leg. 822, exp. 7, s.f.

  • 13

    AGN, BN, 1634, leg. 822, exp. 1, s.f.

  • 14

    AGN, BN, 1633, leg. 822, exp. 7, s.f.

  • 15

    AGN, BN, 1636, leg. 822, exp. 2, s.f.

  • 16

    AGN, BN, 1600, leg. 78, exp. 41, s.f.

  • 17

    AGN, BN, 1636, leg. 822, exp. 7, s.f.

  • 18

    AGN, BN, 1612, leg. 443, exp. 1, fol. 93v.

  • 19

    AGN, BN, 1636, leg. 822, exp. 7, s.f.

  • 20

    AGN, BN, 1636, leg. 822, exp. 1, s.f.

  • 21

    AGN, BN, 1636, leg. 822, exp. 7, s.f.

  • 22

    AGN, BN, 1636, leg. 822, exp. 7, s.f.

  • 23

    AGN, BN, 1636, leg. 822, exp. 7, s.f.

  • 24

    AGN, BN, 1636, leg. 822, exp. 7, s.f.

  • 25

    AGN, BN, 1636, leg. 822, exp. 7, s.f.

  • 26

    AGN, BN, 1636, leg. 822, exp. 7, s.f.

  • 27

    AGN, BN, 1629, leg. 822, exp. 2, s.f.

  • 28

    AGN, BN, 1636, leg. 822, exp. 2, s.f.

  • 29

    AGN, BN, 1620, leg. 822, exp. 2, s.f.

  • 30

    AGN, BN, 1636, leg. 822, exp. 1, s.f.

  • 31

    AGN, BN, 1636, leg. 822, exp. 7, s.f. Se trata del Manual Mexicano de la Administración de los Santos Sacramentos conforme al Manual Toledano, México, impreso por Diego Gutiérrez, 1634. El texto fue elaborado para el doctor Andrés Fernández de Hipenza, protonotario apostólico, provisor de los naturales, juez de testamentos y capellanías y examinador sinodal del arzobispado de México.

  • 32

    Breve Relación de los Dioses y Ritos de la Gentilidad por don Pedro Ponce, beneficiado que fue del Partido de Tzumpahuacan (Ponce, 2000).

  • 33

    Tratado de las Supersticiones y Costumbres Gentilicias que hoy viven entre los Indios Naturales de esta Nueva España (Ruiz de Alarcón, 1999).

  • 34

    AGN, BN, 1636, leg. 822, exp. 1, s.f.

  • 35

    AGN, BN, 1636, leg. 822, exp. 2, s.f.

  • 36

    AGN, BN, 1636, leg. 822, exp. 7, s.f.

  • 37

    AGN, BN, 1636, leg. 822, exp. 7, s.f.

  • 38

    AGN, BN, 1636, leg. 822, exp. 7, s.f.

  • 39

    AGN, BN, 1636, leg. 822, exp. 7, s.f.

  • 40

    AGN, BN, 1636, leg. 822, exp. 7, s.f.

  • 41

    AGN, BN, 1636, leg. 822, exp. 7, s.f.

  • 42

    AGN, BN, 1600, leg. 78, exp. 62, s.f.

  • 43

    AGN, BN, 1634-1644, leg. 822, exp. 1, s.f.

  • 44

    AGN, BN, 1648, leg. 822, exp. 1, s.f.

  • 45

    AGN, BN, 1628, leg. 822, exp. 2, s.f.

  • 46

    AGN, BN, 1636, leg. 822, exp. 1, s.f.

  • 47

    AGN, BN, 1628, leg. 822, exp. 2, s.f.

  • 48

    AGN, BN, 1636, leg. 822, exp. 7, s.f.

  • 49

    AGN, BN, 1636, leg. 822, exp. 7, s.f.

  • 50

    AGN, BN, 1600, leg. 78, exp. 58, s.f.

  • 51

    AGN, BN, 1636, leg. 822, exp. 7, s.f.

  • 52

    AGN, BN, 1636, leg. 822, exp. 7, s.f.

  • 53

    AGN, BN, 1636, leg. 822, exp. 2, s.f.

  • 54

    AGN, BN, 1636, leg. 822, exp. 7, s.f.

  • 55

    AGN, BN, 1636, leg. 822, exp. 7, s.f.

  • 56

    AGN, BN, 1636, leg. 822, exp. 7, s.f.

  • 57

    AGN, BN, 1636, leg. 822, exp. 1, s.f.

  • 58

    AGN, BN, 1636, leg. 822, exp. 7, s.f.

  • 59

    AGN, BN, 1636, leg. 822, exp. 7, s.f.

  • 60

    AGN, BN, 1600, leg. 78, exp. 116, s.f.

  • 61

    AGN, BN, 1601, leg. 78, exps. 74, 89, s.f.

  • 62

    AGN, BN, 1601, leg. 78, exp. 115, s.f.

  • 63

    AGN, BN, 1601, leg. 78, exp. 78, s.f.

  • 64

    AGN, BN, 1601, leg. 78, exp. 117, s.f.

  • 65

    AGN, BN, 1601, leg. 78, exp. 102, s.f.

  • 66

    AGN, BN, 1601, leg. 78, exp. 119, s.f.

  • 67

    AGN, BN, 1613, leg. 150, exp. 9, s.f.

  • 68

    AGN, BN, 1601, leg. 78, exp. 86, s.f.

  • 69

    AGN, BN, leg. 78, exp. 61, s.f.

  • 70

    AGN, BN, 1612, leg. 443, exp. 1, fol. 60.

  • 71

    AGN, BN, 1612, leg. 443, exp. 1, fol. 171.

  • 72

    AGN, BN, 1612, leg. 822, exp. 7, s.f.

Fuentes primarias
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Historial:
  • » Recibido: 08/01/2025
  • » Aceptado: 24/02/2025
  • » : 02/08/2025» : 2025